domingo, mayo 27, 2007

LA ZONA FANTASMA. 27 de mayo de 2007. O que yo pueda asesinar un día en mi alma

Quienes tenemos gusto por la literatura, la pintura, la música o el cine nos vamos encontrando, cada día más, con un extraño y engorroso problema causado por lo que podríamos llamar la sobreexplotación, algo en modo alguno nuevo, pero que hoy, con tanto bombardeo de diarios, revistas, anuncios, canales de televisión, conmemoraciones artificiales, páginas de Internet -exhaustividad, en suma-, se hace en verdad abrumador. Hay citas literarias, piezas musicales, fragmentos de diálogos de películas, imágenes de éstas, fotografías, cuadros, tan excesivamente repetidos y utilizados que, cada vez que reaparecen, nos producen una mezcla de hastío y de vergüenza ajena: "A buenas horas", pensamos. O bien: "¿Otra vez más? Déjenlo ya, por favor". Lo peor es que lo que la reiteración convierte en tópico o lugar común suele ser algo maravilloso … si pudiéramos oírlo, verlo, leerlo de nuevo como lo que un día fue, cuando aún no había sido sometido al manoseo y a la monotonía, también a la trivialización. Hay cosas que ya no las aguanta uno –injustamente- por su insistencia, es decir, por la enorme pereza de quienes recurren a ellas una y otra vez. Recientemente se nos ha dado tanto la lata con la enésima beatificación de García Márquez que volver a ver citado el magnífico arranque de Cien años de soledad casi provoca náuseas. Lo mismo sucede con el aún más extraordinario del Quijote, o con el de Lolita, o con el inicio del monólogo de Hamlet, o con frases como "El corazón tiene razones que la razón no comprende", o "El infierno son los otros", o "Abril es el mes más cruel", o "Todo ángel es terrible", o las "ruinas de mi inteligencia" de Gil de Biedma. No digamos ya con los textos inanes que sin embargo hacen fortuna, como el ya insoportable cuentecillo del dinosaurio de Monterroso, que encima ha dado lugar a toda una corriente imitativa aún más insoportable, la de los llamados "microrrelatos" o algo así, con los que muchos escritores chistosos se sienten ufanos y cómodos. Cuestan tan poco…

Y no hablemos de algunas frases cinematográficas: cada vez que alguien dice o escribe "Nadie es perfecto", o "Siempre nos quedará París", o "Francamente, querida, me importa un bledo", confieso que me sonrojo por quienes las sueltan y exclamo para mis adentros: "¡Por favor!" Lo mismo me ocurre cuando en una película o un anuncio se recurre al pobre Adagio de Albinoni, al desdichado Canon de Pachelbel, a las malhadadas Estaciones de Vivaldi o al desgraciadísimo último movimiento de la Novena de Beethoven, que ya mucha gente cree que es sólo el himno de la Unión Europea o una canción de Miguel Ríos. Otro tanto le sucedió en su día al arranque del Te Deum de Charpentier (pieza deslumbrante hasta su final), que se convirtió simplemente en la sintonía de Eurovisión. O a un movimiento del Kaiserquartett de Haydn, asimismo sublime en su versión original para cuerda, y que hace ya mucho que ha quedado reducido a ser "el himno alemán". Y cuando son los anuncios los que se apoderan de algo, entonces más vale olvidarlo. Una de mis piezas favoritas de toda la vida, La musica notturna di Madrid de Boccherini, fue rescatada con acierto por la película Master and Commander hace unos años. Pero de ahí ha pasado a más de un spot televisivo, y éstos llevan camino de reventármela. Si al menos indicaran qué es lo que suena… Pero no, siempre ocultan celosamente la procedencia de lo que utilizan.

Pensaba en todo esto hace unos días, con motivo de la celebración del centenario de la llegada de Antonio Machado a Soria. La ciudad se ha esmerado y ha organizado muy dignas exposiciones y ceremonias. Hay palabras suyas, sin embargo, que llevan ya el estigma de la sobreexplotación. ¿Quién soporta que le citen una vez más "Caminante, no hay camino?”… "¡Basta, basta!", grita uno con el pensamiento. "¿Es que no pueden buscar otras citas?" Hay docenas de ellas menos manidas y más admirables. Yo reconozco que con este poeta, además, lo he tenido particularmente difícil: mi madre me leía sus versos desde que era niño y mi padre me los recitaba, con su prodigiosa memoria para la poesía, lo cual me llevó a darlo por sabido o consabido, a no oírlo cuando lo oía y a no leerlo de veras cuando lo leía. Aún me hicieron hastiarme más las versiones "musicadas" (qué palabra penosa) de Serrat y otros cantautores, y cuando el antaño influyente Alfonso Guerra lo exhibió como poco menos que el "poeta oficial", santo cielo, empecé a cogerle manía a quien es sin duda no ya uno de los mejores, sino quizá también, como personaje, el que más conmueve. Con estas cosas tan gastadas como excelentes, no obstante, por suerte, se produce el reencuentro alguna vez. Hace ya muchos años logré oír las Estaciones de Vivaldi, en la versión de Nikolaus Harnoncourt, como si las oyera por primera vez. Y ahora, no sé bien por qué, me he reconciliado plenamente con Machado, cuyos versos consigo leer de nuevo desprovistos de tanto manoseo y manipulación. Ojalá fuera posible volver a todos como a estos, no tan trillados, que me permito citar aquí: "O que yo pueda asesinar un día, en mi alma, al despertar, esa persona que me hizo el mundo mientras yo dormía". Aún tienen misterio, ¿no es verdad?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal
, 27 de mayo de 2007


Los espías lentos, los espías cornudos


No es fácil trazar la línea que separa el valor literario de aquello que no lo posee. Pero por simplificar cabría decir que es literatura la obra que construye el mundo, la que no lo deja tal cual estaba antes de ser escrita. Al lector de literatura le gusta sobre todo que lo descoloquen, que le desmonten sus ideas preconcebidas, que le obliguen a releer y, releyendo, a pensar. Es un lector que busca un interrogante donde antes había una respuesta. Visto así, lo literario es aquello que, por seguir simplificando, aportan autores como Kafka, como Borges, en el sentido de que antes de Kafka no existía lo kafkiano, ni antes de Borges lo borgiano. En literatura lo que importa por encima de todo es la visión personal, la inteligencia. Y el estilo, aquella forma singular de usar las palabras que permite al escritor verdadero ayudarnos a pensar el mundo de nuevo.

En cambio, el principio rector de las obras que no buscan sino el entretenimiento suele ser precisamente lo contrario: dejar el mundo tal cual está, y ahorrarle al lector el trabajo de pensar. El mejor entretenimiento es sin duda aquel que nos obliga a avanzar apresuradamente en la lectura a fin de salir de la angustia que nos produce no saber quién es el asesino, no estar seguros de si el chico y la chica podrán finalmente casarse. Son obras que pueden estar mejor o peor escritas, mejor o peor narradas, pero tienden por lo general a cumplir las reglas del juego y repetir más o menos miméticamente modelos previos.

Así ocurre con buena parte de la actual novela española de género histórico o histérico, fantasioso o filibustero, que tan buena acogida tiene en las listas de superventas y en las conversaciones de la gente educada. Sus autores son los hijos tardíos de Vicente Blasco Ibáñez, aquella magnífica fábrica de historias que más de una y de dos veces nutrió la imaginación de los guionistas de Hollywood. En mi opinión muy personal, este fenómeno supone un enorme paso adelante en relación con los bodrios de los años (y siglos) en los que aquí se confundía la literatura con los refinamientos léxicos o estilísticos, y que nos condujeron a ser una de las más tediosas y menos traducidas literaturas del universo. Como mínimo, nuestros actuales novelistas de género son al menos narradores, predecibles sin duda, poco dados a darnos quebraderos de cabeza, pero con un afán encomiable por practicar el arte de contar historias.

Pero hecho el elogio de lo literario, y relativizado el valor de los libros de entretenimiento, veamos si es posible salir del atasco en el que se han metido ciertos rese-ñistas, pues ellos ni verán el reino de los cielos, ni permitirán que lo vean quienes hacen caso de su maniquea división del mundo entre bestselleros y literatos.

Hay en la historia ejemplos indiscutibles de feliz matrimonio de la inteligencia artística con el éxito de público. Como William Shakespeare. Es cierto que pasó sus horas bajas en la época neoclásica, durante la cual su combinación de lo cómico con lo truculento hizo que los tribunales del buen gusto le condenaran al infierno de los zafios. Pero en su tiempo fue un autor gloriosísimo, y en el siglo XX y lo que llevamos del XXI debe de ser uno de los autores más representados del universo mundo. Y malo del todo no es, y cuando decimos shakesperiano sabemos lo que decimos (y tan rico es su universo que decimos al menos veinticinco cosas, todas ellas shakesperianas).

Más cerca de nosotros, Arturo Pérez-Reverte ha hecho la hombrada de arrancar El pintor de batallas como una novelilla de género (un hombre vive tranquilo junto al mar hasta el día en que aparece otro que le anuncia que ha ido a matarle) para luego desarrollar en forma de complejos diálogos todo un ensayo acerca de la realidad y su reproducción fotográfica o pictórica, y no por ello ha dejado de vender varios cientos de miles de ejemplares. Javier Marías es un autor de grandes ventas, y lo es a pesar de que jamás en la historia de la novela ha tardado tanto ningún personaje en dar el paso que lo lleva de un peldaño al siguiente como en su reciente trilogía (Tu rostro mañana) acerca de ese peculiar espía suyo tan español, tan británico, que atiende al nombre de Deza, pero sólo a veces. Y grandes ventas consigue cada tres por cuatro Eduardo Mendoza, que se inventó un verano a Gurb, el extraterrestre más tierno de nuestra literatura, única lectura obligatoria y feliz a un tiempo de nuestros desdichados bachilleres. Y miles de lectores tiene Juan José Millás, que afina cada vez más la puntería en su afán por deconstruir la difícil vida conyugal y cotidiana de nuestros tiempos, como los tiene Fernando Savater cuando habla públicamente con su hijo Amador, a ver si el personal aprende dos o tres cosillas sobre ética y política.

Todos ellos, y algunos más, demuestran que la calidad y la inteligencia no están reñidos con las grandes ni con las grandísimas ventas.

Especial interés, en la discusión que motiva estas líneas, tienen los casos limítrofes. Mencionaré sólo uno: John Le Carré. Es cierto: las suyas son novelas de género, del género de espías (con un poquito más de acción que las de Marías, sin duda), y apenas se apartan de las reglas que lo rigen. Pero hay un mundo de Le Carré que es sólo de Le Carré y que no estaba en nuestro mundo hasta que él lo creó. Y no me refiero a su noble afán por defender cuantas causas nobles hay en el mundo, sino a su personalísima creación del personaje del cornudo. No hay cornudos mejores ni más interesantes ni singulares que los cornudos de Le Carré. Su mayor aportación al entendimiento del mundo no es tanto el universo del espionaje funcionarial, que hasta su llegada al género no existía, sino la voluble, adorable y sutil recreación del alma del cornudo, asunto poco comercial donde los haya. Pese a lo cual las novelas de John Le Carré venden decenas de miles de ejemplares en español y centenares de miles de ejemplares en inglés y en todos los idiomas del mundo. ¿Existe entonces algún tipo de incompatibilidad entre la literatura y el éxito de ventas?

ENRIQUE MURILLO

El País, 27 de mayo de 2007