domingo, noviembre 26, 2006

LA ZONA FANTASMA. 26 de noviembre de 2006. Abajo la compasión y viva la ofensa

A las muchas lacras intelectuales de nuestro tiempo debe añadirse sin duda la incoherencia. Es bien sabido que nada gusta tanto a la gente actual como quejarse, protestar, quitarse las responsabilidades de encima, echar a otros o a la sociedad las culpas de sus propios actos y decisiones libres, sentirse agraviada u ofendida, pretender que el Estado le saque las castañas del fuego (ahí tenemos el caso de la estafa de los sellos: a unos individuos que buscaban enriquecerse les salió el tiro por la culata, y ahora “exigen” que seamos todos los que les compensemos las pérdidas, como si hubiéramos tenido algo que ver con su ingenuidad y su codicia). En suma, nada la reconforta ni solaza tanto como sentirse víctima. Da lo mismo de qué o de quién. Del Gobierno, del entorno, de la injusticia del mundo; los vascos de los españoles, los valencianos de los catalanes, los onubenses de los sevillanos y todos de los madrileños; el empleado del jefe y el jefe de los accionistas, los hijos de los padres y los padres de los hijos tiránicos, los estudiantes de los profesores y los profesores de los estudiantes y de sus progenitores cafres; la Iglesia Católica del Estado laico cuya “persecución” consiste en financiarla obedientemente y en darle un trato de favor anticonstitucional y escandaloso; los artistas del mercado, los ex-fumadores de las tabacaleras, las mujeres de los varones, los homosexuales de los heterosexuales y cuantos no son blancos de los blancos. En algunos casos tienen motivos las víctimas (en los tres últimos, en general, por ejemplo), pero no en la mayoría. Sufrir o haber sufrido afrentas, reales o imaginarias, parece hoy lo mejor y más provechoso, lo que permite hacer sentirse en deuda a los otros y además interminablemente, es decir, en una deuda que jamás puede saldarse.

Pero curiosamente, al mismo tiempo, nadie quiere piedad o compasión. Casi todos abominan de ellas y se las toman como insultos. “No quiero tu compasión” es una de las frases que más pueden oírse en boca de quienes han sufrido una desgracia, un revés, una enfermedad o un accidente. Siempre me ha hecho cierta gracia (tétrica), porque poco importa lo que quiera o no el compadecido, sino lo que sienta el compasivo, contra lo que aquél nada puede hacer, y desde luego no impedirlo. Hace poco leí una carta de un lector “discapacitado” que decía que ya bastaba de que a él y a sus semejantes se los considerara “dignos de lástima”, y lo decía en verdad furioso. No lo entiendo. Por un lado se deplora a menudo la falta de humanidad y compasión de nuestras sociedades; pero, cuando esta última aparece, y con razón, es frecuente que se le arroje a la cara al que la muestra, como si hubiera incurrido en una ofensa grave. ¿A qué extraño mecanismo mental (es un decir) se debe el actual descrédito de uno de los sentimientos mejores? Cuando alguien es desdichado, sobre todo si la desdicha le viene de nacimiento o él no se la ha buscado, ¿qué menos que ser compadecido? (En lo que a mí respecta, no me molestaría nada serlo las veces en que lo mereciera; al contrario, lo agradecería. Así que si alguna desgracia objetiva me sobreviene algún día –toco madera–, les ruego que no se abstengan.) Pero la mayor parte de las personas “compadecibles” se ponen como hidras si reciben ese regalo. Hoy hay la absurda consigna de sentirse “orgulloso” de cualquier defecto, calamidad o anomalía: hace unos años saltó a la prensa el caso de dos lesbianas sordas norteamericanas que, para procrear, habían buscado con lupa un semen bancario que les asegurara que su vástago nacería asimismo sordo, y lo justificaban con una de las mayores sandeces jamás oídas: “La sordera es una opción como cualquier otra, no una limitación ni un defecto”.

Otra palabra y concepto caídos en desgracia son los de caridad. Nadie la quiere, y en cambio todos reclaman a su suplantadora –como señaló hace tiempo Sánchez Ferlosio–, la solidaridad. “Seamos solidarios”, es el grito ufano de los bienaventurados de nuestra época, olvidando que sólo se puede ser tal cosa con quienes más o menos son nuestros iguales y podrían serlo a su vez con nosotros, llegado el caso. Los madrileños podemos serlo con los gallegos cuando les queman los bosques o les llenan el mar de fuel, y ellos con nosotros tras un atentado como el del 11-M, porque similares desgracias podrían ocurrirnos a unos y a otros. Pero es difícil que seamos “solidarios” con los niños africanos que se mueren de hambre, o hasta con el mendigo que nos pide en la esquina, porque ellos no estarían en condiciones de ser a su vez solidarios con nosotros; de modo que la tan prestigiada palabra está de sobra en la mayoría de los casos, en los que lo que de verdad se practica es la caridad (no cristiana necesariamente, el adjetivo que se apropió del concepto y que quizá le ha traído el descrédito).

Creo que la incoherencia salta a la vista: buena parte de la población disfruta sintiéndose ofendida, agraviada, discriminada, menospreciada y víctima, pero la mayoría de los humillados o meramente desafortunados detestan ser compadecidos por ello y recibir la caridad del vecino, o del transeúnte. Por favor, átenme eso.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal
, 26 de noviembre de 2006