miércoles, abril 04, 2007

Tercera edición de La caída de Constantinopla 1453

Ya está en las librerías la tercera edición de la última obra publicada por Reino de Redonda, La caída de Constantinopla 1453 de Sir Steven Runciman, que se ha convertido en el gran éxito de la editorial .


LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA 1453
Sir Steven Runciman
Nota previa de Antony Beevor
Epílogo de Javier Marías
Traducción de Panteleimón Zarín
Reino de Redonda
410 páginas
Primera edición: septiembre 2006
Distribución: ÍTACA S.L.


"Este decimotercer volumen del Reino de Redonda está dedicado a Tano Díaz Yanes, único Duke redondino, que yo sepa, que primero fue profesor de Historia y después ha sabido imaginar y filmar grandes batallas."
EL EDITOR

ÍNDICE

La mayor tragedia de todos los tiempos (Nota previa)
por Antony Beevor

The Greatest Tragic Drama of All Time (Prefatory Note) by Antony Beevor

LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA 1453

Prefacio

I. El ocaso de un imperio

II. Auge del sultanato

III. El emperador y el sultán

IV. El precio de la ayuda occidental

V. Preparativos del asedio

VI. Comienza el asedio

VII. La pérdida del Cuerno de Oro

VIII. Las esperanzas se desvanecen

IX. Los últimos días de Bizancio

X. La caída de Constantinopla

XI. El destino de los vencidos

XII. Europa y el conquistador

XIII. Los supervivientes

Apéndice I. Principales fuentes para una historia de la caída de Constantinopla

Apéndice II. Las Iglesias de Constantinopla tras la conquista

Bibliografía

El terreno sin confines (Epílogo)

por Javier Marías

APÉNDICES

Appendix I/ Apéndice I: M P Shiel's and John Gawsworth’s Redonda/ La Redonda de M P Shiel y John Gawsworth (updated/ puesta al día 2006)

Appendix II/ Apéndice II: Jon Wynne-Tyson's Redonda/ La Redonda de Jon Wynne-Tyson (updated/ puesta al día 2006)

Appendix III/ Apéndice III: Javier María's Redonda/ La Redonda de Xavier Marías (updated/ puesta al día 2006)


El terreno sin confines (Epílogo)

Hace ya años, en 1973, aparecieron en España dos obras firmadas por Steven Runciman, historiador inglés nacido en 1903 y probablemente la mayor autoridad mundial del arte, la historia y la civilización bizantinas. Se trataba, por un lado, de la reedición en tres volúmenes de la Historia de las Cruzadas (A History of the Crusades, 1954) según la magnífica versión de Germán Bleiberg, (1) y, por otro, de La caída de Constantinopla (The Fall of Constantinopla 1453, de 1965).(2)

Aunque supongo que el doble acontecimiento sería reseñado en su momento por las publicaciones especializadas en Historia, creo, sin embargo, que en estos libros -sobre todo en el segundo de ellos, al que me ceñiré- se da perfectamente ejemplarizada una circunstancia que valdría la pena comentar: la invasión (si es que se puede hablar de tal) por parte de la literatura de terrenos que en teoría le están vedados.

Tras tres capítulos introductorios que resumen la lenta decadencia del Imperio Bizantino, llena de altibajos, y describen la situación geográfico-política, religiosa y económica de la zona (es decir, que ponen en antecedentes al lector y ante los que en modo alguno debe desanimarse el que sea impaciente), Steven Runciman da comienzo a la narración de los preparativos y del asedio de la ciudad por parte de los turcos. Y es aquí donde se produce el fenómeno que me llama la atención: el relato escrupulosamente objetivo, rigurosamente cronológico, distante como todo texto eminentemente descriptivo, interrumpido con frecuencia por observaciones marginales disipadoras de toda posible tensión, se lee con tanto apasionamiento como se devoran las páginas de una gran novela. En un principio podrían encontrarse respuestas bien sencillas que explicaran esta circunstancia: desde que la Historia no tiene por qué no ser apasionante hasta que es el mismo tema de la obra lo que aporta un material literario. Bien, si hacemos repaso de los avatares y dificultades por los que a lo largo de varios meses de sitio atraviesa la ciudad; si pensamos en la desesperada pero elegantemente asumida situación de los bizantinos; si estudiamos los caracteres de los personajes involucrados en la defensa que se dejan vislumbrar a través del escueto texto (Giustiniani, el militar genovés "experto en sitios", el fatigado emperador Constantino, el astuto cardenal Isidoro o el demente noble castellano Francisco de Toledo); si, en suma, consideramos la decisiva intervención del azar (una herida inoportuna, una poterna abierta por descuido que permitió a los turcos el acceso a la ciudad) a lo largo de todo el episodio, se podría pensar que tales explicaciones bastan. Pero hay muchos libros de Historia tediosos por apasionante que sea su tema: lo importante no es que el material sea literario, en consecuencia.

En ningún sitio como aquí viene a propósito la construcción a pesar de, o precisamente por ello. Steven Runciman es un historiador y no un literato: su libro, en teoría, tendría que estar coercido por sus propios elementos, ajenos por completo al quehacer literario: fechas, datos en exceso concretos, interminables listas de nombres que al lector profano no le dice nada, erudición en definitiva; y sobre todo, pesaría sobre él la tremenda prohibición de inventar. Y sin embargo, a pesar de todo esto, o precisamente por ello, La caída de Constantinopla es una creación literaria extraordinaria. Runciman, sabedor de que su material se prestaba a la aventura, ha rehuido en su prosa todo lo que de novelesco se le ofrecía. Si en cualquier instante hubiera caído en la comprensible tentación de "novelar", es justamente entonces cuando su obra no habría tenido nada de literatura, de buena y auténtica literatura. Habría constituido un pastiche, un ejemplar más de ese género híbrido que trata de satisfacer indiscriminadamente: nada tan indeseable como la biografía o la historia noveladas. Pero Runciman, por el contrario, se ha abstenido de hacer el menor hincapié en la brillantez de los personajes, de toda dramatización de una situación dramática, de todo comentario "original" y sorprendente. Su voluntad de no hacer literatura es precisamente lo que ha convertido su crónica en una excelente novela que sugiere pero no muestra, que hace fantasear al lector en lugar de aplastarlo con lo evidente. Con sobriedad no exenta de humor, sin aspavientos y con limpieza, Runciman va narrando los acontecimientos y dejando el resto entre las líneas. Utilizando tan sólo la armazón, su prosa no desmerece de la de casi cualquier autor inglés contemporáneo. Y es que lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay.

JAVIER MARÍAS
Mayo de 1976
Enero de 2006

1. Revista de Occidente. Reeditada en 1973 en Alianza Universidad.
2. Editorial Espasa. Colección Austral, 1973, 1997.


Asedios bizantinos



Steven Runciman (1903-2000), políglota desde su infancia, fue un gran medievalista inglés, una autoridad en cultura bizantina, profesor en Cambridge. En 1965 publicó La caída de Constantinopla, que cuenta de forma magistral la toma de la antigua Bizancio en 1453 por el sultán turco Mehmet. Sus tomos sobre Las Cruzadas son un clásico de la historiografía medieval.

El dominio de las fuentes, la erudición sobre los cronistas del acontecimiento, consiguen enfrascar al lector en un suculento relato, como si se tratase de la más apasionante novela. Un léxico opulento -chalupas y cúteres, tambores y pífanos, pontones y cimitarras-, unido a su habilidad dialéctica para mostrar los contratiempos de ambos bandos en el fragor de la batalla, como si fuésemos a la vez el voraz sultán y la ciudad asediada.

El perfecto cronista

Tiene su mérito que sin apenas dar voz a los protagonistas, apenas una frase en primera persona, Runciman nos atrape en su red de pasmosa erudición bizantina y nos creamos de cabo a rabo cuanto cuenta. Por momentos, nos sentimos lectores de Salambó de Gustave Flaubert, o espectadores de Enrique V de Laurence Olivier.

Runciman cita más de una vez al rey de Aragón, Alfonso V, a la sazón también rey de Nápoles desde 1442, que murió poco después del asedio bizantino, en 1558. La fauna humana del Mediterráneo bizantino, según el autor, era harto pintoresca. Por ejemplo, los akritai, que vivían de y en la frontera turco-bizantina, o los piratas catalanes. Los chismes de harén pirran al autor. En cierto momento evoca con humor british, la presencia de una moza, de linaje imperial, en el barco otomano, con estas palabras: al parecer, conservó su virginidad.

Runciman se muestra como un gran historiador -un Ranke de Cambridge- cuando reflexiona sobre 1453 como supuesto origen del Renacimiento europeo. Tal idea es insostenible -página 322- asevera con pasmosa autoridad.

Convertido en el perfecto cronista omniscente, Runciman nos narra paso a paso, los prolegómenos del asedio, y sobre todo, la noche terrible del asalto final. Cuando nos explica el vaivén fronterizo de la Europa bizantina recordamos sin querer a Buzzati y su desierto tártaro, las novelas fronterizas de Joseph Roth o Julien Gracq, e incluso la Región de Juan Benet.

Como si las ficciones de esa época crispada fueran suscitadas por la atmósfera de la guerra fría, tras la Segunda Guerra Mundial. No en vano, Antony Beevor, experto en ciudades sitiadas -Stalingrado y Berlín- nos recuerda en el estupendo prólogo el mundo de Tolkien como muy afín a la Europa bizantina de Runciman. Nuestro Galdós o Faustino Casamayor en su Diario de Los Sitios no pasan de cronistas menores, pese a la distinta magnitud de las masacres -50.000 bajas de Zaragoza frente a las 3.000 de Bizancio- comparados con Runciman o Tolkien. La esmerada edición, con nueva traducción de P. Zarín, supera la de Austral en 1973, y se cierra con un brillante epílogo de Javier Marías.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo de Aragón, 9 de noviembre de 2006


El fin del fuego griego

Una de las mayores imposturas de la historiografía occidental ha consistido en fechar el inicio de la Edad Moderna en 1453, año de la toma de Constantinopla por el sultán Meh-met II. Los manuales afirmaban que, pese a la arbitrariedad de toda cronología, la caída de Bizancio bien podía simbolizar el comienzo de una nueva era caracterizada por la extinción del imperio bizantino y por la emigración de los humanistas griegos a la Italia del siglo XV, lo que habría impulsado el Renacimiento. La contradicción de atribuir a la Edad Media «oriental» parte del milagro renacentista no se sostenía, pero alimentó el mito de Occidente como heredero de la primera Roma a través del influjo de la segunda.

Las dos europas

Para cuando el gran medievalista británico Runciman publicó este libro [La caída de Constantinopla 1453] -en 1965-, buena parte de esta interpretación ya había sido desmontada. Su aportación, más bien, estribó en situar el fin de la Constantinopla griega en el contexto del declive bizantino mediante un abanico de fuentes poco o nada conocidas por los historiadores europeos. Runciman pertenecía a la élite social e intelectual de su país, donde durante un tiempo la filología llegó a valer tanto como el dinero (era experto en latín, griego, árabe, persa, turco, hebreo, armenio, siriaco, georgiano, búlgaro y ruso). Profesor de Cultura Bizantina, su célebre Historia de las Cruzadas se convirtió en un clásico. Él, pues, estaba vacunado contra quienes no distinguían lo suficiente entre las dos Europas -la católica y la ortodoxa-, de cuyo enfrentamiento durante la Edad Media la caída de Constantinopla representó el penúltimo capítulo.

Y es que en 1453 la identidad de la gran ciudad del Mármara era ya tan griega, tan ortodoxa, que el impacto de la conquista turca careció de las consecuencias que por su origen histórico le hubiera correspondido. La indiferencia, en algunos casos complacencia, con la que los reinos occidentales asistieron al fin de Bizancio tiene que ver desde luego con la gran polémica que había enfrentado al Papa de Roma con los hermanos cristianos orientales.

Ante el peligro del avance otomano, un sector de la iglesia ortodoxa había aceptado la unión con Roma en la década de 1430, pero este pragmatismo aún dividió más a los griegos tanto como envalentonó a los católicos. Cuando el sultán puso sitio a Constantinopla, ninguna potencia occidental, a excepción del Papa, Venecia, un grupo de catalanes y los genoveses -éstos, dueños del barrio comercial de Pera en la ciudad-, acudió en su ayuda. Con la heroica muerte del último emperador bizantino, Constantino Paleólogo, durante el asedio, se extinguió el gran imperio griego creador de una civilización de mil años. Su heredero fue Rusia, único reino ortodoxo independiente, que proclamó a Moscú Tercera Roma.

Cientos de exiliados

Las ciudades que poseen más de un nombre ocultan siempre más historia de la que dejan contar. Runciman lo lleva a cabo mediante una equilibrada combinación de explicaciones de fondo (la decadencia estructural de Bizancio, los cimientos del empuje turco, los problemas de Occidente) con el relato pormenorizado, pero sintético, del asedio a la ciudad, el saqueo (4.500 muertos y 50.000 cautivos) y su posterior islamización. Esta vez, ni las murallas ni el famoso fuego griego -las balsas flotantes de alquitrán cuya combustión cerraba el paso a los barcos enemigos- salvaron a Constantinopla de convertirse en Estambul. La violencia militar sitúa al lector ante las reacciones de quienes lucharon a sabiendas de que la causa estaba perdida, y las de quienes se pasaron a los turcos y apostataron de religión y de señor. A la postre, cientos de exiliados arrastraron por Europa unas biografías imposibles. Entre ellos Andrés Paleólogo, supuesto heredero del último emperador, que en 1502 cedió sus derechos dinásticos a los Reyes Católicos a cambio de un dinero que nunca llegó.

No fue Europa la que se midió frente al Turco en 1453, sino los helenos bizantinos. Por eso, Runciman no ve conexión entre aquel 29 de mayo y lo que llamamos Edad Moderna y Renacimiento. Por eso también, cuando los griegos contemporáneos lograron la independencia en 1830, su aspiración fue hacer de la antigua Constantinópolis la capital del nuevo reino de Grecia. En este sentido, Atenas fue sólo una casualidad, las cenizas de un fuego griego consumido en la nostalgia.

RAFAEL VALLADARES

Abc de las artes y las letras, 30 de diciembre de 2006


El día que acabó todo


La toma de Constantinopla, miniatura de 1455
de Jean le Tavernier


"De pronto se oyó un estruendo horripilante. A todo lo largo de las murallas los turcos se habían lanzado al asalto entre gritos de guerra, mientras tambores, trompetas y pífanos los animaban a la lucha". En contadas obras de historia pasa uno las páginas como si le quemaran los dedos, con el alma en vilo, siguiendo enfervorecidamente el relato de los hechos. Así sucede en La caída de Constantinopla, la gran, espectacular y exquisita obra sobre el fin de Bizancio del gentleman erudito y viajero sir Steven Runciman (fallecido en 2000 a los 97 años), una pieza emblemática de la historia narrativa, en los antípodas de escuelas como la de los Anales, la económica o la estructuralista: ninguna de ellas señalaría como hace sir Steven el canto de los ruiseñores en las ruinas, la belleza de las princesas de Trebisonda o que los rasgos de Mehmed II el Conquistador recordaban "los de un loro comiendo cerezas maduras".

Esta nueva edición de la que con la Historia de las cruzadas es su mejor obra (Austral ya la publicó en 1973) cuenta con un inesperado prólogo de Antony Beevor, en el que el historiador de otros tantos sitios aterradores y épicos (Stalingrado, Berlín) alaba el trabajo de Runciman y recuerda que la gesta de Constantinopla ha inspirado a numerosos narradores, entre ellos a Tolkien, iluminado para sus batallas y sus héroes por el agónico ocaso de 1453 junto al Bósforo. El lector de El Señor de los Anillos no dejará de encontrar similitudes entre el asedio de Constantinopla y el del Abismo de Helm. Ello no es extraño, pues la caída de Constantinopla es el paradigma de asalto bárbaro en la mentalidad occidental hasta el punto de que se puede rastrear el eco del colosal derrumbe de sus murallas bajo la artillería de Urban -el cañonero de Mehmed- en el colapso de las Torres Gemelas.

Utilizando de manera magistral las fuentes, como la crónica de Frantzés, secretario de Constantino, Runciman recrea maravillosamente el ambiente crepuscular de Constantinopla, la mezcla de decadencia, melancolía, miedo y coraje, el coraje de la desesperación -7.000 defensores contra los 80.000 efectivos del ejército turco-, que espesaba la atmósfera de la ciudad en sus horas postreras. Sobre ese telón se mueven, de nuevo de carne y hueso, los personajes familiares del drama, Constantino Paleólogo -"inexpugnable en su pena", como lo describe el poema que le dedicó Elytis-, el valiente pero cuestionado genovés Giustiniani, el noble castellano Francisco de Toledo, que cayó peleando junto al emperador, los catalanes del cónsul Pere Julià, masacrados en la defensa de la muralla oriental, sobre el Mármara, o el megaduque Lucas Notarás, decapitado tras la derrota al negarse a que el sultán se refocilara con su bello hijo adolescente.

Ferviente amigo de Grecia,como su colega (se encontraron en Bulgaria en 1934 y luego trabajaron juntos en Atenas) Patrick Leigh Fermor -con el que comparte tantas cosas: la prosa elegante, el deleite en el detalle y en la sonoridad de los nombres, la capacidad de emocionar evocando el pasado-, Runciman sitúa al pueblo griego en el centro de su elegiaca narración como el gran héroe trágico colectivo, un pueblo abandonado por el resto de la cristiandad, condenado de antemano y sin embargo capaz de afrontar su terrible destino con grandeza.

El asalto final comenzó de noche y con lluvia, en la madrugada del 29 de mayo de 1453. Runciman detalla sombríamente el ataque implacable de los jenízaros, el drama de la Kerkoporta (la poterna abierta), las banderas turcas sobre las altas torres de Blanquernas, el pillaje, las ejecuciones, la esclavización y el mundo poscatástrofe. Y recoge la anotación aterrada de un monje: "No hubo ni habrá jamás suceso más terrible". Así fue aquel aciago martes en el Bósforo, el día que acabó todo.

JACINTO ANTÓN

El País, Babelia
, 13 de enero de 2006

Más guerra, es la madera


La notable colección del Reino de Redonda acaba de publicar uno de los clásicos más estimulantes de la moderna historiografía, La caída de Constantinopla, de Steven Runciman. El director de la colección es alguien que sabe de literatura. Más específicamente, alguien que conoce las novelas como el mejor cardiólogo pueda conocer el corazón humano y sus válvulas. En un epílogo que le ha añadido al libro, dice Javier Marías que aún siendo un indudable libro de historia, se lee como la mejor de las novelas. Es totalmente cierto. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida.

Como bien expone Marías, el arte de Runciman, el cual adivina el peligro de novelizar sobre un asunto tan dramático como el derrumbe del imperio oriental, el fin de Bizancio, la desaparición del mundo clásico, le aconseja neutralizar al máximo todos los recursos figurativos y poéticos, de modo que es justamente esa neutralidad, esa desnudez, la prosa sobria y eficaz, lo que otorga una evidente calidad literaria al relato. Y concluye Marías con esta frase:

“Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.

Está muy bien dicho. Marías, que por cierto puntúa como yo, con más intención musical que gramatical, se pregunta si deben respetarse unos confines a fin de cuentas invisibles. Si en el panteón literario inglés figura Gibbon, ¿Por qué no Runciman? ¿O acaso es preciso esperar a que la “historia” sea declarada obsoleta para incluirla en la región literaria, como las historias de Herodoto? ¿Debemos esperar a que los libros de Burkhardt o de Michelet sean totalmente superados por historiadores posteriores para incluirlos entre las mejores narraciones del romanticismo?

Cuando yo daba clases de literatura a alumnos ingleses insistía mucho en que, al llegar al siglo XVIII, leyeran sin falta el informe en el expediente de la Ley Agraria, de Jovellanos. A los sensatos estudiantes británicos les parecía una extravagancia que incluyera un texto considerado técnico en un programa literario. Sin embargo, puedo decir sin esnobismo alguno que lo tengo por uno de los mejores textos literarios del XVIII español, junto con la admirable descripción del castillo de Bellver. Confines invisibles.

Observen ustedes con qué arte concluye Runciman su capítulo V.

“A fines de marzo, cuando el ejército turco marchaba por Tracia, Constantino mandó buscar a su secretario Frantzés y le pidió que hiciera un censo de todos los hombres de la ciudad –incluidos los monjes- capaces de portar armas. Cuando Frantzés finalizó su tarea, vio que había únicamente cuatro mil novecientos ochenta y tres griegos útiles y algo menos de dos mil extranjeros. Constantino se quedó aterrado ante la cifra y rogó a Frantzés que no la divulgara. Pero los testigos italianos llegaron a idéntica conclusión. Contra el ejército del sultán de unos ochenta mil hombres y sus hordas de tropas irregulares, la gran ciudad, con sus veintitrés kilómetros de murallas, habría de ser defendida por menos de siete mil hombres”

Y a continuación titula su capítulo VI: “Comienza el asedio”. Es algo estupendo.

Por cierto que algunos lectores del blog habrán observado que el censo se hizo exclusivamente entre hombres, incluidos los monjes, siendo así que las mujeres tenían prohibido participar en la guerra. Por fortuna, un atavismo semejante ha sido ya corregido gracias a la lucha de las feministas contra el poder masculino y en la actualidad muchas mujeres independientes y libres participan en las guerras como soldados profesionales. Y cada vez son más numerosas y aguerridas.

FELIX DE AZÚA

Blog, 22 de noviembre de 2006


Cuando la historia supera a la ficción


Reino de Redonda, aparte de un sutil juego de genealogías y linajes literarios, es también un exquisito sello editorial dirigidos ambos, el juego y el sello, por Javier Marías. Su último lanzamiento, La caída de Constantinopla 1453, de sir Steven Runciman, el célebre historiador inglés de la Cruzadas, quizá la mayor autoridad de la historia en el mundo bizantino.

Sobre este libro, publicado por la Universidad de Cambridge en 1965, corre la leyenda de haber sido el texto inspirador de El señor de los anillos, la épica saga para jóvenes de Tolkien. ¿Estrafalario? Los invito a leerlo. Detecto al menos siete elementos que refuerzan la idea:

. Las acciones extraordinarias. Los turcos trasladaron su flota por la colina de Pera para evadir la cadena que cerraba el acceso de sus naves al Cuerno de Oro. Una mañana, desde las invictas murallas, los bizantinos vieron con horror helado que, con las velas sueltas al viento, los bajeles otomanos eran trasladados a hombros de miles de cargadores y los barcos, pieza por pieza, armados de nuevo en la otra orilla. O la construcción del cañón que fue minando la resistencia de las murallas, puesto a subasta por su inventor, un sabio en balística húngaro que primero se lo intentó vender a los bizantinos, y ante su escasez de fondos, fue al campamento enemigo. Ochenta días (y noches) tardaron en armarlo. Era tan pesado y difícil de utilizar que había de tener doscientos soldados a su merced, y podía lanzar tan sólo siete cañonazos al día. Eso, sí, demoledores.

. El mutuo fervor religioso y sus imaginarios contrapuestos. La gran catedral de la cristiandad, Santa Sofía, en misa permanente, implorando con plegarias y rezos el favor del Altísimo. Del otro lado, los llamados del almuecín, cinco veces al día, desde improvisados alminares, para el rezo hacia la Meca de las tropas musulmanas.

. La propia épica de la resistencia de la ciudad, abandonada por los reinos cristianos europeos, vetusta y empobrecida, pero fiel a su credo ortodoxo y orgullosa de llevar una continuidad cultural griega de más de dos milenios sobre sus espaldas.

. Las apasionantes biografías de Constantino, último emperador de Bizancio, que decide morir en una carga de caballería antes que rendir la ciudad, y el sultán Mehmet, verdadero constructor del Imperio otomano.

. La violencia como escenografía del poder. Prisioneros turcos de la ciudad decapitados en respuesta al empalamiento de los cristianos capturados fuera de las murallas. Y todo de manera ostentosa, para infundir terror.

. El lenguaje de la realidad que nos suena fantástico: en los nombres de los reinos de la época (emir de Sínope, voivoda de Transilvania, emperador de Trebisonda…), en el rango y composición de las tropas (jenízaros, almogávares, bachi-bazuks…), en el vocabulario de la guerra (períbolos, mangonéles, cimitarras…), recreando un marco real que parece imaginario.

. Los pequeños detalles que pudieron cambiar la historia para siempre. Por ejemplo, el olvido clave de no echar la tranca a la poterna de Kerkoporta, en el ángulo en que se tocaban las murallas de Blanquernas y Teodosio y que propició la entrada de las tropas turcas a la ciudad invicta.

En última instancia, el libro narra con maestría, amplitud de miras, atención al detalle, humor, y entraña uno de los momentos estelares de la humanidad, de cuyas consecuencias, en un sentido u otro, aún somos deudores.

RICARDO CAVUELA GALLY

Letras libres
(Méjico), Blog, 30 de marzo de 2007


LOS RETOS DE LOS PEQUEÑOS EDITORES: CAMBIO DE PAPELES



No faltan editores que han saltado al otro lado de la barra para hablar de su vida y de las aventuras de su profesión... Tampoco faltan los escritores convertidos en editores. Ahí están, por ejemplo, poetas como Jesús Munárriz (Hiperión), Abelardo Linares (Renacimiento), Rosa Lentini (Igitur) o Kepa Murua (Bassarai).


Novelista, traductor y ensayista, Javier Marías, dio el salto en el año 2000. Su sello, Reino de Redonda, nació tras los pasos de una mítica estirpe de monarcas de la isla caribeña del mismo nombre, la que fundaron los escritores Matthew Phipps Shiel y John Gawsworth. "La intención inicial era poder publicar en castellano alguna que otra obra de los reyes de Redonda, sobre todo del más valioso literariamente, M. P. Shiel. Luego enseguida se amplió a libros excelentes, desconocidos o que llevaban largo tiempo agotados", recuerda el escritor madrileño. Así fue creciendo el número de títulos y de géneros. "Hay narrativa, ensayo, historia, viajes, y pronto habrá poesía. Todo depende de que nos gusten los libros, nada más".


La estructura de Redonda, sin embargo, se mantiene igual, y sólo trabajan en este proyecto el propio escritor desde Madrid y Carme López desde Barcelona. "Sólo publicamos dos o tres títulos al año, que suelen ser deficitarios, porque el papel es muy bueno, así como la encuadernación, y los precios no son altos. Como no se aspira a hacer dinero, y las pérdidas no son tremendas, de momento puede sobrevivir", afirma Marías. Él asegura que le cuesta verse como editor.


"Los demás editores, pequeños o grandes, tampoco me ven como editor, supongo que Reino de Redonda les parece despreciable. Debe ser la más pequeña de todas. A pesar de que otorga un premio anual a escritores o cineastas extranjeros, con un jurado incomparable y con una cantidad de 6.500 euros, que no queda lejos de las que otorgan otras editoriales muy potentes, sin que además se saque del premiado ningún provecho", comenta Marías.

ANDREA AGUILAR

El País, Babelia
, 6 de enero de 2007



Los libros de Reino de Redonda son distribuidos por
ÍTACA S.L.