lunes, noviembre 28, 2005

LA ZONA FANTASMA. 27 de noviembre de 2005.Los pantalones tiroleses

Por un azar que no viene al caso, me he visto obligado a buscar y mirar fotografías viejas, sobre todo de infancia y de primera juventud. La visión de algunas de ellas la he compartido con mi padre y mis hermanos y los hijos e hijas de éstos, mis sobrinos y sobrinas, veinteañeros ya en su mayoría. Y así como a ellos las imágenes de sus padres y tíos, de niños o de muy jóvenes, les producían una mezcla de euforia, retrospectiva ternura e hilaridad, a los propios fotografiados –y a mi padre, supongo– nos suscitaban, creo, una combinación algo distinta: también la hilaridad aparecía a veces, pero siempre teñida, quizá inevitablemente, de un poco de lástima, otro poco de vergüenza ocasional –una edad ingrata, una moda demasiado fechada y por consiguiente anticuada– y, de tanto en tanto, una extraña sensación de simultaneidad, o mejor dicho, de reconocimiento inmediato y de tiempo abolido. Esto último se daba principalmente cuando uno era capaz de saber al instante en qué momento y lugar fue captada la imagen, recordaba las circunstancias con precisión y hasta el estado de ánimo general, o, más en concreto, “olía” y “palpaba” la ropa que llevaba puesta. Por poner un ejemplo no comprometedor, si yo me veía en la diapositiva con los resistentes pantalones tiroleses que mi madrina Olga nos trajo a todos de Alemania y que nos duraron más de un curso, mi pensamiento reflejo venía a ser: “Ahí estoy con los pantalones tiroleses, con su reno de nácar en la pechera de los tirantes”, y no, como sí me ocurría ante otras fotos, “Ahí estoy con aquellos pantalones tiroleses …” La diferencia es notable: en el primer caso, durante unos segundos, aún creo poseer esa prenda y –lo que es más llamativo y desde luego más cómico– creo poder enfundarme en ella como lo hice tantos días hacia mis ocho años; en el segundo, dicha prenda es ya irremediable pasado, es ajena, sé perfectamente que no se encuentra ya en mi ropero y que nunca me la volveré a poner (ni siquiera en un excéntrico viaje a Baviera, donde hasta los adultos las gastan iguales).

He dicho que al mirar esas fotos viejas surge a menudo un elemento de lástima. No se me entienda mal: esa palabra no significa lo mismo que autocompasión, la cual, desde mi punto de vista, estaría fuera de lugar. No se trata de pensar en lo inocente que era uno entonces (que lo era, y es indiferente en qué fecha se ponga este “entonces”); no es que uno se vea a la luz de hoy y se apiade, por así decirlo, del desconocimiento que el niño o el joven tenía de los sinsabores que le aguardaban, porque también ignoraba las satisfacciones, y rara es la vida que no se compone de ambas cosas, de decepciones y de contento, o de entusiasmos y de pesares. El sentimiento paternalista hacia uno mismo conviene evitarlo, más que nada por incongruente y absurdo, pero asimismo por dañino e inútil. No sólo es ridículo enternecerse con quien uno fue y hasta cierto punto sigue siendo (cuando los pantalones son los, y no aquellos), sino que supone conferir al pasado una categoría superior a la del presente, y otro tanto al ignorar respecto al saber. Mirar con nostalgia los tiempos en que “aún no sabía”, o “aún creía”, o “aún esperaba” o “abrigaba tal ilusión”, sólo puede explicarse –pues es una costumbre casi universal– en una época como la nuestra, que glorifica la infancia, la hace durar más que nunca en la historia, la estira y alarga, e incluso la contagia o instila en quienes hace mucho que la debieron dejar atrás. Claro que todos (salvo quienes padecieron una niñez atroz) tenemos a veces la sensación de que ese es nuestro verdadero sitio y de que todo lo posterior son accidentes, imposturas y artificialidad, y de que al yo auténtico y original no lo han sucedido más que falsos yoes con los que en el fondo tenemos poco que ver. Es lo que ha llevado a más de un escritor cursi a afirmar que “lleva un niño dentro”, que “la patria es la infancia”, que por lo tanto uno es un perpetuo exiliado y demás baratijas que relucen en las entrevistas.

La lástima, en mi caso al menos, obedece más bien a lo contrario: lejos de llevar a ningún niño dentro (sería una gran lata, eso aparte), lo que uno cree ver en sus fotos o en sus recuerdos viejos es que el adulto que somos estaba ya contenido en el niño que fuimos, y además no era difícil de vislumbrar. Más de una vez he contado que, al conocer a alguien con quien voy a tener trato, antes o después, y para saber a qué atenerme, procuro imaginar cómo sería en su infancia y cómo nos habríamos llevado entonces, si habríamos sido amigos o no nos habríamos podido soportar. Lo que uno descubre al cabo del tiempo es que si alguien contiene a alguien, es el niño al futuro adulto y no al revés; y al mirar las imágenes uno no puede por menos de pensar en la carga que eso supone, en cierto sentido. Pero también aquí está fuera de lugar la autocompasión: durante toda la historia los niños han sido proyectos de adultos, y si se ha cuidado la infancia ha sido por lo mucho que configura e influye en lo que vendrá más tarde, que es lo que importa. Hoy, por el contrario, la importancia se le da a la infancia en sí misma, como si el único y descabellado plan de la humanidad fuera el de formar y forjar niños eternos, perennes. Y la verdad, menudo plan. Y así nos va.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 27 de noviembre de 2005