domingo, abril 02, 2006

Paso y peso de los días

¿Cuál es el peso de una idea? A 125 gramos el año publicado en fino papel satinado de suplemento dominical, echen la cuenta. Javier Marías (Madrid, 1951) lleva más de una década «intentando distinguir algo en medio del rumor manso o del ruido atronador (según los casos) de los acontecimientos». Captar las sonoridades de cuanto envuelve la sensibilidad de un escritor es de lo que trata El oficio de oír llover, que recoge artículos publicados en prensa entre el 2003 y el 2005. Algunas de esas ideas se acercan a ciertas obsesiones, como las incluidas en Donde todo ha sucedido. Al salir del cine, recopilación de textos sobre el séptimo arte. Pero es quizá en Entrevistos, la extensa entrevista que ha concedido a su amiga y catedrática de Literatura Española Elide Pittarello –responsable de la primera edición anotada de Corazón tan blanco, también de reciente aparición–, donde mejor se aprecia el paso y el peso de los días, donde muestra su interioridad como nunca. Una bocanada de aire mariano que permite vislumbrar la vida del fantasma y adentrarse en su intrahistoria a la espera del tercer volumen de Tu rostro mañana.

AMOR Y AMISTAD
¿Sufrir es un azar? Parece universalmente aceptado que el sufrimiento en sí mismo tiene mérito, cuando –constata Marías –el sufrimiento es azaroso. No así el daño infligido a otros a conciencia o en descuidos. Marías recuerda en El oficio de oír llover la insistencia de su madre Lolita en la frase: «Tenéis que tratar bien a las mujeres y respetarlas siempre, porque es fácil hacerlas infelices». Casi siempre por amor, o por su carencia. Tampoco se debe olvidar que «las amistades entre hombre y mujer siempre son sexuadas».

NARRADORES Y PERSONAJES
Para el autor es natural que en sus textos hable una voz masculina, porque el mundo lo ve desde su propio punto de vista. Sólo en el cuento Menos escrúpulos –en Cuando fui mortal (Alfaguara, 1996)– utilizó a una mujer. La incursión fue breve; no se sentía capacitado para hacerlo a lo largo de muchas páginas. Además, con los narradores masculinos a menudo recurre a apellidos de su familia. «Me sé unos 16 o 17. Los he utilizado para personajes que más bien solían ser villanos o mezquinos o gentes con pocos escrúpulos, gente inquietante, preocupante. Por ejemplo, he utilizado Custardoy o Ruibérriz de Torres o Baringo o Manera, apellidos no muy frecuentes, y ése es uno de los motivos por los cuales me sentía cómodo con ellos», explica. En El oficio de oír llover también recoge los de Aguilera, Sistac y Roy.

NEGOCIO LIBRESCO
«Yo no sé quién fue el imbécil que dijo por vez primera aquella cretinada de no irse del mundo sin plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro o viceversa o versavice, pero desde luego le hizo un flaco favor a la literatura». En su recopilación de artículos, humor e ironía están presentes asimismo sobre su mundo, el editorial, en un momento en que «los libros de los cuales queda memoria al cabo de unos meses de su nacimiento son muy pocos. Los libros tienen cada vez menos vida». Mala cosa, cuando además ya ha pasado el tiempo en que «las argumentaciones servían para algo».

NOVELAR
«Contar una historia es lo opuesto a celebrar un juicio», confiesa a Pittarello. En su opinión, en un juicio lo que nunca cuenta es el relato del por qué esos hechos fueron llevados a cabo. Por el contrario, en una novela eso es precisamente lo que se muestra. Ahora parece que, por primera vez, Marías ha empezado a ver el hecho de novelar casi como un pequeño refugio con respecto a la realidad, algo que no había experimentado con anterioridad: «Estar solamente en el mundo me está pareciendo francamente desagradable, sin esa apoyatura de otro mundo de la ficción». Tal y como advierte en El oficio de oír llover, «en las temporadas trágicas uno cree entrever una razón añadida para la existencia de las ficciones: han de ser para compensar un poco la grosería y la idiotez de las realidades». Ficción compensatoria: no es una mala conclusión para alguien cuyos últimos libros cuentan cosas que él mismo ha oído, incluso de primera mano.

SOCIEDAD
La década que se ha dedicado al articulismo arroja luz sobre la faceta civil del autor. Por el camino ha manifestado quejas, desagravios y centenares de llamadas de atención. Un buen ejemplo: «Incluso habiendo sido un adulto precoz, en algunos aspectos por lo menos, no creo haberme encontrado con nada muy novedoso respecto a lo que viví en el colegio. Como si no ya en cada colegio, sino en cada clase de cada colegio, hubiera un microcosmos de lo que luego es el mundo». Pero hay más: «Un inconveniente es que hoy en día la gente no pierde el tiempo casi nunca o lo pierde de una manera que no es fértil. Tiene que llenar el tiempo y lo que no admite es perderlo pensando». Más: «La progresiva infantilización de nuestra sociedad se ha visto coronada por los teléfonos portátiles [...]. Es como si la gente tuviera una especie de pavor a que no haya testigos en su cotidianidad, de su existencia [...]. A la gente le gusta que alguien juzgue, para bien o para mal». Poco a poco, Marías va perdiendo las esperanzas de llegar a conocer un país como a él le gustaría que fuera. Todavía ve que «este país tiene a menudo un grado de mala fe o de mala leche que está ahí latente y que surge con excesiva facilidad». De ahí el siguiente consejo: «Cuanto más quiera saber el Estado, y mejores sus medios para averiguarlo, más le ocultaría yo y le mentiría», llega a sugerir en sus píldoras periodísticas.

VIDA Y MUERTE
Descubrir la muerte no es una experiencia gozosa. Así lo confirma el escritor: «A partir de los siete, quizá ocho años, sí cambié, me hice más taciturno, más sufriente por decirlo de algún modo. Y la verdad es que no tengo ni idea de por qué. Quizá, no estoy muy seguro, fue cuando los niños descubren la muerte. Quizá ese descubrimiento me pareció intolerable», desvela. Sobreponerse sin ceguera es entonces el objetivo, pues «la vida siempre oscila entre el ya no y el todavía».Y añade: «Lo que sucede es que en mi caso cada vez son más las cosas y las personas que son ya no. Pero yo sigo en el todavía».

ENRIQUE TURPIN


CINÉFILO

Javier Marías y el cine son un matrimonio de hecho. Y desde hace tiempo: «Uno de mis primeros ejercicios narrativos era contar a mis amigos del colegio, los lunes, las dos historias que habían pasado ante mis ojos el domingo o el sábado. Los relatos eran desde luego pedestres, pero no dejaban de exigir cierta ordenación mental, necesaria siempre para contar». Pero es un amor, en buena parte, por el cine de antes. El actual tiene algunas mezquindades. Así, Marías constata en El oficio de oír llover la llegada de la plaga de ese cine –y de esa literatura– «que sirve la buena conciencia del espectador». Quizá para huir de él, su decálogo es: El río, de Jean Renoir; El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford; Campanadas a medianoche, de Orson Welles; El fantasma y la señora Muir, de Joseph L Mankiewicz; Coronel Blimp, de Michael Powell y Emeric
Pressburger; Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen; Con la muerte en los talones, de Alfred Hitchcock; El apartamento, de Billy Wilder; Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, y Dublineses, de John Huston.

El Periódico, Libros, 30 de marzo de 2006