lunes, mayo 16, 2005

LA ZONA FANTASMA. 15 de mayo de 2005. Entérate

Estuve firmando libros en Barcelona por Sant Jordi, día de las rosas y los libros, toda la ciudad se regala ambas cosas. En una de las sesiones, los encargados de la librería, para evitar aglomeraciones (firmábamos en una mesa corrida unos siete autores, más populares que yo la mayoría), sólo permitían a los lectores acercarse de uno en uno. Uno de esos encargados me vino con una rosa: “De parte de una lectora”, me dijo. Un amable detalle, pensé. La puse a un lado y continué firmando. Pero al cabo de un rato, el librero se me aproximó y me dio otro recado: “De parte de la de la rosa, que mires ya la tarjeta”. Sólo entonces me di cuenta de que, bajo el celofán, la flor llevaba un papel enrollado al tallo. Así que hice una pausa, la abrí y me encontré con una nota injuriosa. Levanté la vista, y una mujer, entre el gentío, me hizo una seña desafiante, como si dijera: “Para que te enteres”. Sólo le faltó ese otro gesto tan español, consistente en poner el puño horizontal y amagar un golpe corto con la parte exterior, equivale a la frase: “Toma esa”. Como carezco del don de verme, no puedo jurar cuál fue mi cara, pero mi intención fue la de responder: “Qué se le va a hacer”, o acaso “Gajes del oficio”. Al instante la mujer se dio la vuelta y desapareció, su paciente misión cumplida.

Hace un par de años visité Zaragoza, para presentar una novela. A los pocos días de mi viaje, recibí desde allí una carta en la que un individuo me llenaba de insultos, me prohibía pisar su ciudad de nuevo y me revelaba que durante mi reciente y breve estancia, sin que yo me diera cuenta, él me había escupido. (Desde luego no me había percatado o habríamos tenido una en la calle.) Pensé o quise pensar que tal vez fuera falsa su fanfarronada, pero como en el remite figuraban iniciales y calle, no pude por menos de contestarle escuetamente. Creo recordar que aún tuve humor para encabezar así mi nota: “Señor Lapo Cobarde”.

Hace poco un amigo que escribe en prensa desde hace mucho menos que yo, y por tanto menos habituado a los improperios, recibió un par de cartas de militares viejos poniéndolo a caldo por un mero paréntesis. Había señalado la coincidencia de que el famoso libro de Hitler, Mi lucha, se hubiera publicado por vez primera un 18 de julio en Alemania, y se había permitido añadir: “(Vaya día)”. La sarta de ofensas que por tan poca cosa le había caído lo tenía tan indignado que le tentaba responder a ellas, y de mala manera. “Nunca hay que ponerse a su nivel”, le recomendé, “siempre hay que ser educado”. En vista de lo cual decidió abstenerse. Quizá sea lo mejor en todos los casos. Pero le comprendía bien: cuando hay remite, da mucha rabia la impunidad con que a priori cuentan los corresponsales zafios; dan por descontado que uno va a callarse, o a envainársela.

En las más ocasiones, claro está, no hay firma ni remite. Una vez, desde Valencia, lo más fino que me escribieron fue: “A tu madre debió follársela algún rojo”. Ya digo que esto no es nada. Ustedes sólo ven las misivas que los periódicos seleccionan, y éstos no se permiten publicar, supongo, las que contienen feroces agravios y lenguaje obsceno. Pero no les quepa duda de que cuantos escribimos en prensa nos tragamos este tipo de sapos. Unos más y otros menos, pero seguro que nadie se libra enteramente.

Hace ya unos doce años, una revista decidió que yo era el peor escritor de toda la historia, lo cual no carecería de mérito. Sus responsables no se limitaban a publicarlo machaconamente, sino que además me enviaban su folleto con encomiable insistencia, y también cartas privadas en apoyo de su tesis. Les contesté diciéndoles que eran muy libres de opinar lo que quisieran, pero que no me llenaran el buzón de panfletos. Pues bien, todavía hoy me los siguen mandando puntualmente, unas veces con su remite y otras con falsos (de editoriales, de particulares, en una ocasión utilizaron el nombre de la veterana directora de un suplemento cultural). Siempre sé cuándo son ellos, y hará ya once años que nunca abro sus sobres. Llegaron a escribir a mi padre, por entonces de edad ya avanzada, instándolo a que me convenciera de dejar de escribir para siempre. Ahora hay quienes telefonean a mis pacientes hermanos (que a diferencia de mí, sí figuran en la guía), para que se encarguen ellos de transmitirme los insultos. (Procuro compensarlos con algunos regalos.)

Ese es probablemente el mayor indicio de odio: no basta con hacerle a alguien daño, ha de enterarse. La mujer de la rosa recurrió a molestias y subterfugios varios para verme leyendo su injuriosa nota. El cenutrio de Zaragoza, puesto que yo no lo había advertido, deseaba a toda costa que yo supiera que me había escupido. A los pelmas de esa revista no les basta con poner verdes mis textos y que otros lo lean, no pueden ser felices si yo no me entero. Así que ya saben, en sus respectivas vidas: no teman tanto a quienes quieran perjudicarlos cuanto a quienes no soporten que ustedes lo ignoren. Porque serán estos últimos los que de verdad los odien.

Javier Marías

El País Semanal, 15 de mayo de 2005