sábado, mayo 27, 2006

Salvemos las librerías


Javier Marías y Antonio Méndez, Real Librero en España del Reino de Redonda, en la Feria del Libro de Madrid del 2005.
Foto: Jon Aguirre


Más allá de los tópicos que la consagran como «fiesta del libro» o privilegiado «lugar de encuentro de lectores y escritores», la Feria del Libro de Madrid sigue siendo un popular acontecimiento cultural cuya celebración marca cada temporada el final aproximado del curso libresco. Fundada en 1933, establecida con carácter oficial a partir de 1936, e interrumpida en diversas ocasiones durante la guerra y la posguerra, la Feria inaugura hoy su 65ª edición con un programa repleto de actividades y unas perspectivas de negocio cercanas a los 11 millones de euros. Su celebración es, como cada año, pretexto para algunas consideraciones acerca de la política del libro.

Con la totalidad de sus antiguas competencias transferidas a las Comunidades Autónomas, lo más que se le puede pedir a la Administración central es que ejerza eficazmente su papel de árbitro y moderador de un sector que, pese a su madurez y salud financiera, presenta algunas disfunciones, no siempre atribuibles a causas exógenas. En lo que respecta al Ministerio de Cultura, resultan todavía insuficientes o incompletas las estadísticas y bases de datos globales acerca de los hábitos de consumo de los productos culturales, una contextualización imprescindible si se quiere facilitar la labor de todos los agentes implicados. Y también es insatisfactoria, tímida o excesivamente lenta la tramitación y puesta en marcha de los instrumentos jurídicos necesarios para el establecimiento de un marco eficaz de funcionamiento para la cadena del libro: me refiero básicamente a la reforma de la ley de Propiedad Intelectual -más allá de meros ajustes para adecuar la existente a la normativa comunitaria-, y a la promulgación de una nueva Ley del Libro que enfrente con audacia los problemas más acuciantes; incluyo, entre ellos, la clarificación de la nebulosa situación del llamado «precio fijo», en tierra de nadie desde que el gobierno del Partido Popular decidiera excluir de la norma el libro de texto.

Pero, una vez que el Ministerio de Cultura ya no es responsable inmediato de la vergonzosa precariedad presupuestaria de las bibliotecas públicas, hoy transferidas, quizás el mayor reproche que pueda hacerse a su gestión sea la falta de apoyo eficaz a las librerías independientes como canal indispensable en la comercialización del libro. En nuestro país las librerías representan algo más del 34 por ciento de la cuota del mercado. Lejos -por ahora- de ese escaso 19 por ciento de las de Francia, donde los procesos de concentración -mucho más intensos y devastadores que en España- han podado dramáticamente la antaño tupida red de librerías independientes en beneficio de los cada vez más poderosos hipermercados y de las grandes cadenas de librerías, dos imponentes competidores que representan cuotas de mercado equivalentes. Y eso a pesar de que en Francia sigue vigente el precio fijo; si desapareciera no es improbable que la librería, tal como hoy la entendemos, se convirtiera en pintoresca arqueología cultural.

La desaparición de las librerías no es sólo, como proclaman ciertos liberales doctrinarios, un asunto de adecuación de viejas estructuras a las exigencias del mercado global. Con cada librería que desaparece -y en nuestro país lo hacen muchas cada año- se pone en peligro la necesaria diversidad de un mercado de ideas en el que lo que más se vende no tiene por qué ser lo mejor en términos de calidad. El auténtico librero, a diferencia del que vende libros como un producto más de una extensa gama o, incluso, como gancho para atraer al cliente hacia mercancías más rentables, lo suele tener presente. Por eso en sus mesas de novedades -o, al menos, en sus estanterías- todavía queda espacio para esos otros libros que los hipermercados ignoran en beneficio casi exclusivo de los superventas. Proteger la librería no es una cuestión de nostalgia, sino de pura y simple salud cultural. Y democrática.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO, Real Cronista en Lengua Española, o Inca Garcilaso del Reino de Redonda

ABC, 26 de mayo de 2006