domingo, julio 29, 2007

LA ZONA FANTASMA. 29 de julio de 2007. Los muertos activos

Leí una reseña de mi hermano, el flautista de música barroca y crítico musical Álvaro Marías, y salí escopetado a comprar el CD que recomendaba, pues me suelo fiar de su criterio, sólo sea por la cercanía y la costumbre. Era un CD doble, de hecho, titulado Richter the master. Volume 1, con registros en directo del pianista ucraniano Sviatoslav Richter: tres sonatas de Beethoven interpretadas en 1991 y otras cuatro en 1992. Comentaba mi hermano en su crítica que, con setenta y seis y setenta y siete años a sus espaldas, respectivamente -Richter nació en 1915-, en la grabación sonaba más de una nota falsa, pero que pocas veces se habían tocado esas sonatas con semejante profundidad (él utilizaba un lenguaje más técnico). Como cada vez más ocurre con todo (libros, CDs, DVDs), con esa manía de los periódicos de adelantarse unos a otros en las mayores insignificancias, el disco no estaba aún en las tiendas. Ya me ha pasado en numerosas ocasiones: uno va a comprar algo sobre lo que acaba de leer elogios, no está a la venta y luego se olvida. Pero aquí no me olvidé, y al cabo de una semana encontré por fin un ejemplar que desde entonces oigo una y otra vez, sobre todo el sobrenatural segundo movimiento de la sonata "Appassionata".

Sviatoslav Richter murió en 1997, hace ahora diez años, y yo lo había visto tocar una vez en La Fenice de Venecia, en marzo de 1986, con un programa de Beethoven, Schumann y Brahms. Y en una de estas escuchas de su CD me vino un pensamiento infrecuente -quizá por perogrullesco-, cuando debería ser frecuentísimo: "Qué raro", pensé, "estoy oyendo tocar el piano a un muerto, al que además vi vivo en persona hace ya mucho tiempo. En algún momento, incluso, al tratarse de la grabación de recitales, oigo cómo respira, de la misma manera que en tantos discos de Glenn Gould se lo oye tararear levemente la melodía por encima de su piano, eso que irrita a tantos aficionados. Y encima estoy oyendo lo que compuso otro muerto mucho más antiguo, que nunca pudo grabar nada". Si digo que este pensamiento debería ser más frecuente es porque en realidad nos pasamos la vida oyendo tocar o cantar a muertos, leyendo a muertos, viendo actuar a muertos en películas dirigidas a su vez por muertos, contemplando cuadros y edificios pintados y concebidos por muertos. En algunas Universidades de los Estados Unidos se ha producido un extraño resentimiento contra los muertos, como si éstos les quitaran importancia y sitio a los vivos, y es conocida la aversión de algunos departamentos de Literatura contra los escritores "blancos, varones, europeos y muertos" principalmente, lo cual los lleva a suprimir de sus estudios a Shakespeare y Cervantes, Montaigne, Flaubert y Dickens, y a una inmensa parte de la mejor cultura occidental, como puede imaginarse.

Sí, hace ya unas cuantas décadas que los muertos están un poco mal vistos. Cuando son recientes, se los honra retórica y vacuamente y se les dedica buen espacio en la prensa. Después suele arrojárselos a un largo purgatorio de olvido, o aún es más, se los aparta a empellones para que no nos recuerden la mortalidad de todos y además no ocupen el lugar que los vivos se disputan. Y sin embargo, es en esta época nuestra cuando más los buscamos y los tenemos más presentes, sólo que sin acordarnos de su condición ni pensar nunca la perogrullada que yo pensé al oír por enésima vez esa "Appassionata" de Richter. Hasta hace relativamente poco, los únicos que seguían hablándonos tras dejar el mundo eran los escritores, o a su manera los pintores. Los músicos, tan sólo cuando algunos vivos se tomaban la molestia de interpretar sus composiciones, que volvían a desvanecerse en el aire una vez concluidas. Y por supuesto nadie tiene ni idea de si David Garrick, el famoso actor dieciochesco, era tan extraordinario como aseguraban sus contemporáneos o un histrión o una patata. Ahora oímos sin cesar a Elvis Presley y a Dean Martin y al pesado de John Lennon, a Billie Holiday y a Charlie Parker, a Maria Callas y a Gigli, a Karajan y a Furtwängler, a Michelangeli y a Horszowski, a Casals y a Rubinstein. Vemos continuamente a John Wayne y a James Stewart en sus westerns repetibles hasta el infinito, a Audrey Hepburn y a Ava Gardner (incluso podemos sentir deseo por algunos muertos), a Cary Grant y a Groucho Marx (y nos reímos con las bromas de algunos muertos). Disfrutamos y nos admiramos con lo que concibieron John Ford, Welles y Hitchcock, o el olvidado Sacha Guitry con su magnífica Si Versalles pudiese hablar que está aquí en DVD, o Renoir o Rossellini. Asistimos a su trabajo, en cierto modo a su pensamiento, como si pudiéramos seguirle el hilo. Pocas cosas hay tan apasionantes como ver a un artista en acción, u oírlo cuando se trata de un músico. Y resulta milagroso poder hacerlo cuando hace mucho que esos artistas fueron expulsados del tiempo, cuando sus voces, o sus acordes, o sus pinceladas, o sus miradas y gestos se supone que han desaparecido. Ahí están, sin embargo, muertos activos, extraordinarios muertos que por fortuna no descansan, para nuestro placer y nuestro aprendizaje. Deberíamos tener más respeto y agradecimiento a cuantos comparten la condición con ellos, aunque no nos hayan dejado nada de eso, sino sólo su difuminado recuerdo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal
, 29 de julio de 2007

(En el mes de agosto Javier Marías se va de vacaciones pero regresa con sus artículos y su nueva novela en septiembre)