miércoles, agosto 16, 2006

De Región a Redonda o la España neovictoriana

Muy raras y escasas son las novelas españolas capaces de suscitar una atmósfera literaria realmente nueva, un enjambre de personajes curiosos, un léxico feliz, una tonalidad nueva del idioma, un estilo y un mundo propios. Otro cantar es que esas novelas obtengan el consenso crítico peninsular o continental. Tras los novelistas del 98 -por no decir desde Cervantes- nadie se ha interesado apenas en Europa por la novela española. La irrupción de los novelistas hispanoamericanos eclipsó en buena medida el nacimiento de la España neovictoriana. Juan Benet, ingeniero jovial, fascinado por el mundo de Faulkner, publicó Volverás a Región en 1967. El territorio de Región, una suerte de España inhóspita al turismo y el progreso, custodiada por el siniestro Numa, fue explorada palmo a palmo, con cartografía minuciosa, por el ingenioso ingeniero de Madrid, don Juan Benet Goitia, hasta su muerte en 1993. Uno de sus ensayos últimos lo dedicó al Londres victoriano, casi un invento de Dickens.

Cuando se viaja por la España rural, el atento observador detecta en sus topónimos el sabor ancestral de un país milenario. Raros son los escritores capaces de forjar el espejismo literario de un mundo novelesco que no es sino el trasunto feliz del mundo real. Cuando hago el viaje entre Zaragoza y Madrid, al pasar por Medinaceli pienso en Menéndez Pidal y sus juglares de Mío Cid, y cuando se pasaba en tren por Sigüenza, pensaba en el Doncel glosado por Ortega, el reto bizarro de conciliar el coraje y la dialéctica. Pero al cruzar en coche los adustos páramos de Guadalajara, un rótulo anuncia un paraje llamados Las Inviernas, que me despierta o suscita de modo vertiginoso el mundo benetiano de Región. Hay pocos escritores capaces de suplantar o poner en vilo el recio paisaje ancestral de un país como España. Lo mismo me sucede con La Maliciosa, un pico entreverado de bruma en la sierra de Madrid. Se tiene la impresión de que todos los topónimos sugestivos son benetianos. Benet se conocía palmo a palmo cada rincón de España, nadie se lo pateó como él, sus sierras y ríos, en los que se daba, usando su expresión, un baño de partes. Su humor iba de la mano de su inteligencia, y emanaba una elegancia de caballero dieciochesco, uno de esos tipos larguiruchos de Gainsborough, que tienen una finca con ovejas y nogales, y una esposa que lee a Jane Austen. Benet tenía casa rural en Zarzalejo y chalet racionalista en la calle Pisuerga, en las colinas del final de la calle Serrano.

El mago de la toponimia

Juan Benet se inventó un paisaje alucinante con un lujo de topónimos medievales que dejan embelesado al lector. Puente de Doña Cautiva, río Formigoso, una cumbre llamada El Monje. Todo ello conjugado en una prosa digna de un híbrido feliz de Jorge Manrique y Bécquer. Las estaciones, la flora misteriosa -las flores rojas, de tono solferino, más sanguinolento que el color de las amapolas-, el mito del Numa. Su estilo aforístico es inimitable: las guerras se hacen para perderlas; todas las guerras civiles son ininteligibles. Juan Benet o la pasión léxica. Su gusto por el recio sabor del idioma español es portentoso.

María Moliner fue bibliotecaria de la escuela de Ingenieros industriales, no de Caminos, pero cabe imaginar un Diccionario Benet -está en su obra-, como un clásico viviente, similar al Diccionario del Dr. Johnson en Inglaterra. Sus monólogos delirantes, sus personajes extenuados, su exploración infatigable del abismo entre los sentimientos adolescentes y la ruda experiencia adulta. El tiempo es la lluvia, la memoria es un dedo tembloroso. Todo tiene en Juan Benet una definición insólita, un mundo de una personalidad novelesca irrepetible.

El rey errante

“-Yo siempre espero tiempos peores, y no me equivoco.
-¿Peores? ¿Peores todavía?
-Peores, mucho peores, infinitamente peores.”

Este es un rifirrafe dialéctico de La otra casa de Mazón, 1973, de Juan Benet, una de sus obras maestras nunca reeditada, que yo sepa. Un monarca herrumbroso, como brotado de un capitel románico de Loarre, un rey fantasma convive con los Mazón. Benet hace gala de su dominio del idioma de Región, donde cada topónimo es un benetismo, y de su inconfundible humor, ácido y cordial. En este sentido, Benet es como un híbrido de Cioran y Bernhard, pero con un punto de guasa madrileña inconfundible. Juan Benet inventa el pesimismo guasón. “Era como segar en Palencia”, nos dice al contar una batalla, “haciendo brotar más sangre que si pisáramos uvas”. “Vámonos de aquí a vivir como pastores”, espeta el Rey a Cristino Mazón, harto de su peculiar familia. Juan Benet consigue en esta obra un esperpento benetiano digno de Valle-Inclán. Un Rey Lear de Región.

Ese rey medieval es como un antecesor del Numa de Región. Sus aforismos no tienen precio: a nuestra edad no hay nada como divagar. La majestad consiste en no dar explicaciones.

Un Oxford de Hogarth y Dickens

Veintidós años después de Región aparece la novela Todas las almas, 1989, de Javier Marías. Nace allí el mito de Redonda, brotado de las librerías de viejo de Oxford, los libros de Shiel, primer monarca de Redonda, de Machen, de Gawsworth, monarca clochard de Redonda hasta 1970, y que culmina con el propio Marías, convertido en 1997 en monarca del islote caribeño. La Redonda mariesca es un cúmulo de islotes literarios que conforman un mundo novelesco. El legado gótico de Shiel y Machen que culmina en Cuentos únicos y en la Editorial Reino de Redonda. Las librerías de viejo de Oxford y Londres frecuentadas y exploradas por Javier Marías en sus años de profesor de traducción en la Tayloriana de Oxford, 1983-85. La traducción de Yeats hecha en Oxford. Las traducciones de Sterne y Conrad, y sobre todo, la de Browne, el prosista barroco de Oxford. El mundillo de los dons, Sir Peter Russell el Cervantista, Eric Southworth el Valle-inclanista. Gombrich, Berlin, Haskell, Elliott. Duques redondinos en su mayor parte.

La cena de All Souls es genial, con pinceladas de Hogarth -rojizas manos y vino rojo- y escenas de tenedor y cuchillo en vilo dignas de Sterne, y el torbellino de camareros impacientes retirando platos intactos y el canibalismo visual en torno a una belleza femenina, Clare Bayes. Pero no es menos interesante la invención del yo novelesco: “Si a mí mismo me llamo yo... es solo porque prefiero hablar en primera persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiempos y diferentes espacios”. Es la primera página de Todas las almas. Esta perspectiva insólita –egoescepticismo- en el uso del yo, proviene del linaje ensayístico-autobiográfico de Montaigne y Descartes, pasado por Hume, pero sin olvidar la veta cervantina que llega a Sterne y Dickens, bien conocida por Marías, traductor del Shandy de Sterne.

Madrid regionato y redondino

Juan Benet se inventó el Madrid regionato con El Madrid de Eloy, surgido del Madrid barojiano hacia 1950, Otoño en Madrid hacia 1950, como si fuese un paisaje de Beruete-Caneja. Nada que ver con el Madrid galdosiano aborrecido por Juan Benet, y menos con el Madrid de Cela o el Madrid dominguero de Ferlosio. El Madrid redondino nace con Todas las almas, el Retiro y las calles de Chamberí -Génova, Covarrubias-, el barrio en el que nació Javier Marías en 1951. En la calle Génova estaba la librería Turner, muy anglófila, como indica su nombre. El Oxford redondino es cervantista y blanco-whiteano. El Madrid redondino se nutre también del Madrid orteguiano del padre de Javier Marías, don Julián Marías. La Geometría madrileño-sentimental de Ortega.

Un Madrid redondino cuyo islote épico es el Sitio del Madrid republicano en la guerra civil, contado en las memorias, Una vida presente, de don Julián Marías. Casi nacen al alimón ambos libros, las memorias de Marías senior y la novela oxoniense de Marías junior. Madrid y Oxford en rara conexión y perspectiva híbrida o bifurcada de dos ciudades.

Cartas de Oxford, 1983-85

“Entre 1983 y 1985, mi hijo Javier enseñó en la Universidad de Oxford, y dentro de ese plazo, un semestre en Wellesley College (cerca de Boston), donde casi nació, pues desde que cumplió un mes pasó cerca de un año de su vida. La ausencia era para mí muy sensible, por ser el único hijo que vive conmigo, y mi soledad aumentó. Pero había atenuantes: el sistema de los tres trimestres lectivos de Oxford -dos meses de clase y uno de vacaciones- permitía a Javier pasar temporadas en casa, salvo algunos viajes. Además, aunque su carácter es bastante retraído, combinación de tímido y huraño, me escribió muchas cartas, literariamente atractivas y personalmente para mí interesantes, a las cuales contestaba puntualmente. No fue enteramente negativa esta ausencia, aparte del valor que para él tenía”. Julián Marías, Una vida presente, tomo III, Pág. 277. Me pregunto si este mazo de cartas oxonienses fueron el primer latido de Todas las almas. Fueron muchas cartas y literariamente atractivas, en ambas direcciones, Oxford-Madrid y Madrid-Oxford.

Un colofón savateriano o el pirata inocente

Savater publicó La infancia recuperada en 1976. En sus páginas se exploran los bosques de la lectura adolescente en los que se nutrió Fernando Savater.

El mundo de Stevenson y Tolkien, de Borges y Lovecraft, de Wells y Kipling. La perspicacia savateriana, casi estoy por decir la perspigracia, pues el humor ronda cada página suya, consiste en no darnos nunca gato por liebre. Si hay gato encerrado, y la realidad es siempre una jungla felina, el arte de Savater reside en transmutar ese gato oculto en tigre pavoroso. En La isla del tesoro, Jim es el topo moral, el infiltrado, es el ojo adolescente capaz de desdoblarse y cambiar de bando a cada paso, en una especie de inocencia ética salvaje. Como si Stevenson hubiese descubierto el tercer ojo de la ética pirata. Yeats nos lo cuenta a su modo, no hay una sola emoción pura en nuestras vidas. Somos hijos de experiencias híbridas. My dear ennemy, escribió Shakespeare, esa gota de simpatía que descubrimos en el adversario, y lo que es peor, el lado monstruoso del amor, de ahí que Wilde nos advirtiese, que podemos matar lo que más amamos. Stevenson o Savater como kantianos de la experiencia literaria. En El gran laberinto, su última novela, se nos recuerda que todas las historias humanas tratan de fantasmas, quienes no lo somos todavía, lo seremos tarde o temprano.

Javier Marías tradujo los poemas de Stevenson, y La infancia savateriana se abre con estampas de La isla del tesoro, que desde 1998 es la isla de Redonda. Nuestro terceto podría denominarse la España gótica de las letras españolas.

Región es como Cumbres borrascosas con personajes de Absalom de Faulkner. Una España gótica de Poe-Juan Benet.

El Oxford de Javier Marías es un enjambre de motivos góticos, la India de Kipling -el río Yamuna-, el escritor maldito como fantasma libresco -Gawsworth, M.R. James-, las librerías de viejo -los Alabaster-, el mundo de Dickens -la cena de All Souls-, los affaires galantes -Graham Greene-, los espías oxonienses -Sir Peter Wheeler, Le Carré-. La culminación de todo ello en Tu rostro mañana. Véase el ensayo reciente en The New Yorker, noviembre 2005, dedicado al novelista madrileño: “La grandeza clandestina de Javier Marías”.

Tres tristes Erres: Región-Recuperada-Redonda. Tres tristes Numas-Carontes-Tupras. Cabrera Infante, traductor de Dublineses de Joyce, fue gran amigo de nuestro terceto español. El monarca del Derby, el monarca de Redonda. A mi modesto entender, los tres escritores más valiosos de la segunda mitad del siglo XX en la literatura española. Los únicos dignos de batir o resistir el parangón con los mejores escritores del 27 ó el 98.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Cuenta y Razón, n. 140, enero 2006