martes, agosto 30, 2005

JAVIER MARÍAS: Ser y no ser quien se es

Los nombres de los personajes de una novela tienen para mí gran importancia. No porque intente transmitir con ellos ningún rasgo especial, de carácter ni de destino, y menos aún porque busque ningún simbolismo -detesto en general los apellidos que "significan algo", o que tratan de enviar un mensaje o un guiño al lector-, sino porque durante muchos meses, si no años, voy a estar en contacto con ellos, con esos nombres, y he de sentirme cómodo y a gusto con ellos.

Por lo general sé mejor qué nombres no quiero para mis personajes que cuáles deseo. No los quiero tan vulgares (Pérez, Braun, Smith) como para equivaler a una ausencia de nombre, a algo totalmente olvidable. Ni tampoco tan originales o enrevesados como para resultar inverosímiles, chistosos o grotescos. (Por ejemplo, difícilmente puedo creerme nada en una novela de Camilo José Cela, el último Premio Nobel español, cuando sus personajes se llaman cosas como Jaramillo Jamón Colmillo o cosas por el estilo. Tampoco suelo creer nada de un gran número de novelas modernas norteamericanas, en las que a menudo los personajes responden a nombres altisonantes o rebuscados.) Al mismo tiempo, no deseo emplear nombres demasiado "literarios", y algunos lo son para mí. Entre los de pila, por ejemplo, Gabriel, Julia o Laura, o no digamos otros anticuados como Eloísa, Elisenda o Rodrigo. Así que esos nombres, los de pila, se me quedan reducidos a unos pocos, que por eso no he tenido inconveniente en repetir en diferentes novelas. Marta, Berta, Teresa o Juana me resultan aceptables y cómodos, también Inés. Aún son menos los de varón que no me chirrían por algún motivo: Juan, Jaime, Jacobo, Víctor. Pero en realidad tiendo a evitar los nombres de pila, y rara vez llamo a un personaje sólo "Juan" o "Marta".

En realidad eso me parece un abuso de confianza, y uno nunca puede "tutear", por así decir, a quien en realidad no conoce. Así que me parece más respetuoso y adecuado llamar a los personajes por el nombre y el apellido ("Marta Téllez", "Natalia Manur", "Toby Rylands") o tan sólo por el apellido ("Tupra", "Ruibérriz de Torres", "Custardoy", "Ranz", "Pérez Nuix"). Llamarlos por el nombre de pila a secas me hace pensar, inevitablemente, en esas personas que, a alguien famoso, si es amigo suyo, lo llaman siempre de ese modo, para hacer notar su familiaridad con él o con ella. No sé, yo tuve buena amistad con Vicente Aleixandre, el penúltimo Premio Nobel español, pero jamás me referiría a él como a "Vicente" (que era como llegué a llamarlo directamente), sino invariablemente como a "Aleixandre".

Así que los apellidos, lejos de parecerme en declive, son para mí lo más importante a la hora de nombrar a personajes. ¿Cómo los elijo? Bueno, a decir verdad he recurrido ya bastantes veces a apellidos nada frecuentes (tampoco extravagantes), a los que sin embargo yo estaba acostumbrado por ser apellidos secundarios míos, es decir, de mi familia. Custardoy, Ruibérriz de Torres, Aguilera, Manera, Baringo, Roy, Sistac, todos son "míos", y en alguna ocasión los he empleado; a menudo, por cierto, para personajes más bien sinvergüenzas o amenazantes, como si con ello diera a entender (una broma estrictamente privada, desde luego) que yo participo en alguna medida de la sinvergonzonería, la amenaza, la estafa, la falta de escrúpulos o de moral de dichos personajes. Como la mayoría de esos apellidos son algo raros o nada comunes, más de una vez me han escrito personas que los llevaban en realidad, sorprendidas o incluso furiosas, y que me preguntaban de dónde los había sacado o se quejaban. Un señor Ruibérriz de Torres, de Sevilla, por ejemplo, me recriminó haber llamado así a un personaje bastante golfo de Mañana en la batalla piensa en mí (y también de algún relato), cuando los Ruibérriz de Torres, decía, eran todos gente honorable, médicos, abogados, militares y hasta prelados. Le expliqué que era un apellido mío secundario, y que hacía con él lo que me parecía, a lo cual me contestó, extrañamente, que bueno, que lo escrito escrito estaba, pero que confiaba en que la utilización negativa de su apellido no pasara nunca al cine, porque eso era ya más grave. No sé por qué lo encontraba más grave, pero en todo caso, y de momento, he rechazado cuantas propuestas de adaptación cinematográfica de esa novela se me han hecho.

Me gustan apellidos indudablemente españoles (cuando los personajes lo son), pero que por algún motivo no lo parezcan en exceso. Por ejemplo, el padre del narrador y el narrador mismo de Corazón tan blanco se apellidan Ranz. En realidad a nadie le habría llamado la atención, en España, si se hubieran llamado Sanz, Herranz o Arranz. Ranz, sin embargo (que existe, y no es rarísimo, eso sí suelo comprobarlo en la guía telefónica de Madrid, y si es un apellido demasiado infrecuente lo descarto entonces: he comprobado que cuantos he empleado son en todo caso más frecuentes que Marías), casi pareció alemán a muchos lectores españoles y de otros países. Asimismo prefiero los apellidos breves a los largos, entre otras cosas porque inevitablemente el nombre de los personajes acaba por aparecer muchas veces en los textos, y si alguien se llama, por ejemplo, Cantalapiedra (apellido feísimo, por lo demás), el autor y el lector se hartan de verlo aparecer. Así, Deza, Tupra, Wheeler, Viana, Ranz, es un tipo de apellido que me resulta cómodo y afín. Y no cansan.

A veces tomo apellidos (los memorizo, más que los apunto) de la realidad. No de la guía telefónica ni de la prensa, sino de una tienda (Tupra era el nombre de un relojero en una ciudad inglesa que de momento prefiero callar; Ranz el de una tienda de discos de mi infancia), o de los títulos de crédito de una película, en los cuales aparecen los nombres más increíbles y también los más atractivos. Asimismo he tomado alguno de algún futbolista olvidado, de mi infancia, con el que yo estaba familiarizado gracias a las colecciones de cromos que hacía entonces. Y, por último, alguno he tomado de compañeros de colegio, a los cuales uno estaba acostumbrado a llamar por el apellido, al menos hasta la adolescencia. Lo que nunca haría es tomar un apellido que fuera "detectable". Es decir, yo, al leer novelas de otros, a menudo sé de dónde ha sacado el autor tal o cual nombre: ah, me digo, este viene de tal actor, o de tal otro personaje secundario de tal novela, o de tal futbolista. Por eso procuro que el origen de los míos, cuando proceden de algo así, sea muy difícilmente "rastreable". Porque, si lo es, entonces sufre de inmediato la verosimilitud. Recuerdo que en El hombre sentimental llamé a un personaje anecdótico Gustav Hörbiger. Yo había tomado el apellido del actor Paul Hörbiger, que probablemente sea "detectable" en Alemania, pero desde luego no en España, donde nadie tiene ni la menor idea de quién es. Jamás, en cambio, llamaría a alguien "Rühmann", porque, aunque hoy olvidado, el actor Heinz Rühmann tuvo en su día suficiente popularidad en España por sus interpretaciones del Padre Brown.

A un personaje no se le puede cambiar de nombre impunemente a mitad de una novela. Las pocas veces en que lo he hecho, por algún motivo de peso, me ha sido muy difícil seguir pensando que fuera "él". Una vez nombrados, son como las personas. Yo nunca podría aceptarle a un amigo o amiga que me pidieran de pronto: "A partir de ahora llámame Tal". Los nombres son como los títulos de los libros: son siempre una exageración, y pretender que un nombre o un título definan o equivalgan a toda una persona o a toda una obra es absurdo. Y sin embargo, hasta cierto punto, así lo hacen. De la misma manera que no podríamos empezar a llamar de otro modo a À la recherche du temps perdu ni a Shakespeare por otro nombre, tampoco podríamos imaginar a Don Quijote o a Sherlock Holmes sin sus nombres, o ni siquiera a Lolita o a Humbert Humbert. En cuanto a las iniciales, que Kafka lo hiciera estuvo bien. Pero nadie más debería haberse atrevido después a ello. Casi es seguro que dejaré de leer una novela, a las pocas páginas, si veo en ella esa utilización. Los nombres de los personajes son, en efecto, demasiado importantes para escamotearlos, excepto en el caso del narrador. El que habla y cuenta no tiene por qué tener nombre, porque nunca se llama a sí mismo. Ese fue el caso del narrador de mi novela Todas las almas. El cual, sin embargo, ha recibido nombre muchos años después, en el primer volumen de Tu rostro mañana, titulado Fiebre y lanza: ahora se llama Jacques Deza, aunque también se lo llama Jacobo, Jaime e incluso Iago. Al fin y al cabo, también existe en todos, de vez en cuando, el deseo de no ser más el que se es.

JAVIER MARÍAS

(Escrito en agosto de 2004 e inédito en español. Publicado en un diario alemán)