miércoles, diciembre 28, 2005

JULIÁN MARÍAS in memoriam



Que Julián Marías quede


En el prólogo del que ha sido su último libro, La fuerza de la razón, don Julián Marías decía que seguramente ya no escribiría más, y con palabras que sólo pueden leerse con emoción agradecía la compañía de sus lectores y afrontaba con ilusión y fe su paso a la otra vida.

Julián Marías siempre tuvo dos vocaciones: la escritura y la docencia. Formado en la inigualable Facultad de Filosofía del Madrid de los años treinta, hubiera sido uno de sus eminentes profesores si la Guerra Civil no se hubiera cruzado en su camino a los 22 años. Pero nunca se quejó: con la misma claridad con la que vio, a esa edad, que lo que había que combatir era la propia guerra y no al bando contrario, supo que las puertas de aquella Facultad estaban cerradas para él y volcó su labor en la escritura. Asombra repasar el listado de libros escritos por don Julián, algunos de no pequeño grosor (hasta sobrepasar con creces la setentena de títulos).

Para saber lo que Marías ha supuesto en la cultura española habría que imaginar que no hubiera existido (o basta con escuchar a tantos que no lo han leído o que lo miran con desprecio: el de quienes, hace sesenta años, lo veían “liberal” y “orteguiano”, peligroso para los sacrosantos valores de entonces; el de quienes, desde hace cincuenta años hasta hoy, lo ven “católico” y “de derechas”). A Ortega no se le habría reconocido la dimensión genial que tiene su pensamiento; la historia y la rara vocación de España no hubiera encontrado una de sus explicaciones más asombrosamente certeras (una curiosidad: la palabra que más se repite en los títulos de sus libros es España o españoles); la Transición hubiera sido distinta (¿se reconocerá algún día la impagable labor de educación y civilización que la generación de Marías, Ridruejo, Lázaro Carreter o Delibes hizo para que cuando Franco muriera los españoles descubrieran que la gravedad del momento no movía la sólida tierra que, gracias a ella, los sustentaba bajo sus pies?).

Pero, por encima de su contribución a entender tantas personas y cosas (y sus artículos en prensa son un modelo de expresión transparente, donde claridad y profundidad van de la mano), Julián Marías ha sido un filósofo. Nadie ha entendido ni explicado tan bien en qué consiste la vida humana, cuál es su extraño misterio, su rara consistencia, su entramado. Y eso es lo que hay que recordar en esta hora, no el mísero raquitismo de su nómina de premios (hasta para darle el Príncipe de Asturias se fue cicatero y se le dio compartido), no que se negara a ser catedrático cuando se “relajó” la dictadura (porque no quería jurar unos “principios fundamentales” que habían jurado, por cierto, tantos “demócratas de toda la vida”), o tantas cosas más. Representante máximo de una generación que en tiempos inciertos supo que sólo siendo fiel a sus maestros sería fiel a sí misma, nunca hizo de su filiación orteguiana una vocación escolástica, antes bien, cuando discrepó de su maestro lo hizo con suma elegancia. Sabía que sólo mirando, con una visión responsable, puede hacerse pensamiento (y vivir).

Don Julián Marías era creyente, un peculiar y profundo católico, ajeno, como todo en él, a estúpidas escolásticas. La casualidad ha querido que fallezca a pocos días del aniversario de la muerte de su esposa, su querida Lolita Franco. Ojalá, como creía (y deseaba) se haya encontrado ya con ella. Para los que carecemos de esa fe, aparte de sus libros, sólo nos queda el consuelo de agradecer a Dios o a quien sea que don Julián haya existido.

CÉSAR ROMERO

15 de diciembre de 2006


Adiós al filósofo

Don Julián Marías acaba de morir en Madrid a sus noventa y un años. Se me agolpan los recuerdos y no sé bien cómo encauzarlos.

Hace un par de meses, todavía lo visité en su casa de Vallehermoso y pudimos charlar un buen rato. Su amistad ha sido un gran regalo. He colaborado en su revista Cuenta y Razón y reseñado su último libro de artículos, La fuerza de la razón, 2005, aparecidos en Abc hasta el año 2003.

Recuerdo sus últimas visitas a Zaragoza. Un día ventolero cruzando el Paseo, cuando comentó que Chicago era “the windy city”. Al pasar frente a la portada de Santa Engracia, le recordé el humor de Felipe II: “Han puesto el retablo en la puerta”, dijo el rey. Quizá por eso ha sobrevivido.

En otra ocasión, llenó la sala de conferencias hasta los topes y la gente le aplaudió por su sola presencia, antes de abrir la boca. Siempre me asombraba que no consultase ni un papel, ni una nota. Su memoria era prodigiosa. Le divertía que en Buenos Aires, al pasear con Borges, todo el mundo le conociese a él por la calle, cuando el genio argentino todavía era un escritor de minorías. Sus libros y su prosa han seducido por igual a lectores cultos y a gente sencilla. Rara virtud en un escritor.

Contaba con hacer algunas preguntas a uno de los filósofos griegos. Ésa era la última apuesta y la gran aventura llena de dudas.

Casi ha logrado llegar a la edad de Menéndez Pidal, que anhelaba conversar con los juglares de Medinaceli cuando recitaban el Mio Cid.

Hace un tiempo, compartió una cena en Madrid con Julián Gállego, y tuvo la humorada de preguntarle por mí.

También contaba con la persuasión de su mujer Lolita a la hora de abrir puertas. Quizá tenga la fortuna de que ahora le abra la última de todas.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo de Aragón
, 16 de diciembre de 2005


El hombre que nunca mintió


Además de la vivacidad y la amenidad de su estilo, puro cristal de Murano, un estilo muy sencillo, muy «inteligible» y muy directo (el mismo con el que Frank Capra filmó La amargura del general Yen), Julián Marías nos transmitía una afectuosidad que yo diría que era como de otro tiempo. Estilo de hombre sabio, que es ese estilo que atesora como continuas señales del niño que se ha sido y del niño que se sigue siendo. Es muy difícil explicarlo. Su estilo, en fin, nos acercaba a él de una manera imparable. Uno de los éxitos de Julián Marías, me parece, es que al leerlo siempre tienes la impresión de tener veinte años, de estar empezando.

He sentido por Julián Marías, desde que estudiaba Preuniversitario en el Instituto Cervantes de Madrid, calle de Montesquinza («Preu» de Letras, naturalmente, Hernández Vista nos daba Latín y Lasso de la Vega, Griego); le tenía a don Julián, decía, desde entonces, profunda admiración y «simpatía». Escribo «simpatía» entre comillas, porque no encuentro una palabra más ajustada. Siempre me ha seducido su jovialidad, su «proximidad». También «proximidad» lo escribo con comillas. Cuando le conocí, hace catorce o quince años, pude comprobar que esa «cercanía» que se desprende de sus textos, esa «cordialidad», también formaba parte de su persona. Recuerdo que, muy al principio de los sesenta, tuve la suerte de conseguir, en la librería Cervantes de Oviedo, una primera edición, la de 1941, de su maravillosa Historia de la Filosofía, con prólogo de Zubiri, un libro que me ha acompañado durante toda la vida y del que he sacado enormes recompensas. Un verdadero libro «llave». Los libros «llave» son esos que te abren casi todas las puertas y verjas y te permiten pasar a los fantásticos mundos con que sueñas de chico. Y también un libro de magia, como el Quijote, que me descubrió, sobre todo, que lo interior es mayor que lo exterior y que lo íntimo es inabarcable de lo grande que puede llegar a ser.

Fe en la libertad.
En realidad, la Historia de la Filosofía de Julián Marías, es, para mí, un texto dedicado a la juventud, una nueva Isla del Tesoro. Los libros de Julián Marías, los que a mí más me gustan, encabezados por sus memorias en tres tomos, Una vida presente, me han transmitido su fe irreductible en las personas, en la libertad humana. Y eso, viniendo de alguien que ha tenido una vida difícil y complicada -delaciones (falsas) de amigos, cárcel, amenazas de fusilamiento, prohibido años y años por el régimen franquista, para el que siempre fue sospechoso, en fin, represaliado por las dos Españas-, tiene todavía más mérito. Supongo que haber hablado por los codos con Ortega y Gasset o haber vivido aprendizajes y esperanzas con García Morente, tuvo que influir lo suyo. Así como «vivir» aquella Universidad Central de Madrid de los años 30, muy superior entonces a las de Oxford y Harvard, aunque hoy nos parezca increíble. Ser español, La educación sentimental, Mapa del mundo personal, España inteligible o Consideración de Cataluña, que son mis libros preferidos, además de la habitual temperatura ética ejemplar en su autor, nos propagan amor a manos llenas, seny, civilización y apuesta por la verdad sin dogmatismos. Pero hablemos de cine. Curiosamente, Ortega y Gasset, del que yo no he leído nunca nada relacionado con el invento de los hermanos Lumiére (aunque cuando nos habla de Las Meninas está hablando de luz, claro); pues Ortega, decía, en el inicio de su epílogo a una reedición de Historia de la Filosofía, escribía ésto: «Y ahora, ¿qué más? Julián Marías ha acabado de hacer pasar ante nosotros la película que es la Historia de la Filosofía». Ortega ya conocía la fascinación de su amigo y discípulo por el cine.

Desconozco los libros o revistas cinematográficas que haya podido leer Julián Marías a lo largo de su aventura como crítico cinematográfico, si es que se ha documentado. Desde luego, Marías pudo leerlo todo y en sus respectivas lenguas: Andrew Sarris o Film Culture, en inglés; André Bazin, Sadoul o Cahiers du Cinémà, en francés; Lotte Eisner o Kracauer, en alemán...

Azorín. Pero, ¿y en nuestro idioma? ¿Alfonso Reyes?, ¿Villegas López?, ¿Azorín?, que, por cierto, descubrió lo bien que caminaba Gary Cooper. Azorín, un genio de nuestras letras y un crítico muy sui generis, fue una persona querida y admirada por Julián Marías. A mí, don Julián, a lo largo de algunas conversaciones, me llevó a compartir su entusiasmo por el Dreyer alicantino de nuestra literatura. Hace tiempo, Marías le dedicó un texto monográfico, Ciencia romántica, donde homenajeaba al joven y bohemio Martínez Ruiz que se alimentó durante veinte días a base de dos panecillos de diez céntimos, y todo por poder seguir escribiendo, por no abandonar su vocación de escritor, luchando contra el hambre sólo por escribir. Sé que a Julián Marías le hubiera gustado mucho ver en imágenes Doña Inés. A mí, también. Si consiguiera filmarla algún día, naturalmente que estaría dedicada a don Julián.

Alguien que se ha adentrado, explorado y clarificado a Zubiri o a Unamuno, de los que ha escrito páginas memorables, ¿cómo no iba a explicar mejor que nadie lo que es el cine de autor? Las críticas de Marías en Gaceta Ilustrada, de hace medio siglo, o las de Blanco y negro, más recientes, pero también lejanas, están repletas, y trato de elegir muy bien cada palabra, de inspiración, de valentía, de alegría, de perspectiva, de mesura, de conocimiento; y vacías de pedantería y fanatismo. Están redactadas con soltura, con una curiosidad que adivinas inacabable, son libres, nada envaradas. Julián Marías jamás ha pertenecido a ningún ghetto excluyente ni al cinturón de las capillitas ni al club de los cinéfilos del codazo moderno. En aquellos años, en que los textos de los críticos febriles y, supuestamente, entendidos, salían oscuros y arrugados, a Julián Marías los párrafos le brotaban de su máquina de escribir lisos y luminosos.

Nobleza.
¡Qué placer era para mí leer sus columnas!, aunque me tildaran de antiguo, porque lo moderno era poner los ojos en blanco ante las aburridas disquisiciones o los «comprometidos» ensayos ininteligibles que abundaban en las revistas especializadas de media Europa. Julián Marías reflexionaba sobre un lenguaje creado a base de imágenes, muy parecido a la vida, con nobleza. El cine, analizado por Marías, cualquier película, tenía nobleza. La cinematografía era tan noble y tan digna como la literatura, la música, la pintura o la propia historia. Y, además, muchas de su críticas elevaban el producto. También lograba que los que amábamos el cine nos sintiéramos orgullosos y, más aún, seguros. La capacidad de espectador de Julián Marías era, además de panorámica, en Cinemascope. Ha sido uno de los pocos críticos que yo he conocido que podían perderse de verdad dentro de una película, de tanto como se metía. Marías veía todo, o casi todo, de lo que hay en una película y de lo que la película propone. Era un Sherlock Holmes al que no se le escapaba nada, por más que lo hubiera querido ocultar el director. Quizá porque Julián Marías, cuando iba al cine, veía lo que tenía delante de los ojos, que siempre es lo más difícil de ver. Nada se le quedaba fuera de cuadro a aquellos ojos azules, con destellos plateados, tan azules como los de la mamá de Dumbo.

Es evidente que muchos recuperamos la infancia cuando vamos al cine, y que, a estas alturas del metraje, ya somos las películas que hemos visto y con quien las hemos visto. Para ser justos, la mayor parte de las críticas de Julián Marías -y no tengo la sensación de arriesgar nada-, le pertenecen tanto a él como a su mujer, Dolores Franco. No pretendo expresar que don Julián no tecleara sus propias impresiones e ideas semana a semana, pero sí que esas opiniones eran acompañadas por las de su mujer, y al revés. Quiero decir que las reseñas de Marías eran como el resultado de una historia de amor. De ahí su belleza, su bondad, su claridad, su sinceridad, su pasión, su modernidad, su poesía ligera y su temblor (¿inquietud?) de humanista cristiano. El matrimonio de Julián Marías -y así se desprende en sus Memorias-, fue también el de una pareja de aficionados la cine. Sé que él y Lolita quedaban quince minutos antes de comenzar la sesión en alguna cafetería cercana a la sala, donde tomaban café o un refresco, y, así, al placer de ir a ver una película sumaban la felicidad de una cita con la persona amada. Primum vivere.

Una mirada común. Solían ir al cine un par de veces por semana. Yo los vi en alguna ocasión, en el cine Conde Duque, me parece. Don Julián vestido con traje oscuro, camisa blanca y corbata; ella, con esa elegancia de las mujeres de Penagos, tan cosmopolitas y tan decididas, mujeres que parecen como dibujadas a tinta china, pongamos que entre Margaret Sullavan y Kate Hepburn. Les recuerdo hablando en el hall, al tiempo que se fijaban en todo, como si fueran turistas o, mejor aún, exiliados. La cuestión es que si, allá por los primeros cuarenta, don Julián dialogó sin parar, durante meses y meses, con su entonces novia, mientras preparaba Historia de la Filosofía, solicitando su opinión continuamente -libro que ella transcribió y puso en limpio-, ¿cómo no iba a charlar horas y horas con su mujer de las películas que veían juntos, que vivían juntos? Sobre la fotografía, sobre la música, sobre tal escena, sobre tal diálogo. Me ha contado Miguel Marías, que es uno de los mejores críticos cinematográficos que tenemos en España, por no decir el mejor, al que quiero casi tanto como admiro; según su hijo Miguel, digo, en cuanto su padre sacaba el último folio de la máquina, salía disparado hacia donde se encontrara su madre para pedirle opinión. Y aunque Lolita estuviera atareada con labores caseras, lavándose la cabeza o hablando por teléfono, allí se quedaba don Julián, sin moverse, hasta que ella leía el artículo o el capítulo de un nuevo libro en marcha. Por eso, quiero darle hoy a Dolores Franco -cuando ya está otra vez al lado de su marido, porque si no fuera así, «la felicidad sería un engaño»-, la autoría compartida de muchas estupendas reflexiones sobre el cine, por tantos ensayos magníficos que don Julián nos regaló acerca de esa vida de repuesto que llamamos películas. Por compartir cientos de emociones a 24 fotogramas por segundo y participar ambos del gozo de las palabras asequibles, de las frases sin aspavientos. Porque los dos tenían una mirada común que abarcaba la totalidad.

Estos días he vuelto a releer casi todas las reseñas, notas, juicios, pensamientos o como quiera que se llame el trabajo cinematográfico de Julián Marías. Me han parecido ensayos de convivencia. No lo supe ver así hace años. Pero lo que veo ahora es eso, tolerancia, convivencia. Con qué sencillez nos ha mostrado el talento de Josef Von Sternberg o de Murnau, con qué naturalidad nos ha descrito la emoción según Leo McCarey. Ya en 1965, escribiendo de Las campanas de Santa María, una película que yo adoro, dedujo que McCarey no era sólo un genial cineasta, sino que, pasado el tiempo, iba a ser un autor de cabecera para los cinéfilos que entonces eran jóvenes, nosotros, cuando maduráramos. Y es una pena que se haya muerto sin descubrirnos por qué lloramos todos en la secuencia final de Tú y yo. Adivinamos que es un retorno, una revisitación, sí, pero, ¿adónde exactamente? Marías dice que McCarey filmaba y pensaba en planos significativos. Curioso, ¿eh? Una vez le pregunté: «¿Por qué muchas películas que en el pasado fueron consideradas excepcionales se arrugan hoy ante nuestros ojos?» «Eso únicamente ocurre con las que en su tiempo ya eran inauténticas -me respondió-. Las películas verdaderas envejecen sin mengua».

Días de sufrimiento.
En el último tomo de Una vida presente, cuando Julián Marías narra los terribles momentos de la pérdida, primero, y la ausencia, después, de su mujer -«Yo ya no soy yo ni mi casa es mi casa»-, escribe las mejores páginas de toda su obra, porque en ellas nos enseña que el corazón es lo importante, y nos revela que el filósofo, que la filosofía, no es sino sensibilidad envuelta en pensamiento. De aquellos días de sufrimiento, de aquellos meses, de aquel tiempo de dolor, yo creo que podría salir una película tan extraordinaria como Tierras de penumbra.

Aunque pueda parecer un atrevimiento -pido disculpas por ello-, me inclino a pensar que a partir del tercer volumen de Una vida presente, también desde La educación sentimental, y sin abandonar la filosofía, Marías se internó en McCarey, en los territorios de la emoción pura, tan cercanos a la fe, a la verdad.

Desde que estudiaba sexto de bachillerato he sido partidario de Julián Marías, una de las escasas personas cultas de culto que hemos tenido por estos alrededores. Si se me permite, y me voy a mi jerga, yo le veía como un Bogart de la Filosofía, el Di Stéfano del pensamiento, un Sinatra de la razón.

Se nos ha ido, a todos, un amigo con los noventa cumplidos. Muy joven todavía. Un sabio. Un trabajador infatigable. Un grande de España. Un hombre que poseía todo lo bueno que acaba en encia: coherencia, paciencia, decencia, conciencia, resistencia, prudencia, coexistencia... Un ser humano irrepetible e insustituible. Una persona que ayudó a la democracia en tiempos de luto, allá por los cincuenta, y que luego volvió a echar una mano a su querido país durante la Transición. Siempre que alguien ponía en entredicho la verdad y la libertad, ahí estaba él, ahí estaban su voz y sus renglones. Los privilegiados que fueron sus amigos, quienes le acompañaron en sus numerosos viajes, sus admiradores, sus lectores, además de haber sido recompensados por lo que aprendimos a su lado, nos hemos beneficiado de algo que podríamos definir como un mejor entendimiento de la vida, de la vida doméstica, de la vida cotidiana. Todo esto forma parte tanto de su quehacer filosófico como de sus impresiones sobre la cultura. Fue de los primeros en intuir que el cine es el arte más propio de su tiempo y el más idóneo para expresar la realidad de la vida. Gracias a la inteligencia de su mirada, yo pude reconocer, casi de adolescente, que aquellos instantes como de mercurio que habitaban algunas imágenes, me hacían crecer, iban ampliándome y, a la vez, ensanchando mi entendimiento, mi pasión, mis dudas.

Como una roca.
Entre sus miles de páginas queda el autorretrato, muy Rembrandt, de alguien auténtico, siempre puesto a prueba por los tiempos -tiempos cambiantes, tiempos favorables (pocos), tiempos en contra-, siempre por encima de las modas; la imagen, muy Hawks, de alguien que nunca mintió, que no es sino la cortesía del verdadero intelectual; alguien, en fin, que ha permanecido firme como una roca ante las calumnias, defendiendo sus convicciones sin herir a nadie. (Entre paréntesis: lo de no mentir, en un crítico de cine, es un milagro).

Escribía a máquina, llevaba la cuenta de sus vuelos a Estados Unidos (yo también), ni tenía coche ni sabía guiar (yo tampoco), no le dio más lo del teléfono móvil (como a mí), le encantaban Maigret y sus deducciones bajo los cielos plomizos de París, leía por la noche antes de acostarse, en una butaca, sin quitarse el traje, que es una costumbre de otro tiempo, le gustaba visitar sin prisas los museos, no recibió muchísimos premios, nunca dio clases en las Universidades españolas, no conoció el rencor, era más que valiente (como Atticus Finch), olía a significado y a loción de afeitar, y a mí me enseñó a ser yo, a expresarme libremente, a no tener miedo de ser demasiado superficial, demasiado sentimental o demasiado pelmazo.

Se ha ido de puntillas, con la discreción de John Ford.

JOSÉ LUIS GARCI

Abc de las artes y las letras
, 24 de diciembre de 2005