domingo, diciembre 03, 2006

LA ZONA FANTASMA. 3 de diciembre de 2006. Siempre muy pocos

Voy teniendo algunas amigas en edad de que sus hijos o hijas se les empiecen a marchar de casa; y como a veces soy tan bruto que sólo pienso y me fijo en lo que tengo delante –creo compartir esa bruticie con la mayoría de mis semejantes, vaya eso en mi descargo–, no he podido por menos de reflexionar sobre la tristeza silenciosa e íntima, que tampoco “osa decir su nombre”, con que estas madres se enfrentan al vaciamiento de sus casas. No es de extrañar que la callen y oculten. Mis amigas son inteligentes y generosas. Saben que para sus vástagos es bueno largarse, sea por boda o similar, por afán de aventura o independencia o por la mera impaciencia de incorporarse del todo al mundo. Saben también que no los pierden, que simplemente dejan de convivir con ellos y a menudo de ocuparse de ellos en lo más cotidiano y prosaico: ya no deberán hacerles comidas, ni acompañarlos al médico, ni poner lavadoras para su ropa, ni soportar su música estruendosa o sus malos modos ocasionales. Saben bien que a ellos les toca aprender más por su cuenta, adquirir responsabilidades y foguearse; y que si se eternizaran en la casa paterna o materna (como de hecho sucede con cada vez más frecuencia, por las crecientes carestía de la vivienda y precariedad de los empleos), serían ellas, las madres, las primeras en preocuparse y en alentarlos y ayudarlos a buscarse su territorio. Es decir, saben que en realidad no tienen razones objetivas para quejarse ni entristecerse. Y tampoco se les escapa, por último, que ellas hicieron lo mismo cuando eran jóvenes, sin la menor mala conciencia.

Pero su discreción no me extraña además por otro motivo: las madres pueden ser fácil objeto de irrisión cariñosa. “Las madres, ya se sabe”, o “Esas cosas que dicen las madres”, son frases habituales, posiblemente afectuosas pero un poco despectivas, sobre todo en variantes del tipo “Qué pesadas son las madres”. En el cine, por supuesto, suelen aparecer llorando en las bodas de sus cachorros, por exceso de sentimentalidad y falta de contención, y merecen más la burla leve que la compasión o el entendimiento. Ahora que observo a estas amigas mías, creo que lloran por algo más respetable que una emoción superficial y algo exhibicionista: porque, quiérase o no, un largo periodo termina, y la vida ya no será la que ha sido. Tengo tanto respeto por la pena que eso causa, la terminación de algo, que hasta comprendo a quienes lamentan –aunque rara vez lo confiesen o admitan– el acabamiento de un prolongado enemigo o de una situación de descontento. Sí, se puede echar de menos la lucha, el esfuerzo, la resistencia, la costumbre … Recuerdo que Conrad decía que lo único que salvaba al marino de la desesperación, cuando se hacía a la mar para no volver en mucho tiempo, era “la rutina salvadora”, la que lo hacía levantarse un día tras otro en los primeros de travesía. Por eso se hace tan difícil perderlas, incluso las insatisfactorias.

Ahora sólo me viene a la memoria una película en la que se mire con simpatía y finura a estas madres que se quedan solas, aunque allí se tratase de la tía soltera que había criado al Capitán Gregg de niño, tras quedarse huérfano. Ese Capitán es el fantasma protagonista de una favorita mía sobre la que ya he escrito por extenso, El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz; él se había embarcado por primera vez a los dieciséis años. Cuando Lucy Muir le pregunta qué hizo su tía cuando él se marchó, el fantasma contesta: “Oh, probablemente dar gracias al cielo de que ya no hubiera por allí nadie llenándole la casa de cachorros y manchándole las alfombras de barro”. Lucy Muir se queda pensativa y el Capitán le pregunta en qué piensa. “Pienso en lo sola que se debió sentir”, responde Lucy, “con sus alfombras limpias”. Es sólo un detalle, pero la única vez que recuerdo que alguien ficticio se haya puesto en el modesto lugar de esas madres.

Y, claro está, todo esto me lleva a acordarme de la mía y de cuando yo me fui de su casa, a los veintitrés años, para vivir en otra ciudad con una mujer casada y separada. Desde luego no tuve en cuenta, entonces, esa tristeza que ahora percibo en mis amigas cuyos hijos se alejan. Las cosas están mal pensadas: cuando uno es joven se entera de poco, y aún menos de sus padres, a los que tiende a ver fácilmente como a seres agobiantes e intrusivos, que nos obstaculizan o impiden hacer lo que nos parece, casi nos son una carga. Sólo mucho más tarde, con la treintena bien cumplida (eso con suerte), comienza uno a mirarlos como a personas que fueron, han sido y son algo más que nuestros padres. Viene entonces la curiosidad, e incluso el deseo de compensarlos, de escucharlos de veras, de enfocarlos adecuadamente, de hacerles más caso, de preguntarse por sus sentimientos e inquietudes más allá de nosotros, que no lo éramos todo en sus vidas, aunque en nuestra vanidad juvenil nos lo pareciese. Y a veces se llega demasiado tarde. Yo sólo volví a la casa de mi madre para verla morir, tres años después. Y ahora que veo tan calladamente tristes a mis amigas cuyos hijos se van con veinticinco o treinta años (pero ellas guardan viva la memoria de todos los demás, desde que no tenían ninguno), caigo en la cuenta de que mi madre sólo me tuvo cerca durante veintitrés, y de que a ella seguramente le debieron de parecer muy pocos.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de diciembre de 2006