lunes, octubre 17, 2005

LA ZONA FANTASMA. 16 de octubre de 2005. Y alumnos envalentonados

(Continuación del pasado domingo)

Dije entonces que abordaría hoy el principal motivo de preocupación, desánimo y depresión de los profesores de Enseñanza Secundaria, según la carta enviada por dos mil de ellos a la Ministra de Educación. Porque en esa misiva, las dos primeras cláusulas, de un total de cuatro, están dedicadas al mismo problema, que no es otro que el de la disciplina. Nuestra época es tan ñoña y ridícula que ha convertido esta palabra en poco menos que tabú, cuando sin ella no se consigue hacer absolutamente nada: ni escribir un libro, ni tocar un instrumento musical, ni utilizar un ordenador, ni jugar al fútbol, ni ser cantante ni ser actor. Y para lograr cualquiera de esas cosas se necesitan el ambiente adecuado y unas circunstancias que lo permitan. Si yo no puedo escribir un libro en Madrid con el estrépito de las obras municipales a mi alrededor, es de suponer que los profesores no puedan impartir sus enseñanzas –ni la mayoría de los alumnos recibirlas– en medio de un alboroto constante o, aún es más, rodeados de boicoteadores que campan a sus anchas.

Boicoteadores de las clases los ha habido siempre en los colegios, pero las Leyes de Educación no se ponían de su parte ni les daban la razón, como sucede desde la LOGSE en adelante, en el mayor desatino imaginable. Hasta hace no demasiado tiempo, un profesor no podía expulsar del aula a un boicoteador, ni a un chulo, ni a un acosador, ni a quien insultaba al propio profesor. Éstos lo tenían prohibido, los estudiantes lo sabían y desafiaban sin cesar la autoridad de aquéllos, atados de pies y manos. Una amiga mía, que durante diez años trató de dar clases en un Instituto de Getafe, ante la imposibilidad de cumplir con su obligación y de poner freno a los envalentonados boicoteadores, acabó expulsándose a sí misma, y anunciando al conjunto de los alumnos que no regresaría hasta que una mayoría acordara que se deseaba continuar con las lecciones e impusiera su voluntad a los alborotadores. Eso se ha reformado levemente, y ahora sí es posible expulsar, pero el profesor debe salir de la clase con el expulsado, dirigirse a la Jefatura de Estudios, abrir allí un expediente y no sé cuántos trámites más. Para cuando el docente vuelve al aula, la hora suele haberse evaporado, y además se corren riesgos. Otra amiga mía vio entrar a una alumna veinte minutos tarde y cantando a voz en cuello. Invitada a sentarse, ésta prosiguió su cante en el pupitre. Mi amiga la cogió del brazo (ni siquiera la agarró) y se encaminaron las dos a la Jefatura en cuestión. Por la tarde, se le presentó una familia gitana dispuesta a ajustarle las cuentas, pues la adolescente había contado en casa que la profesora le había pegado.

Una de las locuras de las actuales Leyes de Educación es que conceden el mismo valor a la palabra de los alumnos que a la de los profesores, los cuales han de demostrar, como si vivieran ante un tribunal, que tal o cual estudiante los ha insultado o les ha agredido, como ocurre con más frecuencia de la que imaginamos. Para ello necesitan testigos, y los únicos de que suelen disponer son los compañeros del faltón o del agresor. Cualquiera con un poco de memoria de sus años escolares recordará lo mal visto que está el chivatazo a esas edades, y lo desagradable que además es fomentarlo. Sé de un profesor que mandó a los muchachos abstenerse de llevar sus gorras puestas en clase (norma básica y convencional de educación, aunque hoy la incumplan cada vez más adultos). Un estudiante se negó, recurrió ante el consejo escolar y éste le dio la razón, aduciendo que la obligatoriedad de descubrirse bajo techo era “un atentado contra la libertad”. Supongo que también lo será, según eso, impedir que los chicos acudan en traje de baño o en calzoncillos, o descalzos, o que orinen donde les venga en gana, o que se preparen un porro en el aula. Otra cosa que los profesores tienen vedada es forzar a abrir la mano a un alumno, así sospechen que en ella se esconde una china o una navaja. Ante cualquiera de estas eventualidades, han de llamar a la “Policía Tutora”, para que ella intervenga y, claro está, jamás pille a nadie con las manos en la masa.

La situación es al parecer tan desesperante y demencial que yo aún no me explico cómo quedan personas dispuestas a enseñar. A los políticos se les llena la boca con palabras bonitas sobre la importancia y dignidad de los docentes. Pero sus Leyes hacen todo lo posible por privarlos de esa dignidad, mermarles su autoridad real y moral, y, lo que es peor, por obstaculizarles su tarea de educar. Esto último lo llevan a cabo cada vez menos padres (pero de esto hablaré otro día, quizá), y a los enseñantes no se les deja. La carta de los dos mil termina pidiendo a la Ministra que su Partido reconozca su ya prolongadísimo error y que lo rectifique antes de que sea demasiado tarde. Pero como el PSOE es en algunas cuestiones el más ñoño y ridículo de los partidos (bueno, en reñida competición con IU), es de temer que no se enmiende y que debamos resignarnos a carecer de ciudadanos cívicos y semieducados durante unas cuantas generaciones.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 16 de octubre de 2005