domingo, marzo 11, 2007

LA ZONA FANTASMA. 11 de marzo de 2007. Doscientos domingos

Con la presente son ya doscientas las veces en que he ocupado esta página de El País Semanal, a lo largo de cuatro años o poco más. Y hace unas semanas hube de releerme las noventa y seis piezas correspondientes a mis tercer y cuarto años de colaboración, que en breve saldrán reunidas en forma de libro (Demasiada nieve alrededor, se titulará). No mucho antes, una estudiante de Periodismo me envió un cuestionario con un montón de preguntas sobre mi actividad articulística, y al menos un par de ellas me dejaron perplejo. “¿Cómo escoge los temas?”, a lo que sólo supe contestar: “Buena pregunta. Eso, ¿cómo, en efecto? Me asombra que aún se me ocurran a veces asuntos nuevos, sobre todo teniendo en cuenta que antes de aterrizar en EPS llevaba ya ocho años escribiendo una columna dominical en otro lugar”. En la Nota Previa a esa recopilación he reconocido que a menudo vuelvo sobre las mismas cuestiones y actitudes y he intentado explicar el porqué, así que no me voy a repetir ahora otra vez.

Pero lo que quizá no esté de más es confesar que hay semanas en las que los asuntos se agolpan, sin que uno sepa por cuál decidirse, y otras en las que no hay manera de vislumbrar ninguno. Recuerdo una vez, cuando aún escribía en la otra publicación, en que se me echaba el tiempo encima y además había pasado en blanco la noche anterior. Me levanté como un zombie y me puse a pensar, infructuosamente: “De esto he hablado hace poco; esto otro no tiene interés; aquello me aburre a mí, lo cual es garantía absoluta para que aburra al lector; y estoy tan cansado que no me pueden salir ni bromas ni indignación; ¿qué hago?” Así que, como un estúpido, me puse a mirar a mi alrededor, en mi estúpido estudio que no me sugería nada, hasta que por fin reparé en una foto muy rara de Dashiell Hammett, que había adquirido en una subasta junto con una carta suya, fechada en 1945 en Alaska. Hablé de ambas y el artículo se tituló “La carta del hombre delgado”, y no sólo nadie protestó, sino que quizá haya sido uno de los que han gustado más. Uno nunca puede prever el efecto de lo que escribe.

Por eso me desconcertó otra de las preguntas de la estudiante: “¿De qué estrategias se vale para enganchar y convencer al lector?” “¿Estrategias?”, le contesté. “No hay ninguna, aparte de razonar y argumentar. Y ni siquiera estoy muy seguro de querer enganchar ni convencer a nadie, no sé si es esa la cuestión”. Al cabo de doscientos domingos, me doy cuenta, ignoro qué clase de trato, tráfico, transacción o trajín existe entre ustedes y yo. Hasta ignoro cuál es mi función, si es que esa palabra es adecuada. ¿Entretener? ¿Aleccionar? ¿Soy ya una mera costumbre, y algunos lectores van a esta página como otros van a la del seppuku o como se llame ese pasatiempo japonés (no, seppuku no es, eso creo que es el harakiri con cabeza cortada además)? ¿Criticar? ¿Ayudar a razonar y a entender mejor nuestro tiempo (no, esto sería muy pretencioso)?

No se crean que sus opiniones, enviadas a la sección de Cartas o directamente a mí, aclaran demasiado las cosas. Algunas son de felicitación y aliento y las agradezco mucho; muchas son de protesta y enfado y las agradezco también, por la atención prestada, si no contienen insultos. Al leerlas siempre me acuerdo de un episodio de la deliciosa serie de televisión Frasier. Éste tiene un programa de radio, y le pasan una cinta con las impresiones de una docena de oyentes, reunidos en el estudio para que se pronuncien. Todos menos uno lo elogian y están satisfechos, pero Frasier se obsesiona con el único dictamen negativo: “No me gusta, no sé, no me cae bien”. Logra averiguar el nombre del oyente crítico y lo busca por toda la ciudad para que le explique qué no le gusta y por qué él le cae tan mal. Y desde luego ha olvidado por completo las alabanzas de los demás. Hay personas que no soportan la falta de unanimidad. Hay otras a las que les excita eso y procuran irritar por sistema a una parte de la población. El mayor riesgo de esto último es que se suele intentar halagar a otra parte, diciéndole lo que desea oír y convirtiéndola en “incondicional”. El articulista en cuestión se hace previsible: sobre cualquier asunto, por novedoso que sea, ya se sabe qué va a opinar. No interesa, aburre leerlo. Uno trata de no pertenecer a ninguna de esas dos clases, y lamenta carecer de “estrategias”. Hace unos meses, lo confieso, estuve a punto de dejar esta página. Unas cuantas personas me acusaron de criticar en exceso, o, más gráficamente, de “disparar contra todo lo que se mueve”. Me desagradó esa imagen de mí, pensé que no tenía derecho a amargarle el desayuno a la gente. Pero al releer las noventa y seis piezas de que antes hablé me he dado cuenta de que la acusación, que me afectó, no era del todo justa. Esta columna está a menudo plagada de bromas. Que en lugar de amargar el desayuno arranque alguna sonrisa, eso ya no lo sé. Pero quiero asegurarles, a quienes con paciencia hoy me leen por ducentésima vez, que muchos días yo escribo de muy buen humor. Y una última confesión, para terminar: tampoco anoche pegué ojo, ustedes me sabrán disculpar.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 11 de marzo de 2007