jueves, abril 10, 2008

Tu rostro mañana de Javier Marías: altura literaria y dimensión ética

"Pese al optimismo de algunos metafísicos, en este mundo hay algo irreductible y tristemente maligno", dice Umberto Eco en su Historia de la fealdad. Conviene tener en cuenta esta premisa antes de embarcarse en la lectura de la novela en tres partes de Javier Marías Tu rostro mañana, cuyo último volumen se subtitula Veneno y sombra y adiós (Alfaguara: Madrid, 2007). Porque el mal y la violencia son el infierno del bien tal como lo feo y lo deforme son el infierno de la belleza. Así ha sido siempre; sólo que en esta época hay una complaciente confusión y a veces no queda claro si se insiste en lo que el autor de Todas las almas y Corazón tan blanco llama en su reciente obra "el estilo del mundo", por poner de manifiesto la imperante atracción fatal hacia las baudelerianas "flores del mal", con los estragos físicos y morales consecuentes (especie de vacuna virtual por entregas contra el mismísimo Diablo en motocicleta), o simplemente por una suerte de temible determinismo, basado en que cosí fan tutti (tampoco tanto) y no es posible sustraerse al siniestro juego de sobrevivencia y poder que promueven los tiempos.

Dicho esto, confieso que en cuatro párrafos no puedo hacerle justicia a esta gran obra; y habida cuenta de que su altura literaria y dimensión ética han sido ya ampliamente resaltadas por la crítica, prefiero abordarla de manera intuitiva, tal vez insuficiente en muchos aspectos pero, en lo esencial, esclarecedora. El narrador sin nombre de Todas las almas ahora se nos presenta aquejado de una identidad escindida según reflejan los nombres a los que responde: desde el más íntimo Jaime hasta el Jack de trabajo, pasando por el filial Jacobo. Estamos ante un protagonista que va de una algo fatasmagórica vida paralela en Londres a una realidad alterada en Madrid, tras un siniestramente "instructivo" intermezzo en Baile y sueño. A diferencia del fantasma de Canterville de Oscar Wilde, comienza empeñado en borrar una misteriosa mancha de sangre en Fiebre y lanza, para acabar descubriendo que sería capaz de derramarla tras haber sido inoculado con el veneno de la violencia mediante unos videos que le hace ver su jefe pseudoinglés (quizá hindú), y cuya descripción recomiendo a todo lector saltarse (yo lo hice sin miramientos), pues tan poderosa es la palabra de Marías como truculentas las imágenes que describe.

La poesía es la vapuleada presencia intermitente en ese libro de 705 páginas. A veces el protagonista parece tratar de proteger su humanidad de posible extinción, verso a verso. Cervantes, Manrique y Machado, lo rondan de mil modos. La poesía lo acompaña o alumbra en trenes, aviones y reflexiones sobre el tiempo; asunto en el que siempre está sublime el autor que tras él se escuda. Cuando Jack Deza le recita a su jefe Tupra versos de un escritor inglés que han sido traducidos al español por nuestro novelista, no podemos evitar una fugaz asociación: la vida del autor de La isla del tesoro, en el libro de Marías, Vidas escritas, se titula "Stevenson entre criminales". Hay parecidos que sellan alianzas o rencores. ¿Será que Tupra tiene tanto influjo sobre Deza porque su boca y su mirada recuerdan las de Clare Bayes, la amante que tuvo años atrás en Oxford? Y esa violencia cumplida contra Custardoy, ¿es por amor a la enigmática Luisa que aligera su pesadumbre o por sordo rechazo a los ojos obscenos de quien es su amante?

En tiempos de decadencia, cuando ser persona de principios parece cosa anticuada, la poesía sale a relucir por contraste o añoranza, como el poema de Heine en que los dioses griegos van por el cielo reducidos a nubes errantes un eterno domingo desterrado del infinito. Quien evoca este poema es Juan Deza, el anciano padre del protagonista. La alumbración de su muerte, que es la del filósofo Julián Marías, padre de Javier, es el momento más conmovedor del libro y no entregarlo aquí sería turbar el universo: "Mientras él aún recitaba absorto, me incliné y lo besé de nuevo antes de irme, esta vez en la mejilla, como si fuéramos toreros, y volví a ponerle la mano en el hombro un instante, a modo de adiós callado, mientras él se encaminaba ya hacia la bruma que ahuyenta el viento, o hacia ese exilio en el que uno ha de desprenderse aun del propio nombre".

JUANA ROSA PITA

El Nuevo Herald (Miami), 30 de marzo del 2008