sábado, enero 05, 2008

SILLÓN DE OREJAS. Dios en la mesa de novedades

En el principio ya era la palabra, como se sabe. Y la palabra se identifica con Dios (Juan, 1:1), el único ente con la necesaria autoridad para especializarse en formular eternamente lo que J. L. Austin llamó enunciados performativos, aquellos en los que lo que se dice anuncia lo que sucede: "Hágase la luz", y fue la luz. Mientras auténticas hordas de nuestros esforzados compatriotas de euro duro enloquecen en la ciudad que J. M. Fonollosa cantó sobre el mapa (Ciudad del hombre: New York, El Acantilado), comprando todo lo que se les viene en gana a 65 céntimos por dólar, en las mesas de novedades de las librerías de cadena se libra con ferocidad un drama metafísico con Dios (o su negación) como protagonista. Efectos colaterales del subidón religioso post 11-S y de la contagiosa fiebre Da Vinci, ateísmo, agnosticismo y laicidad están ahora tan de moda como los grasientos helados de Ben & Jerry o los potingues cafeteros del ubicuo Starbucks, una compañía que, vaya por Dios, tomó su nombre del primer oficial del Pequod, el buque ballenero con el que el gran ateo Ahab pretendió dar caza al dios cetáceo. El que rompió el fuego, hace ya un año, fue el biólogo Richard Dawkins con El espejismo de Dios, que aquí ha publicado Espasa sin pena ni gloria, y cuya versión inglesa en audiobook acaba de obtener el premio del año para "libros sonoros". Pero ahora la palma se la lleva el bestsellérico God is not great, de Christopher Hitchens, que aparecerá en marzo en Debate con el título (cuestionable) de Dios no es bueno; el New York Times Book Review ha publicado anuncios de media página del libro recomendándolo ¡para las Navidades! como "el regalo perfecto para el creyente o el no creyente de su familia". Libros como esos compiten en las mesas de non-fiction con otros que lucen títulos como The portable atheist, The atheist Bible, God and gold, The stillborn God (un estupendo ensayo de Mark Lilla, por cierto), God, the failed hypothesis, etcétera. Claro que en la teocracia americana (como la definió Kevin Phillips en el libro del mismo título que llegó a las listas en 2006) una cosa es Nueva York y otra las ciudades del Cinturón Bíblico, donde los fundamentalistas se la tienen jurada a las librerías que propaguen el error. Yo mismo, si quieren que les diga la verdad, no las tengo todas conmigo: anoche soñé que un furioso rayo divino me partía en dos, dejándome como a una de esas vacas a las que Damien Hirst, otro ateo demiurgo, encierra en una vitrina flotando en una solución de formaldehído por toda la eternidad.

Quizás a ustedes también les pase. Hay películas que me hicieron vibrar en mi butaca de la fila cinco y de las que ya no me acuerdo de la trama, sino de un par de imágenes irrelevantes que se me emponzoñaron en el alma. Y novelas que devoré durante noches con los ojos ardiendo como antorchas y de las que, increíblemente, sólo recuerdo un tono, o la forma del pomo de la puerta que la protagonista abre en un momento dado (eso me pasa con Henry James), o el olor de la escalera de la casa de la vieja a la que va a matar Raskolnikov. La historia que cuenta narraciones que me parecieron maravillosas se me ha difuminado hasta el punto de que ya sólo recuerdo sus escatologías, lo que me hace sentirme indigno y culpable. En La Veneciana, un magnífico cuento de Nabokov, se encuentra la mejor referencia literaria que recuerdo de alguien sacándose un moco. Y, aunque he olvidado el meollo de la historia en la que se enmarca, sigo teniendo presente la escena en que Quinn, protagonista de Ciudad de cristal, de Paul Auster, oye sonar el ominoso teléfono mientras está sentado en el retrete in the act of expelling a turd. De las escenas de sexo recuerdo con repugnancia la cópula más bien colonialista ("al entrar en ella sentí cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal") del narrador de La nieve del almirante, de Álvaro Mutis, con la indígena que sube al barco en el que navega río arriba. Y lo único que no le perdono a Javier Marías en Veneno y sombra y adiós, la mejor novela en español que he leído en 2007 (reconozco que no las he leído todas), es que, después de habérmelo hecho esperar durante casi 1.000 páginas (y cinco años), el encame de Jacobo (o Jacques, o Jaime, o Diego) Deza con la joven espía Pérez Nuix sea tan poco memorable y enjundioso. Seguro que de esa novela lo único que no voy a recordar es ese polvo, perdonen la crudeza.

No pretendo ser original, de manera que ruego a mis improbables lectores que no se molesten si les digo que a mí lo de las fiestas me pone de los nervios. Ya sé que todo esto suena a lo que el inolvidable señor Aznar llamaría un tópico de "progre trasnochado", pero lo de someterse a la orgía de consumo estacional y reunirse obligatoriamente a ser felices me hace proclive a imaginar escenarios posapocalípticos que dejarían en pura broma al mathesoniano de Soy leyenda (Minotauro). Yo también fantaseo con ser Robinson en una ciudad en la que sólo quede yo con todo a mi disposición: y encima, como ocurre en el (último) avatar cinematográfico de la fábula, sin cadáveres visibles que hiedan o despierten mi (mala) conciencia. Sentirme rico y poderoso, por ejemplo, como se sentirá José Manuel Lara si Planeta (facturación: 1.015 millones) ultima la compra de la francesa Editis (facturación: 755 millones) y se convierte en uno de los ocho o nueve primeros grupos editoriales del ídem. Son días en los que, por motivos que vengo analizando en el diván desde el que miro al techo dos veces por semana, me siento disconforme y agresivo. Claro que todavía puedo controlarme y no llego a los extremos de un conocido mío que, durante la cena familiar de la pasada Nochebuena, en vez de decir "mamá, pásame la fuente con el relleno del pavo y las ciruelas", cometió un injustificable desliz freudiano y le espetó: "Hija de perra, has arruinado mi vida". A mi desazón contribuye sin duda mi cada día más enrevesada trayectoria profesional, más parecida en su diseño al dripping de un Pollock que a la limpia geometría de un Mondrian: anteayer aquí, ayer allí, hoy aquí de nuevo, y mañana quién sabe dónde, como decía el añorado presentador ex trotskista Paco Lobatón, que tanto hacía por encontrar a perdidos/as. Me siento como uno de esos infinitos libros que efectúan el trayecto desde el almacén a la mesa de novedades para regresar intonsos (es un decir) e invendidos al punto de origen. Uno de esos volúmenes que no leen los lectores frecuentes ni los "ocasionales" (los que "practican la lectura" una vez al mes o al trimestre) con los que se engordan nuestras estadísticas biempensantes. Bueno, lo que hoy quería decirles es que aquí estoy. Y que ya les iré contando, supongo.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

Babelia, El País,
5 de enero de 2008

Foto: Montse Vega