miércoles, agosto 24, 2005

Caído en desgracia, por Javier Marías

Me lo habían comunicado para que estuviera advertido:

–Los Lambea han caído en desgracia.

Eso podía significar varias cosas o así quise pensarlo tras oír por teléfono la frase aislada, sólo una en principio, y sabía que no se me permitiría indagar demasiado. Tampoco me habrían dejado preguntar mucho de haber tenido a mi interlocutor delante, de haber estado los dos cara a cara. Tendían a ser ambiguos en primera y en última instancia, como si jugaran a los criminales, sólo que a veces el juego se tornaba serio y resultaban ser criminales. Las menos veces posibles, sin duda, y en esas nada quedaba nunca del todo claro, preferían un accidente, un suicidio, una reyerta improvisada, un mal encuentro en la calle, antes que un asesinato que tan sólo pudiera ser eso y no admitiera otras explicaciones –qué mala pata–, otra conformidad –qué remedio–, otro lamento –qué infortunio, qué desgracia–. Pero esta última palabra era la anterior a todo, primero hay que caer en desgracia para que se produzca la desgracia, caemos en ella como si fuera un envoltorio, una mano abierta que nos la anuncia, y que después se cierra y nos engulle, tal vez aprieta. Pero era a mí, y no a los interesados o presas, a quien se había hecho el anuncio, yo no debía transmitírselo.

Me atreví a hacer una sola pregunta, la más abarcadora que se me ocurrió, porque estaba seguro de que para una segunda ya no habría respuesta. A lo sumo un bufido de impaciencia, una reconvención inarticulada, un toque de atención por mi torpeza o mi impertinencia.

–¿Y eso qué significa exactamente?

–Significa que si les ocurre algo en estos días, no te mates por ayudarlos.

Luego colgó sin despedirse, sin darme ocasión de averiguar lo que más temí en el instante, si por desventura era yo lo que podía ocurrirles, si me tocaba convertirme en el envoltorio y cerrarme. Suponía que no, de otro modo me lo habría indicado de alguna forma más explícita. Sentí un poco de alivio, dentro de la fea noticia. Cuando me lo comunicaron casi había concluido el primero de ‘estos días’, eran sólo dos los que yo debía pasar acompañando a los Lambea, a su disposición como contacto, intérprete, entretenedor y guía, no debía dejarlos solos más que cuando lo quisieran y seguir a mano entonces, resolverles cualquier dificultad o problema y adelantarme a los contratiempos, procurar que no llegaran al Museo del Prado justo a la hora del cierre, llevarlos a restaurantes gratos, de compras o a algún espectáculo, impedir que se los estafara, por supuesto que se los atracara en el Madrid más turístico de los Austrias. Luego también protegerlos con mi presencia. Ahora se me venía a decir que me abstuviera de esa tarea, la de protegerlos; no se me ordenaba, en cambio, que les retirara la presencia. Todo debía continuar igual, así pues, aparentemente, y me tocaba esperar, esperar ahora a que les sucediera algo mientras permanecían bajo mi tutela o custodia, era lo más probable, mientras estaban en mi compañía, tendría que ser su testigo, me vería obligado a asistir a ello y a no intervenir, a no echarles una mano.

No me gustó nada el aviso, y no sólo por su contenido. A los Lambea, tal vez, no era aún seguro, les sobrevendría una desgracia. Pero el saber era mío, el miedo me correspondería pasarlo a mí, una alerta involuntaria y continua. Durante un segundo deseé que la catástrofe se concretara inmediatamente y tuviera ya lugar, para así acabar con la espera y con mi temor cuanto antes. Pero en seguida se me instaló también una esperanza, de que las horas se deslizaran rápidas y se alcanzara el momento de llevarlos hasta el aeropuerto, de despedirlos, sin que nada hubiera ocurrido, quiero decir nada malo. Sin embargo no me engañé, había que descartar una parte de esa esperanza: a partir de la llamada, el tiempo transcurriría muy lento.

Giovanni y Sara, se llamaban los Lambea. Pronto me invitaron a dirigirme a ellos por esos nombres y me pidieron permiso para hacer lo propio conmigo y utilizar sólo el de pila. Les di el permiso y les hice caso, pero no me apeé del usted, me habría costado bastante esfuerzo pese a que eran más o menos de mi edad, quizá él dos años más y ella dos menos, pasados los treinta y cinco eso ya no es diferencia. Él tenía los ojos muy claros y acuosos, como si le bailaran lágrimas en los bordes, llevaba una cuidada barba rubiácea y tendía a mostrarse imprevisible y chistoso, no me hacía ninguna gracia. Ella era una mujer elegante y serenamente atractiva, de mirada verde suavizada por pestañas de muñeca antigua y frecuente sonrisa tímida o quizá refrenada por su voluntario control, y le seguía la corriente con una mezcla de devoción y hartazgo. Era como si las tonterías de él la exasperaran y al mismo tiempo se desviviera por él, por su salud y su humor, como si hubiera hecho en Giovanni una inversión biográfica y sentimental importante, acaso un día ya lejano, y se tuviera prohibido perderlo bajo ningún concepto, por abandono, ofensa, enfermedad o accidente, no digamos por defunción. Todo su fervor, sin embargo, parecía obedecer más a la trascendencia de la decisión tomada en aquel pasado remoto que a verdadera dependencia de su amor presente. En cierto sentido Sara recordaba a esas madres cuyos hijos jóvenes o ya adultos no les caen nada bien y les parecen unos pertinaces memos sin remisión, pero a los que en modo alguno pueden retirar su afecto y de los que nunca sabrían despreocuparse; es más, el corazón les da un brinco cada vez que creen verlos amenazados por algún peligro o papelón, un brinco soliviantado, irritado y hasta saturado cuando es el enésimo papelón o peligro que ellos se buscan o en que se ponen, y además es gratuito y una estupidez bien evitable. Y a su vez él, Giovanni, recordaba a ese hijo coqueto que precisa de un espectador alarmado, de alguien que se avergüence o se sobresalte ante sus ocurrencias y sus entrometimientos y sus imprudencias e impertinencias, que se los reproche y se los repruebe, aunque sólo sea con una fatigada mirada verde, eso ya le basta para saber que se repara en él y que por su causa se sufre un poco o hay alguna alteración o disgusto, Giovanni era un fabricante incansable de chasquidos de lengua y suspiros hondos de Sara, también de aceleraciones de su asustadizo pulso.

Estábamos cenando cuando recibí la llamada del móvil, en el jardín del restaurante Iroco, pésimamente iluminado, allí no se ve ni torta, pero era el sitio al que habían querido ir o él más bien, Giovanni no sentía curiosidad por la comida española, prefería un italiano sólito y algún conocido o algún folleto le habían recomendado esa terraza con vegetales para final de la primavera y verano, la noche se había puesto destemplada y habría sido más sensato quedarse en el interior, pero él no desaprovechaba oportunidad de llevar la contraria en las cuestiones menores o de forjarse caprichos nuevos que le brindaran las circunstancias, de hacer que Sara cogiera frío y sobre todo se preocupara por que lo cogiera él. La mayoría de los demás clientes tempranos había abandonado sus mesas y pasado dentro en cuanto se levantó la brisa, nos habíamos quedado casi solos en la penumbra, la luz de la tardía tarde o perezosa noche era más fuerte que la de la electricidad, él juzgaba descabellado cenar a la diez, como el horario español entero, no se explicaba que lo retrasáramos e hiciéramos durar todo tanto.

A partir de aquel momento, nada más colgar, me empezó a parecer peligroso todo, lo presente, lo venidero y aun lo pasado, retrospectivamente. De pronto me resultó ominosa la lenta oscuridad sólo cernida, nuestra momentánea soledad al aire libre, con ocasionales ráfagas de viento que nos obligaban a sujetar el mantel y las servilletas durante un segundo; y hasta el camarero que nos atendía de tarde en tarde se me apareció un poco siniestro. En vez de volver dando un paseo hasta el Hotel Palace, en el que se alojaban (para caminar la noche estaba agradable, no para permanecer sentados al fresco; ocupaban una suite, luego los Lambea habían pasado de ser visitantes privilegiados a caer directamente en desgracia, qué se les habría descubierto), pensé en seguida que sería mejor regresar en taxi, aunque un accidente en coche suele ser más grave que cualquiera a pie, excepto el atropello. Y un autobús o un camión podría arrollarlos a ellos y dejarme a mí incólume, mientras que una colisión con los tres a bordo podía llevárseme a mí también por delante, y a eso no iban a arriesgarse, no creía, soy muy útil. Me entró la duda de si lo era tanto, me vino la convicción de que no lo es mucho nadie.

Al día siguiente, me dije, no había por qué variar el plan mañanero: mientras Lambea acudía a sus asuntos y reuniones políticas, para las que había venido y de paso hacer turismo relámpago, yo acompañaría a Sara al Prado, y a la Thyssen si Giovanni se demoraba más de la cuenta y a ella le apetecía, entre cuadros y con gente se hace raro imaginar peligros. Luego, ya los tres, almorzaríamos pronto en el hotel o en una brasserie cercana, no nos alejaríamos de la zona, bien vigilada por ser la del Parlamento, era improbable que por allí ocurriera nada, aunque al instante recordé que hacía dos o tres años, justo detrás del Congreso, en una calle estrecha, en verano, una turista griega había forcejeado para retener su bolso y los asaltantes muy jóvenes la habían acuchillado, volvió a su país con monedero y lipstick pero sin vida, no soltó el bolso, un caso aciago. Todo podía suceder, en cualquier sitio. Tal vez a la tarde sí convenía alterar los planes y no llevarlos a El Escorial –una hora de carretera, otra a la vuelta, y total: masiva piedra– ni a deambular por el Madrid de los Austrias, se quedarían sin ver el Palacio Real, la espantosa Almudena –Catedral abyecta y reciente, más valía– y la Plaza Mayor, ésta hoy ya no gran pérdida, cada vez más degradada, nueva Corte de los Milagros llena de pordioseros con pústulas o sin brazos, de buhoneros desaprensivos con casetas municipales y de vagabundos africanos aletargados o bien eslavos más aguerridos, estos últimos botella en ristre demasiadas veces, nuestros alcaldes la han convertido en un perpetuo escenario circense. Si no los exponía apenas, a los Lambea, tal vez no fuera fácil que les pasara nada durante su estancia, o lo que restaba de ella. Tal vez fuera posible llevarlos hasta su avión nocturno sanos y salvos, y que luego se ocuparan otros en su país de traerles o propiciarles la desgracia, siempre estarían a tiempo y allí yo no tendría que verlo, ni que sentirme responsable a medias, o más que a medias en tres cuartos.

Me había hecho a la idea inicial de que debía protegerlos. De nada en particular en principio, de los lances menores que acechan a cualquier extranjero desconocedor del terreno, casi ninguno tiene tan mala suerte como aquella griega aferrada. Pero me costaba cambiar de actitud, desentenderme, la advertencia me había llegado cuando ya llevaba muchas horas sin despegarme de ellos, se le coge simpatía a casi cualquiera cuando uno sabe que la presencia va a acabar pronto, el contacto, y que ya no habrá más de tratarlo, seguramente nunca más en la vida, como si el uno para el otro hubiéramos muerto, tras el breve encuentro. A veces se hacen un poco intensos o un poco íntimos artificialmente, estos encuentros, como las conversaciones inesperadas en los antiguos trenes o en los aún más antiguos barcos de pasajeros, si alguien va a desaparecer en seguida nada tiene gran consecuencia.

El momento de mayor intimidad lo tuve con la señora, con Sara, a la mañana siguiente, mientras Lambea estaba a sus cosas, me preguntaba si cuando regresara tendría ya algún indicio o sospecha de haber caído en desgracia. Estábamos ella y yo en el Prado, y como es un museo en el que lo cambian todo gratuitamente de sitio cada pocos meses y no hay manera de ir a ver algo a tiro hecho y sin pesquisas previas, caminábamos sin rumbo muy fijo, parándonos ante los cuadros que le llamaran la atención a ella. Se había detenido ante el retrato de cuerpo entero de un principito asqueroso, me acerqué a mirar el letrero, Carlos II, obra de Juan Carreño de Miranda, decía, ese era el llamado ‘el Hechizado’, me sonaba haber visto otro aún más macabro y tomado desde menor distancia, con más años ya el rey o príncipe, un adulto, con más aspecto aún de enfermizo, o en efecto de embrujado. En el que teníamos ante la vista se apreciaban –eso en su contra– sus piernecitas raquíticas, no así en el otro que yo recordaba. El pelo rubio muy largo y lacio sobre los hombros de negro; desprovisto de color el rostro excepto por un poco de rojo pálido en los protuberantes labios feos sobre el mentón prognático, casi curvado; enormes ojeras para ser un adolescente, los ojos acuosos, sin brillo, algo saltones; las cejas demasiado finas, era como si careciera de ellas. Pensé que había nacido en desgracia.

–¿Por qué lo pintarían –dijo la señora Lambea–, siendo como era? –También ella se había aproximado para mirar en el rótulo de quién se trataba. Decía Carlos II, luego ya debía ser rey por entonces.– No tiene mucho sentido, querer que permanezca un retrato de alguien tan anormal y horrendo. Aunque fuera el rey. –Lo miraba con más estupor que repugnancia o piedad.– Es más, siendo rey, nadie podría obligarlo a mostrarse. O podían haber esperado a que cogiera un aire más saludable.

–No lo sé –contesté, por contestar algo–. En otro retrato de más mayor, yo lo he visto reproducido, tenía el mismo o peor aspecto, seguramente nunca pareció sano. Quizá no pintarlo equivalía a reconocer que el rey era espantoso. Quizá, mientras eso no se admitiera, podía vivirse la ilusión de que no lo era. A veces actuar como si las cosas no fueran permite que no lo sean del todo. Al menos durante un tiempo, al menos mientras las cosas existen, o las personas, durante su presente. Cuando dejan de existir y han transcurrido unos meses, todo el mundo dice la verdad, pero no antes, ¿no?, y las ficciones se prolongan cuanto convenga. Mire en su mismo país de usted, por ejemplo: el actual Papa tiene cara de hombre muy malo, y casi todos lo ven así y están de acuerdo, y lo comentan en privado. Pero no lo dirá ningún periódico, ningún locutor de televisión ni ningún vaticanista, porque se supone que todo Papa es bondadoso y no se puede admitir que uno, aunque no lo sea, quién sabe, le parezca al ojo común lo contrario, al de la gente. Así que si esa impresión no se exterioriza, por general que sea, las mismas personas que ven en él maldad aparente pueden fingir que ven bondad, que es lo que toca, y hasta acabar creyendo verla efectivamente, y que ellas eran las equivocadas al principio. No sé si me explico –añadí dudándolo. A menudo me hago un lío, no soy muy ducho yo hablando–.

Pero Sara no debió de prestarme atención apenas, seguía más bien a lo suyo, mirando con rechazo el cuadro.

–Es como si a Giovanni le hubieran hecho un retrato cuando yo lo conocí. –Pensé que quizá los ojos acuosos y el pelo rubiáceo la habían llevado a asociarlos, sólo eso: Lambea era atractivo, para algunas mujeres seguro; yo lo encontraba un imbécil–. Estaba muy enfermo, ¿sabe? Se puede decir que le salvé yo la vida. Entonces tenía un aspecto casi tan deprimente como ese joven, pintado así ya para siempre. Así lo han visto y lo seguirán viendo los siglos. Ahora se lo ve saludable, a mi marido. En forma. Ahora se le podría hacer el retrato, pero no entonces. Habría sido una crueldad, entonces.

–¿Le salvó la vida? Pero usted no es médico, ¿verdad? ¿En qué sentido?

Me pareció que Sara se sonrojaba levísimamente, quizá arrepentida de haberlo expresado tan sin mediación, sin ambages. Pero eso significaba que esa era la idea que ella tenía interiorizada, lo que creía, aunque seguramente no soliera manifestarlo. Se apresuró a matizar:

–Bueno, claro, no es que se la salvara literalmente. Lo hicieron los médicos. Pero fui yo quien lo convenció de acudir a ellos, a unos y a otros, en el extranjero, fuimos a tres países, ¿se imagina?, hasta que nos dieron una esperanza. Quien le dio tenacidad, quien lo acompañó en todas las fases, quien estuvo a su lado cuando el trasplante y luego, largas estancias en los hospitales, pruebas y más pruebas, controles y más controles; quien le dio ilusión y fuerzas, y lo animó a seguir viviendo. Y quien ahora procura que no se exceda y se cuide como es debido. No me hace mucho caso, se cree que no hace falta, a menudo se pone en peligro por nada. Pero si no estuviera yo, supongo que ya habría muerto.

Así que esa era la inversión biográfica, quizá más que sentimental, que Sara Lambea había hecho. Suficiente, pensé, en efecto, para continuar junto a su marido y considerarlo como de porcelana. Es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no negársela, para no sentirse libre de irse en cualquier momento, por harto que se esté de su compañía y de la vida diaria. Esa era la mezcla de devoción y hartazgo que yo había percibido en ella desde el principio. La devoción pertenecía al pasado, se había extendido o prolongado más allá de su nacimiento, su crecimiento, su estallido, su periodo de duración y su entera vida. De hecho debía de haber muerto hacía tiempo para dar paso al hartazgo, que pertenecía al presente y también al futuro, previsiblemente. Y sin embargo allí permanecía encadenada como un fantasma, la devoción difunta más allá de su fallecimiento, como esos retratos antiguos de los patriarcas que presidían los salones de las casas indefinidamente, a lo largo de generaciones a veces, mirando con gesto serio, o exigente, o severo, a todos los descendientes, los próximos y los remotos. O como el retrato de un rey que nadie quita. En el chistoso, caprichoso, chinchoso Giovanni de ahora vivía también el desvalido y dócil de antes, el que había estado enfermo o directamente desahuciado, el que habría suplicado compasión y ayuda y habría convencido a Sara de ser para él imprescindible, la salvación, eternamente. Quién sabía si aún lo era o ya en modo alguno, pero hay persuasiones que arraigan de tal manera que luego ni el persuasor puede arrancarlas.

–¿Cuánto hace de eso? –le pregunté.– ¿De que se conocieran, de ese trasplante? ¿De qué fue?

–Van a cumplirse doce años. –Sólo me contestó eso–.

Tiempo de sobra para que hubiera caducado la misión iniciada entonces. Pero también tiempo de sobra para que a estas alturas Sara fuera ya incapaz de renunciar a ella. El que sí podía era Giovanni, parecía probable. Se sentiría bien, se sentiría curado, aquellas lejanas fases de miedo y aquel peregrinaje de esperanza los habría olvidado deliberadamente, y lo único que guardaba, acaso, era la costumbre de preocupar a Sara, de alarmarla y mantenerla en un perpetuo sobresalto. De sentirse muy querido por ella, de tener a alguien al tanto de cada paso suyo, y de cada desobediencia. Y de no anularle su inversión, también eso.

Cuando regresó de sus reuniones y se sentó en la brasserie a nuestra mesa, lo noté algo malhumorado, algo irritable, menos estúpidamente festivo que lo que solía mostrarse. Pero no abatido ni angustiado ni temeroso. Las cosas no habrían marchado a su gusto, pero eso no lo habría llevado a inferir que había caído en desgracia ni que fuera a pasarle nada, ante él habrían disimulado. Al pensar eso en singular, sólo a él referido, recordé que la advertencia había sido en un plural inequívoco: ‘Los Lambea’, habían dicho. ‘Los Lambea han caído en desgracia’. Me pregunté por qué también ella, no parecía participar apenas en los asuntos de su marido, aunque quizá no los desconociera, seguramente velar por ellos había sido parte de sus funciones desde el principio, dadas las circunstancias. ‘Tal vez para que nadie dé la lata luego ni indague con mucho ahínco’, pensé; ‘para que no quede nadie que haga preguntas ni se vaya a tomar molestias’. Seguro que no tenían hijos, o Sara no habría podido ser tan maternal con Giovanni, a su manera impacientada, o como de enfermera. ‘O acaso para no dejarla en el mundo sin misión que cumplir, un mundo demasiado hueco’. Pero no creía que pudieran tener mis jefes semejantes consideraciones.

Había transcurrido ya la mañana sin contratiempos ni sustos, en realidad día y medio desde su aterrizaje en Madrid, y unas quince horas a partir del feo aviso, faltaban unas ocho más hasta su partida, había que llenarlas y atravesarlas con extremo cuidado. Los escasos pasos que habíamos dado Sara y yo por las calles –cruzar el Paseo del Prado hasta alcanzar el Museo, la vuelta, poco más– se me habían convertido en un breve sufrimiento. En cada persona con la que nos encontrábamos había visto a un asaltante, en cada coche una embestida, un atropello, en cada obra (siempre mil en Madrid) un accidente, una trampa; en los guardianes del museo, en los turistas y en los camareros, posibles y diversos sicarios. ‘Yo no puedo intervenir’, pensaba ante cada imaginario riesgo, ‘o no debo. Si los van a matar, no impediré yo que lo hagan. Si algo cae sobre ellos desde un andamio, he de permitir que caiga, y que dé en el blanco’. Había abrigado la vaga esperanza de que Giovanni no regresara nunca de sus reuniones, de que padeciera el siniestro por su cuenta, mientras estaba ausente, y la mujer pudiera entonces quizá librarse. Incluso había dudado si llamar para interceder por ella con discreción, para consultar si no podía a ella salvarla, en caso de que les ocurriera algo, en efecto, durante aquellos días a mi cuidado. Giovanni me resultaba antipático y a Sara en cambio le cogí simpatía, no más que eso, quizá por su largo esfuerzo, o quizá me agradaba su mirada serena verde que se alarmaba fácilmente. Pero sabía que esa clase de iniciativa no iba a ser nada grata ni bien acogida. Me di cuenta de pronto de que mi posición durante esas horas que se avecinaban era semejante a la de Sara en su vida respecto a su marido: si les negaba mi presencia, corrían mayor peligro, los dejaba más al descubierto. La mejor forma de que yo ‘no me matara por ayudarlos’, según la orden o expresión empleada, era no verme siquiera tentado a ello, no poder ni intentarlo, no estar ya presente cuando sucediera. Pero es suficiente creer que la vida de alguien depende de la presencia de uno para no negársela, para no sentirse libre de irse en cualquier momento, o no del todo. Si yo no me apartaba de ellos, quizá todo fuera más difícil, y vivirían al menos hasta llegar a Roma.

Fue entonces cuando sonó el teléfono, que había permanecido extrañamente callado durante quince horas, aquel sólo servía para una línea, para las demás usaba el mío. Y me ordenó que me apartara.

–No los acompañes al aeropuerto cuando llegue la hora –me dijo la voz conocida–. Mételos en un taxi e inventa algo, pero ahórrate tú el trayecto. E indícale al taxista que no corra mucho, los señores se marean.

Colgué o me colgaron –siempre eran concisos– y supuse lo que sucedería; recurrirían a los peruanos, o a los colombianos. Hay bandas de individuos de esos y de otros orígenes que se atraviesan con su coche o sus coches ante otro que se dirige o viene del aeropuerto, o le tocan con insistencia el claxon hasta que se frena, les gustan los recién llegados o los que ya se marchan, con maletas repletas todos. Los fuerzan a detenerse mediante algún subterfugio o falsa alarma y en seguida a desviarse, los escoltan o guían hasta un descampado y allí los desvalijan a voluntad. No suelen matarlos, aunque no salen de los automóviles hasta estar bien embozados, rara vez hay testimonios en contra de nadie. Pero tampoco se sabe nunca cómo acaban esas cosas, esos secuestros parciales, o tan breves. Giovanni, con su natural imprudencia, sería capaz de hacerles frente o de fingir hacérselo, y así les daría pretexto para fulminarlo si necesitaban pretexto; para que constara en la versión del taxista, a éste lo dejarían para contarlo, fue un atraco que acabó torciéndose.

Así que me despreocupé –es un decir– de momento, y ya no tuve inconveniente en llevar a los Lambea a pasear por el centro, en que vieran el Palacio Real y los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro y la Catedral abominable, la Plaza Mayor devastada y las calles en que vivieron Calderón de la Barca y la Princesa de Éboli y Lope de Vega y Cervantes y en la que fue asesinado Escobedo, Sara dijo estar interesada, a Giovanni nada le importaba nada, seguía de mal humor, siguió chinchando. Hasta el punto de que cuando en la nueva tarde tardía o ya era perezosa noche los ayudé a bajar el ligero equipaje no muy repleto hasta la parada de taxis del Hotel Palace, o más bien dirigí al botones, me alegré durante un instante de ir a perderlo de vista hasta el fin de los tiempos. Fue sólo un instante porque aún no veía seguro que no fuera a acompañarlos, quiero decir que al final no decidiera subirme con ellos al taxi, pese a las instrucciones de la voz telefónica conocida. Me había ya disculpado, les había ya advertido de mi imposibilidad absoluta, un asunto imprevisto e impostergable, en el aeropuerto no tendrían problemas, allí cualquiera podría orientarlos si lo precisaban, el taxista les echaría una mano con los escasos bultos, me encargaba yo de eso, le pagaría de antemano el trayecto y apuntaría sus números de matrícula y licencia; sin cuidado. (Y bien que había de apuntarlos, para en seguida comunicarlos; aunque alguien los habría ya tomado, estaría alguien observando.) Sara lo comprendió (‘Faltaría más, ya ha hecho usted demasiado’, me dijo) y a Giovanni pareció incomodarlo, estaba acostumbrado a que se lo hiciera sentir importante desde que se levantaba hasta que se acostaba, sobre todo si andaba de visita, invitado en el extranjero. Pero tal vez lo vio lógico, como consecuencia de no haber llegado a un acuerdo, o de que no se hubieran satisfecho sus expectativas o sus pretensiones. No creía haber caído en desgracia, eso era seguro, pero acaso sí haber cedido terreno, perdido influencia. Aún debía de creerlos recuperables, cualquier día de estos: por ufano era optimista.

El equipaje ya estaba cargado y yo aún vacilaba. Se despidieron, me dieron las gracias por todo, Giovanni maquinalmente, Sara con ese fácil calor con que se dice adiós a los desconocidos esenciales, cómo expresarlo: a quienes lo eran hasta un día o dos antes y van a volver a serlo, como si no hubieran existido. Si al cabo de seis meses nos encontráramos fuera de aquel contexto, por ejemplo en un aeropuerto, ella no me reconocería, así es como van las cosas. Pero en aquel momento se mostró casi efusiva, me besó en la mejilla, con el calor que no compromete ni se puede tener en cuenta. Lamenté ser para siempre eso, un esencial desconocido, aunque su siempre fuera a ser corto, lo más probable.

Él entró antes que ella en el taxi, en atención a su falda estrecha o por hartazgo o por prisa. Yo estaba siempre a tiempo de montar al lado del chófer y exclamar: ‘Qué diablos, los acompaño; no me va a retrasar eso tanto’. Pero no hablé, y me cruzó un pensamiento de muy exigua esperanza: ‘Tampoco es fácil que les ocurra nada, es improbable’, me dije. ‘Con tanto tráfico como hay hacia Barajas, esas maniobras de interceptación se hacen difíciles, podrían ocasionar un instantáneo atasco o un choque y que la operación se fuera al traste, sólo deben de abordar en las carreteras secundarias’. Pero también me imaginaba que si no eran los peruanos ni los colombianos, podrían inventar otra cosa. Estuve a punto de abrir la portezuela en el último segundo, para no negarles mi presencia ni ser del todo un desconocido. Se me llegó a ir la mano hacia ella, sin decisión y sin alcanzarla, y vi arrancar el taxi y empezar a alejarse, con el antiguo enfermo sanado a bordo y su enfermera eterna. Disminuyeron sus nucas y pensé: ‘Que ella no se dé la vuelta, por favor, que no se despida mirándome’. Un semáforo los obligó a detenerse cuando aún estaban a poca distancia. Y entonces lo vi con temor, la vi volver la cabeza un instante, y por penúltima vez en el mundo su devoto brillo verde.

No supe quedarme. Alcé el brazo, di una voz, caminé velozmente hacia el taxi o corrí casi, confiando en que no se les abriera el disco hasta que los hubiera alcanzado, me esperarían en todo caso, ella me había visto hacer el gesto. Entonces sí abrí la portezuela delantera derecha y me senté al lado del taxista, y a los Lambea les dije:

–Qué diablos, los acompaño; no me va a retrasar eso tanto.

El coche reanudó la marcha, nada más cerrar yo la puerta. Miré hacia delante. Lo que hubiera de pasar pasaría, aunque yo estuviera allí, probablemente. Lo que en cambio era nuevo y casi seguro es que ahora yo también habría caído en desgracia.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 21 de agosto de 2005