domingo, febrero 04, 2007

LA ZONA FANTASMA. 4 de febrero de 2007. Los que aún están


He tenido recientemente una experiencia proustiana verdadera, de esas que no se limitan a hacerlo a uno recordar ni rememorar, sino que lo transportan inverosímilmente a otro tiempo y sobre todo –aún más raro– a otra edad, en mi caso a una tan remota como mis cuatro o cinco años. Todo vino por la música: encontré en una tienda la banda sonora original de una de las primeras películas que vi, de hecho la que tengo por inaugural aunque no lo fuera (creo que fue Los tres mosqueteros de Sidney, con Gene Kelly en el papel de D’Artagnan y Lana Turner en el de Milady), tal vez porque la vi muchas veces en la temprana infancia y porque me encantaba y a la vez me producía congoja y melancolía. Al poner el cedé en casa sucedió: volví a tener cuatro o cinco años y, pese a haber visto Lilí todas esas veces, me sentí trasladado a una en concreto, en el cine María Cristina de mi barrio de Chamberí, cercano a la calle Covarrubias en la que vivía y nací, en compañía de mi madre y de mis hermanos. Aquel cine ni siquiera duró: quiero decir que, a diferencia de otros de la zona, como el Colón de la calle Génova o el Luchana que quizá aún existe, y a los que por tanto pude volver a edades mucho más avanzadas, el María Cristina –como el Príncipe Alfonso, también de Génova– cerró sus puertas cuando yo era todavía niño, y no fueron muchas las ocasiones en que me encerré en esas salas, porque esa era una de las cosas que uno hacía al meterse en un cine entonces, encerrarse de la realidad. Y al oír la música me pareció descubrir que de aquella película venía en parte una característica que sin duda comparto con muchos de mis semejantes –o con ya no tantos– y que no tiene nada de original. Pero en cada uno vendrá de algún sitio, y en mí viene acaso de Lilí.

Luego le pedí prestado el vídeo a mi hermano Miguel, y me la vi entera al cabo de los muchos siglos. Lilí es de 1952 y su música –su melodía, su canción– fue muy famosa en su tiempo, hasta el punto de que casi todos los nacidos en aquella década serían capaces de reconocerla y tararearla si la oyeran de nuevo. Se debió a un gran compositor, como lo eran la mayoría de los que trabajaban por entonces en Hollywood, Bronislau Kaper, europeo y de formación clásica. El director era Charles Walters, que hizo buenos musicales, y los intérpretes Leslie Caron y Mel Ferrer, con la escandalosa Zsa Zsa Gabor en un papel secundario. La película no está mal y tiene encanto, y aunque es para niños, con el considerable protagonismo de cuatro muñecos de guiñol a los que hacía hablar el ventrílocuo Mel Ferrer, sí la tiñe cierta melancolía, como a todas las de circo o feria. Pero la congoja infantil me venía de lo siguiente: hacia el final, Lilí decide marcharse y no seguir colaborando en el espectáculo de los guiñoles. Va caminando sola con su maleta por una carretera algo onírica, y de pronto –una figuración, pero los niños apenas las distinguen de la realidad– aparecen a su lado, convertidos en seres de su tamaño, los cuatro guiñoles a los que ha abandonado con pesar. Al son de la música, alegre en aquel momento, los cinco echan a andar, y el niño piensa: “Bien, están todos juntos, se acompañarán unos a otros donde quiera que vayan”. Lilí baila con uno de ellos, que repentinamente se transforma en Mel Ferrer y a continuación se desvanece entre las brumas de la carretera. Tras unos instantes de desconcierto y pena, los cuatro restantes siguen avanzando, ya con menos ligereza, hasta que Lilí baila con otro y vuelven a producirse la metamorfosis y la desaparición. “Cada vez son menos”, se dice el niño con creciente angustia, hasta que ocurre lo mismo con los cuatro muñecos, sucesivamente. El zorro Reinardo era mi favorito, un tipo refinado, embustero y ladrón.

“De ahí”, pensé hace unos días, “arranca mi aversión a las desapariciones”. No quiero nunca que desaparezca nadie, que nadie falte, ni siquiera los que me han hecho daño o envenenan nuestro país. Más de una vez he comprobado con estupor cómo al morirse alguien a quien no tenía la menor simpatía ni aprecio, o que procuraba hacerme la vida imposible, lo he lamentado mucho más de lo que podía esperar, como si mi reacción fuera esta: “Sí, era un miserable dañino, pero era de antes. Estaba aquí desde que yo tengo memoria o desde hacía mucho, era parte del paisaje, se contaba con él, era parte del elenco y es un desastre que ya no esté”. Todos conocemos en mayor o menor grado esa sensación: nada nos descorazona tanto como descubrir que algo –aunque sea sin importancia– ha cambiado o desaparecido en una ciudad que hacía tiempo que no visitábamos o en el barrio de nuestra niñez, y nuestro pensamiento viene a ser “Esto me lo han cambiado”, con ese me tan significativo, porque lo sentimos como un atentado contra nuestro mundo en orden y nuestra memoria personal del lugar: una papelería convertida en un banco, un cine que ahora es una hamburguesería, un bonito edificio sustituido por un espanto arquitectónico … Y qué decir de las personas: uno se va dando cuenta de que la vida consiste en buena medida en ir sufriendo bajas a nuestro alrededor, y en desconcertarse y apenarse un rato, para luego reemprender la marcha por la carretera onírica, como Lilí y sus muñecos en número cada vez menor, con los benditos que nos van quedando, y que aún están.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal
, 4 de febrero de 2007