lunes, enero 10, 2005

LA ZONA FANTASMA. 9 de enero de 2005. El artículo más impopular

Si hay algo en lo que milagrosa e incomprensiblemente está todo el mundo de acuerdo es en desearle a Madrid lo peor que podría sucederle en los próximos años, a saber: ser nombrada sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Se lo desean este partido, el otro y el de más allá, el Gobierno y toda la oposición; este periódico, su rival y su bestia negra; los cantantes, los arquitectos, los escritores, los cineastas y los grafistas; y, por supuesto, la inconsciente o masoquista masa de los ciudadanos. Se lo desea todo cristo sin pararse a pensar, yo creo, en que los beneficios de tal designación serían sólo para unos pocos -sobre todo los constructores y las insaciables empresas de obras públicas, los políticos y los especuladores, los propietarios de viviendas y de suelo- y el perjuicio para la gran mayoría y durante un mínimo de siete años, los que transcurrirían entre el anhelado nombramiento, en 2005, y la celebración de dichos Juegos.

¿Por qué semejante amenaza despierta tantas pasiones en todo el mundo? No por albergar in situ las pruebas deportivas, desde luego. A nadie se le escapa que éstas duran menos de un mes; que, tengan lugar donde lo tengan, hace ya decenios que todos las vemos, con enorme lujo de detalles y mucho mejor que en los estadios, por las televisiones, que les dan el rango de acontecimiento máximo; y que, nada más concluir, a nadie le importan ya nada y se olvidan con asombrosa rapidez. Estoy convencido de que, sin previa consulta a los archivos, nadie recuerda ahora mismo quién ganó la última medalla de oro de los cien metros lisos ni de la maratón, por mencionar dos de las finales que levantan tradicionalmente mayor expectación. No digamos quién se alzó con el triunfo en competiciones tan memorables y apasionantes como el tiro con arco, el K-2 y el K-4 (o como se llamen) y los saltos desde el trampolín. ¿Entonces?

Se supone que la celebración de las Olimpiadas en un lugar determinado le atrae en el futuro a numerosos turistas, lo cual, de hecho, depende más bien de lo que la ciudad en cuestión muestre y ofrezca. Es cierto que hace doce años Barcelona era menos conocida que ahora a nivel mundial, y que en su caso los Juegos del 92 sirvieron para que la ciudad quedara, por así decir, alfombrada. Pero lo que suele olvidarse es que Barcelona contaba ya con una sociedad muy cívica, orgullosa del lugar, y con una cierta tradición de Ayuntamientos responsables y no bestialmente codiciosos y especulativos. No sucede lo mismo en Madrid, que se distingue y ha distinguido siempre por todo lo contrario.

Hace no menos de tres lustros que esta ciudad parece enteramente a merced de las constructoras y las empresas de obras. La impresión es que son ellas las que, insaciables, inventan y deciden arbitrariamente el innecesario y permanente destripamiento de todo a la vez. La broma de que vivir aquí es como hacerlo en Sarajevo o en Beirut en los peores momentos de sus respectivas guerras ha dejado de ser una broma hace mucho. Ahora mismo están levantadas o valladas la Gran Vía, Plaza de España, Princesa, Sol, Ferraz, Marqués de Urquijo, San Bernardo, Carmen, O'Donnell, la Carrera de los Jerónimos, Cuatro Caminos y centenares de kilómetros más. Pero no es ahora, es siempre, y lo que jamás se ven son las mejoras, los resultados ni desde luego la necesidad. Pues bien, si esto es así sin que haya ningún motivo especial, ni ningún pretexto verosímil, ¿qué no sería este desdichado lugar con la coartada de unos Juegos Olímpicos en perspectiva? Es para no imaginárselo, y, desde luego, para abandonar la ciudad si finalmente se le concede la maldición incomprensiblemente deseada por todo dios. Creer que, con los políticos locales que tenemos y la avidez arrasadora de nuestros constructores, al cabo de siete años de más y más obras demenciales iban a quedarnos unas infraestructuras estupendas y una ciudad en verdad adecentada o mejorada, es tan ingenuo como pensar que España ganaría en el cómputo total del medallero.

La gente no parece pararse a pensar en esto: todo será mucho más caro de lo que ya lo es aquí, empezando por la ya prohibitiva vivienda y acabando por la cesta de la compra; con el pretexto "es por las Olimpiadas", la ciudad no seria tan invivible como Sarajevo o Beirut, sino como Dresde tras los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial. Y aquí, donde somos tan imitativos, nadie ha prestado atención al hecho de que otra de las candidatas, Nueva York, está a punto de retirarse por la falta de apoyo de la población, que sensatamente ve en la posible designación muchos más inconvenientes y calamidades que beneficios y ventajas. Da la impresión de que nuestro país en pleno, con un orgullo pueril y meramente jaranero, sólo ansía verse "elegido", aunque sea para comerse el marrón más indigesto de los próximos siete años. Pues nada, suerte y a devolver.

Javier Marías

El País Semanal, 9 de enero de 2005