Despejando
obsesiones
Natacha Seseña
Agradezco a don Fernando Chueca Goitia,
a Marisol Benet Goitia, a Ramón,
Nicolás, Juana y Eugenio Benet Jordana
la valiosísima colaboración prestada.
Juan
se reiría al verme intentando pergeñar estas líneas
sobre lo que él dibujó, pintó y “collageó”
en su insuficiente vida. Según él, lo hacía para
distraerse.
Todo lo hizo en ese estado de gracia que poseía a raudales, en
ese estado de inocencia que le llevaba al humor desdeñoso y trágico
y, ergo, a no ser comprendido del todo.
No daba importancia a sus capacidades plásticas que siempre le
sirvieron para despejar la cabeza, como medio de distracción de
sus responsabilidades ingenieriles y magníficos entramados literarios.
Pero Benet tenía buena mano. Buena mano visible en algunos de sus
dibujos hechos en aquellas inolvidables cuartillas “morenitas”,
no por el tiempo sino que ya presentaban ese aspecto bronceado y frágil
cuando se compraban, donde toda una generación –la de él
y la mía-, la del 50, hemos tomado apuntes, hecho cálculos
y hasta hemos escrito cartas de amor. Pues bien, en esas cuartillas donde
al menor descuido se hacía un borrón, Juan, en efecto, dibujó
con excelente línea.
De sus tiempo de preparación para el ingreso en la Escuela de Ingenieros
de Caminos, Canales y Puertos y de sus primeras inquietudes literarias,
se exhiben unos cuantos dibujos. Cabe destacar un autorretrato de buen
trazo que titula sin ningún ambage El creador, informando
en la parte posterior de la cuartilla: “Yo, Juan Benet, a los 16
años”. Mencionemos también el dibujo de Kafka de pequeño
que debió de hacer hacia 1945 en el cual ha encajado en unas enclenques
piernas el tronco de un Kafka crecido de cerebro y ya atormentado. Este
dibujo lo guardó Benet toda su vida en el rincón –escueto
y ascético- donde escribía, junto a uno de sí mismo
firmado por JEJ, que no he sabido identificar, con la leyenda Juan
souffrant, pour son frère Paco, 1946, y certificada años
más tarde –el sufrimiento- por el propio Paco. Un Juan pensativo,
hundido y pasmado de frío –ay, el frío de Madrid de
aquellos años- personifica los sentimientos que el escritor siempre
sintió por su hermano mayor, hasta tal punto que bien podría
titularse tal dibujo a la manera “pompier”, que tanto gustaba
a Benet, como Amor fraternal (1).
También pintó óleos en aquellos años como
el retrato de Nuria Jordana, su primera mujer, que aparece con mirada
seria y penetrante delante de una ventana de guiño daliniano. No
olvidemos que Juan Benet, ávido siempre de modernidad, era amigo
de Pepín Bello (2) y de Alfonso Buñuel, quien hacía
collages al modo surrealista.
¿Qué veía Benet en aquellos años? En primer
lugar veía lo que tenía a su alrededor, en su propia casa.
Y aquí el homenaje es para su madre Teresa Goitia Ajuria, de ilustrísima
raigambre vasca y mujer llena de fuerza y energía que supo estar
a las duras y a las maduras en todo momento y que merece que su vida fuera
rastreada por mujeres jóvenes, buscadoras de antecedentes en la
eclosión –feliz eclosión- femenina y feminista de
este fin de siglo.
Teresa Goitia era coleccionista y degustadora de buena pintura. Además
cuando llegaron las duras de la posguerra “corría”
con cuadros. El Benet adolescente, pues, veía, colgados de las
paredes de su casa, benjamines palencia, eliseos meifren, solanas,
vázquez díaz, gregorios prieto, zabaletas, canejas, cirilos
martínez novillo, menchus gal, álvaros delgado, eduardos
vicente, ¿grecos?, ¿goyas?, es decir, que Juan Benet
pudo apreciar y escudriñar, metiéndose dentro, excelentes
cuadros de la más tarde llamada Escuela de Madrid y de sus ilustres
precedentes. Con algunos entabló amistad imperecedera como es el
caso de Caneja, Olasagasti y el menos conocido Luis G. Solana, que dejó
de pintar porque “al final todo pintor se amanera”, según
dejó escrito el propio Juan Benet.
Es de justicia mencionar ahora el ascendiente tutelar que ejerció
en el joven Juan su primo Fernando Chueca que, además, le inició
en su interés por el teatro, género que Benet cultivó
como autor y como extraordinario actor en veladas inolvidables con Juan
García Hortelano, un jovencísimo Vicente Molina Foix y quien
esto escribe.
Los niños Benet Gotilla, Marisol, Paco y Juan, asistían
hasta bien entrada la noche a las tertulias que en casa de su madre tenían
lugar todas las veladas. Que nadie piense en tertulias organizadas como
las actuales. Era otra cosa, era la conversación, la palabra y,
así, los niños escuchaban a su tío don ángel
Chueca, padre de Fernando y Carmelo que bajaban del piso de arriba a charlar
de lo divino y de lo humano. Tengo entendido que don Ángel además
de ingeniero industrial era un conversador cultísimo y amenísimo.
Incomprensible para jóvenes de hoy que las veladas transcurrieran
con niños incluidos alrededor de la palabra y no de la televisión.
Estas tertulias familiares tenían lugar en una casa de la calle
Alfonso XII de Madrid, es decir, a espaldas del Museo del Prado. Juan
disfrutó desde su más tierna infancia de ese privilegio
y para él fueron tan frecuentes las visitas al museo como sus juegos
en el Retiro. No es extraño que haya dedicado tan hermosas palabras
a ese barrio madrileño (2).
Volviendo a Juan Benet –pintor y amante de la pintura- como era
un clásico, le gustaban los paisajes y las vedutas (la
cama donde murió en la casa de Pisuerga tenía en su testero
un caneja impertérrito yu una Venecia elegante).
Cultivó en sus óleos el género en el estilo empastado
y colorista del figurativismo de posguerra: línea alta de horizonte,
cielos explosivos, superficies afacetadas sobre líneas impecables.
Son obras de juventud, modestas, de pintor de domingo pero no lejos estéticamente
de lo que veía en su casa y en la librería Buchholz del
Paseo de Recoletos. En Buchholz había luz en todos los sentidos,
pues debe saberse que Madrid en 1945 –fecha de la primera exposición
de los pintores agrupados luego como Escuela de Madrid- sufría
restricciones de fluido eléctrico que agudizaban el aspecto fantasmal
en los transeúntes por las calles después de la caída
del sol. Como Juan era precoz iba a la famosa librería para “ver
más”, dicho también en todos los sentidos.
Las marinas, las batallas navales, los naufragios constituyen otra faceta
de la plástica de Juan Benet. Las empezó a pintar en su
madurez. Me consta lo que se divertía pintando la serie y poniendo
título a cada cuadro. El resultado es original, fresco y benetiano.
Tomados los temas de fotografías de prensa de la Segunda Guerra
Mundial han perdido el seco dramatismo y el valor testimonial que da la
cámara para ganar en el óleo un cierto aroma de mar incómodo
y revuelto por el paso de los grandes cruceros. A las gaviotas y demás
aves las hace presentes o las inventa.
Los collages, que principia al final de la década de los
setenta para no interrumpir hasta el final de sus días, suponen
el do de pecho de la obra plástica de Juan Benet cuando
“la maestría ha alcanzado tal altura que se puede esperar
el comienzo de la decadencia”.
Benet retoma la vena nunca exhausta de Max Ernst, es decir, aquella que
fascinó a Breton por malévola y sediciosa, coge las tijeras
y como niño malo organiza las cosas recortando y pegando viejas
imágenes de La Ilustración española e Iberoamericana
y grabados de los libros de aventuras del británico Thomas Mayne
Reid (1818-1883), cuyos títulos rezan: El jinete sin cabeza,
Los ladrones de cabelleras, que encandilaron al maduro Benet para
sus collages tan dignos como los de Max Ernst para que Breton
hubiera visto en ellos –en los de Benet- “el espíritu
de Einstein”.
El librero de viejo Estanislao Rodríguez de la calle de San Bernardo
también proporcionaba a Benet las estampas necesarias para la manipulación
posterior. Emma Cohen –su amiga actriz- echaba una mano y estimulaba.
En los collages, Juan Benet desvela un orden alelado; piensa
con imágenes, que trastocadas en su origen, crean otros escenarios
donde al final parece no haber escapatoria porque los ángeles malos
–Satán- se enseñorean del mundo conocido. Juan se
divertía montando sus cadáveres exquisitos fiel
a ilustres precedentes: Alfonso Buñuel, Remedios Varo, Adriano
del Valle –aquí- y al citado Max Ernst –acullá-
pero no dejaba, muy benetianamente, títere con cabeza.
Parecería que trabajaba para el futuro ya que los “recortes”
de Juan Benet ganan en una pantalla de ordenador y, así, la intención
de sus historias “pegadas” aumentan el valor moral y en belleza
cuando son vistas a través del soporte electrónico: el bolígrafo
del futuro. Sumergirán a los solitarios visitantes de ese verdadero
“Museo Imaginario” en un deleite especial, en una meditación
intemporal. Los collages de J. B. En lenguaje electrónico
sobrecogerán. Él lo quería así.
(1) De la admiración
que Juan Benet sentía por su hermano Paco –por cierto, también
pintaba- se podría escribir mucho, justamente en estos días
en que la evasión de Cuelgamuros está siendo aireada con
nocturnidad y alevosía. Es lastimoso observar cómo se escamotea,
en tal huida, al cerebro que la urdió, es decir, Paco Benet.
(2) Pepín Bello admiraba profundamente a Juan Benet.
Un día, en la Residencia de Estudiantes, muerto ya el escritor
me dijo Pepín poder afirmar que Juan era una de las personas más
inteligentes y con más talento que había conocido en toda
su vida. Y Pepín Bello conoció a lo mejor del siglo español.
(3) Siempre me acuerdo de que conocí a Juan mirando
a la Margarita de Austria de Velásquez. Yo tenía nueve años.
Él –tan alto- no me vio. |