lunes, junio 13, 2005

LA ZONA FANTASMA. 12 de junio de 2005. En la feria del chincha rabia

Cuando escribo esto, la Feria del Libro de Madrid está a punto de empezar. Cuando ustedes lo lean, estará terminando. Así se harán una idea de la infernal antelación con que los colaboradores de este suplemento debemos entregar nuestros artículos, destinados a veces a nacer ya caducos. Sea como sea, cada año hay unos cuantos autores que desertan del tumulto del Retiro, por razones varias. Si no recuerdo mal, el Capitán Alatriste decidió no volver a pisar por allí tras ver que unos periodistas se dedicaban a medir –sí, metro en mano– la longitud de las respectivas colas de los escritores famosos, con vistas a la publicación del dato en un reportaje. La cosa le pareció circense y muy deprimente, y lo comprendo. Con todo, debo advertir que un dato como ese no era ni será nunca fiable, porque dicha longitud de las colas depende en buena medida de la decisión y las artimañas –cuando las hay– de cada firmante. Los que llevamos decenios acudiendo a la Feria sabemos que algunos exquisitos autores con fuerte sentido de la competitividad se esconden un buen rato detrás de la caseta, aunque hayan llegado a la cita puntuales, para dar tiempo a que, antes de iniciar su sesión, se haya formado una apreciable fila. Acechan agazapados con prismáticos ante el estupor del librero, y sólo toman asiento una vez que divisan la aglomeración suficiente. Luego, se lo toman con deliberada calma: charlan con los visitantes, les hacen dibujitos además de la dedicatoria, se eternizan en cada encuentro y la multitud no decae nunca.

Hay otros altos literatos que se niegan a participar en la Feria por motivos más abstractos: firmar libros les parece la actividad más ruin y baja a que un artista puede prestarse. No sé por qué, pero así lo ven, y se escandalizan ante la mera existencia de la costumbre. Leí que, con ocasión del último Día del Libro en Barcelona, algunos escritores catalanes habían argumentado su condena a la práctica por lo que tenía de “comercialización de la cultura”. Algo misterioso y sin duda agudo, ya que no hay volumen impreso que no esté a la venta y no deba comercializarse. Uno de esos individuos puros anunció, sin embargo, que organizaría una sesión paralela de firmas en su propio estudio, de tal a tal hora. Me he quedado sin saber cuántos devotos lectores guardaron cola en la escalera de su edificio (la prensa no informa de lo interesante), y qué opinaron sus vecinos ante lo que imagino férvida marabunta.

Una de las principales razones por las que los autores se encierran en las casetas, con calor hiriente, es echar una modesta mano a los libreros, que a veces equilibran sus cuentas gracias a los firmantes de renombre. No se olvide que, por cada ejemplar vendido, ellos se embolsan bastante más que el autor, por lo general anclado en su exiguo 10%. Y es más, cuando uno firma poco, lo más embarazoso (hablo por mí, pero no sólo) es percibir el flaco servicio que hace uno a su anfitrión, que podría haber sacado mayor provecho de haber invitado a otro escritor más solicitado. En más de una ocasión he dicho que ir a la Feria supone una cura de humildad muy conveniente: equivale a llevar por una vez en persona el puesto con nuestra mercancía, y defenderla, como si fuéramos fruteros de los antiguos, a ver qué tal se da hoy la jornada. Cuando casi nadie nos compra el producto, pese a nuestro reclamo en carne y en hueso, es inevitable sentirse algo despreciado, sin appeal y sin carisma, rebajado por la indiferencia, semifracasado. No va mal probar alguna vez eso. Y cuando sí vendemos libros gracias a nuestra presencia, no crean que no nos libramos de una sensación ambivalente, porque junto al halago amable de unos lectores, recibimos las más variadas regañinas de otros tantos. A mí han llegado a afearme que llevara gafas de sol –en una mañana de luz cruel y tras noche de insomnio– y que sea del Real Madrid: “Eso estropea tu figura pública; la hace lamentable y repulsiva”, han sentenciado.

Cuando uno comparte caseta con un colega, puede ocurrir que éste sea muy competitivo y se dedique a llevar la cuenta de los ejemplares firmados por uno y otro, y entonces se pasa mal, salga como salga el cómputo. Si vende más uno, se siente violento, tanto que en ocasiones intenta convencer a un comprador suyo de que también adquiera algo del colega, aunque sea un opusculillo, para no ganarse su inquina. Y si son él o ella quienes más firman, bueno, a mí me ha sucedido que él o ella me restregaran el papelito con la puntuación por la cara, en plan chincha rabia. La experiencia es en parte como volver al colegio. A lo que más se parece, a la postre, es a aquellos graves momentos en que a uno no lo elegía nadie para jugar en su equipo o figurar en su bando. Así que, como escribí hace ya años, supongo que el pensamiento secreto que todos tenemos a lo largo de las sesiones, el más frecuente, quizá involuntario, es el que nos iguala durante unos días con las floristas callejeras y los vendedores ambulantes: “Cómpreme uno, señorita; caballero, por favor, cómpreme uno”.

Javier Marías

El País Semanal, 12 de junio de 2005