lunes, julio 18, 2005

LA ZONA FANTASMA. 17 de julio de 2005. Nombrar o negar

A raíz de mi artículo de hace unas semanas “El objeto no permitido”, en el que conté mis dificultades para hacerle llegar un libro a un preso, han sido varios los funcionarios de prisiones que, más o menos amablemente, me han escrito para darme explicaciones, la mayoría poco o nada convincentes. Pero además han aprovechado para afearme mi vocabulario. No es que soltara yo tacos en dicha pieza –quién sabe si les habrían molestado menos–, sino que recurrí a antiguas y verdaderas palabras castellanas, hoy sin embargo mal vistas por ellos y casi proscritas de los medios de comunicación, a lo que parece. Así, me han reprochado que hablara de “presos” o “presidiarios” y no de “internos”; de “carceleros” o “guardianes” y no de “funcionarios de prisiones”; del “alcaide” y no del “director” de una prisión; de “cárceles” y no de “establecimientos penitenciarios”. Opinaban que la palabra “carcelero” la usaba yo despectivamente, y que lo de “alcaide” debía dejarlo para las películas. Es curiosa la inversión que hacían: si a éstos se los llama así en el cine es porque ese vocablo de origen árabe (al-qä’id, el general, o el que conduce las tropas; se asemeja mucho a Al Qaeda) existe en español desde hace siglos y es el específico para denominar al que “en las cárceles tenía a su cargo la custodia de los presos”, según el DRAE. En cuanto a “carcelero”, dice el mismo diccionario, tan sólo significa “persona que tiene cuidado de la cárcel”. No hay, por tanto, nada represivo, ni peyorativo, ni despectivo, ni despreciativo, en esos términos: son los que desde hace mucho han definido una realidad con precisión y sonoridad, con autenticidad y sin eufemismos. También sin remilgos ni cursilería.

Supongo que cada profesión, como cada raza, puede decidir llamarse a sí misma como le plazca. Pero no tiene derecho a imponer a los demás la denominación de su antojo, y menos aún a los escritores, que solemos ser de los pocos –bueno, algunos– que intentamos mantener viva la lengua, sin teñirla de homogeneidad y asepsia ni consentirnos tics burocráticos. Si ya en tiempo de Franco los porteros de las casas decidieron ser oficialmente “empleados de fincas urbanas”, allá ellos en sus membretes y asociaciones, pero no podían pretender que el conjunto de la población se refiriera a ellos de esa manera antieconómica, pomposa e impropia. Si los profesores quisieron llamar a la pizarra “soporte vertical instructivo” o algo así de necio, y al recreo “segmento lúdico” o sandez parecida (comprenderán que no haya retenido las expresiones exactas), allá ellos en sus comunicados internos, pero habían de aceptar que nadie fuera a secundarlos en esas bobadas. Por desgracia sí han sido secundadas, en la prensa (con este periódico, ay, a la cabeza de toda filfa “correcta”), palabras larguísimas y absurdas como “subsaharianos” para referirse a los negros, o “magrebíes” a los moros. En este último término tampoco hay nada negativo, e indica más o menos lo mismo que la privilegiada “magrebíes”, a saber: individuos procedentes de Mauritania. También está hoy prohibido hablar de “mongólicos”, en favor de la interminable acuñación “afectados por el síndrome de Down”, cuando aquel vocablo antiguo se limitaba a describir cierta semejanza de rasgos con los de los oriundos de Mongolia, contra los cuales, que yo sepa, nadie tiene nada, o si acaso pasmo ante el más famoso de ellos, Gengis Khan el conquistador.

Desde mi punto de vista, quienes en verdad ejercen discriminación hacia las profesiones, las razas o las personas son precisamente quienes se avergüenzan de sus inocuos nombres tradicionales y ven en ellos algo malo. Porque lo cierto es que en casi ninguno lo hay, si se acude al diccionario o se va a la etimología, y quienes los condenan, repudian y cambian, lo que suelen ver negativo es la cosa misma (al carcelero, al preso, al negro, al moro, al mongólico), y tratan de disimularla con la alteración y el eufemismo supuesto. Las lenguas han servido siempre para nombrar la realidad, no para negarla. Y sin embargo es esto último lo que los diferentes poderes llevan intentando hacer decenios, arrastrando consigo a muchos ingenuos. A los negros de los Estados Unidos no les gustó que se los llamara “Negroes” –una palabra extranjera, española, luego per se ya un eufemismo– y se cambiaron a “coloured-people” (“gente de color”) durante unos años, hasta que eso les pareció también mal y escogieron “blacks” (lo mismo que “Negroes”, sólo que ahora en inglés), hasta que al cabo de un rato eso les desagradó y pasaron a las siete sílabas de “African-Americans”, que ya veremos cuánto más duran sin ser estigmatizadas. Si uno ve negatividad en inocentes palabras que nada tienen de negativo en sí mismas, lo que en verdad está proyectando es su negatividad hacia lo denominado, y no hacia la denominación propiamente.

Por eso, en lo que a mí respecta, y entre otros motivos, al hablar y escribir –aunque sea en prensa–, seguiré valiéndome de la lengua para nombrar la realidad, me guste o no, y jamás para ocultarla, enmascararla o negarla.

Javier Marías

El País Semanal, 17 de julio de 2005


Libros en las cárceles

En mi condición de funcionario de prisiones (que no de carcelero, término que no deja de tener un contenido despectivo), quiero poner de manifiesto lo poco acertado que ha estado el habitualmente bien informado Javier Marías en la columna titulada El objeto no permitido. Como admirador de su obra, siento decirle que está usted equivocado: los libros y cualquier clase de publicaciones son objetos perfectamente permitidos en las prisiones españolas. Lo que sí se encuentra limitado es el medio de hacer llegar a los internos los libros, periódicos, etcétera, estando completamente prohibida la recepcíón en las prisiones de objetos de cualquier tipo enviados a través de Correos u otro tipo de agencias de transporte. Y esto se debe a que hace unos años la banda terrorista ETA utilizó este sistema para enviar unas cuantas bombas que costaron la vida a alguno de mis compañeros y también a algún interno. Afortunadamente, el derecho a la información está perfectamente garantizado en las prisiones españolas, y cualquier interno puede leer todo aquello que le apetece, bien mediante préstamo de las bibliotecas de las prisiones, bien mediante entrega del correspondiente paquete en ventanilla (lo que permite que dicho paquete sea inmediatamente cacheado), bien mediante compra en el exterior a través del servicio de demandaduría.

JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ. PUERTO DE LA CRUZ (TENERlFE)

El País Semanal, 3 de julio de 2005


Objetos rehusados

Agradezco mucho al señor Rodríguez, funcionario de prisiones del Puerto de la Cruz, sus amables explicaciones del pasado 3 de julio respecto a la recepción y admisión de libros en las cárceles españolas.

Pero no se trata de que yo estuviera "poco acertado" o "mal informado" en mi artículo El objeto no permitido. En él me limité a contar mi ardua experiencia al intentar hacerle llegar un libro a un preso por correo, a Alhaurin de la Torre. Lo que expone el señor Rodríguez como motivo para rehusar mi envío (temor a que cualquier paquete contenga una bomba como ha ocurrido en el pasado) sería muy convincente si a mí no se me hubiera devuelto mi sobre abierto e inspeccionado y con dos matasellos, uno de "contiene objetos no permitidos" y otro de "rehusado". Los funcionarios, por tanto, ya habían corrido su riesgo y habían podido ver que se trataba tan sólo de un libro. Tampoco me parece verosímil que en las prisiones no haya hoy en día scanners tan eficaces, al menos, como los de los aeropuertos.

Aprovecho la ocasión para contar el final del episodio: por fortuna el preso me contestó, está casado y su mujer le llevará el volumen que a ella he remitido. A la cuarta irá la vencida.

JAVIER MARÍAS. MADRID

El País Semanal, 17 de julio de 2005