domingo, noviembre 12, 2006

LA ZONA FANTASMA. 12 de noviembre de 2006. Esclavizados por las zarandajas

Supongo que fue así casi siempre, pero yo conocí un tiempo en el que se despreciaban muchos usos sociales y la mayoría se veían como horteradas máximas, y así sigo viéndolos yo –quizá anclado en mi juventud, en ese aspecto–, por mucho que todo haya cambiado y se haya vuelto a anticuar, inverosímilmente, en los últimos veinte años. Al carecer de familia y haberme creado en mi ámbito cierta fama de que “nunca voy a nada”, rara vez me veo obligado a acudir a actos que no me apetecen, menos aún a bodas, bautizos y similares. Pero observo que a mi alrededor son muchos los que están atrapados en lo que considero una espantosa rueda, un círculo infernal de ocasiones sociales. Veo con horror, para empezar, que casi todo el mundo lleva cuenta (se necesitará una libreta en la que apuntarlo) de a qué y por quiénes ha sido invitado, con un doble propósito: el de corresponder sin falta a los que nos agraciaron y el de guardar odio eterno a los que no (hasta que rectifiquen, se entiende). Sólo ya ese cómputo ha de ser agotador: “Si los Macedonio nos invitaron a la comunión de su hija, no podemos no invitarlos a la de la nuestra”. Pero la cosa no es tan simple, y el riesgo de agravio es infinito, incluso en un ejemplo tan sencillo como el que acabo de poner, porque a continuación viene esto: “Si nosotros fuimos a esa comunión y le hicimos un gran regalo a la niña Macedonia, sería imperdonable que los Macedonio no se presentasen, una vez invitados, o no le hicieran un regalo equivalente a nuestra Samantha de las Mercedes”. De lo cual se deduce que también habrán de anotarse los obsequios recibidos de cada invitado en cada ocasión, así como los hechos por uno mismo a cada anfitrión.

Me he enterado con desolación, de hecho, de que las actuales comuniones son uno de los platos fuertes de la temporada y que se organizan como “minibodas”, es decir, por todo lo alto, con profusión de convidados y no nimios regalos, hasta el punto de que muchos padres solicitan créditos a los bancos para tales festines, endeudándose durante meses si es preciso, con tal de no quedar por debajo de sus amistades, parientes o colegas, independientemente de la clase social a que pertenezcan y del poder adquisitivo de que dispongan. Y si esto ocurre con una chuminada como las primeras comuniones, qué no se dará con las bodas, bautizos, aniversarios varios y hasta funerales. A la pesadilla hay que añadirle el mimetismo y la envidia, y por lo visto no es raro que en los hogares españoles se pronuncien frases como la siguiente: “Oye, si los Madróñez celebraron a lo grande sus cinco años de matrimonio, no podemos quedarnos atrás cuando los cumplamos, habrá que dar por lo menos una mariscada”. Poco importa que no haya tradición de celebrar esa cifra, o si acaso sólo entre los cónyuges. Basta con que los malditos y ostentosos Madróñez hayan tenido la ocurrencia para que detrás les vayan un montón de parejas y no acabemos. De tal manera, me cuentan, que los motivos de reunión y gasto se van multiplicando, y la gente va de una fiesta a otra con la lengua fuera, la tarjeta en números rojos, la libreta cada vez más grande para anotarlo todo y el capítulo de ofensas en permanente aumento, porque siempre habrá conocidos o compañeros que deberán “sacrificarnos” y no incluirnos en sus listas, no cabemos tantos en algunos locales.

Pero no son sólo estas cosas de matrimonios. Algunas amigas jóvenes, todavía con hijos pequeños, me confiesan que viven esclavizadas por los cumpleaños infantiles y que no hay viernes o sábado en que no les caiga uno encima. No sé, cuando yo era niño, el día en que cumplía años uno llevaba caramelos para repartir en clase y luego, tal vez, invitaba a su casa o al cine a tres o cuatro verdaderos amigos. Ahora la costumbre es convidar a la clase entera, y no a merendar o a una película, sino a festicholas con payasos contratados, o magos, o abominables mimos, esto es, con alguna atracción de carne y hueso (si es que los mimos tienen hueso). Asimismo está estipulado que los niños invitados, que antes regalaban al agasajado, reciban a su vez de los padres de éste alguna chuchería, “para no hacer discriminaciones y que todos se lleven su obsequio” (qué mundo ñoño). Y como la clase en pleno es invitada e invita, lo lógico es eso, que no haya fin de semana sin movilización de todo quisque por el cumpleaños de alguien. Si se añaden al panorama las habituales cenas entre matrimonios y similares, y la obligación de corresponder con otra equiparable a cada pareja de anfitriones; y la Nochebuena, los Reyes, el importado Halloween cretinoide, la Pascua y San Juan Crisóstomo, los fines de carrera, las cursilísimas peticiones de mano y las soeces despedidas de soltero o soltera, no hay vez en la que al oír hablar de estos compromisos esclavizadores e interminables a mis conocidos –fuente de rabietas, apuros, agravios, gastos, angustias y endeudamientos–, no me felicite de permanecer soltero y sin vástagos y bastante libre de ese círculo vicioso de mayúsculas horteradas y zarandajas sin cuento.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 12 de noviembre de 2006