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Tu
rostro mañana
de Javier Marías: autoconciencia y sentido
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
Revista de Occidente
núm. 286, marzo de 2005
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Cuando un escritor es consciente de lo que hace, cuando sabe que
lo que hace va más allá de su instrumento (la palabra),
incluso del medio (la literatura) y sus cauces (los géneros),
el lector acaba percibiéndolo. Conforme avanza la lectura
de Tu rostro mañana se va produciendo un vínculo
tan estrecho entre la forma de este proyecto narrativo y su sentido
ético, que lo que a primera vista parecen arbitrariedades
o caprichos de un estilo (en cualquier caso legítimos,
incluso si lo fueran), cobran finalmente el relieve y ganan el
peso de su necesidad. Conforme leía estas dos primeras
novelas del ciclo Tu rostro mañana, las tituladas
Fiebre y lanza y Baile y sueño, iba adquiriendo
conciencia de que toda la literatura anterior de Javier Marías
parecía ser preparatoria de lo que en este ciclo alcanza.
Y ésa es la primera de las características que definen
Tu rostro mañana: esta novela está escrita
como si al propio autor le fuese necesaria y hubiese comprometido
en ella unas dimensiones Y un calado que convierten lo entregado
antes en preparatorio, en afluentes de un río, del que
conoce el sentido y la dirección, pero no sus dimensiones
y ni siquiera qué nuevos afluentes lo conformarán.
De ahí la imprecisión misma del proyecto, concebido
como dos volúmenes, que luego serán tres o incluso
más (es extremo que no puede aventurarse ahora).
Abordemos primeramente esta indefinición: ¿por qué
un autor que ha mostrado dotes muy granadas de autoconciencia
no puede dirimir ahora la longitud y extensión del proyecto?
En absoluto ocurre porque no sepa dónde quiere ir, sino
porque esa dirección y proyecto, ya muy dibujados a juzgar
por lo que tenemos de él, pueden obligarle a crecer, en
la medida de las necesidades que la escritura de la novela va
aportando. Y no es el consabido tópico, ajeno a su cosmovisión
literaria, de que los personajes crezcan o cobren vida independiente
del diseño del autor. No. No parece Marías un autor
al que pueda sucederle tal cosa. La indefinición arranca
de que el tratamiento de la mentira, del miedo, del olvido de
la historia, de la venganza (su renuncia a ella), puede requerir
más porque la novela misma vaya adensando sus meandros
en el amino hacia su desembocadura. Cuántos sean esos meandros
es menos importante que cuáles, por la urdimbre que la
reflexión va trenzando en el diseño, y en la realización
misma, de la escritura.
Me he servido adrede de la analogía con el río para
dar cuenta primeramente de otro rasgo: conforme avanza su lectura
el lector va percibiendo que el caudal crece, y que las muchas
afluencias que va recibiendo (en virtud de un estilo conscientemente
digresivo) lo van adensando, hasta cobrar todas una nueva dimensión
distinta de la que parecían tener en principio. Es como
si una novela que parece repartirse en cauces diversos cobrara
toda su sentido en la necesidad que cada componente de ella va
incorporando a su fluir.
De ese modo la novela se va haciendo, es una estructura en progreso,
tiene un germen fundamental en la dialéctica memoria/olvido,
en las trampas y rostros metamorfoseados que toda historia recibe
cuando es contada, en la incapacidad para obtener el rostro del
futuro (Tu rostro mañana) a partir de los perfiles que
las mentiras, los miedos, los disfraces de la historia y la memoria
personal, también la colectiva por necesidades de olvido,
le ha ido imponiendo. La pregunta fundamental que la novela se
plantea es ¿cómo no supimos ver lo que ocurriría?
Ligada a otra consecuencia ética: es preciso contarlo para
que no vuelva a ocurrir. Claro está que es la prescencia
un motivo recurrente, y ese motivo podremos perseguirlo en las
páginas que lo desarrollan explícitamente, tanto
en la historia del padre del protagonista, traicionado, sin que
pudiera predecirlo, por quien se decía su mejor amigo (motivo
que se desarrolla en la parte central del primer volumen), como
en la curiosa dedicación profesional del trabajo de Jacobo
(o Jaime o Jacques) Deza: percibir en otros, asistiendo a entrevistas
e interrogatorios de distintos personajes, en su trabajo con Bertram
Tupra, lo que serán o pueden ser o hacer esos personajes
(por ejemplo un militar venezolano), poder anunciar su futuro,
inscribirlo como posibilidad primero y quizá como verosímil
certeza después.
Pero por debajo de estas explícitas recurrencias del motivo
de la prescencia hay un sentido mayor: la pregunta por la traición,
por la violencia y el horror de la Guerra Civil española
(e indirectamente de la europea o mundial), por cómo unos
seres han desencadenado en unas circunstancias dadas unos comportamientos
abyectos. ¿Eran previsibles? ¿Podrán serlo
otros en el futuro? De ahí se siguen otras preguntas que
la novela desarrollará en su segundo volumen: la pregunta
por la violencia extrema, por el miedo como urdimbre fundamental
de unas conductas que dominan al hombre, por la falta de piedad
de sus comportamientos animales en situaciones de violencia, etc.
Hay una frase enunciada por Peter Wheeler (excelente personaje):
«La posteridad es infinitamente más larga que los
escasos y malvados días de cualquier hombre» (FL
141). Cuando ya todos han muerto, ¿qué se sabrá
cierto de ellos? ¿Cómo saber la verdad de lo que
ocurrió? ¿Cómo escribir la historia? En esa
frase y en lo que contiene se halla contenido el núcleo
germinal de un proyecto narrativo que comienza diciendo: «No
debería uno contar nunca nada, ni dar datos, ni aportar
historias, ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás
han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí
pasaron pero que estaban ya a salvo en el tuerto e inseguro olvido»
(FL 13). El lector sabe que se trata de la literatura, de la función
del narrar literario, se vierta en ficción o se vierta
sobre acontecimientos históricos, porque si la literatura
no los salva los sepultará el olvido. Javier Marías
no quiere que tal cosa ocurra: es preciso que la literatura alcance
en la memoria el sentido de su habla, de su decir, que supera
por tanto las trampas del lenguaje, su cárcel, aunque tiene
que salvar dichas trampas. Pero eso que ocurrió, ¿ocurrió
realmente y ocurrió así? ¿De qué forma
contarlo?
Esas preguntas alcanzan a otras más seriamente comprometidas
con su propio estilo de autor. Podría, si Marías
fuera un novelista convencional, contar las cosas como las cuentan
las novelas, escribir simplemente historias. Pero lo que ocurrió
es algo más que versiones, algo diferente a decires, incluso
algo muy distinto a hechos. Porque hay que contar también
lo que hay detrás de ellos. Y ahí Marías
alcanza su singularidad de artista: se trata de decir también
las causas, lo que rodea los hechos, se trata de indagar reflexivamente
en el alma de las cosas y de los hombres (del hombre), por ejemplo
reflexionar sobre la mentira, sobre la violencia, sobre el miedo,
sobre todo lo que puede estar detrás de unos hechos históricos.
Este ir desde un nivel de la historia, concebida como trama (lo
que los dos volúmenes cuentan sobre hechos ocurridos a
Andrés Nin, a Julián Marías (aquí
personificado como Juan Deza), a Peter Russell (aquí Peter
Wheeler), a Emilio Marés, etc, hacia lo que es más
precisamente definitorio de la apuesta literaria de Marías:
reflexionar, indagar sobre procesos éticos o faltos de
ética, sobre conductas y sus motivaciones profundas, sobre
situaciones extremas, sobre la dignidad (la de su padre, tan soberbiamente
inscrita en su silencio), y la indignidad de los traidores, sobre
la humillación de los vencidos. Y hacerlo como Cervantes
se despide en el Prólogo del Persiles, repetido
en el curso de los dos volúmenes: «Adiós,
gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos...»
Sin odio, sin ira, con un superior designio ético, que
evita, diciendo cuanto tiene que decir, hacerlo como un «ajuste
de cuentas».
Si quisiéramos reducir a anécdota su impulso inicial
podría decirse que esta novela es un homenaje a su padre,
cuya voz narrativa impone un emocionante fluir, tremendo, lleno
de dignidad, tanto en el primer volumen, cuando narra la traición
del amigo (FL 163-222), como en los episodios que cuenta en el
segundo volumen relativos a lo oído en el tranvía
en la calle Velázquez, como en la historia cruel del asesinato
en figura de toreo de su compañero de Facultad (BS 305-336)
Emilio Marés, que va pautando una escenificación,
sin parangón alguno por su fuerza real y simbólica,
de la abyección que la Guerra Civil provocó en las
conductas, prolongada en los vencedores mucho años después.
En estos «relatos citados» que el padre hace, puesto
que están en comillas de valor (porque lo son en su pensamiento
y no es estilo directo propiamente dicho), el estilo de Javier
Marías abandona el recurso que luego llamaremos «estados
conjeturales», incluso la dimensión digresiva del
discurso rítmico, para ofrecer una fluencia, un (dictum
rítmico de la emoción vivida, la misma emoción
y perplejidad con que su padre pudo sufrir y ser espectador de
violencias extremas.
No resulta casual (en Marías nada lo es) que tal narración
en Baile y sueño la inserte el autor justo después
de los dos capítulos, antológicos asimismo de representación
de la violencia y del poder que el miedo a ella origina, en que
se narra la escena de la espada, y cómo ese enigmático
(también soberbio personaje) Bertram Tupra amedrenta hasta
el horror tanto a su víctima, el estúpido De la
Garza, como a los lectores, que no pueden leer sin estremecimiento,
sin una catarsis profundamente liberadora de ella, la violencia
gratuita en estado puro, aumentada por las resonancias simbólicas
que en el imaginario humano tiene la espada, el alfanje, la lansquenete
(BS 271-296). Los cuatro capítulos de Baile y sueño
que he evocado (pp. 271-336), y en los que Marías ha alcanzado
la que considero cima de su escritura, son ya próximos
a la desembocadura: ahí va afluyendo cuanto Marías
ha venido acumulando, en creciente densidad, a lo largo de su
novela. Por ello terminan con una página conclusiva sobre
el sentido, sobre las guerras, sobre la violencia, pero también
el sentido del contarlas, del decirlas, y de la que extraigo lo
siguiente (aunque debería el lector leerla entera):
“Ahora noté que mi padre pensaba en
voz alta más que hablarme, y seguramente eran pensamientos
que venía teniendo desde 1936, y quién sabía
si a diario de la misma o parecida manera en que no hay día
o noche en que no se le representen a uno en algún instante
la idea o la imagen de los muertos más próximos,
por mucho que pase el tiempo desde que se despidió uno
de ellos, o ellos de uno: «Adiós, gracias; adiós
donaires; adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo,
y deseando veros presto contentos en la otra vida.» Y en
el pensamiento que a continuación le vino utilizó
una palabra que más tarde le oí emplear también
a Wheeler al referirse a las guerras, aunque éste la había
dicho en inglés y era «waste» si no me engaño.
« Y qué increíble desperdicio... No sé,
se recuerda y no se cree. A veces me parece mentira haber vivido
todo eso. Uno no ve el porqué, sobre todo al cabo de los
años cuesta aún más verlo. Nada de lo grave
parece nunca tan grave al cabo del tiempo... No para iniciar una
guerra... ni para que nadie mate a nadie”.Y entonces hasta
nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán tildados
de baldíos y de ingenuos... Ya qué tanto sueño
y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, el baile,
y tantas las dudas, y tal tormento.” (BS 335-336)
Pero hasta llegar aquí, el río de esta novela ha
tenido diversos afluentes y un discurrir en apariencia tan sinuoso
y tan digresivo, que podremos ir viendo colmado sólo en
estos meandros de su desembocadura y en las muchas señales
de sentido que el autor, en un proceso de autoconciencia muy suyo,
ha ido señalando a lo largo de los dos volúmenes.
Autoconciencia digo. Y es sobresaliente la forma como Marías
ha ido dibujando al lector un mapa preciso del recorrido, para
que no pierda el norte. Marías tiene brújula y va
enseñando su pantalla al propio lector, de forma que éste
sepa qué es cauce principal, y camino en la dirección
que la brújula le marca, y qué afluente necesario
para acrecentar el caudal de su novela-río. La autoconciencia
se ofrece de tres maneras, que por separado son ya de por sí
elocuentes, pero que juntas darán cuenta de la naturaleza
adoptada por su estructura discursiva y peculiar estilo.
La primera forma es la auto-referencia que el narrador va haciendo
a los motivos centrales, digamos a su arquitectura interna y que
desarrollan un problema de conocimiento y una legitimidad del
lenguaje. Aquí se pautan las dialécticas sobre las
que la novela vuelve una y otra vez y que explicitan las oposiciones
saber/ignorar, verdad/apariencia, historia/discurso, ser/lenguaje,
todas ellas resueltas en la convergencia fundamental de memoria/olvido,
ya señalada. Puede el lector perseguirlo en Fiebre
y lanza (por ejemplo en p. 176, sobre la que se guarda y
sepulta frente a la que emerge porque nos la cuentan, indagamos,
sabemos, adivinamos, la que hacemos frente a la que traducimos
en el recuerdo etc.), también se desarrolla ese motivo
en pp. 182-183 de Fiebre y lanza, esta vez vertido en
el eje pasado/presente/ futuro, esto es en el tiempo, lo conocido,
lo conjeturado, lo por conocer, lo sabido y lo recordado. Toda
esa discursivización del problema central del conocimiento,
cuando se ha visto zarandeado por la inevitable fisura del tiempo
(también como durée, bergsoniana, como vivencia
de él, como Zeit-Erlebnis), no se abandona nunca y va propinando
a los dos volúmenes su unidad fundamental. Unas veces se
ofrece como reflexión explícita, otras veces a través
de analogías metonímicas como la mancha de sangre
descubierta en el piso de Peter Wheeler y borrada, limpiada por
el protagonista. Reconstruir su origen puede dar lugar a varias
conjeturas, pero una vez borrada, o limpiada, ¿qué
podremos saber sobre su existencia real? Preguntando acerca de
ella, conjeturando posibilidades... Que este motivo de la mancha
de sangre vuelva una y otra vez, y que se prolongue en Baile
y sueño (p.152 y conversación con Luisa en
páginas posteriores) no es tampoco casual: indica una autoconciencia
del motivo como metonimia del hecho (la sangre), de la memoria
(su borrado o no), de la culpa como simbología asociada
a la mancha, etc.
Baile y sueño incorpora sin embargo un desarrollo
nuevo del tema central de la memoria restauradora del olvido,
en la idea del Juicio Final (desarrollada sobre todo en pp.162
y ss.); un encuentro de los asesinados con sus asesinos, una previsión
obviamente sólo conjetural del motivo de la culpa, de las
responsabilidades por lo hecho, de lo que el asesinado o ultrajado
puede espetar a quien le hirió, en ese momento cuando ya
nada es pasado, sino presente o futuro. Esta «visión»
del futuro contiene la almendra misma del segundo volumen de la
novela. ¿Habrá compensación futura al do¬lor?
¿Se hará justicia? ¿Quedará restablecida
la verdad? Preguntas a las que el autor responde con esta apuesta
ética en el tiempo que es su escritura. Obviamente tales
preguntas sólo la literatura puede contestarlas, y esta
novela es un ejercicio en esa dirección. Porque la novela
es una palabra en el tiempo, y el tiempo (el re¬cuerdo, la
memoria y la palabra que las restituye), la vía única
de comunicación de los vivos y los muertos (BS 249). En
el quicio en¬tre la primera y segunda parte de Baile y sueño
(pp. 246 y 249) se formula la poética del tiempo como ejercicio
de restitución de la nada que fue, o el recuerdo y señal
de la mancha que el olvido, o alguien, o muchos, borraron definitivamente.
Hay una segunda manera en que la novela va mostrando la autoconciencia:
la propia estructura recurrente de su desarrollo narrativo. Aparentemente,
y en un plano superficial en el que es demasiado fácil
quedarse (y quedan muchos), la novela va dando bandazos, es digresiva,
eso es evidente desde el comienzo, y un discurso lleno de lo que
parecen «excursos» informa de esa estructura, llamémosla
«externa», propiamente narrativa. Si tomamos esa estructura
desde su dimensión temporal, Fiebre y lanza narra
en realidad una velada vespertina en casa de Peter Wheeler y la
mañana que le sigue, hasta la hora del almuerzo. Baile
y sueño vuelve a ser una estructura concentrada temporalmente.
Una velada, esta vez en una discoteca, en unas pocas horas, hasta
que Bertram Tupra lleva a Deza a su casa, con un quiebro final
que anuncia una continuación reveladora. En esos espacios
temporales tan concentrados, se van introduciendo, sobre todo
a partir de diálogos o con conversaciones narradas, lo
que parecen digresiones (por supuesto luego sabemos que no son
bandazos) y que va urdiendo una trama con «excursos»
referidos a la historia anterior de Peter Wheeler, que guarda
claves escondidas sobre su pasado de espía, pero también
sobre su participación en la guerra española. Esta
historia indagada febrilmente por Deza en la biblioteca del propio
Wheeler, antes de acostarse, permite introducir otros casos de
verdad escondida, o semioculta, la de Andrés Nin y finalmente
la del propio padre de Deza. Luego vendrá el desarrollo
de su función profesional de «indagador de verdades
escondidas» al servicio de Tupra y por tanto una vuelta
de tuerca a la idea central.
En el caso de Baile y sueño la estructura narrativa
adopta formas semejantes porque a partir de una escena embrionaria,
ocurrida en la discoteca, se vuelve a la historia del padre de
Deza, a la de Emilio Marés, a la de otros que han sufrido
la violencia extrema, todas arrancando del núcleo central
de la violencia ejercida en la escena de la espada, almendra central
de la estructura de Baile y sueño.
El lector va percibiendo, conforme las cerezas de estas historias
van saliendo de su cesto, que no hay tales digresiones, que lo
son en la estructura superficial de su diseño narrativo,
pero no son tales en la estructura profunda a la que remiten;
son todos casos de un mismo problema: conocer la verdad y cuánta
verdad ( y mentira) hay en el pasado que ha sido revelado (u ocultado)
y cuánta puede haber en el futuro previsto o auscultado,
esa prescencia de la que hablábamos arriba (y que Fiebre
y lanza desarrolla como tema en pp. 263, 427, 433...).
Además no puede escapar al lector un fenómeno de
la estructura narrativa que considero fundamental: todo lo que
Jacobo Deza cuenta por sí mismo, o por cita reproducida
del decir de otros (Wheeler, su padre, ambos de la generación
anterior y emblema de su significación como maestros de
vida y de conocimiento), todo se va introduciendo como un flash
back a partir de lo que Deza está rememorando en su habitación
londinense, en la soledad de un apartamento frente al cual ve
a unos vecinos bailar, gesticular y sobre los que asimismo conjetura.
Tanto esa referencia recurrente a los vecinos, como las conversaciones
con su ex mujer, Luisa, arrancan discursivamente del momento presente
(en tanto discurso originario del narrador en el momento de su
enunciación, posterior por consiguiente, como tiempo discursivo,
a cuanto va contando, pero punto de partida del discurso mismo).
Aparte de introducir temas de calado emotivamente existencial,
aparte de servir como palanca para una visión más
emotiva de la vivencia del personaje, y aportar un deje de melancolía
que va tiñendo su presente, las conversaciones con su ex
mujer permiten conectar muchas veces el momento evocador (el presente)
y el evocado, tanto por lo que se refiere a que Luisa conoce a
Wheeler y hablan de él, como por las preguntas que en Baile
y sueño Jacobo Deza formula a Luisa sobre la menstruación
sobrevenida (posible explicación y alternativa jocosa a
la mancha de sangre sobre la que tanto se ha hablado en los dos
volúmenes) o bien sobre la práctica del botulismo
facial que ha escuchado en la discoteca de boca de la Garza a
propósito de Flavia Manoia. Son por tanto modos de comunicar
los tiempos de la evocación y los tiempos de lo evocado,
el presente de Deza y la reconstrucción que su memoria
está haciendo del pasado.
Hay, por último, una tercera manera de expresión
de autoconciencia de autor mostrada al lector: el ritmo de la
prosa, y su vindicación práctica de los que podría
llamar «estados conjeturales». Elijo ese sintagma,
para conectarlo con los status coniecturae de los que hablaba
la retórica clásica como modalidad de thesis, una
forma de discurso que va abriendo a cada paso el desarrollo de
un argumento a partir de varias hiphotesis. He dicho arriba (y
es lástima que los límites razonables de este artículo
me impidan desarrollarlo) que el estatuto mismo de la verdad se
asemeja siempre discutible cuando se aborda desde el recuerdo
y desde la narración de él. El tema del hablar,
el discurso que debería callarse, el decir banal, está
muy desarrollado en toda la novela. En Fiebre y lanza
da lugar a toda la reflexión sobre el hablar y la importancia
en nuestras vidas de las historias que oímos, reproducimos,
comentamos, resumimos etc. (motivo que desarrolla ya el capítulo
primero, pero sobre el que vuelve luego, por ejemplo en pp. 409
y ss., ofreciendo allí un largo y muy preciso discurso
sobre la lengua, siguiendo el modelo de elogio y vituperio de
los humanistas). Tal tema central tiene asimismo su desarrollo
con el extenso «excurso» (pp. 387-419) de las viñetas
que Wheeler muestra a Deza sobre la prescripción del careless
talk (hablar negligente o descuidado) en la resistencia británica
contra Hitler. Por tanto el discurso y sus atributos dialécticos
de afirmación, negación, velo, indagación,
ocultación y mostración es tema recurrente y ello
lo advierte cualquier lector desde la frase inicial de la novela.
Se ofrece también el motivo en Baile y sueño
repetidas veces, en la escena de la discoteca, ya propósito
de cuánto hablan, y qué mal y qué sin fuste,
De la Garza y otros contertulios españoles de esa noche.
Pero Javier Marías tiene el acierto de llevar a su propia
sintaxis ese gran tema de los «estados conjeturales».
Uno de los rasgos más reveladores de su singularidad en
cuanto estilo (entendiendo ahora por tal término la compositio)
es que en la frase literaria de Javier Marías el discurso,
el fraseo que lo constituye como tal discurso, se va abriendo
constantemente para introducir formulaciones contrarias, o matizadas,
o hipótesis otras que contraponer a las dichas, o desarrollos
posibles que adjuntar a ellas... No considero que este fraseo
sea caprichoso y mucho menos hijo de ninguna impericia. Antes
al contrario, es el modo de ejecutar su poética de escritor
de novelas, y en el caso de ésta, incluso el tema mismo
de ella: cada cosa puede tener su otra cara oculta, que puede
o no entreverse, conjeturarse, decidirse en el plano de la posibilidad,
en su alternativa, en su rostro (velado o sepultado) del pasado
o en su rostro mañana (si fuéramos capaces de preconocerlo).
¿Qué mejor forma de dar un contenido que hacer que
cada frase de la novela lo convierta en signo, como si Marías
hubiera decidido que los «estados conjeturales» de
su estilo mostraran por sí mismos y desde ellos su poética
de escritor reflexivo, su manera de desconfianza hacia las verdades
aparentes, su forma más genuina de libertad de juicio sobre
lo que habla, que ve siempre, se trate de lo que se trate, a contraluz,
como si su fondo de otredad emergiera, en el pliegue
de sus alternativas, en el sinuoso discurrir de su sintaxis? Los
estados conjeturales son por tanto una forma de lo que Barthes
llamó significancia, ese atributo del estilo que
va más allá del significado y que lo es desde el
vínculo con su significante.
La literatura, así, la novela, es caleidoscopio de la realidad
humana, pero no para decir su carencia de atributos, ni para el
gesto posmoderno de desleír cualquier verdad, sino porque
aquello que conforma nuestro ser tiempo no puede decirnos siempre
iguales y para siempre; si acaso puede sostener la necesidad de
hacer justicia a quienes fueron dignos, y de anunciar los horrores
de esa waste land en que toda guerra convierte las conciencias
y su necesidad de olvido. Escribir novela hoy, para Javier Marías,
a la altura de ésta, la mejor de las suyas, puede no ser
otra cosa que esa llamada a una ética no violenta de quien,
como Cervantes, quiere encontrarse más allá incluso
de la violencia del recuerdo, pero necesitado de prevenir los
rostros que mañana tendrá la Medusa que ha originado
tanta muerte, tanta violencia, tanto miedo.
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
Revista de Occidente, núm. 286
marzo de 2005
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A
la espera del día siguiente
Andrés Pau
Levante. El Mercantil Valenciano
10 de diembre, 2004
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En las primeras páginas de Baile y sueño
hay una reflexión de Jacques o Jacobo o Jaime -pero también
Jack o incluso Iago- Deza, protagonista y narrador del ciclo narrativo
Tu rostro mañana. Deza piensa: "en seguida
todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como
si cada acción llevara su prolongación consigo y
cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que
nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo".
Al final, ya muy al final del libro, reaparece
la misma frase, sólo que ahora con un interesante añadido:
"Todo insiste y continua solo, aunque opte uno por retirarse".
No podríamos encontrar, o sí, pero resultaría
menos expresiva o ejemplificadora que esta breve cita, otra frase
que captara mejor el espíritu de la segunda y penúltima
parte de Tu rostro mañana, el fondo y la forma
-qué antiguo suena aquel viejo debate, ¿no?- de
este libro único y sensacional. Baile y sueño
repite la arquitectura narrativa de Fiebre y lanza, en
su continuación, un paso más: los personajes -más
secundario y siempre evocado sir Peter Wheeler, más importantes
Luisa, la esposa del narrador, con quien mantiene una extraordinaria
conversación telefónica, el innombrable Rafita De
La Garza (qué interesante sería hacer una lista,
lo aviso, es ingente, de adjetivos, bastantes de ellos en inglés,
con que se califica a tan disparatado personaje del cuerpo diplomático
español), el padre de Deza o Mr Tupra, que aporta oscuridades
no pensadas a su antes apacible figura-, las pequeñas anécdotas
aparentemente baladíes, como la mancha de sangre en la
escalera de la vivienda de sir Peter Wheeler o el dicharachero
bailarín del otro lado de la plaza en que vive Deza, y
los espacios -Londres, Madrid. Comparte hechos del pasado como
nuestra última Guerra Civil- dos atrocidades nuevas son
relatadas, una por cada bando: en uno la bestia es el populacho,
en el otro, hay que recordarlo siempre, son las autoridades. Conocemos
además la existencia de un novelista carnicero y ufano
de haberlo sido -y, por supuesto, abunda en eso que algunos dan
en llamar digresiones y otros, más redichos, "reflexiones
al hilo de la narración". Y si uno de los más
detestables hábitos de nuestro tiempo es la simplificación
de las cosas, la banalización de los sucesos y de los acontecimientos,
Javier Marías se desenvuelve como pez en el agua en este
territorio, el de las digresiones, para luchar contra el páramo
intelectual en que parece haberse convertido occidente en la actualidad.
Lo dice el padre del narrador, ya anciano, durante una larga conversación
con su hijo: "Para alguien tan antiguo como yo, es asombroso
lo tonto que se ha vuelto el mundo. Inexplicable. Qué época
de declive, no os podéis hacer idea. No ya intelectual,
sino simplemente del discernimiento".
Y es el tiempo, una de las variables más marginadas en
la narrativa española de las últimas décadas,
quien se convierte en el indudable protagonista de Tu rostro
mañana: una sola noche -la cena fría en casa
de Sir Peter Wheeler- era el tiempo real en que se desarrollaba
Fiebre y lanza y una sola noche, también, es el
tiempo real en que se desarrolla Baile y sueño: un
tiempo narrativo, pues, que se retrotrae y avanza al hilo de unas
cavilaciones que se alargan, se enredan o se adhieren y provocan
el cada vez más profundo y fascinado desvalimiento del
lector. Si en Fiebre y lanza se nos hablaba de la presciencia,
de hablar o callar, de la importancia de las adivinaciones
y de la incorporación del intelectual Deza a un entramado
sin nombre ni tampoco existencia oficial pero que parece constituir
un poder oculto, aquí, aunque también tienen su
papel, y no pequeño, en Baile y sueño,
las palabras clave son la violencia y el miedo. La dominación
del miedo mediante la violencia, la paralización de los
seres humanos a través del miedo -qué terrible es
la escena de la espada en la mano de Mr. Tupra sobre la cabeza
de Rafita apoyada en la taza de un sanitario, encerrados en el
cuarto de baño de los minusválidos de una discoteca-,
la asunción de gallardías impensables gracias al
miedo que provoca la violencia: "Las madres en primera
línea con sus niños bien cerca, serían los
mejores guerreros en las batallas, os lo tengo dicho",
dice Tupra, en ese momento llamado Reresby, a su subalterno Deza
en la conversación que cierra la novela. Deza ya forma
parte de ese grupo de apariencia compacta pero de existencia extraoficial,
al menos, sombría, oculta, supuesto autor de terribles
acciones en el pasado y tal vez en el presente, y como miembro
de tal estructura tiene que acompañar a su superior Tupra
a una cena y las copas posteriores con un matrimonio italiano,
los Manoia -¿la Mafia, el Vaticano?-, y entretener a la
esposa, mujer antaño de bandera y que ahora intenta ralentizar
con afeites y cirugías su marchitamiento.
Podría parecer, a juzgar por lo dicho hasta ahora, que
Baile y sueño es una novela -menos mal que el
término novela es lo suficientemente amplio y agradecido
como para que quepan en él magníficos ejemplares
como éste- aburrida, lenta, en la que "no pasa nada".
En absoluto, en Baile y sueño ocurren decenas
de pequeños o grandes acontecimientos, algunos de ellos
ciertamente hilarantes; los más, a conciencia sobrecogedores.
Y ocurren para que, a partir de ellos, la prosa de Marías
se dedique a zigzaguear por la realidad y las suposiciones con
esa sintaxis tan insólita y tan suya, que atrapa y ya no
suelta sino que embebe al lector y lo hechiza, lo envuelve y lo
absorbe hasta provocar ese cada vez más raro placer que
supone la combinación del deleite estético con la
reflexión profunda.
Jorge Luis Borges escribió en Emma Zunz una frase perfecta,
redodna, que nos sirve para concluir esta reseña: "Luego,
quiso ya estar en el día siguiente". Eso nos
ocurre a nosotros, que deseamos fervientemente que llegue cuanto
antes esa conversación en casa de Tupra cuyo anuncio cierra
Baile y sueño, ambos personajes montados en el
Aston Martin que les lleva al norte de Londres. Le va a explicar,
a través de unos vídeos, "por qué
si se puede ir por ahí pegando a la gente". Tendrá
que ser dentro de dos años, cuando aparezca el tercer volumen
de Tu rostro mañana, el ciclo narrativo más
ambicioso e importante de los últimos tiempos.
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El
estilo Marías
SANDRA NAVARRO
La Rioja
9 de febrero de 2005
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La escritura de Javier Marías (Madrid, 1951) nunca ha sido
de fácil y cómoda lectura, pero desde la publicación
de Negra espalda del tiempo en 1998 los trabajos de este
autor parecen dirigirse exclusivamente a «iniciados»,
a lectores exigentes que no buscan en sus libros un entretenimiento
para los ratos de ocio: a estos lectores se les insta a ser parte
fundamental del proceso narrativo, a conocer y recordar anteriores
novelas del autor (la omnipresente Todas las almas y
su prolongación, Negra espalda) de las que parten
los personajes y la intermitente trama, y también a ser
pacientes con las disquisiciones del narrador que es ante todo
un fantasmal portavoz del pensamiento mariasiano. De hecho, los
últimos trabajos de Marías no son propiamente novelas,
sino discursos narrativos en los que el fluir incesante de digresiones
y reflexiones va sumando páginas que aspiran a abarcar
el mundo y, sobre todo, a comprenderlo.
Por eso la anécdota es una excusa. La estancia del protagonista
Deza en Londres y su pintoresco trabajo como delator para una
organización secreta permiten introducir elementos y personajes
muy próximos a la novela de espionaje, como el cinematográfico
Tupra, el jefe del protagonista. Este es el terreno perfecto para
la especulación (el desconocimiento de la identidad, la
confusión de los nombres y de los rostros, la sospecha,
el miedo, la noche) y para hablar pausadamente sobre la violencia,
que es el tema fundamental de las reflexiones del narrador en
esta segunda entrega de Tu rostro mañana.
Esta preocupación por la violencia instalada en lo cotidiano
-que también ha sido abordada ampliamente por Marías
en sus artículos periodísticos- se ilustra con dos
episodios (uno, oído, el otro, presenciado por el narrador)
en los que unos hombres ejercen la violencia de un modo gratuito
sobre otros. El primero es el relato de un triste episodio que
el padre de Deza le cuenta a éste sobre la matanza de republicanos
en la Guerra Civil. El padre le hace partícipe a su hijo
de unos hechos de los que fue involuntario conocedor y también
le transmite el miedo que produce vivir acostumbrándose
día a día a la violencia. Años más
tarde Deza sentirá el mismo miedo al asistir a otra absurda
manifestación de la violencia en un baño de discoteca,
una acción grotesca, de gran dureza, evitable, incluso
humorística: los extremos siempre se dan la mano en el
universo de Javier Marías.
Otra vez el temor a saber (que se va traduciendo en un miedo a
los congéneres y a sus acciones, en un miedo a estar en
el mundo) provoca el rechazo que inspiran las palabras: «Calla
y, entonces, sálvate», es una de las frases que van
repitiéndose en la narración a modo de eco o de
advertencia. Muchos otros asuntos se entremezclan en el devenir
del discurso y sólo su lectura puede dar una idea del cúmulo
de reflexiones presentes en este volumen que, por cierto, confirma
el perfeccionamiento del autor en el que ya es su indiscutible
estilo propio hasta el punto de mejorar la prosa del que le precede.
Qué duda cabe de que esperaremos la tercera entrega y todas
las que le hagan falta al narrador-autor para terminar de contar
su historia, si es que en algún momento se ha propuesto
realmente contener su incansable voz para, así, salvarse.
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Las
madres con sus hijos en la batalla
FÉLIX ROMEO
Revista de libros
núm. 97, enero de 2005
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Fiebre y lanza, la primera parte de Tu rostro mañana,
terminaba cuando sonaba el portero automático en casa del
protagonista, Jaime Deza, que había sido captado por un
grupo del Servicio Secreto Británico. El momento en que
quedaba suspendida la novela era de alta intensidad. Se habían
contado muchas historias a lo largo de las casi quinientas páginas,
y en medio fin de semana de acción: historias terribles
de la Guerra Civil española; historias no menos terribles
de la Segunda Guerra Mundial; historias de espías; historias
de silencios; historias de amistad traicionada y de amor y de
un matrimonio a la deriva; historias que, a menudo, eran relatadas
por alguien que no era el narrador, un procedimiento extraño
al utilizado por Javier Marías en sus anteriores ficciones.
La acción de Baile y sueño, la segunda,
pero no última parte, como parecía en principio,
de Tu rostro mañana, transcurre en un lapso de
tiempo todavía más corto, apenas una noche, aunque
también se mezclan el pasado, el presente y proyecciones
sobre el futuro, y también queda suspendida; esta vez,
a la espera del visionado de unos vídeos en casa del jefe
de Deza, Tupra.
La diferencia sustancial entre la primera y la segunda parte de
la novela aún en marcha de Javier Marías es que
en Baile y sueño desaparecen casi por completo
las historias y la trama se concentra en las especulaciones del
narrador: porque el personaje ya no tiene apenas nada que escuchar
de los otros y prefiere dejarse llevar por sus obsesiones. Hay
largas especulaciones lingüísticas: sobre la etimología
y la formación de palabras; sobre la traducción
simultánea; sobre la equivalencia entre lenguas; sobre
la precisión a la hora de dar instrucciones; sobre el italiano
y sus dialectos, sobre el castellano y sobre el inglés.
Largas especulaciones filosóficas: en especial sobre la
debilidad de pedir y la todavía peor debilidad de dar;
y también sobre la violencia y su aplicación. Largas
especulaciones, a veces muy poco interesantes si el lector lee
habitualmente los periódicos, como la que realiza sobre
el botox, la toxina botulínica utilizada como aplicación
estética. Especulaciones sociológicas, nada interesantes
o tópicas o con poca relación con la novela o tan
genéricas que parecen producto de un daño oculto,
sobre España y sobre los españoles o sobre las mujeres,
y que llaman la atención por haber sido pensadas por Deza,
un personaje que vive de juzgar a cada persona individualmente.
Especulaciones inexplicables: como la larguísima sobre
la menstruación, más que sorprendente en un personaje
que ha estado casado, aunque haya vivido con el máximo
pudor la relación con su mujer. Especulaciones sobre letras
de canciones y sobre clases de espadas.
Sólo en la última parte del libro vuelven las historias,
que interrumpen el interminable período de especulaciones:
una historia brutal de la Guerra Civil contada por el padre de
Deza a Deza, que tiene que ver con el Mal en estado puro, y otra,
contada por Tupra, sobre las guerras realizadas por las madres
con sus niños, ciertamente perturbadora. La primera interrupción
corta el aliento, y recuerda lo mejor de Fiebre y lanza,
que tenía muchas historias como ésta, y que al mismo
tiempo evidencia la menor fuerza de Baile y sueño.
Casi toda la acción sucede en una discoteca londinense,
a la que Jacques Deza ha asistido acompañando a su jefe
y a un matrimonio italiano, que imagina vinculado con el Vaticano.
Deza tiene que hacer de traductor simultáneo y de controlador
de la mujer italiana, mientras su jefe y el marido charlan de
negocios, quizá no relacionados con la seguridad de ningún
Estado. Nada del otro mundo, una misión trivial, si en
un momento dado no apareciera por la discoteca el hortera De la
Garza, diplomático español, patán y metepatas,
que ya tenía un breve papel en Fiebre y lanza.
De la Garza complica la vida a Deza, se pone bailón y desaparece
con la madura italiana, todavía atractiva. Santiago Deza,
despistado, tiene que buscarlos en la discoteca, y detenerse especialmente
en la inspección de los lavabos: es importante que los
encuentre antes de que el asunto se ponga feo y pueda complicar
las relaciones entre su jefe y el italiano.
También se avanza en Baile y sueño, aunque
poco, en el timbrazo del portero automático, el momento
que quedaba suspendida Fiebre y lanza, que realiza la
joven Pérez Nuix, compañera espía de Deza,
que llega a su casa, con su perro, mojados, para pedir un favor:
que se haga pasar por otra persona.
Resulta ridículo especular acerca de qué sucederá
y cómo se contará la tercera parte de Tu rostro
mañana, pero parece difícil que todos los frentes
que ha abierto Javier Marías puedan confluir en una única
entrega, y más teniendo en cuenta que ha generado la promesa
de otros: el que se esconde en los vídeos que le quiere
mostrar Tupra, y el que encierra la aceptación de la propuesta
de la joven Pérez Nuix. Pero sí se puede decir que
Baile y sueño tiene muy poco que ver con Fiebre
y lanza, tanto en la construcción como en la narración,
y que de momento parecen dos novelas autónomas, de la misma
manera que las dos novelas lo son respecto a Todas las almas,
la novela matriz. Fiebre y lanza era una obra de una
extraña belleza, llena como estaba de pérdidas terribles;
una belleza que ha desaparecido en Baile y sueño,
que camina por un tortuoso mundo interior obsesivo, pero no demasiado
interesante.
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El
hombre que fue Reresby o el rostro de Tupra
FERNANDO VALLS
Quimera
núm. 52, enero de 2005
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Quienes leyeran la primera parte de esta obra en marcha recordarán
a Jaime Deza, el protagonista, a la joven Pérez Nuix y
a Bertram Tupra, el jefe de ambos, el que siempre quiere más...
Y estoy seguro de que no habrán olvidado los diálogos
entre el joven español y el anciano profesor Wheeler. Estamos,
por tanto, en la esperada segunda entrega de lo que parece, si
el autor no vuelve a cambiar de opinión, que será
una trilogía.
El caso es que de Fiebre y lanza hemos pasado a Baile
y sueño. Ahora, estas dos partes aparecen numeradas
(III y IV), como una manera de subrayar la continuidad. En esta
ocasión la fiebre es baile y sueño y la lanza se
ha trocado en espada, como Tupra se hace llamar Reresby. En el
comentario que le dediqué a la primera parte acababa preguntándome
por dónde continuaría una novela que entonces se
cerraba con la pequeña intriga de saber quién llamaba
a la puerta del protagonista durante la noche.
En esta nueva entrega, como no podía ser menos, el autor
transita por derroteros distintos. Desde el título ya se
nos proporciona alguna leve pista. Al conocido baile del vecino
con sus dos amantes se suma la larga estancia en una discoteca
idiotamente chic ("aquella noche tan extensa y errónea
y desagradable", p. 257), donde transcurre gran parte de
la acción. Podría decirse que el baile apela, simbólicamente,
al 'Gran Baile', a 'La Noche del Juicio Final', en la que Reresby
se descubre y muestra aspectos de su personalidad que desconocíamos;
mientras que con el 'sueño' se alude al cada vez más
habitual autoengaño que nos exculpa de nuestras acciones
al vincularlas con ese estado en que los hechos parecen suceder
menos o nada, fuera de la culpable realidad. Tal y como sabemos
por el texto, el sueño remite al dramaturgo Marlowe: "He
incurrido en fornicación, pero está en otro país
y la moza ha muerto". El sueño es, por tanto, el lugar
al que enviamos todo lo que preferimos no asumir de nuestra conducta,
pero también se refiere al sueño del tiempo, a la
otra dimensión o negra espalda.
Con todo, no abandonemos todavía el recuerdo de Fiebre
y lanza. ¿Qué pervive aquí de ella?
El tema, los personajes y la voz narradora son los mismos, aunque
en esta ocasión adquieran bastante protagonismo un matrimonio
italiano, los Manoia (Flavia y Arturo). Respecto a la relación
de Deza con las mujeres, sabremos que Pérez Nuix lo visita
para pedirle un favor y que sigue sin descartarlo; mientras que
Luisa, su exmujer, tampoco parece haberlo sustituido del todo.
Esta vez, el arranque, "Ojalá nadie nos pidiera nada,
ni casi nos preguntara", sirve para dejar en suspenso la
visita de la joven compañera de trabajo, La voz narradora
no sólo se ocupa de los hechos, como es de rigor, de lo
que ocurre en la discoteca, sino que se demora en diversas reflexiones,
hasta el punto de que podría decirse que casi todo lo que
se relata no es más que una continua digresión.
Tanto por la estructura tripartita del conjunto como por la utilización
del tiempo, que ralentiza y dilata hasta convertirlo en otro de
los grandes protagonistas de la novela, el modelo quizá
sea más cinematográfico que literario. No en vano,
el autor ha reconocido en varias ocasiones su admiración
por El padrino, en cuya segunda parte se utilizan los
saltos temporales de manera magistral. Lo que se cuenta en Baile
y sueño son los avatares de dos noches inconclusas:
la inesperada visita de Pérez Nuix y la estancia en la
discoteca de Tupra o Reresby, Deza y los Manoia, el encuentro
con el pobre De la Garza y el ataque de Reresby al infeliz y necio
diplomático español, con el consiguiente pánico.
Podría decirse, por tanto, que los dos grandes temas de
la novela son la violencia y el miedo, entendido éste como
la suprema forma de control, sensación que también
padece Deza. Esto da lugar al relato de dos episodios de la guerra
civil española, dos historias de crueldad gratuita que
Juan Deza, el padre, no vivió, pues se las contaron, pero
que nunca pudo olvidar. La inesperada acción de quien entonces
era Reresby, en los lavabos de la discoteca, tan violenta y arrogante,
nos descubre un rostro sorprendente y negativo, hasta el punto
de que el lector llega a sentir compasión por el zafio
De la Garza.
En contraposición, la novela tiene también un alto
componente humorístico. Pienso en la extraordinaria y delirante
escena de la "caribeña sedente" en los lavabos
de la discoteca (pp. 146 y ss.). Me refiero, claro está,
al encuentro con la 'mujer desbragada', la "joven de tan
poderosos muslos'' a la que atisba sentada orinando en los lavabos.
Y a la consiguiente conversación telefónica con
Luisa sobre la gota de sangre en el suelo, la menstruación
femenina y el uso del bottox.
Pero en la sabia alternancia de lo serio y lo jocoso, de la comedia
y el drama, quiero destacar el arranque de la segunda parte, con
las reflexiones sobre el tiempo de los muertos y sus conversaciones.
En estas páginas podría decirse que el autor iguala,
significativamente, nada menos que a Shakespeare, Juan Benet y
Juan Deza. Lo que Marías exalta, en el caso de este último,
trasunto de su propio padre, es la decorosa y recta conducta mostrada
en una situación límite, como siempre lo es la guerra.
Aquí se relatan dos de los episodios más emocionantes
del libro, dos viejos recuerdos de la guerra civil española,
de sus horrores.
En esta novela, Javier Marías pone de manifiesto, una vez
más, la versatilidad y la capacidad del género para
adaptarse y acoger los diversos procedimientos de la narración,
para contarlo todo, usando a conveniencia el punto de vista, el
tiempo, la digresión, la elipsis y el espacio. Esta segunda
entrega, solventada con tanto acierto, era la más comprometida,
pues partía de unos hechos y personajes conocidos, tenía
que continuar la averiguación y volver a dejar los sucesos
inacabados de cara a la tercera y definitiva parte.
Pero no quiero dejar de recordar que quizá la mayor conquista
de Javier Marías a partir de Negra espalda del tiempo
estriba en habernos hecho natural su peculiar uso del léxico
y de la sintaxis, consiguiendo -Valle-Inclán me parece
el ejemplo más apropiado- que nos sintamos cómodos
en un tipo de novela tan necesaria como poco habitual en nuestra
tradición literaria.
Si Fiebre y lanza acababa con un pequeño suspense,
en este Baile y sueño ocurre otro tanto. Al saber
más de la historia y de los personajes, las dudas crecen...
La intriga se alimenta ahora de otros componentes y las preguntas
son de distinto calado. ¿Por qué consideramos ciertos
actos reprobables? El leve suspense se ha trocado ahora, digamos,
en un dilema moral. Así, como ocurría en Fiebre
y lanza, nos encontramos de nuevo con "el estilo del
mundo", según lo denomina el autor, en una época
en la que todo anda trastocado y no sólo hay que volver
a hacerse las preguntas de siempre, incluso las más obvias,
sino que es necesario e imprescindible atreverse a encararlas
de nuevo para responderlas con sinceridad. Ésta y no otra
es la primera y principal tarea del escritor en un tiempo tan
inacabado como es el nuestro.
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Una
brillante indagación existencial
ANA RODRÍGUEZ FISCHER
Letra Libres
núm.41, febrero de 2005
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Acaba de aparecer la continuación de Tu rostro mañana,
última novela de Javier Marías, cuyo primer volumen,
Fiebre y lanza, es de 2002. Este segundo se subtitula
Baile y sueño y, contrariamente a lo que el autor
pensaba al entregar hace dos años la primera parte, no
concluye con él la novela en marcha. Por un momento a esta
lectora le entran ganas de bromear con una de las referencias
que se incluyen aquí (el verso clásico del Tenorio,
"¡Tan largo me lo fiáis!"), pero se abstiene
porque en su ánimo pesa infinitamente más la gravedad
que le fue ganando conforme avanzaba en la lectura de Baile y
sueño y asistía al suceso culminante de "aquella
noche tan extensa y errónea y equivocada". Porque
sí, estamos ante otra larga y densa noche, si bien ahora
el soberbio ejercicio de espionaje libresco que Deza realizaba
en Fiebre y lanza se convierte en una indagación
de signo existencial, no menos brillante desde luego.
No me fue difícil hablar del primer volumen. Sí
me resulta algo arduo abordar éste a pesar de que creo
haber percibido cuál es el movimiento de conciencia que
se produce en Deza, el narrador y protagonista. Recapitulemos.
Tras su separación matrimonial, Jacobo Deza marchó
a Inglaterra y entró a trabajar en el grupo de espías
del servicio exterior británico, el MI6, a las órdenes
de Tupra. Primaba allí la relación de la actividad
del narrador como espía, oyente e informante (que a su
vez en su momento fue espiado e informado por otro; no por casualidad
reaparece en Baile y sueño aquel informe sobre
Deza, que él mismo analiza, cuestiona o matiza) o del hombre
que observa sin ser visto y que aplica una mente racional, y unos
ojos tan atrevidos como diestros en el mirar, a urdir un sentido
para aquello que aún no es, dado que el objetivo del grupo
era y sigue siendo buscar reflejos, huellas lejanas de lo que
las gentes "entrevistadas" serán: "conocer
hoy sus rostros mañana", el fondo de las personas,
lo esencial de ellas, "averiguar de qué serían
capaces los individuos con independencia de sus circunstancias".
Los miembros del grupo eran algo así como intérpretes
de personas, traductores de vidas, anticipadores de historias.
Y se cerraba el volumen con el enigma de una mujer con perro que
había seguido a Deza hasta su casa, llamaba al timbre y
le pedía subir.
"Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara,
ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la
atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros
que los escucháramos, sus problemas míseros y sus
penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles
dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya
siempre escritas", leemos en las primeras líneas de
Baile y sueño. Porque "toda petición
encierra algún cuento" (y ya en Fiebre y lanza
el narrador había divagado bastante sobre ese asunto con
el que inauguraba la novela: "No debería uno contar
nunca nada..."). Empezamos a leer Baile y sueño
y al poco pensamos que ese lamento -y también deseo- obedece
a la petición que le hace a Deza su colega de trabajo,
la joven Pérez Nuix -tal es la identidad de la incógnita
mujer que llamaba al apartamento de él una noche lluviosa-,
pero al final pensamos asimismo que dicho lamento obedece más
a la petición que Deza le hace a Tupra cuando éste
le obliga a aquél a formar parte del terror de un hombre,
y Deza descubre su pasividad o desconcierto o cobardía
o acaso prudencia y también miedo. E incluso puede deberse
el lamento a la posterior petición de Tupra: "Vamos
a mi casa un rato", le dice-ordena a Deza, y "vete pensando
un poco más lo que has dicho, para explicar por qué
no se puede ir por ahí, pegando, matando". ¡Ay!
Pero justamente en este punto concluye el segundo volumen.
Baile y sueño empieza desvelando una identidad
pero concluye con una nueva incógnita, dado que en la mente
de Deza aparece una brecha o hendidura que si inicialmente se
manifiesta como una duda en torno a algo muy concreto, ésta
va ganando cada vez más y más terreno hasta tocar
el fondo de la existencia propia. Me explicaré. Tras el
encuentro con la joven Nuix, las autointerrogaciones de Deza versan
sobre la "tuerta tarea" que el grupo desempeña,
tarea que muy a menudo le lleva a uno a "forzar sus visiones
o quizá fraguárselas con su invención y el
recuerdo, es decir, con la infalible mezcla que puede condenar
o salvar a la gente y que nos obliga a emitir prejuicios, o acaso
son preveredictos". Luego, tras la violenta actuación
de Tupra, Deza se interrogará sobre el fin y el sentido
del acto recién ejecutado por aquél y, a la postre,
se preguntará por el propio Tupra: "Cuánto
adivinaba o sabía yo de él y cuánto él
de mí" porque "uno nunca sabe hasta qué
punto y de qué modo es observado por quienes le rodean,
por los más próximos y los más leales",
pues "no cabe duda de que sus rostros varían y para
ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos..."
¿Y cuánto sé yo de mí mismo? Es la
última vuelta de tuerca, la duda sacudiendo algunas de
las creencias y certezas con las que Deza hasta entonces había
convivido pero que ahora ya no le parecen tan ciertas ni tan firmes.
Prosigue aquí la brillante indagación sobre el tiempo
y sus contenidos que Javier Marías había desplegado
en Fiebre y lanza, ahora ceñida al tiempo de la
ausencia que inquieta y aturde a Deza en su voluntario exilio,
porque "uno no es nunca lo que es -no del todo, no exactamente-
cuando está solo y vive en el extranjero y habla sin cesar
una lengua que no es la propia" (tema muy recurrente según
el conocido estilo de este autor, que va incorporando alguna que
otra inflexión de tipo metaficcional). Tiempo y ser, o
de los modos de ser en el tiempo y hasta en el espacio y en una
lengua-pensamiento, como indagación permanente en una novela
profundamente existencial que examina la naturaleza del conocimiento,
el pensamiento y su dinámica, la duda avanzando: "de
cuanto cesa y no persiste puede uno dudar siempre, luego de todo,
porque nada es nunca presente interminablemente", afirma
el Jacobo Deza expulsado del tiempo de Luisa y del de sus hijos,
el Deza que engañosamente había creído que
el periodo londinense era sólo un paréntesis, una
especie de vida no vivida, que acaba averiguando que tal creencia
es errada, y de su "sueño de extranjería"
despierta sabiendo que "todo insiste y continúa solo,
aunque opte uno por retirarse"; que si bien él no
dejará huella allí, la de aquel tiempo de su soledad
londinense sí quedará en él; que no podrá
hacer abstracto lo concreto, y por tanto no podrá acostumbrarse
ni a mantenerse indiferente ante lo más grave (la violencia,
el mal) por que (le había enseñado a Deza su padre,
a propósito de los episodios vividos durante nuestra Guerra
Civil) si bien el contar aparenta ser más tolerable que
el ver, dado que "lo que uno ve está ocu-rriendo;
lo que escucha ya ha ocurrido", y en la memoria queda tanto
lo que vimos como lo que nos contaron.
Y Deza vio a Tupra. Y éste le pide que lo acompañe
a su casa para enseñarle unos vídeos y contarle
un par de episodios.
Habrá que seguir esperando para acabar de saber sobre este
Jacobo Deza que sabe que lo que ocurrió y en lo que participó
no podrá ya ser recordado sólo como un mal sueño.
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Defensa
de la digresión
JUSTO SERNA
El País Comunidad Valenciana
21 de diciembre de 2004
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En una discoteca londinense, un antiguo profesor madrileño,
ahora espía británico o algo así, miembro
de un grupo de informadores, se ve envuelto en un lance muy desagradable,
un suceso que nos cuenta retrospectivamente y del que no sabe
gran cosa, un suceso cuyo significado profundo, en el que caso
de que lo tenga, no percibe bien. ¿En qué consistió?
En asistir en el baño de minusválidos de la sala
de baile a las intimidaciones serias que su jefe hizo a un diplomático
español, a un risible diplomático español,
agregado cultural o algo así, un petimetre fatuo, entre
cursi y campechano. Son ademanes y amenazas de muerte con una
espada y que, por lo sucedido, a punto estuvieron de ejecutarse.
¿Cómo se puede emplear hoy un arma blanca tan anacrónica
para amedrentar? Y, sobre todo, ¿cómo y quién
es capaz de desenvainar un sable tan intempestivo, tan incómodo,
exhibiéndolo en el retrete de un Dancing?
Se trató de una circunstancia tan extremada como para resultar
increíble, tan insólita como para resultar incongruente.
Pero los hechos inauditos, parece decirnos el antiguo profesor,
sólo son concebibles como tales a partir de las expectativas
que nos forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que
uno se organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada
cual, observada por un tercero puede juzgase asombrosa, un pasmo
o un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como
batidor de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco
una jornada de oficinista es necesariamente el relato de lo normal
y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina y tiempos
muertos, y entre los administrativos hay riesgo y miedo. De igual
modo, cabría preguntarse si es corriente, familiar, verosímil
o, por el contrario, inusitada, excepcional, increíble,
la historia de un antiguo profesor madrileño, que ya ejerciera
la docencia en Oxford, y que ahora, habiendo emigrado a Londres
después de una separación matrimonial, es reclutado
por un grupo sin nombre, algo así como oficinistas del
Servicio británico de Información, una selecta brigada
de exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. Cualquier cosa
puede sucedernos en la existencia y los lances más asombros
pueden ser cotidianos, principalmente porque no tenemos capacidad
para el augurio y porque a la postre todo lo que nos ocurre es
fragmento, enigma y espantoso azar, si me permiten. El antiguo
profesor y sus conmilitones no viajan más allá de
Inglaterra, al menos de momento, y sus actividades se reducen
a hacer presunciones, a aventurar conjeturas acerca de comportamientos
futuros, a adivinar fundadamente lo que sus conejillos de indias
harán. Por lo que sabemos a partir de sus revelaciones
(hechas anteriormente) parece que el docente en excedencia inició
esta nueva vida tiempo atrás y que su valor principal,
la razón por la que se le incorporó, fue su presciencia,
su don para el vaticinio, aunque también su propia condición
profesional: un profesor de lenguas, en este caso bien útil
para sondear e interpretar a españoles y latinos, puede
aportar importantes labores de apoyo. ¿Quiénes fueron
sus reclutadores...?
Estoy diciendo lo anterior, estoy resumiendo algunos de los hechos
principales de los dos volúmenes de Tu rostro mañana,
de Javier Marías (como ustedes habrán adivinado),
estoy proporcionando algún dato básico y me doy
cuenta de que anulo todo el efecto que la novela provoca. Pero
no porque revele la intriga, sino porque desactivo el principal
dispositivo del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente
por el narrador (Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o incluso Jack Deza,
que con todos estos nombres es designado) o todos los parlamentos
pronunciados por los personajes que hablan en primera persona
son objeto de disquisición, de conjetura, de augurio. Cervantes
ideó la digresión para aventurarse en algunas ramificaciones
de su historia principal. Dejaba esta última en suspenso
para adentrarse en mil y un avatares o sucedidos que no aportaban
nada decisivo al discurrir básico. También los novelistas
del Ochocientos, esclavos de su público, alargaban monstruosamente
las entregas de sus relatos para así dar satisfacción
a su audiencia. Vargas Llosa nos lo recordaba recientemente cuando
analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables.
Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia
para expresar el fluir del monólogo interior, desordenado,
caótico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional
a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etcétera,
etcétera.
Javier Marías elevó a la categoría de hábito
narrativo la digresión interior, la corriente de conciencia
conjetural, hipotética: no es que el monólogo exprese
el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las múltiples
conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir,
el observador prácticamente no sabe nada, no conoce gran
cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en
las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas,
en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia
cultural, en su código de percepción y de interpretación.
¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones?
Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente
porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así.
De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo
de la novela castiza lo vemos ahora aproximándose a la
vida, ‘traduciéndola’: los monólogos
de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles,
como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos
para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre
de la existencia. En las novelas de Marías pasan cosas
raras, incluso extravagantes (como tantas veces nos pasan en la
vida real) y el testigo o protagonista emprende presunciones más
o menos fundadas o locas o arriesgadas con el fin de dar significado,
de atisbar. ¿Pero dónde hallar la confirmación
de lo que aventura?
La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, es irresoluta,
deja sin consumar historias nos sume en la perplejidad. En la
filmación cinematográfica más naturalista,
hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora
y moraleja, recursos que provocan paradójicamente una impresión
de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo
clásico), también se daba ese artificio, en nada
parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selección,
orden y sucesión, en ésta, por el contrario, todo
es copioso y simultáneo, como apostillaba Jorge Luis Borges.
En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música
de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados,
y los únicos fundidos en negro son el sueño y la
muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista
Javier Marías para dar el cierre. Lean, aprovechen estas
Navidades para dejarse llevar por el desparpajo atónito
y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, para
abandonarse a su salmodia, a sus meandros. Cultivarán la
disquisición y el desvío, formas sofisticadas de
vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresión
y la demora.
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Espía
como nosotros
JUSTO SERNA
Ojos de papel.com
núm.49
enero de 2005
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Un gran novelista suma obras nuevas, sucesivas, a lo largo de
una carrera más o menos dilatada, obras que añaden,
mejoran, corrigen o empeoran lo que tempranamente escribió.
Sin embargo, a pesar de esa adición, siempre podremos señalarle
un volumen de los suyos, un solo volumen que destaque, que sea
nuclear, ese libro que consuma otros previos y que ahora aparecen
como adventicios, como premoniciones, ese libro seminal del que
dependen los que después le siguieron. Pensemos, por ejemplo,
en Gabriel García Márquez: toda su vasta escritura,
su variada producción, es deudora de una imagen materna,
de una construcción entre ficticia y real, una fantasía
literaria que es simultáneamente la quintaesencia de su
propia vida y vivencias: la casa de los abuelos, ese espacio precoz,
hospitalario y acogedor en el que se dieron las experiencias primitivas
o en el que se fantaseó por primera vez. Al margen de sus
cualidades estrictamente literarias, Cien años de soledad
es seminal en este sentido: consuma tentativas y libera formas
expresivas e imaginativas que estaban alumbrándose. Desde
un relato embrionario y juvenil, La casa, datado en fecha
temprana, hasta las setenta y tantas primeras páginas de
Vivir para contarla, ya en este siglo, son muestra de
ese motivo recurrente que se adosa a una literatura que es propiamente
‘su’ literatura.
Sin que los casos sean comparables, podríamos decir que
también en la carrera de Javier Marías hay un texto
que funciona como un auténtico vierteaguas, un texto central
que, sin duda, es Todas las almas (1989). Probablemente
porque en la vida del escritor madrileño hay un antes y
un después de su experiencia docente en Oxford es por lo
que su transfiguración narrativa, su recreación
ficticia, es motivo básico de su maduración como
individuo y como escritor. Madurar literariamente es dotarse de
una voz peculiar, irrepetible; es hacerse con los recursos que
distinguen y que antes no estaban en sazón, pero sobre
todo es dar cuenta poética de un objeto obsesivo: un fantasma,
lo llamaría Ernesto Sábato; un demonio, lo calificaría
Vargas Llosa. Puede ser un objeto interior, como esa casa de los
abuelos (en García Márquez), evidente reemplazo
de la madre ausente o de la infancia perdida, según admite
en sus memorias. O puede ser una vicisitud que trastorna profunda
y felizmente la vida del autor, un avatar que desajusta lo obvio,
lo familiar, un suceso insólito que muda el contexto vital,
como la estancia oxoniense de Marías.
Trasladar ese acontecimiento a la narración y refundarlo
con el auxilio del relato ficticio permite, además, componer
una novela a la que transportar también otros motivos que
proceden de la infancia del escritor. Son contingencias antiguas,
en parte inexplicables o indescifrables para un niño, hechos
remotos que permanecen en la memoria de un muchacho que crece
en un mundo cuyo significado no se ilumina jamás por entero.
Esos datos son, en efecto, motivos inconexos de la vida, motivos
que ya habían tenido eco y trabazón en anteriores
obras: el ajusticiamiento sumario de un tío en el Madrid
de la Guerra Civil; la traición del padre por su mejor
amigo (un delator) después de la contienda; la muerte insólita,
antinatural, de un hermanito, Julianín, al que no llegará
a conocer; un salacot, perteneciente al padre, hallado en un armario
y evidentemente remoto, castrense, colonial, fascinante, incongruente,
incomprensible; la muerte temprana, siempre temprana, de la madre...
Es allí, pues, en el Oxford recurrente adonde llevará
el escritor esos motivos, retales de una vida ya presentes en
novelas anteriores, y es allí en la ciudad británica
en donde culminará su tratamiento literario. Tal vez llame
la atención que sea un lugar extranjero el espacio central
que un escritor español escoge para situar su literatura
madura. Pero la sorpresa no es tal si atendemos brevemente a lo
que ha sido la vida del ciudadano Javier Marías y, sobre
todo, a lo que fueron sus inicios como novelista. Los dominios
del lobo (1971) fue su primera novela: en realidad segunda
novela, aunque primera editada. Escrita entre los diecisiete y
los dieciocho años, Los dominios revela a un narrador
ya consumado (aunque aún le falte su estilo definitivo
y maduro). Cada capítulo es, en realidad, un relato que
puede ser leído independientemente y su hilo conductor
se traza sólo a partir de los avatares de una distinguida
familia norteamericana de los años veinte, los Taeger,
una familia que entra en declive, en decadencia, con suicidios,
amores extraviados, malogrados. Cada capítulo es un homenaje
literario y cinematográfico (serie negra, melodrama, relato
policíaco, etcétera). Pero no estamos ante un simple
pastiche (aunque Juan Benet, su primer avalista, la calificara
cariñosamente de "excelente y cruel pastiche").
Estamos ante una ficción ambientada en Estados Unidos,
un espacio distante, alejado de la narración castiza española,
y en una época que el autor sólo pudo conocer por
la novela y por el cine, esas fuentes a las que trata con ironía,
con ambigüedad y con cita, lo que es aún más
sorprendente para un escritor tan precoz.
Pero pensemos también en Travesía del horizonte
(1972), su segunda obra publicada. Es, en este caso, un homenaje,
imitación y parodia de la novela victoriana y eduardiana,
concretamente de Joseph Conrad: es una narración de una
travesía marítima con un excéntrico capitán,
violento, de oscuro pasado, promotor de una empresa -una navegación
hasta la Antártida- cuyos fines se ignoran..., ¿se
ignoran por parte de quién? En primer lugar, por parte
del lector, pero también y principalmente por parte del
narrador. ¿Quién es este último? A la manera
de Conrad y de Henry James, por ejemplo, la historia no la cuenta
su protagonista, sino un relator que, en este caso, no es ni siquiera
testigo de lo que detalla: un noble británico escucha una
historia que, en forma de novela titulada La travesía
del horizonte, le lee el amigo del autor de ese relato. Es
ésta una narración manuscrita, sin publicar, pues,
una narración de alguien que dejó su vida por averiguar
por qué un célebre novelista, Victor Arledge, abandonó
la literatura después de haber participado en esa travesía.
Las instancias narrativas llegan a ser cuatro, superpuestas, hasta
llegar al lector empírico. Cuando La travesía
del horizonte y Travesía del horizonte acaban,
ese lector y el lector implícito lo ignoran casi todo de
los principales enigmas. Es decir, con esta novela primeriza y
compleja, ambientada en un mundo exquisitamente anglosajón,
Marías ya planteaba con artificio e ingenio el motivo más
duradero de su literatura: la dificultad de averiguar el significado
de las cosas, de lo que nos ocurre, de lo que somos testigos,
de lo que nos cuentan, pues estemos en un paraje familiar o estemos
en un espacio ignoto, lo real y sus contextos siempre nos desconciertan.
Por eso, siempre estaremos abocados al contraste entre lo que
sabemos y lo que es, entre lo que creemos saber y lo que, a la
postre, es el sentido de las cosas. Por eso, en fin, los lugares
de Marías no son meros escenarios, sino dominios evanescentes,
casi fantasmagóricos, imprecisos, poco reconocibles y,
desde luego (insisto otra vez), nada castizos, marcos que dan
pocas pistas, que no ayudan.
Oxford será, pues, y con el tiempo, el espacio maduro en
el que dar cabida al repertorio de vivencias propias o fantaseadas,
a lo que siendo familiar o extraño deja de ser incoherente,
un espacio habitual de tres de sus libros mayores y en el que
las conversaciones ocurren en inglés aunque nosotros las
leamos en español. Ese hecho translaticio es muy importante
y de él hace referencia explícita y consciente el
narrador que nos comunica los avatares y las conversaciones. ¿Cómo
calificar, pues, esa ciudad en la literatura de Marías?
Es verdaderamente un exceso decir que Oxford, “más
que un lugar en los mapas es una suerte de estado mental”,
algo así como “unas coordenadas sentimentales propias
con sinestesias particulares, un útero emocional que obedece
a códigos íntimos”, según le apunta
Ángeles López al propio escritor en una entrevista
poco afortunada que publicó en abril de 2003 la revista
digital Literaturas.com. Pero Oxford es sobre todo el
lugar mítico, el centro propiamente literario, fantaseado,
a partir del cual irradian los relatos del autor y unas constantes,
justo porque el narrador de Todas las almas, profesor
de literatura española y de traducción, la describe
como “aquella ciudad estática y conservada en almíbar”
en la que se hacen explícitas la soledad, la perturbación,
la identidad brumosa.
Tenía, en efecto, una identidad imprecisa aquel protagonista
de la novela oxoniense, ni siquiera un nombre: era la voz de un
soltero de treinta y tantos años. La voz de un solitario
que detallaba sus leves ocupaciones docentes, sus conversaciones
con viejos profesores, concretamente con un experto en literatura,
un emérito de gran talla, una personalidad equiparable
a Ernst Gombrich, a Isaiah Berlin y a otros -dice-, de nombre
Toby Rylands. Cuando nos lo cuente, el narrador admitirá
el ascendiente que llegó a tener sobre él, todo
un personaje al que había adoptado como figura paterna
y materna en Oxford, como ese viejo sabio del que aprender y al
que rendir homenaje, un personaje que sobrepasaba el mundo académico,
aureolado por su vieja pertenencia al Servicio Secreto británico.
“Yo he sido espía”, le confesará, pero
no un espía de oficina, sino un hombre de acción,
con una vida plena y con imprevistos. Se trata de un aspecto éste
que en Todas las almas es aparentemente secundario, aunque
en algunas de las novelas que siguieron y que completan el ciclo
cobrará gran importancia, como veremos. Pero la voz que
cuenta aquí es también la de un chispeante español
que observa con distancia e ironía las tradiciones académicas
de sus colegas, las cenas multitudinarias y alcohólicas,
los hábitos de su amigo Cromer-Blake, una voz que expresa
malestares, incertidumbres, estados de ánimo desfallecientes,
evanescentes, aquejado de retiro, de aislamiento, sólo
parcialmente aliviado gracias a sus amores furtivos y tristes
con Clare Bayes, su adúltera amante británica que
parece repetir la conducta igualmente infiel de su madre en la
India colonial. El narrador nos relatará sus vagabundeos
por las librerías de viejo, su descubrimiento de un escritor
fallecido y semiolvidado, John Gawsworth, tal vez el amante de
esa adúltera ya muerta, un escritor con el que se figurará
compartir soledad y destino, quizá inducido por su natural
tendencia a la analogía y a la fantasía comparativa.
De hecho, como el propio narrador dice de sí mismo en alguna
página de Todas las almas, “no me tengo
por mal observador”, aunque, en todo caso, sería
un observador quizá perturbado, “un imbécil
con mente detectivesca”, siempre alerta, siempre cavilando,
según le reprocha cariñosamente Clare Bayes, alguien
entregado al principal hábito de los profesores oxonienses:
to eavesdrop, percibir, curiosear, reparar, detectar,
en suma... espiar a los demás augurando su vida para así
preservar la propia intimidad. Por eso, buena parte de lo que
en Todas las almas se cuenta son apreciaciones, vaticinios,
disquisiciones sobre lo que se le ofrece y cuyo significado cierto
no le será dado conocer. Quien fechaba aquel relato en
primera persona databa el fin de la narración en diciembre
de 1988 y, según revelaba aquí y allá, esa
memoria de su estancia en la ciudad británica (entre 1983
y 1985) se habría escrito en Madrid, ya casado con una
esposa futura, de nombre Luisa, y que no tendría presencia
alguna en el Oxford evocado. Como tampoco tendría protagonismo
su hijito venidero, de meses, y por cuyo porvenir el narrador
se pregunta, un niño que es pura eventualidad, tiempo sin
consumar, también evanescente.
Si Madrid es el lugar del arraigo y el espacio de los afectos,
de lo previsible, un lugar jamás descrito, la ciudad inglesa
es inasible, sin pasado y sin futuro, eterno presente inmóvil.
“¿Qué me importa los lazos establecidos en
esta ciudad a la que no pertenezco y en la que no me voy a quedar?”,
se pregunta el narrador de Todas las almas en un rapto
de melancolía incurable. “¿Qué influencia
o qué peso tiene lo que haya acontecido antes de mi llegada,
antes de mí? Aquí no padezco la responsabilidad
de haber asistido, no he asistido a nada. Este lugar inmóvil
se puso en marcha el día que pisé su suelo por primera
vez, sólo que yo no lo he sabido hasta esta noche de perturbación.
Y una vez que me haya ido, ¿qué importancia tendrá
lo que acontezca ahora?” Algo semejante le sucede con las
mujeres, con esa amante oxoniense, Clare Bayes, finalmente esquiva,
ajena al destino trágico de su propia madre adúltera,
muerta en un suicidio que recuerda al de Ana Karenina: la mujer
como enigma y la relación del hombre y de los otros hombres
con ella como obstáculo y enigma (algo que ya veíamos
en otra novela temprana de Javier Marías, El hombre
sentimental, 1986). El cronista lo ignora casi todo de esa
mujer concreta, de su pasado, de su madre, que en la India colonial
puso fin a su vida tal vez inducida por el amante, un farsante
que no pudo o no supo tener un final sublime, a la misma altura,
un farsante que quizá fuera John Gawsworth (aunque después
de esa fantasía él mismo se desdiga y admita que
“no puede ser y no será y no es”).
Años después, el mismo narrador de Todas las
almas regresará en nuevos relatos, los que componen
el ciclo de Tu rostro mañana (2002 y 2004). Es
esa misma voz en primera persona la que habla, pero ahora sabemos
que se llama Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza y regresa
para contarnos otros hechos, también sucedidos en Inglaterra:
primero en Fiebre y lanza (2002), que es sobre todo el
relato de una conversación mantenida en la mañana
perezosa de un domingo oxoniense entre el protagonista y un viejo
compañero suyo, Sir Peter Wheeler (hermano de Toby Rylands,
ya fallecido, y cuya disparidad de apellidos aquí se explica);
y luego en Baile y sueño (2004), que es principalmente
la narración de lo sucedido en una discoteca londinense,
en los baños de una discoteca londinense. Estamos en nuestro
tiempo: en Fiebre y lanza, por ejemplo, parece urdirse
un golpe de Estado contra Chávez, Lady Diana Spencer ya
está muerta, de los talibanes afganos se habla en pasado
y el atentado contra las Torres Gemelas ya ha sucedido. El antiguo
profesor madrileño, después de haber abandonado
Madrid y la docencia, después de haber trabajado en el
servicio de la BBC radio (algo que ya en Todas las almas desechaba
como improbable) lo vemos convertido en espía o algo así,
miembro de un grupo de informadores al servicio de Su Majestad
(o de otros clientes). Fue convocado por Wheeler y ahora, en Baile
y sueño, es ya uno de esos informadores. Por lo que
dice en este segundo volumen y por lo que leemos, lo que ocurre
es un suceso muy ingrato, un suceso que vio, en el que participó,
del que fue testigo, y que nos relata después, un lance
del que no sabe gran cosa, un hecho cuyo significado, en el caso
de que lo tenga, no percibe bien.
En el aseo de minusválidos de esa discoteca y en presencia
y ayuda del narrador, Bertram Tupra, el jefe de ese grupo de informadores,
intimidará a un diplomático español, a un
ridículo agregado cultural, un pisaverde vano, entre afectado
y vulgar, de nombre Rafael de la Garza, mal llamado Rafita. ¿La
razón? Por lo que parece y por lo que vemos, haber cortejado
a la esposa de un contacto italiano de Tupra, también presente
en la discoteca. Si hemos de creer a Deza, si son ciertas las
palabras que le atribuye, Rafita sería “un tipo atildado,
fatuo y lenguaraz” (Fiebre y lanza). Pero..., ¿por
qué fue tan desmedida la reacción de Tupra a ese
cortejo extemporáneo? Fueron las suyas amenazas de muerte,
hechas con una espada y en un sitio tan insólito como el
baño. ¿A santo de qué emplear hoy un arma
blanca tan intempestiva para acobardar? Y, sobre todo, ¿quién
es capaz de desenvainar un sable tan anacrónico, tan embarazoso,
exhibiéndolo en el excusado de una discoteca? Esos enigmas
no se descifran, simplemente porque el ser testigo no tiene por
qué darnos la pista exacta de lo que ocurre y su significado.
Deza es como un Fabrizio del Dongo de nuestro tiempo: sus batallas
no se libran en grandes campos ni cambian el curso de la historia,
sino en un humilde y aseado baño de minusválidos.
Ahora bien, desde el punto de vista individual, esos lances no
son menos desconcertantes. Como el protagonista de La cartuja
de Parma, a Deza le engañan el espejismo o la miopía;
como Fabrizio del Dongo, también el antiguo profesor ha
abandonado su tierra natal para emprender una vida nueva y...
¿más excitante? Salvando penalidades o tristezas
personales, fueron o regresaron hasta el lugar ambicionado, estuvieron
en el frente mismo de la contienda, Waterloo o el baño
de la discoteca londinense, pero no distinguieron nada significativo,
no entendieron nada: sólo pudieron ver un campo de batalla
calcinado, humeante, o las estrecheces alicatadas de un excusado,
un baño en el que alguien esgrime un sable. ¿Raro
todo esto? ¿Ridículo, patético?
No es la primera vez que cosas así las cuenta Javier Marías.
En una nouvelle poco conocida editada en 1998, Mala
índole, ya asistíamos a hechos de gran violencia
potencial en un contexto poco previsible, incluso alucinante.
Se trataba de un disparate, cómico, trágico, absurdo,
increíble, pero a la postre perfectamente verosímil.
¿Alguien se imagina el relato de un autor español
en el que aquello que se nos narra sea la confesión de
un traductor y preceptor de español ocasionalmente contratado
para asesorar fonéticamente a Elvis Presley durante el
rodaje de Diversión en Acapulco? ¿Alguien
se imagina, además, por si lo anterior fuera poco, que
ese profesor acabe matando a un gángster mexicano con un
pico, exactamente con un pico? Sorprende la localización
de la nouvelle, pero sorprende que cosas así pasen,
pero..., ciertamente, pasan y todo, “hasta lo más
descabellado e inverosímil”, según leeremos
en Fiebre y lanza, “tiene su tiempo para ser creído”.
No hace falta, pues, incurrir en el costumbrismo, en lo previsiblemente
español, para narrar hechos propios de nuestro tiempo y,
sobre todo, para contar unos acontecimientos potencialmente violentos
cuyo contexto y sentido son siempre azarosos.
Por tanto, el turbio asunto de la discoteca fue una circunstancia
tan exagerada, tan absurda, tan asombrosa, increíble, como
tantas otras que nos puedan suceder. Por eso, los hechos inauditos,
parece decirnos el antiguo profesor, sólo son concebibles
como tales, como inauditos, a partir de las expectativas que nos
forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que uno se
organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada cual,
observada por un tercero puede juzgarse prodigiosa, un pasmo o
un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como
cazador de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco
una jornada de oficinista o de profesor es necesariamente el relato
de lo normal y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina
y tiempos muertos, y entre los administrativos y docentes hay
riesgo y miedo. De igual modo, cabría preguntarse si es
corriente, familiar, verosímil o, por el contrario, inusitada,
excepcional, increíble, la historia que se nos cuenta en
Baile y sueño, la historia de ese antiguo profesor
madrileño, que ya ejerciera la docencia en Oxford, y que
ahora, habiendo emigrado a Londres después de una separación
matrimonial, después de haber tenido otro hijo más,
después de haberse alejado de Luisa, es reclutado por ese
grupo sin nombre, algo así como oficinistas del Servicio
británico de Información, una selecta brigada de
exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. No hay nada de raro
o de imposible: en la Gran Bretaña fue común, al
menos desde los años treinta, que los profesores de las
más prestigiosas universidades, Oxford y Cambridge, fueran
reclutados por el MI5, por el MI6 o, incluso, por la Unión
Soviética, para observar las vidas, las conductas, las
apariencias, los rostros, en suma, de otros compatriotas o extranjeros,
de otros docentes sospechosos de pasar información al enemigo.
Pero dejemos a los espías y volvamos al asunto principal
de esta novela, a la observación del rostro, de la imagen,
de la apariencia. Esto, atisbar los indicios que se ofrecen a
la vista y no distinguimos (como la célebre carta de Poe),
de lo que se nos muestra a nuestros ojos y no apreciamos por pereza
perceptiva, es un motivo frecuente en Javier Marías, en
todos sus libros. Recordemos, por ejemplo, Vidas escritas
(1992) o Miramientos (1997), volúmenes de fotografías
o, mejor, de los comentarios o cavilaciones o acotaciones que
le suscitan al autor las imágenes de escritores que observa.
¿Qué fotografías? Son retratos sobre los
que se conjetura: una sucesión de hipótesis hechas
sobre ese instante fugaz que se congeló. A diferencia de
lo que sucede con la pintura, el momento que capta el objetivo
fotográfico se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió
en ello en La cámara lúcida e hizo de dicha
peculiaridad su condición. Un óleo, aunque represente
un instante que fue real, que existió verdaderamente, ese
momento congelado en la retina del pintor y que su destreza le
permite reproducir sobre la tela, es resultado de una larga elaboración:
a la tela se adhieren diferentes instantes que no son los que
finalmente se reflejan, las largas horas de pose. Es posible que
también la fotografía necesite mucha preparación,
pero aquello que capta es ese momento único e irrepetible
que hubo en la vida real de quienes fueron retratados. Los comentarios
de Marías se hacían a partir del dato empírico:
una observación de un hecho, en este caso un rasgo, atributo
o pose, sobre cuyo contexto o justificación poco o nada
se sabía, le permitía aventurar la historia que
había detrás, la realidad que mostraba o escondía,
el futuro previsible.
Pues bien, algo semejante hace el narrador en el Londres del que
informa: atisbar los rostros de otros para así augurar
su actuación probable, “intérprete de vidas”,
dice en alguna página. El antiguo profesor y sus conmilitones
no viajan más allá de Inglaterra, al menos de momento,
y sus actividades se reducen a hacer presunciones, a aventurar
conjeturas acerca de comportamientos futuros, a adivinar fundadamente
lo que sus conejillos de indias harán. Por lo que sabemos
a partir de sus revelaciones, parece que el docente en excedencia
inició esta nueva vida tiempo atrás y que su valor
principal, la razón por la que se le incorporó,
fue su presciencia, su don para el vaticinio, esa mente detectivesca,
aunque también su propia condición profesional:
un profesor de lenguas es, en este caso, bien útil para
sondear e interpretar a españoles y latinos aportando importantes
labores de apoyo (sus primeras observaciones lo fueron de dos
chilenos, tres mexicanos y un venezolano). En realidad, lo que
Deza hace es exactamente lo mismo que ya hacía en los ochenta
un antiguo colega, profesor de lenguas como él. Según
lo leído en Todas las almas, se trataba de ejercer
de traductor para el Servicio Secreto, de traductor, sí,
pero también de intérprete de vidas, según
le reveló Toby Rylands: se refería a un tal Dewar,
al que de mal nombre llamaban el Matarife. Dewar era convocado
regularmente “a Londres para realizar escuchas, para traducir
grabaciones e interpretar tonos”, dando, además,
“su opinión acerca de la sinceridad, buenas intenciones”,
etcétera, del observado. Fue a partir de entonces, en el
momento en que Rylands le descubrió las actividades secretas
del profesor, leíamos en Todas las almas, cuando
el afecto que el narrador sentía por el Matarife se intensificó,
dotado como Deza de “facultades políglotas e inquisidoras”.
Era, pues, una afecto premonitorio, un vaticinio involuntario
de lo que iba a ser su futura dedicación en Baile y
sueño.
Estoy detallando lo anterior, estoy resumiendo algunos de los
hechos principales de los dos volúmenes de Tu rostro
mañana, estoy proporcionando algún dato básico
y me doy cuenta de que anulo todo el efecto que la novela pueda
provocar. Pero no porque revele la intriga, cosa secundaria siempre
en Marías, sino porque desactivo el principal dispositivo
del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente por
el narrador o todos los parlamentos pronunciados por los personajes
que hablan en primera persona son objeto de disquisición,
de conjetura, de augurio. Cervantes ideó la digresión
para aventurarse en algunas ramificaciones de su historia principal.
Dejaba esta última en suspenso para adentrarse en mil y
un avatares o sucedidos que no aportaban nada decisivo al discurrir
básico. También los novelistas del Ochocientos,
esclavos de su público, alargaron monstruosamente las entregas
de sus relatos para así dar satisfacción a su audiencia.
Vargas Llosa, por ejemplo, nos lo recordaba recientemente cuando
analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables.
Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia
para expresar el fluir del monólogo interior, desordenado,
caótico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional
a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etcétera,
etcétera.
Javier Marías ha elevado a la categoría de hábito
narrativo la digresión interior, la corriente de conciencia
conjetural, hipotética: no es que el monólogo exprese
el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las múltiples
conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir,
el observador prácticamente no sabe nada, no conoce gran
cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en
las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas,
en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia
cultural, en su código de percepción y de interpretación.
¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones?
Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente
porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así.
De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo
de la novela castiza (según proclamaba en un ensayo recogido
en Literatura y fantasma) lo vemos ahora aproximándose
a la vida, ‘traduciéndola’: los monólogos
de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles,
como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos
para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre
de la existencia. En las novelas de Marías pasan cosas
tan raras como las descritas, incluso extravagantes (como tantas
veces nos pasan en la vida real) y el testigo o protagonista emprende
presunciones más o menos fundadas o locas o arriesgadas
con el fin de dar significado, de atisbar. ¿Pero dónde
hallar la confirmación de lo que aventura?
La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, opera de manera
irresoluta, deja sin consumar historias, nos sume en la perplejidad.
En la filmación cinematográfica más naturalista,
hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora
y moraleja, recursos que provocan paradójicamente una impresión
de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo
clásico), también se daba ese artificio, en nada
parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selección,
orden y sucesión, en ésta, por el contrario, todo
es copioso y simultáneo, como apostillaba Jorge Luis Borges.
En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música
de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados,
y los únicos fundidos en negro son el sueño y la
muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista
Javier Marías para dar el cierre. Mientras tanto, nos dejaremos
llevar por el desparpajo atónito y errabundo de Jaime,
Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, nos abandonaremos a su salmodia,
a sus meandros, ese narrador que cultiva la disquisición
y el desvío, formas sofisticadas de vivir en este tiempo
expeditivo que tolera mal la digresión y la demora. Mientras
tanto, nos dejaremos apresar con su facundia, con esa sintaxis
expansiva y relacional en la que un asunto lleva a otro y en la
que más que el tema o la intriga es la descripción
del mundo y de uno mismo aquello que domina, de acuerdo con lo
que en términos psicoanalíticos llamaríamos
asociación libre. “También allí”,
leíamos en Cuando fui mortal (1996), “había
sólo una luz de lámpara baja, gran parte de la habitación
en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia
de la que nos escamotean los principales datos y sólo sabemos
detalles sueltos, mi visión borrosa y el punto de vista
tan reducido”.
Ése es el ‘estilo Marías’, el toque
reconocible en todas sus novelas, una forma de hablar, de pronunciarse,
que identifica cualquiera de sus textos y que ha sido objeto de
remedos empeñosos, al menos en los años noventa.
Y, sin embargo, el principal y mejor imitador de Javier Marías
es... Javier Marías, con el riesgo que eso implica. Para
sus adeptos más fieles, un nuevo texto asegura el mismo
disfrute, la edificación de un mundo propio, como obra
todo gran escritor; para sus lectores más renuentes, Marías
correría el peligro de repetirse, incurriendo en fórmulas
que fueron felices hallazgos y que, a fuerza de calcos o duplicados
(aseguran), se convierten en ejercicios manieristas. ¿En
qué se diferenciarían las voces narradoras, los
ecos shakespearianos, de Corazón tan blanco (1992)
o de Mañana en la batalla piensa en mí (1994),
sus monólogos, sus conjeturas, sus... ? Hablamos de novelas
que están entre Todas las almas y Tu rostro
mañana, novelas que comparten un modo de hacer, de
narrar, de transcribir el mundo: la digresión, la perorata,
el excursus, los rodeos, las cavilaciones, los meandros, los desvíos,
las disquisiciones, las acotaciones hechas también por
un traductor-intérprete o por un negro. En principio, quien
traduce es un mero transmisor que busca equivalencias sin añadir,
sin cambiar el significado, sin aportar nada propiamente suyo;
de entrada, un negro en el sentido particular que se le da a esta
expresión cuando se califica a quien escribe por otro es
el que presta la palabra para verbalizar las ideas de aquél
sin agregar nada, omitiendo, pues, su autoría. El intérprete
de Corazón tan blanco y el redactor de Mañana
en la batalla piensa en mí son, sin embargo, unos
fisgones a los que les suceden cosas por entrometidos o por simple
azar y, por ello, son unos inevitables indiscretos que hablan
y hablan y hablan para nosotros aventurando lo que no saben pero
finalmente han sabido o lo que no han pensado que les pueda pasar
pero a la postre les pasa. Hay, en efecto, un tono común
en los narradores de todas estas novelas, una voz cuyas inflexiones,
amplificaciones, repeticiones graves y humorísticas hacen
familiar la escritura de Marías, hasta llegar justamente
a la más confesional, hasta llegar a Negra espalda
del tiempo (1998). ¿Se lo reprochamos, pues? ¿No
será, acaso, que ésa es la mejor forma que tiene
de contar la vida, con esas variaciones, un hallazgo intratextual,
de autocita, de autoparodia?
Así es la existencia, parece decirnos: con la digresión
como principio y con la ignorancia atrevida y conjetural como
conducta, y así la cuenta también, a retazos, en
Baile y sueño: es como ver una gota de sangre
en lo alto del primer tramo de una escalera, en la casa de un
respetable profesor de Oxford, sin saber a qué atribuirla;
es como atisbar a través de la ventana a un bailarín
en la casa de enfrente ejecutando pasos de baile sin oír
la música que le acompaña, sin saber qué
le marca el ritmo; es como escuchar una conversación ya
iniciada o un monólogo que alguien deba traducir, palabras
de las que se entienden las frases, unas palabras que pueden ser
convertidas y reproducidas, pero sin saber a qué asunto
aluden; o es, en fin, como si alguien nos narrara una historia
de espías cuando el protagonista ya ha dejado de serlo
o cuando esos hechos que se cuentan en pasado, en un pasado reciente,
nada dicen del presente de la enunciación. Así,
en efecto, es la vida.
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