sábado, julio 26, 2008

El tiempo cabalgado

La capacidad de los críticos para equivocarse es ilimitada, y los literarios llevan demostrándolo varios siglos, con meteduras de pata tan escandalosas -por poner un solo ejemplo entre millares posibles, que además hoy siguen aumentando- como la de poner verde, casi unánimemente, el Moby-Dick de Herman Melville en el momento de su aparición. Los cinematográficos han dispuesto nada más que de ciento y pocos años para probar su ignorancia y su mal gusto y sus escasas entendederas, pero en ese espacio de tiempo han logrado alcanzar la bajura de sus colegas literarios. (Claro que siempre hay excepciones, pero son eso, excepciones). Los críticos juegan con la ventaja de que al cabo de unos decenios, cuando una obra que ensalzaron está completamente muerta o una que denigraron permanece viva y se ha convertido en un clásico, casi nadie se acuerda de lo que ellos dictaminaron; y, como no les suele faltar cara dura, son perfectamente capaces de fingir que no dijeron lo que dijeron y de subirse con desfachatez al carro de lo que sanciona el tiempo.

Hoy todo el mundo considera -menos algún director español engreído- que Centauros del desierto (The Searchers, 1956) es no sólo una de las mayores obras maestras de John Ford, sino una de las mejores películas de la historia del cine. Pero no fue así, durante larguísimos años. Primero se la juzgó floja y fallida, luego quedó relegada a un prolongadísimo olvido, después se la desestimó por "racista" (sí, todavía hay gente que confunde las obras con lo que en ellas hacen o dicen sus personajes). Sólo en época bastante reciente, gracias a la terquedad de unos pocos críticos y de más espectadores que no se equivocaron, se ha colocado esa maravilla en el lugar que le corresponde.

Aún no ha sucedido lo mismo, sin embargo, con otra película de John Ford, tan sólo cinco años posterior y muy emparentada con Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961), que se sigue teniendo por floja y fallida, y desde luego es vista como "menor" al lado de su predecesora. Bueno, es cierto que dura unos catorce minutos menos, que su estructura es algo más sencilla y su guión no tan arriesgado, que la acción abarca unas semanas en lugar de más de un lustro, y que quizá resulte menos "épica". Supongo que lo que en realidad ocurre es que es la versión más amarga, cínica, pesimista y triste de lo que Centauros del desierto relataba, y que deja el ánimo más abatido. En ésta, Ethan Edwards (John Wayne) sale en busca de sus sobrinas nada más ser ellas secuestradas por los comanches. Pronto descubre que la mayor, ya de edad núbil, ha sido violada y asesinada, y eso lo lleva a proseguir la búsqueda de la pequeña, Debbie (Natalie Wood), con aún más ahínco y un odio creciente hacia los indios. Acompañado por Martin Pawley (Jeffrey Hunter), mucho más joven y bondadoso que él y hermano "postizo" de las muchachas, se pasa la película esperando encontrar a la niña, primero cuando sabe que aún es niña, luego cuando va comprendiendo que será ya adolescente y que habrá pasado a ser esposa de algún comanche. Hay una escena en la que Wayne va a ver a unas jóvenes blancas que el Ejército ha rescatado, y que probablemente llevaban en manos comanches tanto o más tiempo que su sobrina perdida. Son mujeres no se sabe si infantilizadas o enloquecidas, en todo caso completamente aindiadas pese a sus cabellos rubios y sus ojos azules. La mirada que les lanza Wayne antes de abandonar el barracón en el que las ha visitado es quizá la que más hiela la sangre de la historia del cine, y la de un actor de registros múltiples, extraordinario, al que parece mentira que aún tantos imbéciles caricaturicen y regateen méritos: en ella hay odio, desconsuelo, desesperación, sed de venganza, tristeza y lástima, todo mezclado en unos instantes. Wayne sabe ya por entonces que si un día da por fin con su sobrina se encontrará con alguien no muy distinto de esas mujeres anómalas, escindidas, desequilibradas y sin lugar en el mundo, irrecuperables y malogradas. Cada jornada que pasa corre por tanto en su contra, pero él rastrea y persigue de día en día, desde el momento en que Debbie fue robada y los padres de ésta asesinados. Y el tiempo, mientras está corriendo y lo cabalgamos, no se da nunca por terminado. Hoy y ayer no, pero mañana quién sabe.

En Dos cabalgan juntos todo ese tiempo que Wayne vive en Centauros del desierto, sobre el que se ha montado a horcajadas y contra el cual va luchando con cada vez más acritud y más siniestros propósitos, ha terminado ya para quien lleva a cabo la búsqueda, cuando la película comienza. De los robos de los niños y mujeres blancos que quieren recuperar las familias de colonos que se han organizado y agrupado en un punto, y a las que algún congresista de Washington ha hecho frívolas y vanas promesas para salir en los periódicos, hace ya nueve, doce, quince años, según los casos. El encargado de rescatarlos -mejor dicho, de mercadear con los indios y comprárselos- no tiene vínculo consanguíneo con ningún desaparecido. A diferencia de Wayne, el personaje de Guthrie McCabe (James Stewart) carece de odio y de prisa, de afán de venganza, de interés personal alguno. Es un mercenario que sólo está dispuesto -y de mala gana- a intentar su misión por dinero, y que no tiene reparo en aceptar el que le ofrecen las pobres familias de colonos obnubilados, los ahorros de sus vidas, que inicialmente lo recibieron como a un Mesías que les traería de vuelta a sus niñitos perdidos y a sus mujeres raptadas. Pero el tiempo ha pasado, y Stewart sabe que ya no hay vuelta de hoja, que el proceso de desarraigo y la transformación han concluido.

El niño de cinco años que se llevaron los comanches -congelado en la memoria de sus familiares, que son como Wayne, pero infinitamente menos lúcidos-, él sabe que ahora será un joven guerrero con trenzas engrasadas y malolientes, con el pecho cubierto por las cicatrices iniciáticas a que se someten los indios al alcanzar la edad viril, que habrá matado y arrancado cabelleras de blancos y que violaría a su rubia hermana de sangre si la capturara. Que la rosada niñita de siete tendrá ahora unos dieciséis y que cargará con un par de críos mestizos, de algún guerrero. Que la madre perdida por unos patanes llevará tanto tiempo como esposa de un indio que -como así sucede en el emotivo encuentro de Stewart con quien fue la señora Clegg un día- no querrá ni oír hablar de volver a ver a su antiguo marido y a sus vástagos ya crecidos ("Oh, no, no les hable de mí, ellos no deben nunca encontrarme", le dice a Stewart). En Centauros del desierto John Wayne, pese a toda su dureza y su encono y su saña, aún conserva la esperanza. Stewart sabe que no la hay para los colonos. Para él son gente que se quiere engañar y que se ha dejado engañar gustosamente por algún congresista de Washington que jamás ha visto a un indio en persona. Por tanto carece de escrúpulos a la hora de coger su dinero, los considera unos ilusos que no aprenderán hasta que vean con sus ojos en qué se han convertido sus añorados hijos y mujeres raptados. El teniente Jim Gary (Richard Widmark) que lo acompaña y obliga, y que hasta cierto punto participa de la buena fe y la esperanza de los colonos, se da cuenta, cuando ve a los cautivos, de que Stewart tenía razón al oponerse desde el principio a toda la operación imposible y propagandística. Comprende que no pueden forzar a la señora Clegg a que regrese, es una anciana a la que no se debe ni puede hacer pasar por lo que ella viviría como una enorme vergüenza. Ni a la joven Frieda Knudsen, que en efecto tiene ya un par de vástagos con un comanche, son su presente y su futuro, y el pasado con sus padres blancos es literalmente eso, pasado, más que nunca. Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos se completan la una a la otra y se encuentran a una altura pareja, entre las cimas del western y de la historia del cine. Sólo que en una el tiempo aún transcurre y en la otra ya se ha acabado. No es difícil imaginar cuál es la más amarga.

JAVIER MARÍAS

El País, Babelia, 26 de julio de 2008