lunes, agosto 18, 2008

“Reputación busco, que no dinero”: La desaforada vida del Capitán Contreras


La autobiografía del capitán Alonso de Guillén Contreras (1582-1644?), militar, corsario y aventurero, escrita en su mayor parte en 1630, no se dio a conocer hasta 1900, cuando el erudito Manuel Serrano y Sanz, que la había descubierto en la Biblioteca Nacional de Madrid, la publicó en el Boletín de la Real Academia de la Historia. El tan exagerado como rigurosamente verídico relato de las andanzas de este soldado cubre los años 1597 a 1633, bajo los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, y es un indiscutible triunfo de las letras españolas; de entrada, sin embargo, obtuvo más eco en el extranjero que en España, donde la Vida del capitán Contreras sólo empezó a ser leída y admirada de verdad a raíz de su reedición por Revista de Occidente en 1943, con un deslumbrante prólogo de Ortega y Gasset.

Esta nueva edición anotada que publica ahora con su habitual esmero, la editorial Reino de Redonda de Javier Marías, recoge el imprescindible prólogo de Ortega y le antepone uno nuevo de Arturo Pérez-Reverte, buen conocedor de la obra y de la época, cuyo capitán Alatriste no en balde toma prestado más de un rasgo de carácter de Alonso de Contreras. El texto adoptado parece ser el de Revista de Occidente (no se ha partido del manuscrito), y las notas, que iluminan la obra sin abrumar, están basadas, según se indica, en las de Fernando Reigosa para la edición de Alianza de 1967 y las de Harry Ettinghausen para la de Bruguera de 1983.

Militar y marino, práctico del Mediterráneo que recorrerá numerosas veces en misiones de reconocimiento o de corso, y del que levantará un Derrotero conservado asimismo en la Biblioteca Nacional, los sucesos y peripecias de la vida de Contreras son tan variados como extremos, y superan con creces los de los relatos picarescos, a los que inevitablemente, por época y circunstancias, recuerdan. El buen capitán llega incluso a hacerse ermitaño en un momento dado, para después vérselas con el Santo Oficio, acusado de querer alzar a los moriscos y proclamarse “rey” suyo, y algo más tarde, trabar amistad con Lope de Vega, quien le dedicó su comedia El rey sin reino (que algo debe a lo de la supuesta conjura morisca). Pero nada aquí es inventado, y apenas fabulado.

Sorprende tanto la precisión y vividez de los recuerdos de Contreras como la calidad de su prosa, directa, concisa y sin florituras (como él mismo dice: “Ello va seco y sin llover, como Dios lo crio y como a mí se me alcanza, sin retóricas ni discreterías, no más que el hecho de la verdad”, p. 232), y al tiempo de extraordinaria riqueza, impregnada de la lengua franca del Mediterráneo de la época, a base de español, italiano, turco y griego, como acertadamente señala Pérez-Reverte. Pero más aún que el estilo, al lector le fascinará el retrato que ofrece Contreras de su tiempo al socaire de sus andanzas, así como la fineza de los retratos psicológicos que traza, empezando por el suyo propio.

Para Contreras, hombre de acción, la vida es movimiento y riesgo constantes. No le mueve el afán de medrar, aunque en más de una ocasión intente, casi siempre sin éxito, que se le reconozcan sus servicios a la Corona, sino la búsqueda de la fama. Cuando se libra al corso, se precia más del eco de sus hazañas, y de que los turcos acaben poniendo precio a su cabeza, que de la parte que le corresponde de las presas que hace: sólo es dinero, que vuela rápido, entre timbas y lupanares. Buena parte de los muchos líos en que se mete se los procura ese afán de nombradía, como cuando en Nápoles, “en buena reputación” y “por no perder la opinión de levantes” (p. 76), accede a prestar ayuda en un lance a unos valencianos que resultan ser unos asesinos, viéndose él abocado a la huida por no acabar en la horca.

A lo largo de esta vida desmesurada, Contreras mejora su condición y acrecienta su fama (su nombre, según nos dice, es conocido en la Corte y entre la gente), pero también va acumulando desengaños, en los que, sobriamente, se detiene tan poco como en sus triunfos. Uno de los rasgos más llamativos del personaje es la agudeza de su desencantada visión del mundo. No se llama a engaño por nada, y nada lo sorprende: ni los vaivenes de la fortuna, ni la mezquindad de los hombres (“…todos me daban el parabién, unos de envidia, otros de amor”, p. 191), ni la iniquidad y despropósitos de las autoridades (“Díjose, por cierto, que fue causa el Almirante, que no era marinero ni había entrado en la mar jamás. Llamábase Fulano Figueroa y después, para enmendarlo, le hicieron Almirante de una flota por sustentar el yerro primero”, p. 211). No es resignación: es lucidez. Con el mismo laconismo trata de las traiciones que le hacen y de las penalidades que sufre, en la guerra o en prisión, o en los lances del amor (a menudo venal, como corresponde a un soldado). Véase, por ejemplo, con qué sobriedad refiere cómo mató a su esposa tras sorprenderla en la cama con su mejor amigo: “(…) y en suma, yo, que no dormía, procuré andar al descuido con cuidado, hasta que su fortuna los trajo que los cogí juntos una mañana, y se murieron. Téngalos Dios en el cielo si en aquel trance se arrepintieron.” (p. 159).

Pero, por encima de todo, con independencia de su probable intención memorialista o reivindicativa en origen, al margen del indudable valor histórico y documental que ahora tiene, la Vida del capitán Contreras es una gran novela, un entretenidísimo relato de aventuras que ya tocaba recuperar de nuevo.

ANTONIO IRIARTE

Cuadernos Hispanoamericanos, n. 697-698, julio-agosto de 2008



[Vicente Carducci, Batalla de Fleurus]

XVII

No conozco personalmente al escritor Javier Marías, colaborador brillante de este periódico. Sé de él por lo que hace. Hace unas semanas recibí uno de los libros que edita, con la devoción que otros reservan a sus amantes o a sus gatos, bajo el sello Reino de Redonda. Se trababa de un clásico, el Discurso de mi vida, del soldado Alonso de Contreras, titulado ahora Vida de este capitán. Marías había escrito a mano mi dirección (esto es una certeza moral, porque ignoro su caligrafía), y daba como remite su domicilio privado. El detalle me pareció importante. Por Contreras y por su siglo, el XVII, del que heredamos las nociones modernas de ciencia y de tolerancia, un sano relativismo y, sobre todo, la supremacía del individuo. Aquél fue un siglo de turbulencias y fanatismos; fue, a la vez, el primer estallido de libertad en más de mil años.

Quizá fue su amigo Lope de Vega quien aconsejó al capitán Alonso de Contreras que redactara sus memorias. Contreras, que se llamaba en realidad Alonso de Guillén Contreras, tenía un carácter sulfúrico. Hacia los 12 años mató a cuchilladas a un compañero de estudios, a los 15 combatía ya en Flandes, capitaneó naves bajo la bandera de la Orden de San Juan y como corsario vivió una enorme cantidad de aventuras y aprendió a escribir con un desaliño brillante. Cuando su mujer le traicionó con su mejor amigo, los mató a los dos. Véase con qué elegante elipsis (toda elipsis es cínica) describe el suceso: "Procuré andar al descuido con cuidado, hasta que su fortuna los trajo a que los cogí juntos una mañana y se murieron. Téngalos Dios en el cielo si en aquel trance se arrepintieron. Las circunstancias son muchas y esto lo escribo de mala gana".

Aquel soldado, uno de los modelos del Alatriste de Pérez-Reverte (aparece como secundario en la saga), tal vez llegó a coincidir en algún sitio con Miguel de Cervantes. Vivió en un tiempo de gigantes: Shakespeare, Spinoza, Locke, Hobbes. Mientras Contreras se fatigaba batallando contra el turco, en Holanda se construía el primer microscopio y faltaba poco para que Newton dictara las leyes de la gravedad. Las guerras de religión se agotaban, y empezaban a surgir los signos de la libertad del ciudadano europeo: la paz de Westfalia, el hábeas corpus, la Declaración de Derechos. El poder, perdido su origen divino, se redujo a una convención como cualquier otra. El esclavismo disfrutaba de una edad de oro, y la igualdad entre los sexos resultaba inconcebible; la gran emancipación, la que nos liberó del Dios totalitario y de sus delegados terrenales, estaba sin embargo en marcha.

Soldados de fortuna como Contreras difundieron el nuevo espíritu. Viajaban, cambiaban de bandera y de idioma, se contagiaban de una libertad áspera y primigenia.

Las ideas se guardan en los libros, pero viven en el aire, impregnando la voluntad de los hombres. Contreras, que nunca supo de Spinoza (nadie sabía de Spinoza, más allá de sus vecinos) y que aceptaba con naturalidad ciertas prácticas medievales (fue sometido a tormento para que confesara su inexistente complicidad con una revuelta morisca), pensaba como un hombre moderno. Es decir, como un individuo libre. Hacía su apuesta cotidiana contra la fortuna, y aceptaba de forma responsable, sin escudarse en designios divinos, el éxito y la desgracia. Aquellos soldados puteros, jugadores y violentos, arquetipo del pícaro, fueron los primeros huérfanos de Dios. Fueron los primeros en percibir, de forma muy vaga, que nacían y morían solos. Y que podían (y debían) arreglárselas por su cuenta.

Alonso de Contreras, y sus contemporáneos del XVII, fueron los primeros, desde la remota antigüedad ateniense, en decir "yo" con todas sus consecuencias.

Por eso me pareció importante que Javier Marías rotulara a mano el sobre, pegara el sello y metiera dentro el libro. Era la forma más simple de decir "yo", y de honrar la obra que editaba. Podría ser que todas esas labores postales las hubiera hecho otro, no Marías. Es posible. Habría sido mezquino por mi parte, creo, realizar comprobaciones antes de ponerme a escribir.

ENRIC GONZÁLEZ

El País, Domingo, 18 de mayo de 2008


Soledad de soldado

En una fonda italiana, y en 11 días, escribió el capitán Alonso de Contreras (1582-¿1644?) su vida, presentada ahora por Arturo Pérez-Reverte, que hizo a Contreras amigo de Alatriste. "El increíble soldado", le llamó Ortega y Gasset, juzgándolo prototipo del militar del siglo XVII por su autobiografía inverosímil y probablemente verdadera. Contreras cuenta más de treinta años de vida trepidante, hasta 1633, como si en una sobremesa regalara sus anécdotas de muertes, astucias, combates en mares y tabernas, abordajes, toma de fortalezas, secuestros y emboscadas. Fue corsario en el Mediterráneo, "frontera móvil de aventura, horror y prosperidad", explica Pérez-Reverte, y fue famoso: Solimán de Catania colgó el retrato del capitán por los puertos de Levante y Barbería, buscándolo para matarlo.

Otros soldados de aquel tiempo escribieron su historia personal como si se tratara de un capítulo heroico de la novela picaresca. Incluso repiten episodios que podrían hacernos pensar en tópicos de una época feroz, que, sin embargo, tenía una concepción retórica de la vida: el crimen como vía hacia la milicia, el asesinato de la mujer amada y su amante, el refugio en la religión. Pero Contreras escribió la autobiografía más palpitante y desnuda. Lo único que tiene suyo el capitán es su sangre limpia, de cristiano viejo y pobre, y su agilidad con la espada y la palabra. Un día de feria falta a la escuela y mata a un compañero. Tira un cántaro a la cabeza de la esposa del platero al que sirve como aprendiz, pues no servirá a nadie que no sea el rey. Soldado, viajará por Italia y Flandes, y quien se aventura lejos de su casa siempre vuelve rico en historias. Jugará y desertará, robará, corsario y piloto en las galeras de Sicilia y Malta, héroe en Levante, contra los turcos. Cobrará "tantas presas que es largo de contar", desde el primer botín, un sombrero lleno de reales, inmediatamente jugados y gastados.

Ortega hablaba en 1943 de la vida descoyuntada y el destino espasmódico del capitán Contreras, y descoyuntado y espasmódico fue su mundo, el Mediterráneo, tal como lo describe insuperablemente Pérez-Reverte: "Patio trasero de Oriente y Occidente donde se conocía todo el mundo, recinto interior de potencias ribereñas que allí ajustaron sus cuentas, mezclaron carne, acero, sangres y lenguas, renegando, negociando y al mismo tiempo combatiendo entre sí". No hay guerra de religiones o patrias. Lo mismo son moros que cristianos. Se pelea por vivir. Valor, temple e ingenio son lo único que tiene el soldado, inmensamente solo en su universo violento y populoso. "Nos tenían por hombres sin alma", dice Contreras, orgulloso de haber merecido el amparo y el afecto de sus sucesivos señores. Lo que parece abrigar más al capitán es su hábito de la Orden de San Juan de Jerusalén, a la que también perteneció Lope de Vega, que lo cobijaría en su casa en 1625 y le dedicaría la comedia El rey sin reino.

Lope oyó las historias que contaba Contreras, y lo juzgó, temido en Turquía y en toda la Berbería, digno de un poema heroico después de haber "librado la vida de tantas pendencias, asaltos, batallas, emboscadas, envidias, desafíos, mares y extrañas tierras, y últimamente de dos venenos". A Contreras lo envenenaba la proximidad de la Corte, hasta la desesperación de herir a un escribano en El Escorial y hacerse ermitaño en el Moncayo. El episodio, excelente, de humor místico, se inicia con la compra de instrumentos para la nueva función del capitán: cilicio, disciplinas, sayal, reloj de sol, libros de penitencia, semillas, azadón y calavera. A fray Alonso de la Madre de Dios, nombre religioso del intrépido capitán, lo salva de terminar haciendo milagros la fabulosa acusación de ser rey de los moriscos. Conforme los sucesos narrados se aproximan al momento en el que fueron escritos, la realidad se vuelve ensoñación, y vemos a Contreras soberano de islas africanas y ciudades de Italia, sospechoso de espionaje en Francia, preso en fuga, excomulgado, adversario del fantasma de sir Walter Raleigh en las Indias, hombre que se reúne con el rey y el Papa, triste pretendiente en la Corte, envenenado en Roma y en Osuna, caído en desgracia de su señor, y siempre ansioso de dignidad.

Mientras cuenta desmanes, parece iluminado por el asombro de seguir con vida, hacia adelante: "Yo no podía huir", dice, renegando de la cobardía infame, y obligado a recurrir a la maña muchas veces, "cuando me vi casi perdido". El mayor rufián de España lo consideró alguna autoridad, que quizá presentía su futura leyenda. Benedetto Croce y Leonardo Sciascia han recordado su paso por Nápoles y Sicilia. Su autobiografía es un documento que rompe las ideas recibidas sobre lo que un soldado del Siglo de Oro llegaba a sentir por la patria, España, el altar y el trono.

JUSTO NAVARRO

El País, Babelia, 17 de mayo de 2008


Vida de este capitán

Estas memorias, a salto de mata de un capitán de tiempo de Felipe IV y Olivares, se convirtieron en un clásico de nuestro Siglo de Oro, gracias al estupendo prólogo de Ortega en 1943, en el que el pensador madrileño traza una pimpante semblanza de Lope de Vega, encandilando con las aventuras que de sus propios, labios le refiere el capitán Contreras. Si bien se mira, es una escena tópica de la pintura pompier, un espadachín alardea farruco ante el monstruo de la comedia.

Contreras nació en Madrid en 1582, coetáneo de Quevedo, nacido también en Madrid en 1580. Lope era de la cosecha de 1562. “Nos tenían por hombres sin alma”, alardea Contreras de su oficio mercenario, digamos un pirata al servicio del virrey de Nápoles. Ser un desalmado era como ser un orco, un apestado social, en una España con dos caras. Por un lado la Corte puritana de un rey libertino, Felipe IV, y por otro la Armada y los Tercios de Olivares, plagada de canallesca pura y dura. Se ha dicho que la novela picaresca juega con un oxímoron pueril, ser la confesión de un mentiroso. En este sentido, Contreras miente a rachas y dice la verdad tornasolada o por equivocación, como cada quisque, en el Siglo de Oro, y en el Siglo de Picasso.

Lope de Vega tuvo ocho meses a Contreras a cuerpo de rey en su casa de Madrid. Casi un parto, como si el poeta se hubiese quedado preñado por el pico de oro del pirata Contreras. Quizá lo más jugoso del relato, son sus aventuras galantes con las quiracas o fulanas de Malta, y otros devaneos de amor tenoriesco. Todo un personaje, y toda una delicia, sumergirse en la lectura de tan vivaz y relampagueante vida de mosquetero español.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo de Aragón, 13 de marzo de 2008


Aventuras de un soldado de fortuna

Alonso Guillén Contreras fue un capitán español, un soldado de fortuna cuando las guerras eran el camino para medrar. Viajó a Nápoles y Sicilia, y de allí a Malta, donde mayor peligro corría frente al avance del turco, pero el sitio idóneo para ganar mucho dinero. Nacido el 6 de enero de 1582, dos años antes de que El Greco pintara El entierro del conde de Orgaz y seis de la derrota de la Armada Invencible, la escala de valores de Contreras no era otra que la del pillo por necesidad, y aunque capitaneaba las huestes católicas, era, como dice Ortega, un hombre sin principios, y sin fines, por eso "dondequiera que pone la planta brota la aventura, el conflicto, el lío, y no puede volver una esquina sin caer en medio de alguna zalagarda que lo obligue, cuando menos, a airear el estoque y acabar entre alguaciles". Un aventurero que escribió su vida como quien redacta un listado de méritos para elevarlo a instancias superiores. Y éste es el valor de unas memorias escuetas, olvidadas en algún estante polvoriento hasta que fueron publicadas en 1900 en el Boletín de La Real Academia de la Historia. Ortega y Gasset las prologó para la reedición que hizo de ellas la Revista de Occidente en 1943, y ahora ven de nuevo la luz publicadas por Javier Marías en la Biblioteca del Reino de Redonda. Contreras pasea por estas páginas sus faenas y andanzas, y sorprende al lector con una revelación insólita cuando relata cómo Lope de Vega le acogió en su casa durante ocho meses. ¿Cuántas novelas inspiraría a su anfitrión?

JULIA LUZÁN

El País Semanal (Libros), 30 de marzo de 2008




Vida de este capitán

Como saben los veteranos de esta página, Javier Marías y el arriba firmante tenemos una vieja relación fraguada en XL Semanal antes de que él se trasladara con la tecla a otra latitud y longitud. De esa amistad proviene mi título de fencing master de la pintoresca corte de Redonda; de la que Javier tuvo a bien honrarme, en su momento, con el no menos pintoresco título de duque de Corso, que cargo con la resignación adecuada y con cuanto garbo puedo. Lo que algunos de esos lectores no saben es que el reino de Redonda también lleva a cabo una singular labor editorial, rescatando libros interesantes y raros, difíciles de encontrar en el mercado editorial español. Diremos en honor de mi compadre que editar esos libros le cuesta un huevo de la cara, pues las ventas nunca compensan los gastos. Pero cada cual tiene sus oscuras pasiones. Otros invierten en la Bolsa, coleccionan patos de Lladró, o se van de putas.

Es el caso que hoy no tengo más remedio que darle cuartelillo en esta página, por la cara, a la editorial del reino de Redonda, porque el maldito perro inglés me ha liado con uno de tales libros, pidiéndome el prólogo. Casi nunca hago eso –non sum dignus de tales jardines, y doctores tiene la Iglesia–, excepto cuando se trata de un amigo íntimo que me pone entre la espalda y la pared, como dirían algunos de los muchos analfabetos que viven –de modo vergonzoso, pero como califas– de la política en España. Y esta vez Javier me acorraló sin escapatoria posible: se trataba de prologar, compartiendo papel con el ya clásico ensayo de Ortega y Gasset sobre el personaje en cuestión, la Vida del capitán Alonso de Contreras: uno de mis héroes más conspicuos desde que me asomé, por primera vez, a su fascinante, aventurera y espadachinesca biografía; hasta el punto de que a ese personaje –entre muchos otros hombres y libros, cierto, pero a él de modo especial– debe en parte la vida mi viejo amigo Diego Alatriste.

Y créanme, bajo esa palabra de honor a la que, por lo visto, ya nadie acude en nuestra España bajuna y embustera: al mencionar aquí la Vida de este capitán Alonso de Contreras, el favor no se lo hago a quien lo edita, sino a quienes gracias a él podrán leerlo. No por mi prólogo, claro, que resulta perfectamente prescindible, sino por el ensayo de Ortega y, sobre todo, por el texto extraordinario de las memorias del veterano soldado español del siglo XVII: no hay novela de aventuras comparable a esa vida narrada con estremecedora naturalidad, sin asomo de pretensión literaria. Una vida profesional pasada sobre las armas, que constituye, puesta por escrito, un documento único sobre aquel espacio ambiguo e impreciso que fue el Mediterráneo de su tiempo: frontera móvil de aventura, horror y prosperidad, patio trasero de Oriente y Occidente donde se conocía todo el mundo, recinto interior de potencias ribereñas que allí ajustaron cuentas mezclando carne, acero, sangres y lenguas, renegando, negociando y combatiendo entre sí con la tenacidad memoriosa, mestiza y cruel de las viejas razas.

De un tirón, el capitán Contreras escribió su vida sin pretensiones de que el laurel de la fama póstuma le adornase el retrato. Era un soldado profesional recordando; nada más. Y esa honradez narrativa resulta lo más asombroso de su historia. Va sin rodeos al grano, describe acciones, temporales, lances de mujeres, peripecias cortesanas, duelos, abordajes, crueldades, venturas y desventuras, con la naturalidad de quien ha hecho de todo eso su vida y oficio, dispuesto a dejar atrás una mezquina y triste patria asfixiada por reyes, nobles y curas; probando suerte en mares azules, bajo cielos luminosos, jugándose el pellejo entre corsarios, renegados, esclavos, soldados, presas y apresadores, con la esperanza de conseguir medro, botines y respeto:

«El capitán mandó que todos los heridos subiesen arriba a morir, porque dijo: Señores, a cenar con Cristo o a Constantinopla».

Contreras escribe así: escueto y sobrio, sin adornos ni bravuconadas, con espontaneidad y conocimiento íntimo de la materia. Sin adornos. Ninguna aurora de rosáceos dedos, onda azul o espuma nacarada mejoraría su relato breve y simple de un abordaje sangriento al amanecer, del yantar compartido durante una tregua con el turco que mañana será de nuevo enemigo, del lance a cuchilladas en un callejón oscuro. Alonso de Contreras fue un tipo duro en tiempos duros, y su relato resuena en esta España de hoy, tan comedida, prudente y políticamente correcta, como un tiro de arcabuz en mitad de una prédica de san Francisco de Asís. Nos hace reflexionar sobre lo que fuimos, y sobre lo que somos. Nos divierte, nos aterra y nos emociona. Y ésas son razones más que de sobra para leer un buen libro.

ARTURO PÉREZ REVERTE

XL Semanal, n. 1068, 13 de abril de 2008


Sobre el querer y el poder

Escribía ayer Relaño que va a ser verdad que podemos. Cuatro goles y un grupo de once hombres brillantes convertidos en un Equipo que no se deja amilanar por (malos) presagios, farios y sombras históricas, aferrándose, en cambio, a su propia voluntad y talento para encarar el destino. Una actitud que me ha hecho pensar en un tipo que hizo eso mismo con su vida hace unos cuantos siglos. Sin duda era "de armas tomar", como lo define Arturo Pérez-Reverte, y vaya si lo fue. Y en el más estricto sentido de la palabra. Finalizaba el siglo XVI, cuando, con doce años, Alonso de Guillén Contreras despacha de unas cuantas cuchilladas a un compañero de clase. Con quince ya está peleando en Flandes. Luego el Mediterráneo se convertirá en su territorio de caza, donde capitaneará naves de la orden de San Juan y luego se empleará como corsario contra el turco, una actividad que bordeaba los límites entre la contienda reglada y el pirateo sin limitaciones.

A este carácter poco paciente y proclive a la cólera se le unió una mano ágil y diestra con el acero, como pudieron comprobar su propia mujer y su amante a quienes "... cogí juntos una mañana y se murieron. Téngalos Dios en el cielo si en aquel trance se arrepintieron. Las circunstancias son muchas y esto lo escribo de mala gana". Y es que todas estas peripecias, y muchas otras más, las conocemos no por el relato de un escribano, sino por la propia mano del capitán Contreras. Al escritor Javier Marías y su sello editorial Reino de Redonda nos debemos la oportunidad de acompañar a este soldado en su tumultuosa biografía. Se trata de una reedición de Vida de este capitán de Alonso de Contreras, prologado por Arturo Pérez-Reverte (que lo ha convertido en personaje secundario de su saga sobre el capitán Alatriste), y que también contiene un interesante estudio preliminar de José Ortega y Gasset, quien lo publicó en Revista de Occidente en 1943.

Como bien escribe Reverte, Contreras no fue el único soldado que escribió su vida, pero sí el mejor por su sobriedad y falta de pretensión literaria. De esas páginas emerge el relato contundente de alguien que, como señala Ortega, pertenece a una especie única: el soldado. Antes, en la Edad Media, sólo había existido el guerrero, el caballero, y luego vendría el militar. Contreras perteneció a esa máquina de guerra inexorable y feroz como un desastre natural en unos siglos tan terribles como fructíferos. Hay quien, como Enric González, ha querido ver en este relato la biografía del hombre moderno, aquél que enfrenta cada día su fortuna sin echarle la culpa a designios divinos ni hados caprichosos. Tomaban la vida en sus manos y la apuraban hasta el fondo sabiendo que debían arreglárselas por su cuenta pues vivían y morían de igual modo: solos. No deja de ser una interesante reflexión para los que hoy nos representan en los campos de juego.

SEBASTIÁN ÁLVARO
(Director de Al filo de lo imposible)

As, 12 de junio de 2008