domingo, diciembre 31, 2006

LA ZONA FANTASMA. 31 de diciembre de 2006. Y el espíritu inverosímil de Benet

Hace una semana terminé esta columna disculpándome por no haber vuelto a una coincidencia de la que había hablado en el primer párrafo, y añadí: “Así que tal vez otro día”. Más vale que no deje pasar demasiados, por si a algún lector curioso le quedase una sensación de escamoteo, o a mí se me olvidase para siempre el episodio.

Lo cierto es que pocas fechas más tarde de recibir el raro panfleto en el que la viuda de Joseph Conrad contaba cómo Conan Doyle la había importunado con las supuestas tentativas de su marido por entrar en contacto con ella, me llegó una carta de Puerto Rico remitida por una amable lectora y profesora con la que unos meses antes me había encontrado en Madrid. La señora, educadísima y sensata, se excusaba en su preámbulo por lo que iba a contarme (“Me preocupa menos su opinión sobre mí que causarle alguna incomodidad o molestia”). Decía no ser persona religiosa, sino racionalista y más bien escéptica, aunque reconocía haber sentido curiosidad en los últimos años “por temas espirituales”. De modo que se reunía una vez al mes con una psicóloga cubana “que parece poseer facultades espirituales”. Al parecer algo le habló de nuestro encuentro, y entonces la psicóloga “cerró los ojos, pareció experimentar una especie de trance y dijo que una persona a quien usted había querido mucho estaba ahí. Que el espíritu se llamaba Benet y que decía manifestarse para que hubiera una conexión con usted. Añadió que veía a Benet ‘halándole las greñas a un joven de pelo largo’ y que ese joven era usted. Dijo que Benet hacía esto cuando lo veía triste o pesimista”. (Quizá no esté de más mencionar que, entre 1970 y 1974, primeros años en que traté al escritor Juan Benet, yo llevaba una larga melena, por así decir, a lo apache, como atestiguan algunas fotos.)

Mi corresponsal se quedó sin habla y se marchó “como alucinada”. Y como no dejara de pensar en ello, decidió hablar con una amiga suya, asimismo psicóloga y que también “parece tener facultades espirituales, aunque lucha contra ello”. Se vieron, y nada más comenzar, ésta le dijo que Benet se manifestaba y que solicitaba su intercesión para ayudar a mi “espíritu encarnado”; y escuchó las frases “No hay que decir, no hay que hacer” y “Hacer sin hacer”. Luego añadió que “Benet era un sabio y que parecía tener un gran sentido del humor pues hacía una genuflexión antes de marcharse”. La profesora se quedó atónita, y a la siguiente cita con la psicóloga, ésta le dijo que “Benet estaba ahí y que deseaba que usted supiera que él se había manifestado y que quería ayudarlo. Añadió que había muerto con mucho dolor porque lo dejaba a usted, una persona a quien tanto había querido y tan importante en su vida”. Mi corresponsal volvía a disculparse (“A pesar de todo, le envío esta carta confiando en que eso sea lo que debo hacer”) y se despedía. Nada que ver, desde luego, con la insistencia casi impertinente del gran Sir Arthur Conan Doyle ante la atribulada Jessie Conrad.

El próximo 5 de enero hará catorce años de la muerte de Juan Benet, de quien aprendí muchas cosas, y no sólo literarias, y con quien mantuve una amistad de más de dos decenios. Como escritor, son curiosamente sus detractores quienes menos le han permitido caer en el olvido. En todo este tiempo son muchos los colegas suyos y míos que han seguido y siguen despotricando contra él. Al ir con frecuencia unidas la idiotez y la osadía, la mayoría son escritores simplemente ridículos, como Ussía o Sánchez Dragó, o como algún reciente chocarrero, hipócrita y cobardón, que debe de tener su supuesta gracia en el lugar más recóndito, porque no hay quien se la vea. Como sus luces no les dan para Benet, han decidido que éste no contaba nada y que nadie lo ha leído. Si así fuera, no se comprende que les cause tanta rabia, al cabo de casi tres lustros de no publicar una línea ni andar ya por el mundo. Los debe de acomplejar mucho su sombra. Sus textos no son fáciles y yo no le reprocharía a nadie que no se atreviese con ellos. Pero, puesto que los torpes y decimonónicos les ladran, aún deben de cabalgar, y esa será su “conexión”.

Lo que no creo es que su espíritu vaya a manifestarse en Puerto Rico con unas psicólogas de por allí. Como la juiciosa viuda de Conrad, creo que “aquellos a quienes queremos y hemos perdido descansan en paz, sin que ninguna ley los perturbe”. Y no creo en lo inverosímil. Así como Jessie Conrad no veía a su marido pidiéndole a Conan Doyle que terminara un libro suyo ni luciendo una pajarita roja en imitación de Lord Northcliffe, yo puedo imaginar a Benet genuflexo en plan broma, pero nunca diciendo una cursilería como la última del episodio, y menos aún confesando que yo hubiera sido importante en su vida. Como le contesté a mi corresponsal, él fue importante en la mía, pero en modo alguno yo en la de él. No creo en apariciones ni en mensajes de ultratumba (salvo en los cuentos de fantasmas y en los sueños, que son sólo eso, bonitos sueños y cuentos). Pero si me vienen con la historia de que un muerto bien conocido me está rondando por ahí, lo primero que exijo es que siga hablando como el vivo, y no soltando inverosímiles solemnidades que jamás habrían estado en sus labios. Es lo mínimo, por favor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 31 de diciembre de 2006