LA ZONA FANTASMA. 5 de noviembre de 2006. Los antiguos amigos
Resulta misteriosa, al cabo del tiempo, la manera en que uno pierde las costumbres y el trato con algunos amigos, sobre todo con los grupos de amigos. Con los digamos individuales, es más fácil rastrear el proceso que llevó al alejamiento. A veces se produjo una pelea o una diferencia insalvable; otras hubo una decepción paulatina, y aquel a quien uno se sintió muy unido durante una época, evolucionó de tal forma que acabó convirtiéndose en un ajeno, o aún es más, en alguien despreciable o aborrecido (o bien fue uno el que “se deterioró” y a quien se le puso la proa o poco menos). Ese debe de haber sido el caso de mucha gente de mi generación, que fue muy idealista y combativa en los tiempos de la Universidad y ha terminado en el extremo opuesto (políticos y periodistas, principalmente): “releyendo” la Guerra Civil, reivindicando tácitamente el franquismo o haciendo negocios inmobiliarios con lo que se llama pragmatismo y no es sino descomunal cinismo. Uno a veces descubre, con estupor y desolación, que un antiguo y largo amigo –una vez que uno prescinde de los “buenos ojos” con que solía mirarlo– representa ahora, inverosímilmente, aquello que más detesta. O lo ve defender las ideas, las posturas y a las personas de las que abominaba veinte, quince o sólo diez años antes. No es que la gente no deba cambiar, y matizar, y moderarse, y entender lo que no entendía, pero para todo eso hay unos límites que los “conversos” no respetan, y también hay un camino que conviene haber andado: lo que no son admisibles son los saltos como por arte de magia, estoy aquí y de pronto allí, sin que nadie me haya visto recorrer la distancia.
Más difíciles de comprender se hacen los casos en que, por así decir, no hubo nada: ni traiciones ni desencantos ni riñas, si acaso hartazgos. Cuando muere uno de esos antiguos amigos a los que se perdió de vista hace ya mucho, se suele producir una extraña compresión del tiempo, y lo que unos días antes de la triste noticia nos parecía remoto, de golpe se recuerda con nitidez, vívidamente. Me sucedió cuando murió Michi Panero, hará un par de años, y me resultó inexplicable que hiciera tantísimo que no nos tratábamos cuando, a los diecinueve o veinte (él me llevaba seis días, nacimos el mismo mes del mismo año), nos veíamos a diario: a primera hora de la tarde, tras las clases de la mañana, yo me acercaba al diminuto piso que él tenía en Hermosilla (gran privilegio, a esas edades), y decidíamos qué hacer, dando por descontado que haríamos algo juntos. Me ha sucedido hace unos meses al ver en este diario la esquela de Gustavo Pérez de Ayala, en casa de cuya madre, en Padilla, hice con él uno de mis primeros trabajos remunerados: corregir y pulir la traducción argentina de aquel libro tan malo que gozó de enorme éxito, Love Story. Me temo que él y yo fuimos los responsables de la formulación española de la muy ridícula frase convertida en lema de enamorados durante una temporada: “Amar significa no tener que decir nunca lo siento”, o algo así de insensato y cursi. Así que cada tarde me desplazaba hasta allí, donde nació una amistad cotidiana que también duró bastante (bien es verdad que de jóvenes nos parece todo largo). ¿En qué momento, y por qué, dejamos de vernos Michi y yo, Gustavo y yo? Hoy me es imposible saberlo.
Más tarde, ya en la treintena, y a lo largo de años o eso creo, acudía casi todas las noches a cenar a deshoras (casi nunca antes de la medianoche) a un restaurante llamado El Café entonces y quizá ahora La Mordida, si aún existe. Por allí nos dejábamos caer unos cuantos amigos sin quedar ni avisarnos: era seguro que dos o tres apareceríamos, cuando no siete u ocho, más algunos menos asiduos, que sabían dónde encontrarnos. Entre el grupo más fijo estaba Antonio Gasset, a quien hoy sólo veo en la pantalla de mi televisión de vez en cuando, y Tano Díaz Yanes, con quien sigo cenando una vez al mes –pero ya los dos solos, y más temprano–; el guionista y novelista Eduardo Calvo, que no fallaba nunca, lleva en Argel ya varios años, al frente de un Instituto Cervantes que no visita casi nadie; Edmundo Gil, el soltero más empedernido, sé que se ha casado y tiene un hijo, y ha salido de su notaría, creo, para producir películas; Toni Oliver, el más adinerado entonces (regentaba salas de cine, de nuevo creo: no nos preguntábamos mucho), sufrió reveses por culpa de sus malos socios y me cuentan que hoy escribe letras con el cantante Sabina; el médico Charlie, que parecía todo menos médico, debe de seguir ejerciendo; y en cuanto a Julio, el dueño, sé que le va viento en popa y que amplía sus negocios. Con Julia hablo a menudo, pero de Paloma, Isabel, Maru y Natalia lo ignoro todo. En conjunto sé poco de la mayoría de ellos. Y sin embargo hubo un prolongado periodo de nuestras vidas en el que cenábamos juntos casi todas las noches, contando unos con otros, y nos reíamos sin cesar, de cien mil cosas. ¿Cómo es que eso ya no existe?, se pregunta uno a veces, estupefacto. ¿Cuándo dejamos de acudir, o quién fue el primero en borrarse? En aquel espacio, si es que aún existe, deben de resonar todavía nuestras carcajadas incontables, como las de los fantasmas vivos que de momento vamos siendo, cada uno por nuestro lado.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 5 de noviembre de 2006
Más difíciles de comprender se hacen los casos en que, por así decir, no hubo nada: ni traiciones ni desencantos ni riñas, si acaso hartazgos. Cuando muere uno de esos antiguos amigos a los que se perdió de vista hace ya mucho, se suele producir una extraña compresión del tiempo, y lo que unos días antes de la triste noticia nos parecía remoto, de golpe se recuerda con nitidez, vívidamente. Me sucedió cuando murió Michi Panero, hará un par de años, y me resultó inexplicable que hiciera tantísimo que no nos tratábamos cuando, a los diecinueve o veinte (él me llevaba seis días, nacimos el mismo mes del mismo año), nos veíamos a diario: a primera hora de la tarde, tras las clases de la mañana, yo me acercaba al diminuto piso que él tenía en Hermosilla (gran privilegio, a esas edades), y decidíamos qué hacer, dando por descontado que haríamos algo juntos. Me ha sucedido hace unos meses al ver en este diario la esquela de Gustavo Pérez de Ayala, en casa de cuya madre, en Padilla, hice con él uno de mis primeros trabajos remunerados: corregir y pulir la traducción argentina de aquel libro tan malo que gozó de enorme éxito, Love Story. Me temo que él y yo fuimos los responsables de la formulación española de la muy ridícula frase convertida en lema de enamorados durante una temporada: “Amar significa no tener que decir nunca lo siento”, o algo así de insensato y cursi. Así que cada tarde me desplazaba hasta allí, donde nació una amistad cotidiana que también duró bastante (bien es verdad que de jóvenes nos parece todo largo). ¿En qué momento, y por qué, dejamos de vernos Michi y yo, Gustavo y yo? Hoy me es imposible saberlo.
Más tarde, ya en la treintena, y a lo largo de años o eso creo, acudía casi todas las noches a cenar a deshoras (casi nunca antes de la medianoche) a un restaurante llamado El Café entonces y quizá ahora La Mordida, si aún existe. Por allí nos dejábamos caer unos cuantos amigos sin quedar ni avisarnos: era seguro que dos o tres apareceríamos, cuando no siete u ocho, más algunos menos asiduos, que sabían dónde encontrarnos. Entre el grupo más fijo estaba Antonio Gasset, a quien hoy sólo veo en la pantalla de mi televisión de vez en cuando, y Tano Díaz Yanes, con quien sigo cenando una vez al mes –pero ya los dos solos, y más temprano–; el guionista y novelista Eduardo Calvo, que no fallaba nunca, lleva en Argel ya varios años, al frente de un Instituto Cervantes que no visita casi nadie; Edmundo Gil, el soltero más empedernido, sé que se ha casado y tiene un hijo, y ha salido de su notaría, creo, para producir películas; Toni Oliver, el más adinerado entonces (regentaba salas de cine, de nuevo creo: no nos preguntábamos mucho), sufrió reveses por culpa de sus malos socios y me cuentan que hoy escribe letras con el cantante Sabina; el médico Charlie, que parecía todo menos médico, debe de seguir ejerciendo; y en cuanto a Julio, el dueño, sé que le va viento en popa y que amplía sus negocios. Con Julia hablo a menudo, pero de Paloma, Isabel, Maru y Natalia lo ignoro todo. En conjunto sé poco de la mayoría de ellos. Y sin embargo hubo un prolongado periodo de nuestras vidas en el que cenábamos juntos casi todas las noches, contando unos con otros, y nos reíamos sin cesar, de cien mil cosas. ¿Cómo es que eso ya no existe?, se pregunta uno a veces, estupefacto. ¿Cuándo dejamos de acudir, o quién fue el primero en borrarse? En aquel espacio, si es que aún existe, deben de resonar todavía nuestras carcajadas incontables, como las de los fantasmas vivos que de momento vamos siendo, cada uno por nuestro lado.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 5 de noviembre de 2006
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