domingo, marzo 16, 2008

LA ZONA FANTASMA. 16 de marzo de 2008. El pisito

Por si no bastara la espontánea y general confusión que muchos españoles tienen respecto a sus derechos, hoy proliferan en la televisión anuncios particularmente falaces que incitan a adquirir cosas bajo el lema “Tienes derecho a Internet” o a lo que sea en cada ocasión. Lo que a los espectadores les queda no es el gasto que han de hacer para disponer de esto o de aquello, sino el nefasto latiguillo de que tienen “derecho” a todo, incluido el mayor absurdo, “a ser feliz”. Así, no es demasiado extraño que sobre todo los jóvenes lo repitan como loros ante cualquier circunstancia: “Tenemos derecho a divertirnos”. O “a oír música gratis”. O “a la cultura, que es de todos”, y demás sandeces y despropósitos. Inevitablemente, la sibilina e inculcada idea de “tener derecho” lleva aparejada la sensación de que cada cosa le es “debida” al ciudadano y de que es al Estado al que le toca proporcionársela, a veces a un precio irrisorio y a veces gratis. Yo no sé. Tras más de treinta años de democracia lo normal sería que los españoles hubieran aprendido a distinguir con precisión a qué tienen de verdad derecho y a qué no, y por supuesto cuáles son sus deberes, pero, lejos de eso, cada vez cuesta más que lo distingan. La culpa no es sólo de la publicidad, claro está, sino en gran medida de los políticos, que además, en el reciente periodo preelectoral, se han dedicado a ofrecer toda clase de bicocas fantásticas a los votantes, haciéndoles creer aún más en su enloquecida y siempre creciente ampliación de “derechos”. Y otro tanto consigue la prensa, la cual, por ejemplo, ha convencido a los ciudadanos de que “hay que respetar todas las opiniones”, cuando lo único que hay que respetar es que todo el mundo pueda expresar la suya. Pero una vez expresadas, todas pueden ser objeto de crítica, irrisión, desprecio, denuesto, sátira o diatriba. Yo tengo derecho a decir que tal o cual opinión me parece una majadería, o racista, o machista. A lo que no lo tengo es a impedir que nadie suelte la suya. Son cosas muy distintas que se tienden a confundir, y por eso son frecuentes los lectores que me acusan de “insultar” si tildo de necedad tal o cual postura, y me recriminan que “falte al respeto” a quienes no piensan como yo. Todo el mundo puede decir lo que quiera, faltaría más, pero también todo el mundo puede opinar lo que quiera sobre lo que dicen los demás. Y todo el mundo puede opinar, desde luego, que las necedades enormes las estoy soltando yo.

He observado que uno de los “derechos” que mucha gente tiene más interiorizados es el de poseer un piso, quiero decir en propiedad. Es cierto que los precios de la vivienda son escandalosos y abusivos (tanto los de compra como los de alquiler), pero cada vez es mayor la confusión entre el derecho a una vivienda digna –pero no gratuita– que establece nuestra Constitución, y el supuesto “derecho” a ser dueño de ella. Se oyen y se ven quejas por doquier: “Es que se nos va más de la mitad del sueldo en la hipoteca”, exclama una joven pareja en televisión, como si eso no fuera lo lógico y como si la posesión de un piso fuera algo tan indispensable como el comer. Es decir, como si la pareja en cuestión no tuviera más remedio que hipotecarse a cuarenta años porque no se concibiera la posibilidad de no ser propietario. Es una extraña manía española, sin parangón en ningún país que yo conozca. Lo que los españoles parecen ignorar es que: a) el 80% de los europeos viven en régimen de alquiler, sin que eso les suponga ni una tragedia ni un oprobio; pagan por el uso de algo, y, en contra de lo que aquí se piensa, no están “tirando” el dinero, sino que lo destinan al disfrute mensual del piso a su alcance o de su elección, lo mismo que la ropa que visten o los alimentos que ingieren, que en modo alguno son eternos; y b) que, hasta hace no mucho, lo normal, también en España, era que los pisos se alquilaran, no que se pudieran comprar.

A mí me parece muy bien, por supuesto, que quien quiera adquirirlos (porque desee legarlos a sus hijos, o así se sienta más seguro, o incluso para especular) proceda a ello. Lo que encuentro disparatado y pueril es que luego ande llorando por lo costoso de la operación, o por el escaso sueldo que le resta, o que denuncie su situación “injusta”, como si no fuera una situación en la que él mismo, libre y voluntariamente, ha resuelto meterse. Es como si un ciudadano armase un escándalo por lo caro que le sale comprarse un coche, cuando nadie lo obliga a hacer ese dispendio. Y, lo mismo que existe el transporte público para quien no puede o no está dispuesto a costearse un automóvil, existen los alquileres para quienes no pueden o no quieren hipotecarse de por vida en la compra de una vivienda. Ah, pero no: no se sabe por qué, al pisito en propiedad hay demasiada gente que cree tener “derecho”, o algo que se le parece. Un joven de diecinueve años le espetó acusadoramente a Zapatero en aquel programa, Tengo una pregunta: “¿Qué le parece que yo no tenga posibilidad de comprarme un piso?” No recuerdo qué contestó el interpelado, pero no fue, desde luego, lo que habría sido sensato y normal en un país que fuera medio sensato y normal, a saber: “A su edad, me parece lo más natural. ¿Acaso ha empezado a ganar usted dinero? Y en caso afirmativo, ¿cuánto, si se puede saber? Tal vez lo anómalo sería que tuviera usted tal posibilidad”.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 16 de marzo de 2008