LA ZONA FANTASMA. 16 de diciembre de 2007. El temor de vivir a destiempo
Hace ya unas cuantas semanas que mi amigo el librero Antonio Méndez, agobiado por el aluvión de novedades editoriales que le llegan a diario, y que convierten su profesión en un perpetuo abrir cajas y sacar y colocar y devolver libros -más que en leerlos, recomendarlos y venderlos-, me dijo, refiriéndose a mi última novela, aparecida el 24 de septiembre: “Un libro que salió hace mes y medio ya es prehistoria”: Esa novela, como quizá sepan algunos de ustedes, tiene setecientas páginas, es el tercer volumen de una obra que en total suma casi mil seiscientas y que empezó a publicarse cinco años atrás, en 2002. He tardado en escribirla entre siete y ocho años -lo que duran dos legislaturas: pónganse en que inicié la tarea cuando la mayoría absoluta de Aznar era reciente-, y casi tres el volumen final. A buen seguro en el comentario de Méndez influía su propia percepción y su deformación profesional: quien recibe un montón de novedades a diario es lógico que vea ya como antigua la que le llegó hace mes y medio, no digamos casi tres, que son los que ahora están cerca de cumplirse.
Pero, con todo, entendí bien y asumí sus palabras. Dentro de unas fechas ese libro será ya “del año pasado” (aunque no aún “de la temporada pasada”), y, aunque pueda seguir teniendo lectores, y se vaya a traducir a otras lenguas, su momento ya ha pasado, tal es la celeridad con que las cosas se quedan "viejas" hoy en día. Da la impresión de que a mucha gente le aterra asomarse a lo que no es rabiosamente novedoso, como si temieran “vivir a destiempo”. Ocurre con todo, con las noticias, los acontecimientos, las películas, la música, los libros y los negocios. Como dije en un artículo que cuenta ya varios años, flotamos por una época en la que, paradójicamente, sólo parece ser presente lo que no lo es todavía sino que se anuncia como inminente, y en cambio lo verdaderamente presente, por el mero hecho de existir o haber llegado, se convierte en pasado al instante. Se sabe que jamás una película -salvo rarísima excepción, salvo algún éxito que nace “tapado”, imprevisto- recauda tanto como en su primer fin de semana de exhibición, lo cual significa una de dos: o que el boca a oreja cuenta ya poco porque no hay tiempo para que se produzca, o bien que se produce tan rápidamente, a través de los móviles y sus SMS, que la suerte queda echada el primer día. “Salgo de ver la última de Harry Potter”, dice un mensaje instantáneo enviado a diez personas. “No vale un pimiento”. Y, dado que las películas “esperadas” se estrenan a la vez en ochenta salas y duran por tanto en cartel pocas semanas, para en seguida ser sustituidas por otras más nuevas, el inicial y nada elaborado veredicto atraerá o ahuyentará a miles de espectadores. Los atraídos irán a ver inmediatamente ese Harry Potter. Los ahuyentados, mientras quizá se lo piensan, se encontrarán con que la cinta ya no se exhibe y a lo sumo esperarán a que salga en DVD o la ofrezcan las televisiones. Cuando realmente existió esa película fue mientras aún no existía, esto es, mientras aún no podía verse.
Nos encontramos así, en cierto sentido, con la aplicación literal de lo que en efecto hace el tiempo: minuto o segundo que llegan, minuto o segundo que ya han transcurrido, y que en tan breve espacio de tiempo han pasado de ser futuro a ser pasado, de no haber llegado a haberse ido. El hombre siempre ha combatido eso -o se ha engañado al respecto-, porque vivir de ese modo no es posible, o por lo menos resulta oprimente y angustioso. De forma que, a través de la memoria y de lo que se ha llamado “proyección de futuro”, tradicionalmente se ha creado un falso presente que abarcaba lo pasado reciente y lo futuro cercano o “atisbable”, para evitarnos la sensación de vértigo y lograr hacernos a la idea de vivir instalados en algo relativamente estable, es decir, que no borra y olvida ipso facto lo ocurrido el día antes y que cuenta con el mañana. Hemos necesitado siempre una impresión de falsa estabilidad, como la de los aviones: si a cada segundo sintiéramos, a bordo de ellos, la velocidad a la que el aparato se mueve y avanza, lo más probable es que nadie se atreviera a montarse.
Quizá porque nací a mediados del pasado siglo (que ya fue bastante veloz y revolucionario), a veces me pregunto cómo soportamos esta vida tan fugitiva, de aparente aceleración continua y creciente a la que no se vislumbra límite. Puede que las generaciones más jóvenes hayan nacido ya semiacostumbradas, y que ni siquiera su tiempo de infancia -el que transcurre más lento- haya sido pausado ni haya tenido un “presente” razonablemente duradero y sosegado. Lo raro es que en esta época aún haya personas que, al hacer una película o escribir un libro, sigamos creándolos, en esencia, como lo hacían los artistas del siglo XVI, por decir alguno: con la misma lentitud, artesanía, paciencia y pausa. Esa gran contradicción es un misterio: ¿cómo es posible que a veces lleve años “producir” lo que el destinatario no sólo va a “consumir” en un par de horas -una película- o en una semana -una novela larga-, sino que además lo va a relegar en el acto a la fagocitadora bolsa de lo “ya antiguo”? O tal vez las preguntas serían: ¿por qué todavía hay demanda de esas obras así creadas? ¿Y por qué las hacemos?
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 16 de diciembre de 2007
Pero, con todo, entendí bien y asumí sus palabras. Dentro de unas fechas ese libro será ya “del año pasado” (aunque no aún “de la temporada pasada”), y, aunque pueda seguir teniendo lectores, y se vaya a traducir a otras lenguas, su momento ya ha pasado, tal es la celeridad con que las cosas se quedan "viejas" hoy en día. Da la impresión de que a mucha gente le aterra asomarse a lo que no es rabiosamente novedoso, como si temieran “vivir a destiempo”. Ocurre con todo, con las noticias, los acontecimientos, las películas, la música, los libros y los negocios. Como dije en un artículo que cuenta ya varios años, flotamos por una época en la que, paradójicamente, sólo parece ser presente lo que no lo es todavía sino que se anuncia como inminente, y en cambio lo verdaderamente presente, por el mero hecho de existir o haber llegado, se convierte en pasado al instante. Se sabe que jamás una película -salvo rarísima excepción, salvo algún éxito que nace “tapado”, imprevisto- recauda tanto como en su primer fin de semana de exhibición, lo cual significa una de dos: o que el boca a oreja cuenta ya poco porque no hay tiempo para que se produzca, o bien que se produce tan rápidamente, a través de los móviles y sus SMS, que la suerte queda echada el primer día. “Salgo de ver la última de Harry Potter”, dice un mensaje instantáneo enviado a diez personas. “No vale un pimiento”. Y, dado que las películas “esperadas” se estrenan a la vez en ochenta salas y duran por tanto en cartel pocas semanas, para en seguida ser sustituidas por otras más nuevas, el inicial y nada elaborado veredicto atraerá o ahuyentará a miles de espectadores. Los atraídos irán a ver inmediatamente ese Harry Potter. Los ahuyentados, mientras quizá se lo piensan, se encontrarán con que la cinta ya no se exhibe y a lo sumo esperarán a que salga en DVD o la ofrezcan las televisiones. Cuando realmente existió esa película fue mientras aún no existía, esto es, mientras aún no podía verse.
Nos encontramos así, en cierto sentido, con la aplicación literal de lo que en efecto hace el tiempo: minuto o segundo que llegan, minuto o segundo que ya han transcurrido, y que en tan breve espacio de tiempo han pasado de ser futuro a ser pasado, de no haber llegado a haberse ido. El hombre siempre ha combatido eso -o se ha engañado al respecto-, porque vivir de ese modo no es posible, o por lo menos resulta oprimente y angustioso. De forma que, a través de la memoria y de lo que se ha llamado “proyección de futuro”, tradicionalmente se ha creado un falso presente que abarcaba lo pasado reciente y lo futuro cercano o “atisbable”, para evitarnos la sensación de vértigo y lograr hacernos a la idea de vivir instalados en algo relativamente estable, es decir, que no borra y olvida ipso facto lo ocurrido el día antes y que cuenta con el mañana. Hemos necesitado siempre una impresión de falsa estabilidad, como la de los aviones: si a cada segundo sintiéramos, a bordo de ellos, la velocidad a la que el aparato se mueve y avanza, lo más probable es que nadie se atreviera a montarse.
Quizá porque nací a mediados del pasado siglo (que ya fue bastante veloz y revolucionario), a veces me pregunto cómo soportamos esta vida tan fugitiva, de aparente aceleración continua y creciente a la que no se vislumbra límite. Puede que las generaciones más jóvenes hayan nacido ya semiacostumbradas, y que ni siquiera su tiempo de infancia -el que transcurre más lento- haya sido pausado ni haya tenido un “presente” razonablemente duradero y sosegado. Lo raro es que en esta época aún haya personas que, al hacer una película o escribir un libro, sigamos creándolos, en esencia, como lo hacían los artistas del siglo XVI, por decir alguno: con la misma lentitud, artesanía, paciencia y pausa. Esa gran contradicción es un misterio: ¿cómo es posible que a veces lleve años “producir” lo que el destinatario no sólo va a “consumir” en un par de horas -una película- o en una semana -una novela larga-, sino que además lo va a relegar en el acto a la fagocitadora bolsa de lo “ya antiguo”? O tal vez las preguntas serían: ¿por qué todavía hay demanda de esas obras así creadas? ¿Y por qué las hacemos?
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 16 de diciembre de 2007
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