viernes, octubre 29, 2004

Huidizos: la orden del silencio

En 1944, el joven Jerome David Salinger estaba en Inglaterra. Pertenecía al servicio de espionaje militar del Ejercito estadounidense, y había sido asignado al Duodécimo Regimiento de la Cuarta División de Infantería con la que, unos meses más tarde y ya ascendido a sargento desembarcaría en la playa de Utah, en Normandía.

Nacido en Nueva York, en 1919, antes de ser llamado a filas había estado enrolado en un barco, había viajado por Europa y, tras un curso de escritura en la Universidad de Columbia, había publicado algunos relatos en periódicos y revistas.

En Inglaterra, mientras su compañía aguardaba la orden de embarcar, escribió dos cuentos que envió al Saturday Evening Post. Uno de ellos, El último día del último permiso, se publicó a primeros de junio, mientras su unidad, con unas enormes pérdidas, combatía a las afueras de Cherburgo.

Con ese cuento guardado en la mochila entró en agosto de 1944 en París, con las primeras tropas norteamericanas que liberaron la ciudad. En el hotel Ritz coincidió con Ernest Hemingway, que trabajaba entonces como corresponsal de guerra. Los dos simpatizaron de inmediato, y Salinger le entregó el relato para que lo leyera.

En los meses siguientes continuó escribiendo y, mientras la duodécima participaba en la batalla de las Ardenas, en el invierno de 1945, con las botas empapadas en barro y literalmente congeladas, Salinger enviaba poemas al New Yorker.

Nadie sabe a ciencia cierta qué le ocurrió a aquel espigado sargento -medía casi uno noventa-, de pelo negro y nariz prominente, pero al terminar la guerra, con 26 años, fue tratado de estrés de combate, se casó con una mujer alemana, una funcionaria subalterna del partido nazi de la que se separó casi nada más regresar a casa, y en 1951 publicó El guardián entre el centeno. Ese año realizó algunas entrevistas, no muchas, de promoción, y desde entonces no ha vuelto a hablar con los periodistas. Una de sus imágenes más conocidas es ésa captada en 1988 en la que aparece con el rostro desencajado, delgado, el pelo blanco, amenazando con el bastón al fotógrafo que acaba de retratarle.

Tras una verja impenetrable

En 1952, se retiró a una granja en Cornish, New Hampshire, rodeada por una verja de casi dos metros de altura, impenetrable, a resguardo de miradas indiscretas. Después de El guardián entre el centeno publicó apenas un par de recopilaciones de cuentos, y desde los primeros sesenta se sumió en un silencio narrativo que continúa hasta hoy. «Nadie sabe por qué Salinger deja de escribir, yo sugiero que es el miedo a repetirse, o más bien la conciencia de que va a repetir lo que ya había contado». Enrique Vila-Matas es autor de Bartleby y compañía, un libro sobre escritores que dejan de escribir, traducido a dieciséis idiomas. «Lo que quise averiguar es por qué hay escritores que dejan de escribir, y descubrí que las razones son muy diferentes, que cada caso es distinto. A veces los motivos son tan aparentemente banales como los de Felipe Alfau, emigrado a Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, autor de una novela publicada en los años treinta, y que renunció a la escritura por culpa -según dijo- del trastorno que le ocasionó haber aprendido inglés, y haberse hecho sensible a complejidades en las que nunca había reparado. Otro escritor que me interesó fue Enrique Banchs, que después de publicar cuatro libros, entre 1007 y 1911, estuvo 57 años sin escribir. De él dijo Borges, para celebrar sus cincuenta años de silencio, que tal vez su propia destreza le hizo desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil. Su caso me sorprendió porque era una razón que no se me habría ocurrido nunca».

El mexicano Juan José Arreola (1918-2001) es otro de estos extraños huidizos. Entre las decenas de trabajos que desempeñó en su agitada vida laboral, fueron sus apariciones en televisión las que le llevaron a sostener que la farándula le había distraído de la literatura. «Hay escritores que se sepultan a sí mismos bajo una montaña de libros», respondió una vez a un periodista. «Dostoievski escribió mucho, y Rimbaud escribió poco, de modo que hay grandes autores que escribieron poco, y que son tan grandes como los que escribieron mucho». Arreola, ante el temor de la página en blanco, algunos apuntan al temor a la página en negro, al libro editado, se decidió por el silencio, por la fugacidad de la literatura oral.

«Escribir es una cosa muy misteriosa, nadie en realidad sabe cómo ocurre, no hay guión, ni reglas fijas». Andrés Ibáñez es escritor y crítico literario. «Se me ocurre el caso de Flaubert. No es como Dickens o Balzac, que tienen muchas cosas que contar; Flaubert persigue escribir una única obra, y escribe más sólo porque está buscando. En cierto sentido, el escritor que consigue dejar de escribir logra algo extraño y envidiable. Dejar de escribir es de alguna manera liberarse, saber que has escrito lo que querías, o lo que podías, lo que al final es una sensación mucho más liberadora que la certeza de no haberlo conseguido».

Es la búsqueda de esa obra definitiva la que, en ocasiones, sume a los escritores en un silencio de años. Paul Valéry quien legó a la humanidad las casi treinta mil páginas que ocupan sus cuadernos, tuvo un inquietante paréntesis en su actividad literaria que se prolongó durante casi un tercio de su vida, entre 1895, año en que publica El señor Teste, y 1917, en el que ve la luz La joven parca, ¡casi veintidós años! El escritor Joseph Heller sufrió del mismo mal: tras publicar en 1961 Trampa 22, un éxito comercial que le permitió vivir de las sucesivas reediciones, abandonó la literatura durante más de trece años antes de editar su siguiente libro; un día le vino a la cabeza una frase que, supo, era la que había estado esperando, el principio de su segunda novela, a la que siguieron otras cuatro, hasta su muerte. «En muchos casos no deja de haber un cierto exhibicionismo en la renuncia, aunque yo la comprenda bien», afirma Javier Marías. «Salinger difícilmente pudo soportar el éxito de un libro como El guardián entre el centeno, hubo tanta gente que se apropió de ese libro que debió pensar que ya no tenía nada de él; respecto a Rimbaud, probablemente tan sólo escribió por un error de cálculo, quizá lo propio de él era no haberlo hecho nunca».

Corre el año 1873. A mediados de julio, el joven Rimbaud, que tiene diecinueve años, viaja a Bruselas respondiendo a la llamada del poeta Paul Verlaine, con quien mantiene una atormentada relación. Ambos acaban discutiendo; Verlaine, borracho, se sienta a la puerta de la habitación del hotel para impedir que su amante salga, forcejean, hay golpes y gritos, y Verlaine acaba sacando el revólver que había comprado para suicidarse, y dispara dos veces. Una bala alcanza en el brazo a Rimbaud, que es conducido a un hospital; las heridas, afortunadamente, no revisten gravedad y esa misma noche intenta salir hacia Paris. En la estación, Verlaine es detenido y tras una serie de avatares judiciales, condenado a dos años de cárcel y 200 francos de multa.

Seis ejemplares de autor

Rimbaud permanece unos días en un hospital, y al ser dado de alta se refugia en la poesía. Durante el mes de agosto ordena y completa los poemas de lo que será Una temporada en el infierno y, con dinero de su madre, contrata la publicación con un editor belga. No volverá a escribir.

De esa edición no se distribuyeron más que los seis ejemplares de autor entregados al poeta, entre ellos uno que envió a la cárcel a Verlaine, con una escueta dedicatoria: «A P. Verlaine. A. Rimbaud». El resto de los libros quedaron arrinconados en el almacén, donde los encontró treinta años más tarde un abogado belga. «Rimbaud es un caso especial en la medida en que cambia por completo de vida». Ramón Buenaventura es escritor y traductor de Rimbaud. «No sólo deja de escribir sino que deja de ser el que era. Se convierte en un hombre cuya única ambición es enriquecerse, y su desinterés por la literatura es tan completo que no hay constancia de que ni siquiera leyera algún libro».

Rimbaud encarna el mito del escritor quemado por la gloria: escribe una obra maestra y desaparece. Su juventud, su insolencia, su vida atormentada lo convierten en un mito. A partir de 1874, su rastro se pierde y reaparece en lo que es una permanente huida en busca de no se sabe bien qué. Vive en Stuttgart, donde aprende alemán, aburrido decide ir a Suiza a recorrer los Alpes, aparece después en Milán, en casa de una viuda. Estudia idiomas, da lecciones de piano, decide raparse la cabeza, se alista como mercenario, se convierte en desertor, viaja a África, trafica con armas. . . «Lo cierto es que Rimbaud no consigue en vida más que el rechazo social, la leyenda la montan años después los surrealistas, a quienes encanta la figura del poeta maldito que fascina a los jóvenes escritores y biógrafos que le inventan una aventura romántica, única y resplandeciente cuando en realidad vivió una vida lúgubre y llena de fracasos», comenta Buenaventura. «Creo que el único momento de gloria de Rimbaud fue esa noche que leyó sus versos en la tertulia de los parnasianos, que lo llevaron en volandas hasta el estudio de Léon Valade, donde se hizo la conocida fotografía de la pajarita torcida».

La muerte del tío Celerino

Menos traumático fue el caso de Juan Rulfo (1918-1986), autor de El llano en llamas y de Pedro Páramo, tras los que mantuvo un empecinado silencio narrativo hasta su muerte. Explicaba, eso sí, a quien quisiera escucharle, que el problema en su caso era tan sencillo como la muerte del tío Celerino, el que le contaba las historias que después él se limitaba a transcribir. «Yo no creo que exista la necesidad de escribir, me parece una palabra pretenciosa y solemne», explica Javier Marías. «Hay, mucho más modestamente, ganas de escribir, ganas que a menudo surgen del impulso de emulación, es decir, de producir uno mismo aquello que le proporciona placer cuando lee. No veo nada extraño en que ese impulso, por así decirlo, se aplaque, y el caso de Rulfo no encierra nada misterioso. Él dijo que quería leer dos libros que no encontraba, así que los escribió. Y una vez acabados, consecuentemente, no tenía por qué seguir».

Otro escurridizo imprescindible es Rafael Sánchez Ferlosio, que tras Industrias y andanzas de Alfanhuí y la deslumbrante El Jarama, abandonó la novela. También Carmen Laforet, Premio Nadal con Nada, quien tardó ocho años en editar su siguiente libro. Desde entonces hasta 1967 publicó otros tres, y después, nada hasta su muerte. Y este año se cumplen veinte de la publicación de La gaznápira, una novela que supuso el definitivo reconocimiento de su autor Andrés Berlanga, que desde entonces vive un pacífico, razonado, silencio literario.

Y en este memorial de escapismos y escapistas, no puede faltar uno de los más singulares, el escritor Gesualdo Bufalino. Profesor de instituto en su Sicilia natal durante más de cuarenta años, publicó su primera novela a mediados de los ochenta, coincidiendo casi con su jubilación. «Bufalino había escrito el texto para un catálogo de fotografías de un amigo que, al reeditarse, cae en manos de Leonardo Sciascia, quien descubre al escritor que hay detrás», cuenta Enrique Vila-Matas. «Bufalino se resistió varios días a confesarle que había escrito algo más que aquel texto, pero finalmente se derrumbó y confesó que era escritor: Sciascia le presentó al editor Sellerio y, a partir de ahí, publicó con enorme éxito unos cuantos libros. Lo llamativo del caso es que Bufalino se aburrió de todo ese mundo y en cinco años acabó sintiendo que publicar le había traído muchos sinsabores, así que abandonó».

Precisamente, fue Bufalino quien planteó la propuesta insólita de que los escritores, todos, dejaran por riguroso turno de escribir una temporada. Y es que tal vez el atractivo de los huidizos, como defiende Javier Marías, radique no tanto en que no publiquen como en la esperanza de que un día vuelvan a hacerlo. «Quien adora la obra de Salinger quisiera que hubiera más textos de él que leer, y es algo que yo entiendo bien: no he leído Extinción, de Thomas Bernhard, porque no deseo quedarme sin ninguna cosa suya nueva que echarme a los ojos. Espero saber elegir bien el día».

Jesús Marchamalo
Blanco y Negro Cultural, 23 de octubre de 2004