sábado, junio 17, 2006

HOY JULIÁN MARÍAS HUBIERA CUMPLIDO 92 AÑOS




Julián Marías en escorzo


Excmo. Sr. Presidente y Junta Directiva del Casino de Madrid, Excelentísimos señores, señoras y señores, queridos amigos:

No puedo comenzar estas palabras sino expresando, en nombre propio y en el de mi familia, nuestra más profunda gratitud por esta Sesión Necrológica que el Presidente y la Junta Directiva del Casino de Madrid han querido celebrar en recuerdo y homenaje a la figura de mi padre.

No saber decir “no” es una de las infinitas cosas que no logré aprender de mi padre. Y lo cierto es que lo lamento, porque hablar públicamente de él, cuando su muerte está todavía tan próxima, me resulta sobremanera difícil. Quizá por eso he optado por romper por una vez la tradición familiar para, en lugar de hablar, leer un texto previamente escrito.

Cierto es también que me he sentido incapaz de declinar la cordial invitación del Casino de Madrid, una casa por la que mi padre sintió gran simpatía y que tan generosa y acogedora fue con él en innumerables ocasiones.

Al mismo tiempo, no puedo dejar de sentir un gran pudor, porque las personas que me han precedido en este acto están infinitamente más cualificadas que yo para hablar de la figura intelectual y del pensamiento de mi padre. Así, esta breve intervención está llamada de antemano a ser tan agradecida como banal. ¿Qué les puedo contar yo sobre mi padre que la mayor parte de ustedes no sepan, acaso mejor que yo mismo?

Puesto que estoy aquí, no por mis méritos, sino como hijo de Julián Marías, pienso que lo más sensato es que les hable de mi padre como tal, que intente esbozarles algunos retazos de la personalidad o de la vida cotidiana de mi padre.

Fue mi padre -es fácil imaginarlo- un trabajador infatigable, pero lo fue de una manera extraordinariamente natural y placentera. Jamás lo vi cansado, jamás expresó fatiga ni hartazgo, jamás lo vi nervioso ni apresurado. Cuando volvía de sus frecuentes viajes por los Estados Unidos o Hispanoamérica, en los aviones de entonces, al volver se daba un baño y se ponía a trabajar, si es que no tenía que dar esa misma tarde una conferencia. El "jet lag" no iba, ciertamente, con él. Su fortaleza era sólo comparable a su salud férrea. Hasta los 85 años apenas nunca lo vi enfermo; ni siquiera se acatarraba cuando el resto de los madrileños andaban, como hoy mismo, moqueando.

Persona extremadamente desordenada en el espacio -al menos en lo que se refería a los libros y papeles, cuyo follaje selvático invadía la casa por doquier, hasta hacer difícil el acceso o la circulación por muchas zonas de su domicilio-, poseía una envidiable organización temporal. Parece imposible hacer tantas cosas y tan diversas al mismo tiempo, sin que unas interfirieran negativamente en las otras.

Piensen ustedes que mi padre era capaz en una misma jornada de escribir un fragmento de un libro de filosofía, de redactar un artículo de periódico (una “tercera” de ABC o del periódico de turno en el que pudiera publicar, lo que durante muchos años fue difícil y azaroso), quizá de dar una clase de literatura o de historia para sus jóvenes alumnos estadounidenses y, por la tarde, era probable que tuviera que dar una conferencia y quién sabe si no terminaría la jornada yéndose a un cine después de cenar, para poder dar cuenta del artículo de “Visto y no visto” de Gaceta Ilustrada, primero, o de Blanco y negro, años más tarde.

Lo increíble es que esta actividad frenética era cualquier cosa menos frenética. Todo eso y muchas más cosas eran llevadas a cabo, si no con parsimonia, sí con holgura. Mi padre insistía mucho en la necesidad de “vivir la vida con holgura”, cosa que cada vez nos resulta más difícil. Y lo cierto es que, en medio de todo este quehacer, nunca dejó de tener tiempo para las cosas que consideraba realmente importantes, para los aspectos de la vida a los que no estaba dispuesto a renunciar.

Porque, en una imaginaria jornada de trabajo como la que antes esbozaba, es probable también que hubiera encontrado un rato para ver a algunos amigos, que aparecían por su casa de manera cotidiana; es probable que hubiera encontrado un rato para sentarse en su sillón rojo de orejas, para sentarse... a pensar. “No os creáis que no estoy haciendo nada” -nos decía a veces a los hijos- “estoy pensando; hay que pararse a pensar y la gente muchas veces se olvida de hacerlo”. Quién sabe si ese mismo día, ya en la cama, no encontraría unos minutos para saborear las páginas de una novela, quizá para darse un paseo por las húmedas calles de París siguiendo los pasos del comisario Maigret.

Pensarán ustedes que estoy exagerando, que estoy haciendo ficción. De eso nada, y no faltará entre ustedes quien podría corroborar lo que afirmo. En mi casa -en casa de mis padres- quedaba siempre tiempo para la vida, pueden estar seguros. La jornada comenzaba con un desayuno, celebrado durante muchos años “en familia”, extraordinariamente copioso: fruta, queso con uvas o membrillo, pan con mantequilla, café con churros o buñuelos (de esos que ya no existen) . . . La comida, al mediodía, era sagrada; de no estar de viaje, mi padre no faltaba jamás, porque no sabía qué eran los hoy tan en boga “almuerzos de trabajo”. Era la hora del encuentro familiar, de la conversación: durante las comidas se hablaba, se hablaba interminablemente y se discutía, a veces muy acaloradamente. Y en casa de mis padres, hasta la muerte de mi madre, también se merendaba, casi siempre en compañía de amigos, y, desde luego, se cenaba, a la española y en horario español. No deduzcan que era una familia de comilones empedernidos, todo se hacía con mesura -mi padre fue un hombre extremadamente mesurado en todos los aspectos de su vida, al menos si exceptuamos la bibliofilia-, pero cada colación suponía un paréntesis, un momento para la convivencia, para el diálogo, con la familia o con las amistades.

Para entender todo esto hay que tener presente que mi padre jamás perdió el tiempo, como hacemos cualquier hijo de vecino, en tonterías. Dispuso de todo su tiempo para él y se supo liberar con mano maestra de estériles servidumbres. A pesar de viajar con frecuencia, pasaba gran parte de sus jornadas en casa, trabajando y disfrutando de la compañía y consejo de mi madre. Yo le decía a veces, medio en broma, que tenía una gran deuda con el franquismo; que la dictadura lo había librado de ser profesor universitario, lo que, en mi opinión, le habría hecho perder un tiempo y unas energías preciosas, le habría obligado a contemporizar con ideas y personas que no eran de su gusto. Julián Marías nunca tuvo un jefe y nunca tuvo subordinados “no me gusta mandar ni que me manden”, solía decir. Gran amante de la libertad, consiguió, a lo largo y a lo ancho de su vida, ser asombrosamente libre.

Se ha hablado en las últimas semanas de la veracidad de Julián Marías. No voy a abundar en ese tema. Sí, en cambio, me gustaría pasar revista a algunos rasgos de su personalidad. Uno de ellos fue su gran valentía. Le he oído muchas veces decir que “para vivir la vida con dignidad es imprescindible una cierta dosis de valor”. El siempre lo demostró, en la vida pública, en la intelectual y en la privada. Hacía falta ser valiente para comenzar en los años 40 una vida familiar -con “familia numerosa” en perspectiva- sin ningún género de emolumento regular. Entre las muchas cosas asombrosas que logró mi padre no fue la menor mantener una familia viviendo de “escribir filosofía” en España. Él insistía en que los españoles leían libros de pensamiento en mayor medida que los ciudadanos de otros países, en apariencia más civilizados. Ortega había impuesto, acaso también por necesidad, un estilo de filosofía capaz de resultar claro, asequible y atractivo, sin rebajar un ápice su altura intelectual. “En España, para convencer, es necesario antes seducir”, había dicho Ortega. Mi madre lo recordaba a menudo. El resultado es que los españoles se acostumbraron, se aficionaron, si quieren ustedes, a leer obras de pensamiento. He oído a mi padre muchas veces describir la perplejidad de algunos pensadores europeos cuando les contaba las ventas que tenían sus libros en España. Parece ser que en países como Francia, Alemania o Inglaterra era algo perfectamente impensable.

He recordado en muchas ocasiones, y quizá deba hacerlo una vez más, que, a finales de la dictadura, mi padre fue a Sevilla y dio una conferencia en la que hizo lo que hacía siempre: decir, de manera sosegada, lo que entonces nadie en España se atrevía a decir. Un comentarista sevillano escribió al día siguiente en el periódico que en Sevilla no se hablaba de otra cosa, lo mismo que el día en que Juan Belmonte, toreando en la Maestranza, había agarrado el cuerno de un toro de Miura por la mazorca, proeza que todos los aficionados tenían por imposible. Les diré que a mi padre aquel símil taurino le gustó de manera especial. Verdaderamente, Julián Marías fue más valiente que don Tancredo. Lo fue con la pluma, con la palabra, lo fue durante la guerra, lo fue en la cárcel y lo fue en la vida cotidiana. Les diré que con casi 80 años fue atracado en la calle, al volver de misa un domingo, y reaccionó de manera tan bravía que el atracador, con las manos vacías, puso pies en polvorosa.

Ya que el desordenado hilván de mis ideas me ha traído, sin pretenderlo, a hablar de toros, quiero dejar constancia, de pasada, de que mi padre, sin ser aficionado, no era en modo alguno “antitaurino”. Y quiero dejar constancia aquí, en esta tan taurófila casa, porque es tradicional dividir a los escritores españoles en “taurinos” y “antitaurinos”, y no quisiera que nadie dijera que Julián Marías perteneció a esta segunda facción. Es más, uno de los pocos caprichos que recuerdo me haya concedido –no era padre de conceder caprichos a sus hijos- fue llevarme a los toros, teniendo yo seis años, en el momento en que mi afición taurina se reveló, en compañía de mi madre y de uno de sus más entrañables amigos, el inolvidable Heliodoro Carpintero.

A lo largo de muchos años intenté estimular a mi padre para que escribiera sobre algunos temas a los que -creo- no había dedicado atención alguna. Uno de ellos era el deporte, y no porque ni a mí ni a él nos interesara lo más mínimo, sino porque me parecía un tema que inundaba de manera tan patológica y desproporcionada la realidad de nuestro tiempo, que merecía su análisis (creo que incluso en una ocasión, un profesor americano, llevado de su entusiasmo, lo arrastró a un partido de béisbol, lo que no pareció haberle dejado demasiada huella). Naturalmente que nunca me hizo caso -y creo que ustedes lo lamentarán conmigo- y me contestaba escuetamente: “no me gusta escribir sobre cosas sobre las que no entiendo”. Otro de los temas con los que andaba yo emperrado que atendiera, era el de los toros, de tan honda tradición orteguiana. Otro, lo pueden fácilmente imaginar, era el de la música, también tratado por Ortega en su célebre y polémico ensayo “Musicalia”. Naturalmente que tampoco en esto me hizo caso. Pero voy a aprovechar la ocasión para dejar bien clara la desconocida actitud de mi padre ante la música, porque es tradicional también etiquetar a los escritores españoles de “musicales” o “antimusicales”. Digámoslo brevemente: mi padre no era en modo alguno, por desgracia, amante de la música. Y digo por desgracia porque la música habría supuesto un consuelo inestimable en el momento en que el deterioro de sus ojos le impidió leer, uno de los golpes más duros que tuvo que afrontar. Nunca, o casi nunca, se le vio poner un disco, a pesar de haber comprado, para fortuna de los hijos, un excelente tocadiscos, verdadero lujo para los años 60. Él no ponía música, entre otras cosas porque los hijos bombardeábamos sus oídos, con músicas de toda laya, mucho más de lo que él habría deseado. Había asistido bastante a conciertos y óperas -y no sólo a los de su cuñado, el director Odón Alonso- y había tratado a no pocos músicos, entre ellos nada menos que al director Ernest Ansermet –que era un gran admirador de su filosofía- y a Pablo Casals, al que trató en los años de Puerto Rico. Lo curioso es que mi padre no sólo poseía una cultura musical más que regular -no había, por ejemplo, ópera del repertorio cuyo autor desconociera- sino que, además, no carecía de sensibilidad musical. El compositor al que estimaba por encima de todos era Mozart, cuya alegría y elegancia le producía entusiasmo. Y, cuando asistía a mis conciertos, sus comentarios eran siempre certeros, sutiles y dictados por el buen gusto. Recuerdo una ocasión en que asistió a un concierto del gran director Igor Markevitch, que ansiaba conocerlo. Después se fueron a cenar y mi padre comentó que el desarrollo de la música de Beethoven, que había dirigido Markevitch, era imprevisible pero, al mismo tiempo, completamente necesario. Recuerdo que esta sencilla apreciación provocó un entusiasmo, aparentemente desmedido, en Markevitch, uno de los intérpretes más inteligentes de nuestro tiempo, que no paró de darle vueltas, durante toda la noche, al juicio del profano que era mi padre.

Las palabras previas han hecho aflorar a mi veleidosa memoria una escena familiar que creo refleja el temple -evito la palabra “talante” por razones fácilmente deducibles- de mi padre. En la época en que mis hermanos rondaban la adolescencia y en la que yo era aún un niño, era corriente ver a mi padre trabajando, sentado ante su flamante máquina eléctrica IBM, en su inmenso salón, que ocupaba una alta proporción de los metros cuadrados de la casa. Allí estaban a menudo, semirrecostados por divanes y sillones -aún no invadidos por la vorágine libresca gracias a los constantes desvelos de mi madre- mis tres hermanos mayores, enfrascados en sus respectivas lecturas, a veces sobre el telón de fondo de alguna música que mi padre no había logrado acallar. Quiero pensar que mis hermanos tendrían el buen criterio de no asaetearle con músicas que abiertamente le repugnaban -como la de Bob Dylan o la de los Rolling Stones- y que se conformarían con Joan Baez, cuyo timbre de voz mi padre elogiaba. Es increíble que mi padre pudiera seguir alumbrando su obra en tales circunstancias; pero lo peor es que no acababan ahí las cosas. Cada uno de mis hermanos, sin levantar la mirada del libro, le lanzaba constantes preguntas. Pongamos por caso: “¿Qué quiere decir charrue?”. Mi padre, sin dejar de teclear, respondía a velocidad de ordenador: “arado”. A los pocos segundos caía otra consulta en inglés, en alemán, en griego, en latín. . . que mi padre respondía tan veloz como infalible. A veces protestaba un poco: “podíais, por lo menos, decir de qué idioma se trata”. Esa utilización como “diccionario viviente” creo que le producía a mi padre un secreto placer. Su capacidad lingüística era tan irritante que reconozco haberle tendido, con la peor de mis intenciones, múltiples trampas. Cuando leía en otro idioma, memorizaba las palabras más raras y, a la hora de comer, le espetaba a bocajarro: “¿Qué quiere decir foulon?”. Como la cosa más natural, contestaba: “Batán”, palabra cuyo significado desconocen, en español, la inmensa mayoría de los españoles. Otra vez fui aun más cruel: a la hora de los postres le coloqué delante de las narices el pasaje más enrevesado del enrevesado latín del Miles gloriosus de Plauto, aquél de cuyo sentido ni siquiera el catedrático de latín de mi facultad estaba muy seguro. Ante mi asombro, se puso a traducirlo a la misma velocidad y con la misma precisión con que podía traducir una novela de Dumas del francés. Después de aquello, me guardé durante una temporada de tenderle nuevas emboscadas lingüísticas. Todavía en sus últimos días, ya gravemente enfermo, se complacía en recitar versos en alemán, que nadie de la familia entendía, pero que le provocaban un íntimo placer.

Los versos, la poesía, siempre la poesía. Como telón de fondo, como cita constante, como piedra angular de la “educación sentimental”, como intimidad compartida con mi madre, como trasfondo de la vida. Así, la vida cotidiana se entreveraba constantemente de citas literarias, que acudían a su boca con la espontaneidad con que los refranes acudían a la boca de Sancho. Cuántas veces le hemos oído sentenciar con Machado “todo necio confunde valor y precio”; cuántas veces ha recordado las coplas de Jorge Manrique, que tan nítidamente cobran vida en mi memoria en estos momentos; cuántos versos, del Arcipreste a Lorca, de Quevedo a Salinas, del Marqués de Santillana a Rosales, lo acompañaron a lo largo y a lo ancho de su vida. Y es que para él, la cultura -su inmensa, inabarcable cultura- era una fuente de placer, un ingrediente de la vida, en las antípodas mismas del dato erudito o del ornato social. Contaba su discípulo Emilio Lledó que una vez cierto filosofastro se escandalizó de ver a mi padre comprando libros de poesía: “¡Un filósofo que compra poesía!”. Mi padre comentaba, risueño: “¡Qué imbécil!”. Por cierto, que recordaba también Lledó la gracia que le hacía, cuando iban “de libros”, ver que, si en un montón había uno suyo, lo cogía y lo ponía bien a la vista, en lo alto de la pila. Es un pecado venial que yo mismo practico cuando me topo con alguno de mis discos en una tienda.

Yo no sé si ustedes se estarán escandalizando del trato no demasiado respetuoso que los hijos nos permitíamos para con nuestro padre. Les diré que es probable que los hijos “nos pasáramos”, como creo que “se pasan” todos los hijos. Pero también les diré -y esto, creo, no carece de importancia- que mis padres habían decidido, de mutuo acuerdo, educar a sus hijos en la confianza. (Aprovecho para recordar aquí el hecho inaudito de que, hasta que nació el primer hijo, mi madre llamó a mi padre, con el que llevaba casada ya varios años, por su apellido, y se dirigía a él como “Marías”. Felizmente se dio cuenta a tiempo de la impropiedad de llamarlo así en una familia con hijos y empezó a llamarlo, un tanto a la fuerza, por su nombre de pila). Pues bien, retornando el caprichoso hilo de mi discurso, les diré haber oído comentar a mis padres que habían decidido no adoptar con sus hijos el modelo de “respeto reverencial” con que muchos hijos de intelectuales trataban a sus padres. Mis padres propiciaron la confianza y la proximidad, aunque no sé si en un grado del que pudieron llegar a arrepentirse un poco. Porque he de reconocer, no sin bochorno, que a mi padre le salieron cuatro críticos verdaderamente crueles -y vengativos, porque su parquedad en el elogio a cuanto hiciéramos podía resultar también irritante-. Así, cuando mi padre leía en voz alta su último escrito, podía estar seguro de soportar las impertinentes voces de cuatro boquirrubios bastante majaderos -éste era su insulto predilecto, junto con “macaco”- que apostillaban sin piedad: “Eso ya lo has dicho mil veces”, “vaya obviedad”, “eso no se entiende”, “¡qué disparate!”, “¡estás hecho un carcamal!”, etc., etc. Del mismo modo que, cuando proyectaba sus por lo demás excelentes diapositivas -uno de sus más placenteros pasatiempos-, se escuchaba un infame coro de aguafiestas que gritaba: “¡Foco!”, “mal encuadrada”, “pasada de luz”, “oscura” o sencillamente “¡qué señora tan horrible!”. Me tranquiliza pensar que, en alguna medida, él mismo se lo había buscado y quisiera no equivocarme al creer que tan despiadada diatriba, en el fondo, le producía algún íntimo regustillo.

Al escribir las palabras “¡qué señora tan horrible!”, sale al paso de mi accidentada vereda, como atracador de caminos, el entusiasmo de mi padre por las mujeres, y no precisamente por las horribles. Pocas veces he conocido a un hombre que sintiera tamaño entusiasmo por las féminas. No me mal interpreten, mi padre era lo más opuesto a un Bradomín, o “a un seductor Mañara”, para decirlo con Machado. Hace poco su entrañable amigo, el feliz y encantador centenario Pepín Bello, declaraba a un periodista: “¿Quién no ha tenido varios amores en la vida? Menos Marañón que, el pobre, estaba enamoradísimo de su mujer”. Pues bien, mi padre era otro de esos “pobres” enamoradísimos de su mujer, pero sentía un abierto entusiasmo por muchas otras mujeres. Mi padre tuvo muchos amigos, pero tuvo, sobre todo, amigas, docenas y docenas de excelentes amigas, a veces de una lealtad y una fidelidad conmovedoras. Tres de esas amigas, las conocidas hasta hoy como “las chicas”, a pesar de ser octogenarias, que habían sido tres alumnas adolescentes que mi madre había tenido allá por el año 40, se habían incorporado para siempre a la familia y fueron leales y fidelísimas contertulias de mi padre durante todas las tardes de domingo del resto de su vida.

Tuvo, como decía, mi padre infinidad de excelentes amigas, a veces compartidas con mi madre y a veces en diferentes grados de exclusividad. En medio de la pacatería de la vida española de la dictadura –“lo peor de Franco es esa mentalidad que tiene de señora española de la clase media”, decía sabiamente mi madre-, esa situación había sido asimilada con talento y naturalidad por su esposa. Era frecuente, pongamos por caso, que mi padre se fuera al cine con alguna buena –y a menudo guapísima- amiga, en el caso de que mi madre tuviera demasiados quehaceres o de que la película en cuestión fuera en exceso “terrorífica”. Como mis padres no ejercieron nunca de “modernos” ni, mucho menos, de “progresistas”, siempre creí que eran gente burguesa. No pueden imaginarse el susto que me llevé cuando, ya bien crecido, me encontré cara a cara con la burguesía.

Hablando del entusiasmo paterno por las damas, voy a cometer una incorrección que no sé si sería del gusto de mi padre, que fue la persona más discreta y menos cotilla que nunca conoceré. Se trata de una foto, de una bella foto en blanco y negro, que me temo se ha extraviado para siempre, que constituía un retrato vivo de la personalidad jovial y nada campanuda de mi padre. Era una foto de prensa, tomada en un “cocktail” o cosa parecida, de esos a los que mi padre acudía muy rara vez. Al lado izquierdo estaban tres escritores, el mentón sobre la palma de la mano, con ademán grave, sesudo y trascendente. Uno era, creo, Antonio Buero Vallejo; el segundo, su entrañable amigo Pedro Laín; del tercero no estoy seguro. En escandaloso contraste, a la derecha de la foto estaba mi padre, en ademán inusitadamente mundano, con una copa de champán en la mano y una sonrisa digna del pato Donald en las playas de Copacabana del “Loco Carioca”, al lado de una juvenil y exuberante Analía Gadé que lucía dos esplendorosos muslos apenas cubiertos por uno de aquellos “minipantalones” que estuvieron antaño de moda.

Les previne al comienzo, iba a ser superfluo y banal. Pero al menos he sido como fue siempre mi padre, optimista y jovial. Incomprensiblemente optimista y jovial, para tratarse de un filósofo que había tenido una vida muy dura y que había sido blanco de infinitas envidias y mezquindades. Un día, llegamos mi mujer y yo a su casa, a la hora de comer -tuvimos el inmenso privilegio de estar invitados a almorzar con él durante un cuarto de siglo-, y nos dijo muy sonriente: “Hoy me han hecho tres”. Se sobreentendía: tres... “faenas”, porque jamás dijo una palabra malsonante. Una de ellas era la declaración de un escritor, al que se habría podido suponer amistoso para con él, que escribía en un periódico: “Algunos intelectuales españoles deberían haber muerto hace 10 años, el primero de ellos es Julián Marías”. Las otras dos no se las contaré por no aguar el optimismo que me he propuesto. Pues bien, les cuento esto solamente para decirles que ese día mi padre comió con el mismo buen humor y excelente apetito de siempre.

Quizá les sorprenda que haya sido tan alegre en estos momentos en que me cuesta verdadero esfuerzo serlo. Creo que con ello soy fiel a mi padre, que fue un gran enamorado de la vida y que no perdió jamás las ganas de vivir, ni en las circunstancias más adversas y penosas. Creo que habría dicho, con el Arcipreste, aquello de “¡Ay muerte! ¡Muerta seas, muerta e malandante!”, de no ser porque no hablaba casi nunca de la muerte, cosa que quizá resulte sorprendente en un filósofo y en un filósofo que era profundamente católico. Sus alusiones a la muerte eran, al menos en familia, muy raras y superfluas. A veces, cuando los muchos años comenzaban a cobrarse su tributo, dejaba caer, risueño, una pequeña broma: “Claro que la otra opción es peor...”.

No quiero terminar estas palabras, ya demasiado largas, sin expresar mi gratitud. Sí, mi gratitud y la de mi familia hacia todos ustedes: hacia sus amigos, hacia sus discípulos, de manera especial hacia sus jóvenes discípulos, que tanta alegría y tanta ilusión le proporcionaron en los últimos años, hacia los "Amigos de Julián Marías", una institución de insólita espontaneidad y desinterés, hacia los oyentes de sus conferencias, hacia sus lectores. Mis hermanos y yo hemos recibido, a su muerte, varios centenares de cartas ciertamente conmovedoras, a veces de personas desconocidas, que reconocen agradecidas lo mucho que deben a mi padre. Yo me he propuesto firmemente contestarlas una a una, si es que no muero yo mismo antes de poder llevarlo a cabo. Pues bien, no dudo que todas esas personas hayan recibido mucho de mi padre, que fue para ellas como un faro, como un faro que ilumina pero que, al mismo tiempo, orienta; como un faro que en su giro lanza una ráfaga de luz en nuestras vidas pero que, a la vez, alerta de las amenazas, de los riesgos, señalando los escollos y arrecifes de la costa.

Pero quiero decirles también que mi padre les debe -sí, conjugo adrede en presente- también mucho a ustedes, a sus lectores, a cuantas personas, muchas veces modestas, sencillas, acaso desconocidas, escucharon su verbo. Ustedes han colaborado de manera inestimable, acaso sin saberlo, a que el río de su vida fuera a dar, felizmente, “a la mar que es el morir”, a que, con Jorge Manrique, podamos decir:

“Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados, [...]
dio el alma a
quien gela dio
( el cual la ponga en el cielo
en su gloria)
y aunque la vida perdió
dexónos harto consuelo
su memoria”.

Muchas gracias.

ÁLVARO MARÍAS

(Esta colaboración es transcripción literal de las palabras pronunciadas en la Sesión Necrológica que el Casino de Madrid celebró en recuerdo y homenaje a Julián Marías el 30 de enero de 2006)


Un sueño prestado

Aunque no soy nada partidario de las narraciones de sueños, sobre todo si aparecen en una novela o en una película –¿para qué me cuentan esto, si sólo es sueño y estamos ya en una ficción?, me pregunto–, hoy voy a relatar uno reciente de mi hermano mayor Miguel, a quien he pedido permiso y a quien entregaré, descuiden, por lo menos la mitad de lo que perciba por este artículo, en concepto de derechos oníricos. (Y esto no es una novela.)

Fue a los cinco días de la muerte de nuestro padre, que se despidió del mundo el pasado 15 de diciembre, hacia las diez de la mañana. Tal como Miguel me contó su sueño, me pareció que algo de deformación profesional o aficionada había en él, ya que, aunque en realidad es economista, se lo conoce más como crítico cinematográfico, y en su evocación vi “influencias” de Lubitsch (El cielo puede esperar), Powell y Pressburger (A vida o muerte), Mankiewicz (El fantasma y la señora Muir, una de mis favoritas de siempre) e incluso Capra (¡Qué bello es vivir!). Lo cierto es que Miguel veía a nuestra madre, que murió en la madrugada del 24 de diciembre de 1977, sentada en un banco de la Dehesa, como se conoce el bonito parque de la ciudad de Soria, en la que pasamos muchos veranos de nuestra infancia. Mi padre llegaba con sus andares por una de las alamedas y se detenía ante ella, que sostenía sobre su regazo a nuestro hermano Julianín, el mayor de los cinco nacidos, y muerto el 25 de junio de 1949 a los tres años y medio, aunque el niño no se le aparecía a Miguel (el único que llegó a conocerlo) física o corpóreamente; estaba allí, pero no se lo veía. Y entonces mi madre le dedicaba a mi padre un reproche en tono humorístico: “Hay que ver, Julián”, le decía, “mira que tardar casi veintiocho años. No sé si te das cuenta de lo que ha sido estar yo sola tanto tiempo con un niño de tres años. Anda, coge un rato al inquisidor y encárgate de contestar sus preguntas. Ya sabes que a estas edades no paran de preguntar cosas, por qué esto y por qué lo otro. Me tiene agotada”. Mi padre cogía al niño etéreo con su habitual torpeza para coger niños, bien conocida por Miguel, Fernando, Álvaro y yo, los cuatro hermanos vivos: era más o menos como si le pusieran en las manos un montón de platos que no pudiera depositar en ningún sitio. E intentaba justificarse por la tardanza: “No, si yo quería haber venido mucho antes, casi inmediatamente. Pero tú ya sabes lo que pasa, Lolita, se lían las cosas, y había libros que escribir, y la gente se pone muy pesada con esto y con lo otro. Total, hasta ahora no ha habido manera”. Al igual que Julianín, ambos tenían la edad de sus respectivas muertes, así que mi madre, que en vida era un año mayor que mi padre, se aparecía con sus casi sesenta y cinco, y mi padre con sus noventa y uno. “Mira qué gracia”, le decía nuestra madre, “ahora soy mucho más joven que tú. Y sí, ya sé, pero para tus asuntos eres muy impaciente, y para lo de los demás te tomas todo con mucha calma”.

Al cabo de ya muchas noches, lo que recuerda Miguel son retazos, pero por lo visto mi padre informaba a mi madre de lo ocurrido desde su ausencia, y ella, contradictoriamente, por un lado lo escuchaba con interés, y por otro venía a decirle que estaba al cabo de la calle (“No te creas que yo no me entero de nada”). “En algo has fallado”, le reprochaba sonriente, “para que ninguno de los chicos sea religioso”. No me consta de mis hermanos, porque nunca nos preguntamos por cuestiones tan personales; pero creo que algunas amistades pías y chismosas de mi padre criticaron que en las dos misas habidas tras su fallecimiento, ninguno nos acercáramos a comulgar, así que puede. Y mis padres sí eran creyentes, desde luego. “Ya”, contestaba él, “pero son todos bastante buenos”. “También podías haber convencido a Xavier de que se casara, ¿no?”, era el siguiente y guasón reproche de mi madre. “Bueno, ya sabes que siempre fue un poco picaflor; y aunque no cuenta mucho, creo que ahora está bastante emparejado, y con una mujer muy simpática y risueña, yo la he conocido”. “También están emparejados varios nietos”, insistía en chincharlo un poco mi madre, “pero no se casa ninguno”. A lo que nuestro padre respondía incongruente e insinceramente: “Bueno, pero es que ahora sólo se casan los homosexuales”, a lo que nuestra madre, bien informada desde su banco de la Dehesa, le contestaba: “No me vengas con cuentos. Se casan también ellos, pero se sigue casando todo el que quiere”.

Como sucede a menudo en los sueños, había una mezcla de verosimilitud –casi de escena doméstica– y de absurdo. A mí me ha hecho gracia que mi padre apareciera como un poco pillado en falta, aunque sin motivo real, el pobre, y que admitiera su excesivo retraso. Yo no soy religioso, en efecto, pero sí muy cinéfilo, y me gustan mucho las películas que he mencionado y otras de fantasmas y de gente a la que sigue importando lo que ocurre en el mundo que han dejado, así que el sueño de mi hermano me ha divertido y hasta aliviado. Y al fin y al cabo, hay un territorio –por llamarlo algo– en el que los tres, mi padre, mi madre y Julianín, sí se han unido, además de en la misma tumba: los tres son ahora pasado y memoria, y eso al menos comparten. Y no parece tan grave ser pasado, si bien se mira: es un tiempo, o quizá un sitio, lleno de personas interesantes, y también de algunas muy queridas.

JAVIER MARÍAS

(Artículo publicado en El País Semanal, 5 de febrero de 2006)


Ultimas palabras, últimos pensamientos


Puede entenderse que, al morir quien no abrió jamás la boca, o alguien que nunca escribió, sus últimas palabras cobren un especial significado, y no tanto porque lo tengan sino por que, entre manifestaciones escasas, son las últimas. Se me atraviesa el prestigio reverencial que se le da con frecuencia a lo postrero, como si fuese lo mismo que definitivo, como si las palabras sucesivas fuesen borrando las anteriores, día tras día, como si sólo quedase, valiese, ¿por qué?, lo último, lo que ya uno mismo no podrá continuar ¿o rectificar, matizar, precisar, ampliar o incluso contradecir?

Si se exagera con los ágrafos y los taciturnos, imagínense hasta qué extremo es injustificado ese entronizamiento de lo cronológica e involuntariamente último en el caso de quienes, no contentos con expresarse a menudo y con claridad, lo han hecho en público y en impreso. Puede suponerse que sus últimas palabras lo serán por casualidad, sin que eso las convierta en su última palabra sobre cuestión alguna, ni siquiera si en el último momento cambiaban de opinión sobre alguna cuestión para ellos esencial, y ello al menos por dos razones: porque poco pesa una palabra frente a muchas, articuladas y argumentadas, a lo largo de la vida, y esa vida misma, y porque no es el momento de la muerte, ni siquiera los días o meses de enfermedad que la preceden, el de mayor lucidez, voluntad más firme o ánimo más fuerte; más bien se diría lo contrario. Y no vale arrimar el ascua a la sardina de cada cual; siempre está feo, y más si el “ascua” es un muerto, frío ya el pobre, enmudecido, que no puede defenderse.

Permítaseme una hipótesis. Recuerdo que hubo quien pretendió convertir a D. José Ortega y Gasset en católico, al menos en creyente, en el último suspiro. No entro ni salgo (si es que alguien lo supo) en cuál pudiera ser, de tenerla, su convicción más íntima. Pero al final, ya débil, se puede ceder a la presión familiar, a la insistencia de amigos, a la propia debilidad, a la angustia, al miedo. Por tanto, desde un punto de vista intelectual, nada significaría su pretendida “conversión” de último minuto, en nada cambiaría sus escritos. Este mismo argumento, que con Ortega algunos no aceptarían, sería en cambio admitido por esas mismas personas, me temo, en el caso contrario: si un creyente público y confeso -aunque nada beato ni sermoneador, poco clerical aunque ajeno al anticlericalismo, crítico con la Iglesia cuando se metía donde no debía o se manchaba las manos con complicidades impropias-, como mi padre, hubiese abjurado, apostasiado o algo así en el último momento. Tranquilizo a quien pueda producir un sobresaltó la mera imaginación de tal cosa; no pasó nada parecido; pero tampoco habló de la muerte -de la suya nunca- ni en el último día que estuvo consciente al menos durante algunos ratos. Ni visiblemente rezó. Meses antes había recibido la extremaunción, y el pobre no tuvo mucha ocasión de pecar, ni siquiera cayó en la desesperación, porque yo creo que hasta el último día, con su incurable optimismo, pensó que “de esta se libraba”.

Por eso, no me valen nada sus últimas declaraciones por el hecho de serlo (o presentarse como tales), ni las últimas palabras que figuran con su firma. Hay abundantes escritos y entrevistas como para tener que recurrir a las pronunciadas cuando su resistencia y su voluntad de precisión estaban mermadas. Puede decirse que hasta el 13 de diciembre de 2005 mi padre estuvo consciente (cuando estaba despierto), y que conservaba su juicio y su mente en buenas condiciones. La memoria remota le permitía el 14 recitar poemas en alemán aprendidos cuando tenía veinte años. Pero eso no significa, como es lógico, que estuviese entonces, ni desde hacía meses e incluso años, en el mejor de sus estados.

Su vista se había deteriorado mucho, y cada vez más. Hacía años ya que no podía leer, más allá de los titulares de los periódicos; pedía que se le leyese lo que le interesaba en principio, interés que a menudo se disipaba en el curso de la lectura. Encontraba descabellados e infundados muchos comentarios alarmistas y catastrofistas que se han prodigado en prensa en los últimos meses. “¡Pero qué tonterías escribe la gente!” era uno de sus comentarios más frecuentes. Hacía esos mismos años que no podía escribir en su querida máquina, sintiendo las teclas, porque el número de pulsaciones erróneas se había hecho tan elevado que los originales, de tanta corrección, quedaban confusos; en consecuencia, dictaba y se hacía leer el texto. Por mucho que agradeciese a los que tomaban sus frases, y luego se las releían, no le gustaba nada la pérdida de contacto físico con la escritura, la imposibilidad de ver lo que escribía y lo escrito, y las correcciones. La falta de costumbre, además, le hacía escribir de otra forma, menos límpidamente clara. O incurrir en repeticiones, en una cierta circularidad. Cualquiera que haya leído sus artículos o asistido a sus conferencias de los últimos años, salvo fanatismo ciego, tiene que haber observado un cierto deterioro, una tendencia a decir cosas ya dichas anteriormente, a insistir en lo mismo dentro de un texto. A ninguno de los próximos se nos escapaba, y creo que a él tampoco. Sorprendentemente, el día que cumplió 90 años, es decir, el 17 de junio de 2004, nos anunció que ya había trabajado mucho y escrito mucho, y que no iba a volver a escribir -pues no quería ni repetirse ni decir tonterías-, salvo que tuviera algo nuevo e importante que decir. Espontáneamente, nunca más volvió a escribir, y cuanto con fecha posterior lleva su firma son brevísimos textos de compromiso, de respuesta, que había que sacarle con sacacorchos.

Del mismo modo, mi padre, que siempre había sido mucho más hablador que oyente, empezó desde hace unos tres años, y cada vez en mayor medida, a escuchar, a querer oír las voces -que cobraban especial importancia por proceder de rostros que apenas distinguía-, a desear que se le contasen cosas. Dejó de dominar las conversaciones, aunque de vez en cuando contase aún una anécdota o un chiste, hiciese un comentario. Pero fue tendiendo al monosilabismo, y al encogimiento de hombros. Cosas que antaño le hubieran sublevado no provocaban ya más que un indulgente "qué tontería"; no llevaba apenas la contraria -lo que siempre le había divertido- ni insistía en puntualizar su opinión acerca de cada uno de los puntos de un tema que se discutía. Agradeciendo la conversación y la compañía, no iba a discrepar abiertamente. “Sí...”, “Bueno”, “No creo”, “Más bien”, “Puede”, “No tanto” eran ahora sus comentarios. Si alguien exponía un pensamiento, en lugar de detallar con qué aspectos estaba de acuerdo y con cuáles no mucho y cuáles en absoluto, o no decía nada o asentía vagamente a aquella porción que le parecía más aceptable. Se hizo fácil, por primera vez en su vida, poner en su boca palabras que no había pronunciado, que jamás hubiera pronunciado. Cualquiera que escriba y hable en público tiene palabras y expresiones que le gustan, y otras que detesta, y que no pronunciará o escribirá mas que entrecomilladas, citándolas. Cualquiera que conozca el estilo, el léxico y la manera de pensar y ser de mi padre, puede tener, como yo la tengo, la “convicción moral” -como se dice ahora- de que ni dijo ni dictó algunas frases que se le han atribuido en los últimos meses, y de las que se subraya, precisamente, su carácter de “últimas”. De todas ellas, puedo garantizar la exactitud (aunque no espontánea) de las que yo tomé al dictado y de la transcripción de Leticia Escardó en el último número de Cuenta y Razón, porque, efectivamente, reflejan sus ideas, incluso la forma que adoptaban en los últimos meses de su vida. De las restantes fechadas en 2005 no, lo siento, no pondría la mano en el fuego por ninguna de ellas, más bien lo contrario. Y pienso que sería una perezosa traición resumir su pensamiento en un par de esas frases, que no le he oído jamás y que no puedo imaginarle pronunciando en ninguna circunstancia.

MIGUEL MARÍAS

(Estos textos están recogidos en el libro colectivo, La huella de Julián Marías: un pensador para la libertad, Fundación de Estudios Sociológicos, Madrid, 2005, pp.131-152)


Nota aclaratoria


Al hilo de lo que explica Miguel Marías en su texto, conviene aclarar lo siguiente: el prólogo del último libro publicado por Julián Marías, La fuerza de la razón (Alianza, Madrid, 2005), un recopilatorio de artículos en prensa, pese a estar firmado por el filósofo no fue escrito por él sino por un sacerdote amigo suyo. Así, dicho prólogo fue autorizado por Julián Marías y contó con su beneplácito, pero en ningún caso fue escrito ni dictado por él.