lunes, septiembre 26, 2005

LA ZONA FANTASMA. 25 de septiembre de 2005. Naturales muerte y vida

Me cuenta mi amigo médico José Manuel Vidal que el pasado 30 de julio, en la Residencia de Ancianos de las Hermanitas de los Pobres de Madrid (institución altruista y ejemplar donde las haya, me asegura), murió doña Joaquina Álvarez a los ciento cinco años de edad. “Apagadita y consumidita como una pasa”, me dice, “pero bien cuidada, y limpia y reluciente después de ocho años encamada”. El médico de la Residencia, hombre al parecer riguroso y competente, puso en el Certificado de Defunción: “Murió a consecuencia de Muerte Natural”, lo cual no sólo se aparece como plausible, sino como bastante lógico y además es buen castellano. Sin embargo, el juez correspondiente no aceptó que se pudiera morir por semejante e “inconcreta” causa, y obligó al doctor a rehacer el certificado. Ignoro con qué se sintió satisfecho ese juez, es decir, qué inventó o improvisó el buen médico para complacerlo y que así no le rechazaran por segunda vez su diagnóstico, pero en todo caso el ejemplo es sintomático de la generalizada soberbia de nuestro tiempo.

No es que estemos a un paso, sino que ya ha llegado el momento en el que morir se ve como algo anómalo o antinatural, y de lo que casi siempre alguien tiene la culpa, a menudo el interesado, quiero decir el finado. Se empezó por considerar que los enfermos contraían sus dolencias porque no hacían lo que debían, por su mala vida o sus malos hábitos, por sus vicios o sus descuidos, como si el hecho de respirar y de exponerse al aire no fuera ya en sí mismo un pésimo hábito y un imperdonable descuido. Se continuó con la negación de los accidentes: si se produce uno, del tipo que sea, es porque ha fallado algo que no debía fallar, y alguien, por tanto, ha cometido una negligencia que hoy en día suele estar penada. La falta de intencionalidad no se ve ya como atenuante, no digamos como eximente. Pero en fin, todavía hay ocasiones en que los desastres o catástrofes debían haberse evitado o podían haberse paliado: parece claro que hay una relación directa entre los terribles efectos del huracán Katrina en Nueva Orleans y la negativa, algún tiempo atrás, de Bush el Peor (como el padre no era bueno, no hay otra forma de distinguirlos) a conceder a sus autoridades locales la cantidad de once millones de dólares que habían solicitado para reforzar los diques de contención de las aguas que rodean a esa ciudad. (El Peor sólo les concedió tres millones, y aunque el Congreso le enmendó la plana y elevó la suma a cinco y medio, la cosa quedó en la mitad de lo necesitado.) Asimismo subsiste poca duda de que el Gobierno de Aznar, encarnado en su Ministro Trillo, tuvo parte indirecta, con su tacañería y su desdén por la seguridad de las tropas, en el accidente del Yak-42 que costó la vida a más de sesenta soldados. Y desde luego es seguro que si una panda de cretinos advertidos se empeña en hacer una barbacoa en jornada de viento y en una zona boscosa, el incendio consiguiente podrá imputarse a los advertidos cretinos.

Ahora bien, lo que no tiene sentido –ni justicia– es que de ahí se pase a considerar que nada de lo malo que ocurre es fortuito, y que cosas tales como la suerte, o los imponderables (hasta la palabra se ha quedado anticuada), o los imprevistos, o las causas de fuerza mayor (otra expresión casi olvidada), o lo irremediable, no existen. Si ustedes se fijan, las desgracias y calamidades pasan hoy en seguida a segundo plano, y apenas si pervive la costumbre de lamentarlas, de sentir piedad por los muertos o de guardar luto por ellos, de inclinar la cabeza y compadecerse. Todo eso es desplazado en el acto, tras unas pocas frases conmiserativas y huecas, por la afanosa “búsqueda de responsabilidades”. Se da mucha más importancia a las estadísticas que señalan el número de fallecidos en las carreteras por no llevar puesto el cinturón, o el casco, o por su exceso de velocidad, que a la tristeza por los fallecidos mismos. La idea de que cualquier desdichado “algo habría hecho” o dejado de hacer para atraer sobre sí su desdicha está calando de tal manera en la sociedad que corremos el altísimo riesgo de desterrar de nuestro vocabulario y de nuestros sentimientos la compasión y el pesar. Se tiende a no aceptar algo que sin embargo vivimos y contemplamos a diario: que se dan la buena y la mala suerte; que no todo es achacable a los errores y las negligencias; que el hombre no es nunca una máquina y que hasta las máquinas fallan y se estropean. Antiguamente, ante las catástrofes, la gente elevaba los ojos al cielo con impotencia y se decía sin comprender: “Dios así lo habrá querido”. Ese supuesto Dios ya no nos vale como explicación que no explica, pero debería haber un término medio entre esa fatalista creencia y la de que ni siquiera existe la muerte natural. Porque, mientras no se pruebe lo contrario, morirse sigue siendo de lo más natural, sobre todo si se han sobrepasado con creces los cien años, de esa otra naturalidad no mayor que es vivir.

Javier Marías

El País Semanal, 25 de septiembre de 2005