sábado, marzo 11, 2006

El otro siglo XVIII

Las visiones del Siglo de las Luces suelen estar afectadas de miopía y apenas identifican sus borrosos contornos. Porque junto a la reconocida apuesta por la ilustración, hubo en su transcurso manifestaciones de heterodoxia, sótanos de experimentación con los cuerpos y las almas. Si por un lado su pulsión violenta dio lugar a máquinas monstruosas que expresaron el foucaultiano complejo de exhibición, con la prisión, el psiquiátrico, el hospital y el museo como expresiones del triunfo del Estado a modo de Leviathan rampante, por otro hubo ilustraciones menos racionalistas, propias de naciones mediterráneas y católicas. Mientras en el brumoso norte los coterráneos de Kant sabían en la prusiana Königsberg qué hora era por el momento justo en que lo veían en su paseo vespertino, el muy ilustrado príncipe de Sansevero se dedicaba en Nápoles al estudio de la alquimia, el esoterismo, los fundamentos del mal de ojo y la fisiognómica. En la década de los setenta se desmontó en Madrid en medio de un fuerte escándalo un club de nobles pornógrafos, mientras el Real Gabinete de Historia Natural nacía más como cámara de maravillas que como institución científica. Giuseppe Baretti, el autor de este extraordinario libro de viajes, pertenece a esta estirpe de ilustrados alternativos, vitalistas (en su caso, quizás demasiado), ferozmente cosmopolitas, incapaces de sujeción y aventureros hasta la extenuación.

CABALLERO INGLÉS

Nacido en Saboya en 1703, cursó sin ninguna vocación estudios eclesiásticos y aprendió latín con los jesuitas. Su madre murió en 1735 y su padre, al mes de enviudar, contrajo matrimonio con una mujer casquivana, joven y bella, que además se unió a la familia con un chichisbeo, un «amigo especial» dedicado al culto galante y a acompañarla al teatro y las fiestas. Quizás para evitar tentaciones se trasladó a Guastalla y también residió en Milán y Venecia. La muerte de su progenitor no le trajo un cambio de fortuna: en apenas tres meses su viuda y heredera ya se había casado con su antiguo amante. Así las cosas, en 1751 Baretti decidió trasladarse a Gran Bretaña con la intención de convertirse en un «caballero inglés».

Vivió en Londres hasta 1760 y allí se relacionó con el gran Samuel Johnson, el actor David Garrick, el pintor Joshua Reynolds y el escritor y polemista Edmund Burke. Todos ellos testificaron a su favor cuando fue juzgado por apuñalar y matar en una riña callejera a un chulo de Haymarket. En 1760 retornó a Milán y fundó un famoso periódico, la Frustra Letteraria, con el ánimo de «combatir el mal gusto» y granjearse cuantos más enemigos, mejor. Acusado de «ignorante, herético y ateo», buscó refugio en su amada Londres y emprendió la edición de sus Viajes, que aparecerían en 1770, entre ellos el relativo a su paso por España diez años antes y de nuevo en 1768-9. Aunque Johnson? que acabó distanciándose de él a causa de una discusión sobre una partida de ajedrez? mantuvo que se debía haber quedado en ella más tiempo «porque no hay país más desconocido en Europa», hay que reconocer que aprovechó bien el periplo.

INTERÉS POR ESPAÑA

El ameno e interesante relato de sus andanzas peninsulares apareció en forma de cartas a sus hermanos, con noticias literarias, políticas, gastronómicas, artísticas o relativas a la vida cotidiana. Aunque en él mostró una sospechosa y oportunista anglofilia, se fijó en Madrid como una ciudad opulenta y abierta a la relación y el deseo entre hombres y mujeres, con la tertulia como sabroso punto de partida. Frente a la moda literaria y la obsesión de los philosophes en la anomalía española, Baretti resulta tan inteligente como original, pues la niega y subraya la universalidad de la condición humana y desecha lo que otros llaman inclinaciones naturales: «Los hombres no tienen más cualidades inherentes que las que son comunes a toda la especie». Quevedo, Feijoó, Isla, Calderón, Lope, Juan y Ulloa formaron parte de sus lecturas y su interés por España permaneció vivo de tal forma que, siempre corto de dinero, cuando retornó a Londres, publicó en 1778 un Diccionario español-inglés que devino en clásico.

Envuelto en nuevas polémicas, perdedor casi siempre, en 1789 lo mató un ataque de gota. Sus deudas y los gastos del entierro fueron pagados con las 50 libras que un librero le había adelantado por unos escritos, remitidas al día siguiente de su muerte. Los albaceas testamentarios destruyeron todos sus papeles, por si acaso.

MANUEL LUCENA GIRALDO

Abc de las artes y las letras, 11 de marzo de 2006