lunes, octubre 18, 2004

LA ZONA FANTASMA. 17 de octubre de 2004. Eran nosotros

Si hay un contraste fuerte al pasear por Inglaterra y por España es el respeto con que en aquel país se trata a los muertos dignos de ser recordados, y en concreto a los que cayeron en los campos de batalla. En la ciudad de York, donde he pasado unas semanas, justo al lado de la catedral, en el lugar más noble y visitado, se erige un monumento a los caídos en una guerra bastante olvidada y por la cual no se siente mucho orgullo: la Guerra de los Boers, en Sudáfrica y en el Transvaal. Lo coronan ocho o diez estatuas de diferentes clases de soldados y también de una enfermera. Bajo ellas, una serie de paneles con los nombres de todas las bajas. Y al pie una placa reza: "Recordad a aquellos leales y valerosos soldados y marinos de este Condado de York que cayeron luchando por el honor de su país en Sudáfrica, entre 1899 y 1902, y cuyos nombres están inscritos en esta cruz, erigida por sus paisanos de Yorkshire, A.D. 1905". Todo el Reino Unido está lleno de recordatorios como este; y hasta fuera de él también los hay: uno de los cementerios más conmovedores que he visitado es el llamado Inglés o Británico, trágicamente enorme, cerca de la ciudad italiana de Vasto, donde yacen enterrados y honrados cuantos ingleses, escoceses, galeses y hasta canadienses murieron junto al desconocido y vecino río Moro, durante la Segunda Guerra Mundial.

Esta última sí fue una guerra obligada, y por la que cabe sentir orgullo. Pero eso es lo de menos. Estos recordatorios no honran exactamente al país, ni a sus guerras imperialistas o de supervivencia, ni a su Ejército, sino a los individuos cuyos servicios fueron requeridos o exigidos y que -asistidos o no por la razón quienes les daban las órdenes- lucharon y murieron creyendo defender y ayudar a sus compatriotas. Como ha escrito hace poco mi antiguo compañero de página Arturo Pérez-Reverte, en otro lugar, todos esos hombres y mujeres merecen respeto tan sólo por eso, independientemente de a qué causa sirvieran y a quién tuvieran que obedecer.

Pero en España esto no se ve así, y los que menos lo ven son los políticos con poder, temerosos todos de que cualquier conmemoración de combatientes sea tachada de "belicista" o directamente de "fascista", quién sabe. Y, como señalaba asimismo el Capitán Alatriste, la gente se ha vuelto tan analfabeta que confunde conmemorar -es decir, algo neutro, que significa sólo recordar en común- con ensalzar, celebrar o glorificar: En Inglaterra los ciudadanos conocen y rememoran su historia, que, como la de cualquier otro país (salvo Suiza), está llena de batallas y guerras, nos guste o no. Allí hay hasta programas de televisión que explican cómo se libró la batalla de Hastings, en 1066, y no digamos otras más recientes, con predilección, además, por las más clamorosas derrotas y los mayores desastres debidos al engreimiento o incompetencia de los mandos, desde la calamitosa carga de Balaclava en Crimea hasta la escabechina de Isandlwana durante las Guerras Zulúes, pasando por la pérdida de Jartum o la catástrofe de Gallipoli. No se trata, así pues, de una rememoración triunfalista; todo lo contrario, las derrotas sufridas casi son las que fascinan más. En España, en cambio, nadie sabe nada de nada (me refiero al gran público): ni siquiera hemos "contemplado" nunca el Desastre de Annual, ni la carnicería de nuestras tropas en la Guerra de Cuba, ni la ineptitud y la fatuidad de nuestros muchos generales a lo largo de la historia; y pretender que alguien tenga la menor idea de cómo se desarrollaron -estratégica y tácticamente al menos- batallas antiguas, como la de Sagrajas o la de las Navas, o aun la de Bailén, en verdad es algo iluso.

El anterior Gobierno, el del patriota Aznar, decidió trasladar de Madrid a Toledo el Museo del Ejército, que, comparado con el Imperial War Museum de Londres, era una birria; pero como aun así tenía interés, los patrioteros peperos resolvieron quitarlo de la capital, para que visitarlo sea aún más difícil. Y hace poco Eduardo Mendoza se hizo eco del ridículo proyecto de convertir el Castillo de Montjuic en un "Museo de la Paz" -y no de la Guerra, sobre lo que de hecho versaría por fuerza para "no herir sensibilidades" y que las autoridades no sean acusadas de algo así como belicistas. El actual pacifismo español es de verbena cursi, en verdad, cuando se lo lleva a estos extremos. Una cosa es estar contra las guerras, sobre todo las presentes y futuras, y otra negar que hayan existido y que, mal que nos pese, forman parte de nuestra historia; o que en ellas ha habido sacrificio, grandeza. . . y sobre todo muertos, personas como nosotros que tuvieron la mala suerte de ser llamadas a filas y de resultar "prescindibles" para los políticos o reyes de turno. Este es un país tan olvidadizo y superficial que a la postre es sólo desagradecido. Porque todos esos muertos cuyos nombres aquí no conocemos, ni vemos inscritos en ningún lugar, eran gente como ustedes y como yo: eran nosotros.

Javier Marías
El País Semanal, 17 de octubre de 2004