domingo, marzo 27, 2005

LA ZONA FANTASMA. 20 de marzo de 2005. Ladrones de cenizas

Los ladrones de cadáveres han existido siempre, pero dudo que nunca abundaran ni gozaran de tanto crédito y eco como en estos tiempos, en que los medios de comunicación, sin comprobación ni criterio, propagan y aventan cuanto los ladrones inventan, cuentan y venden. Éstos suelen ser individuos secundarios, megalómanos y por consiguiente acomplejados, que se respetan poco y proclives a pensar que su contacto con gente más famosa, o de más talento, los ennoblece y aun los asemeja a ella. Son los que emplean términos como "grandes figuras", "primeros espadas" o "firmas de categoría", o bien esa expresión detestable, "de la talla de", seguida de una ristra de nombres. Son muy conscientes de las jerarquías, como todos los subalternos y subordinados. Y ven el cielo abierto cuando alguien muere. La ventaja de traficar con cadáveres es que ya no pueden desmentirnos. Los hay que acechan como tricoteuses, a ver qué les trae la guillotina del tiempo.

Ante el fallecimiento de alguien notable, los periódicos se llenan de necrológicas y evocaciones. Algunas parecen sentidas y algunas son objetivas, pero en nuestro país escasean ambas clases. La mayoría deberían llevar por titulo "Fulano y yo", o más bien "Yo y Fulano". El autor se dirige al muerto en segunda persona y lo llama invariablemente por su nombre de pila -una modalidad que por fuerza resulta falsa, porque el muerto ya no lee ni atiende-, y exhibe su propio dolor más que otra cosa: "Miren cuán desgarrado estoy", viene a decirnos, "yo lo amé y lo admiré más que nadie". En otras ocasiones, el necrólogo enumera lo que él hizo por el difunto, lo mucho que éste se lo agradeció y los elogios que le dispensó: "Yo lo defendí cuando tantos lo atacaban", viene a contarnos, cuando no "Yo lo descubrí, yo lo lancé, cuánto nos admirábamos recíprocamente, en cuánta estima me tenía, casi que fui fundamental en su vida". No es eso infrecuente entre quienes de verdad lo trataron y hasta es probable que lo quisieran bien, a su modo especular: "Si tan gran hombre o mujer me profesan amistad, grandeza he de tener yo también; luego en realidad pertenecemos a la misma casta y somos pares".

Luego están quienes fabulan o directamente mienten. Ya empiezan a hacerlo, a veces, sin que la celebridad esté en la tumba. En más de una ocasión me he visto en la situación de comentarle a algún escritor conocido mío que, en tal o cual viaje, me había encontrado con su gran amigo Mengano, quien le enviaba un abrazo fuerte, y toparme con la respuesta: "¿Mengano? No tengo ni idea de quién es, y además en ese sitio sólo he estado una vez, hará quince años, y ni siquiera pernocté allí". Y también me ha sucedido leer un artículo en el que el autor afirmaba haber "intimado" con algún ídolo extranjero, o haber mantenido con él una relación personal de más de veinte años, cuando por casualidad yo sabía -por haber conocido al intimante o al intimado- que esas dos personas se habían saludado de refilón vez y media en el transcurso de tanto tiempo.

Con semejantes desengaños, suelo tomarme a beneficio de inventario los cien mil relatos y anécdotas que corren sobre los famosos finados, y que hoy son una plaga. No digamos los ataques póstumos, que a menudo son meras calumnias y difamaciones sin contestación posible por parte de los acusados. El trato con los muertos ofrece innumerables ventajas: es gente que no se enfada, no protesta, no desmiente, no nos afea nuestra conducta, una delicia de gente mansa. Por eso sorprende tanto que los medios de comunicación no estén prevenidos contra tanto testimonio retrospectivo y casi siempre escandaloso, incluidos los de muchos biógrafos pretendidamente serios y exhaustivos. Éstos visitan e interrogan a cuantos conocieron -o lo aseguran- al ilustre difunto, desde la viuda o el viudo hasta el más remoto sobrino-nieto, que lo vio una vez con cuatro años. No saben, u olvidan deliberadamente porque conviene a sus propósitos, que el mayor privilegio que todos tenemos -a veces la mayor venganza- es contar la historia a nuestra manera, sobre todo si es uno el último. Dan por buenos y verídicos los relatos de quienes acaso guardaban al muerto rencores sin fin si no odio, despecho o acumulados agravios; también los de quienes son simples mitómanos, seres fantasiosos que acaban creyéndose sus invenciones o adornos. Pocas cosas gustan tanto como "hacerse el enterado", haber presenciado en exclusiva hechos insólitos, "poseer la clave" de algo o estar al tanto de secretos. Y tal vez así se explica que, con tanta falta de comprobación y tanta credulidad interesada, a la larga no quede personaje notable que en su vida personal no haya resultado ser un monstruo de crueldad o egoísmo, un tirano, un aprovechado, un trastornado sexual o un robaperas. O que no debiera su grandeza a la usurpación de las ideas de algún desgraciado, que a veces es la principal fuente de información sobre las fechorías egregias. Y qué menos, ¿no?, que cobrárselas a sus calladas cenizas.

Javier Marías

El País Semanal, 20 de marzo de 2005