domingo, septiembre 10, 2006

LA ZONA FANTASMA. 10 de septiembre de 2006. Un país grotesco

Este país no es ya que sea de chiste, sino grotesco o quizá algo peor. Durante buena parte de agosto la prensa –con El País a la cabeza, que hasta le dedicó un editorial– nos ha dado una matraca increíble con la reciente revelación, por parte del Nobel Günter Grass, de su breve pertenencia a las SS cuando tenía diecisiete años. No sólo se ha seguido al detalle la evolución de la noticia en Alemania, sino que hasta el último mono español ha aportado sus supuestos análisis y su opinión, su defensa o su condena e incluso su explicación “psicológica” del porqué y el cuándo de la confesión. Lo mismo sucedió cuando se supo de los respectivos pasados nazis (más o menos graves) de los filósofos Heidegger y Cioran, y aun de la imaginaria lista de filocomunistas que en su día habría proporcionado George Orwell, uno de los escritores más cabales del siglo XX (resultó ser un globo pinchado, pero eso no impidió montar el escándalo).

Y mientras proliferan los sesudos o frívolos artículos sobre cualquier intelectual extranjero repentinamente “manchado”, en España sigue siendo casi imposible contar –sólo contar– las pringosidades fascistas o stalinistas de nuestros escritores. Se sabe –pero se ha procurado acallar– que otro Nobel, Cela, se ofreció a los veintiún años a la policía franquista como delator de “la conducta de determinados individuos”, con lo que eso significaba en plena Guerra Civil; que se pasó voluntariamente de Madrid a Galicia para unirse al ejército golpista; que fue censor durante la postguerra; que el régimen de Franco lo condecoró; y yo poseo un ejemplar de un libro suyo dedicado de su puño y letra en 1953 a Millán-Astray (sí, el de “Viva la muerte” y “Abajo la inteligencia” y el enfrentamiento con Unamuno, si no recuerdo mal), al que llama “padre y amigo”, “con tanto cariño como respeto, su muy devoto …”, en fin. Nada de esto ha armado nunca ni la mitad de revuelo mediático que el pecado juvenil de Grass. Al revés: cada vez que yo u otros hemos intentado que se conocieran hechos comprobados o citas literales de algunos de nuestros escritores durante la Guerra o después, tanto la derecha como la izquierda han hecho llover sobre nosotros chuzos de punta. Que a qué venía eso; que si pelillos a la mar; que si todo el mundo había hecho lo mismo (lo cual no es cierto, algunos no, y les costó muy caro); que si mentíamos; que cómo nos metíamos con figuras que “luego” habían sido muy democráticas y antifranquistas, como si la encomiable rectificación de antiguas posturas vergonzosas obligara a dar éstas por no existidas y a silenciarlas o falsearlas eternamente.

En este país grotesco, ni la derecha ni la izquierda tienen el menor interés en que se sepa la verdad, y ambas están aún dedicadas a maquillarla a su favor, cuando no a tergiversarla con desfachatez. No cuente usted lo que escribieron o hicieron Cela, Laín Entralgo, Tovar, Maravall, Ridruejo, Sánchez Mazas, D’Ors, Giménez Caballero o Foxá, porque no fue nada malo, exclama la derecha, o empezó a serlo sólo cuando se apartaron del falangismo o de la dictadura, los que lo hicieron. No cuente usted lo que escribieron o hicieron Aranguren, Haro Tecglen o Torrente Ballester, porque acabaron siendo muy “progres” y amigos nuestros, exclama la izquierda indignada, y menos aún Bergamín, que fue rojo de principio a fin. Por ambos lados la consigna es callar. Todo lo contrario que con Grass, Heidegger, Jünger o Cioran, no digamos con Drieu la Rochelle o Céline.

¿A qué se debe esto, a cinismo puro? Por supuesto. ¿Al doble rasero, según los intereses de cada cual? Desde luego. Pero hay algo más. El Gobierno, con una ingenuidad rayana en la idiotez, prepara una “Ley de la Memoria Histórica” que, si se aprueba, no tendrá el menor efecto real, por la sencilla razón de que no se dan en España las condiciones indispensables para semejante proyecto. No pueden darse sin un amplio consenso social y político sobre lo aquí ocurrido entre 1936 y 1975. Y lo cierto es que hay demasiados españoles –empezando por el Partido Popular y la Iglesia Católica, acabando por muchos fieles de ambos y parte de la prensa– a los que es obvio que el franquismo no les parece mal. Por el otro lado, son pocos los izquierdistas oficiales que aceptan que sí se puede y se debe sentir orgullo por los años de la República, pero no por los de la Guerra, con salvedades concretas como la heroica resistencia de Madrid y otras ciudades. Se cometieron demasiadas bestialidades en los dos bandos, y que las de los franquistas fueran más y mayores sirve de muy escaso consuelo. Recuerdo que mi padre, que fue soldado republicano, hablaba de “los injustamente vencedores, los justamente vencidos”, dando a entender que la Guerra merecieron perderla todos. Personalmente creo que la ganaron quienes más debían haberla perdido, pero admito que yo no estuve allí y él sí, en Madrid y brevemente en Valencia durante aquellos tres años. No sé cuántos más habrán de pasar para que la verdad interese de veras (la redundancia es a propósito, hoy interesa de boquilla), pero está claro que setenta no han bastado, cuando aquí corren ríos de tinta sobre el pecado de Grass, que apenas si nos concierne, y se sigue amordazando con malos modos a quienes alguna vez mencionamos los de nuestros compatriotas intocables.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal
, 10 de septiembre de 2006