Tu rostro mañana de Javier Marías: autoconciencia y sentido


JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
Revista de Occidente
núm. 286, marzo de 2005


Cuando un escritor es consciente de lo que hace, cuando sabe que lo que hace va más allá de su instrumento (la palabra), incluso del medio (la literatura) y sus cauces (los géneros), el lector acaba percibiéndolo. Conforme avanza la lectura de Tu rostro mañana se va produciendo un vínculo tan estrecho entre la forma de este proyecto narrativo y su sentido ético, que lo que a primera vista parecen arbitrariedades o caprichos de un estilo (en cualquier caso legítimos, incluso si lo fueran), cobran finalmente el relieve y ganan el peso de su necesidad. Conforme leía estas dos primeras novelas del ciclo Tu rostro mañana, las tituladas Fiebre y lanza y Baile y sueño, iba adquiriendo conciencia de que toda la literatura anterior de Javier Marías parecía ser preparatoria de lo que en este ciclo alcanza. Y ésa es la primera de las características que definen Tu rostro mañana: esta novela está escrita como si al propio autor le fuese necesaria y hubiese comprometido en ella unas dimensiones Y un calado que convierten lo entregado antes en preparatorio, en afluentes de un río, del que conoce el sentido y la dirección, pero no sus dimensiones y ni siquiera qué nuevos afluentes lo conformarán. De ahí la imprecisión misma del proyecto, concebido como dos volúmenes, que luego serán tres o incluso más (es extremo que no puede aventurarse ahora).

Abordemos primeramente esta indefinición: ¿por qué un autor que ha mostrado dotes muy granadas de autoconciencia no puede dirimir ahora la longitud y extensión del proyecto? En absoluto ocurre porque no sepa dónde quiere ir, sino porque esa dirección y proyecto, ya muy dibujados a juzgar por lo que tenemos de él, pueden obligarle a crecer, en la medida de las necesidades que la escritura de la novela va aportando. Y no es el consabido tópico, ajeno a su cosmovisión literaria, de que los personajes crezcan o cobren vida independiente del diseño del autor. No. No parece Marías un autor al que pueda sucederle tal cosa. La indefinición arranca de que el tratamiento de la mentira, del miedo, del olvido de la historia, de la venganza (su renuncia a ella), puede requerir más porque la novela misma vaya adensando sus meandros en el amino hacia su desembocadura. Cuántos sean esos meandros es menos importante que cuáles, por la urdimbre que la reflexión va trenzando en el diseño, y en la realización misma, de la escritura.

Me he servido adrede de la analogía con el río para dar cuenta primeramente de otro rasgo: conforme avanza su lectura el lector va percibiendo que el caudal crece, y que las muchas afluencias que va recibiendo (en virtud de un estilo conscientemente digresivo) lo van adensando, hasta cobrar todas una nueva dimensión distinta de la que parecían tener en principio. Es como si una novela que parece repartirse en cauces diversos cobrara toda su sentido en la necesidad que cada componente de ella va incorporando a su fluir.

De ese modo la novela se va haciendo, es una estructura en progreso, tiene un germen fundamental en la dialéctica memoria/olvido, en las trampas y rostros metamorfoseados que toda historia recibe cuando es contada, en la incapacidad para obtener el rostro del futuro (Tu rostro mañana) a partir de los perfiles que las mentiras, los miedos, los disfraces de la historia y la memoria personal, también la colectiva por necesidades de olvido, le ha ido imponiendo. La pregunta fundamental que la novela se plantea es ¿cómo no supimos ver lo que ocurriría? Ligada a otra consecuencia ética: es preciso contarlo para que no vuelva a ocurrir. Claro está que es la prescencia un motivo recurrente, y ese motivo podremos perseguirlo en las páginas que lo desarrollan explícitamente, tanto en la historia del padre del protagonista, traicionado, sin que pudiera predecirlo, por quien se decía su mejor amigo (motivo que se desarrolla en la parte central del primer volumen), como en la curiosa dedicación profesional del trabajo de Jacobo (o Jaime o Jacques) Deza: percibir en otros, asistiendo a entrevistas e interrogatorios de distintos personajes, en su trabajo con Bertram Tupra, lo que serán o pueden ser o hacer esos personajes (por ejemplo un militar venezolano), poder anunciar su futuro, inscribirlo como posibilidad primero y quizá como verosímil certeza después.

Pero por debajo de estas explícitas recurrencias del motivo de la prescencia hay un sentido mayor: la pregunta por la traición, por la violencia y el horror de la Guerra Civil española (e indirectamente de la europea o mundial), por cómo unos seres han desencadenado en unas circunstancias dadas unos comportamientos abyectos. ¿Eran previsibles? ¿Podrán serlo otros en el futuro? De ahí se siguen otras preguntas que la novela desarrollará en su segundo volumen: la pregunta por la violencia extrema, por el miedo como urdimbre fundamental de unas conductas que dominan al hombre, por la falta de piedad de sus comportamientos animales en situaciones de violencia, etc.

Hay una frase enunciada por Peter Wheeler (excelente personaje): «La posteridad es infinitamente más larga que los escasos y malvados días de cualquier hombre» (FL 141). Cuando ya todos han muerto, ¿qué se sabrá cierto de ellos? ¿Cómo saber la verdad de lo que ocurrió? ¿Cómo escribir la historia? En esa frase y en lo que contiene se halla contenido el núcleo germinal de un proyecto narrativo que comienza diciendo: «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos, ni aportar historias, ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero que estaban ya a salvo en el tuerto e inseguro olvido» (FL 13). El lector sabe que se trata de la literatura, de la función del narrar literario, se vierta en ficción o se vierta sobre acontecimientos históricos, porque si la literatura no los salva los sepultará el olvido. Javier Marías no quiere que tal cosa ocurra: es preciso que la literatura alcance en la memoria el sentido de su habla, de su decir, que supera por tanto las trampas del lenguaje, su cárcel, aunque tiene que salvar dichas trampas. Pero eso que ocurrió, ¿ocurrió realmente y ocurrió así? ¿De qué forma contarlo?

Esas preguntas alcanzan a otras más seriamente comprometidas con su propio estilo de autor. Podría, si Marías fuera un novelista convencional, contar las cosas como las cuentan las novelas, escribir simplemente historias. Pero lo que ocurrió es algo más que versiones, algo diferente a decires, incluso algo muy distinto a hechos. Porque hay que contar también lo que hay detrás de ellos. Y ahí Marías alcanza su singularidad de artista: se trata de decir también las causas, lo que rodea los hechos, se trata de indagar reflexivamente en el alma de las cosas y de los hombres (del hombre), por ejemplo reflexionar sobre la mentira, sobre la violencia, sobre el miedo, sobre todo lo que puede estar detrás de unos hechos históricos. Este ir desde un nivel de la historia, concebida como trama (lo que los dos volúmenes cuentan sobre hechos ocurridos a Andrés Nin, a Julián Marías (aquí personificado como Juan Deza), a Peter Russell (aquí Peter Wheeler), a Emilio Marés, etc, hacia lo que es más precisamente definitorio de la apuesta literaria de Marías: reflexionar, indagar sobre procesos éticos o faltos de ética, sobre conductas y sus motivaciones profundas, sobre situaciones extremas, sobre la dignidad (la de su padre, tan soberbiamente inscrita en su silencio), y la indignidad de los traidores, sobre la humillación de los vencidos. Y hacerlo como Cervantes se despide en el Prólogo del Persiles, repetido en el curso de los dos volúmenes: «Adiós, gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos...» Sin odio, sin ira, con un superior designio ético, que evita, diciendo cuanto tiene que decir, hacerlo como un «ajuste de cuentas».

Si quisiéramos reducir a anécdota su impulso inicial podría decirse que esta novela es un homenaje a su padre, cuya voz narrativa impone un emocionante fluir, tremendo, lleno de dignidad, tanto en el primer volumen, cuando narra la traición del amigo (FL 163-222), como en los episodios que cuenta en el segundo volumen relativos a lo oído en el tranvía en la calle Velázquez, como en la historia cruel del asesinato en figura de toreo de su compañero de Facultad (BS 305-336) Emilio Marés, que va pautando una escenificación, sin parangón alguno por su fuerza real y simbólica, de la abyección que la Guerra Civil provocó en las conductas, prolongada en los vencedores mucho años después. En estos «relatos citados» que el padre hace, puesto que están en comillas de valor (porque lo son en su pensamiento y no es estilo directo propiamente dicho), el estilo de Javier Marías abandona el recurso que luego llamaremos «estados conjeturales», incluso la dimensión digresiva del discurso rítmico, para ofrecer una fluencia, un (dictum rítmico de la emoción vivida, la misma emoción y perplejidad con que su padre pudo sufrir y ser espectador de violencias extremas.

No resulta casual (en Marías nada lo es) que tal narración en Baile y sueño la inserte el autor justo después de los dos capítulos, antológicos asimismo de representación de la violencia y del poder que el miedo a ella origina, en que se narra la escena de la espada, y cómo ese enigmático (también soberbio personaje) Bertram Tupra amedrenta hasta el horror tanto a su víctima, el estúpido De la Garza, como a los lectores, que no pueden leer sin estremecimiento, sin una catarsis profundamente liberadora de ella, la violencia gratuita en estado puro, aumentada por las resonancias simbólicas que en el imaginario humano tiene la espada, el alfanje, la lansquenete (BS 271-296). Los cuatro capítulos de Baile y sueño que he evocado (pp. 271-336), y en los que Marías ha alcanzado la que considero cima de su escritura, son ya próximos a la desembocadura: ahí va afluyendo cuanto Marías ha venido acumulando, en creciente densidad, a lo largo de su novela. Por ello terminan con una página conclusiva sobre el sentido, sobre las guerras, sobre la violencia, pero también el sentido del contarlas, del decirlas, y de la que extraigo lo siguiente (aunque debería el lector leerla entera):

“Ahora noté que mi padre pensaba en voz alta más que hablarme, y seguramente eran pensamientos que venía teniendo desde 1936, y quién sabía si a diario de la misma o parecida manera en que no hay día o noche en que no se le representen a uno en algún instante la idea o la imagen de los muertos más próximos, por mucho que pase el tiempo desde que se despidió uno de ellos, o ellos de uno: «Adiós, gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida.» Y en el pensamiento que a continuación le vino utilizó una palabra que más tarde le oí emplear también a Wheeler al referirse a las guerras, aunque éste la había dicho en inglés y era «waste» si no me engaño. « Y qué increíble desperdicio... No sé, se recuerda y no se cree. A veces me parece mentira haber vivido todo eso. Uno no ve el porqué, sobre todo al cabo de los años cuesta aún más verlo. Nada de lo grave parece nunca tan grave al cabo del tiempo... No para iniciar una guerra... ni para que nadie mate a nadie”.Y entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán tildados de baldíos y de ingenuos... Ya qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, el baile, y tantas las dudas, y tal tormento.” (BS 335-336)

Pero hasta llegar aquí, el río de esta novela ha tenido diversos afluentes y un discurrir en apariencia tan sinuoso y tan digresivo, que podremos ir viendo colmado sólo en estos meandros de su desembocadura y en las muchas señales de sentido que el autor, en un proceso de autoconciencia muy suyo, ha ido señalando a lo largo de los dos volúmenes. Autoconciencia digo. Y es sobresaliente la forma como Marías ha ido dibujando al lector un mapa preciso del recorrido, para que no pierda el norte. Marías tiene brújula y va enseñando su pantalla al propio lector, de forma que éste sepa qué es cauce principal, y camino en la dirección que la brújula le marca, y qué afluente necesario para acrecentar el caudal de su novela-río. La autoconciencia se ofrece de tres maneras, que por separado son ya de por sí elocuentes, pero que juntas darán cuenta de la naturaleza adoptada por su estructura discursiva y peculiar estilo.

La primera forma es la auto-referencia que el narrador va haciendo a los motivos centrales, digamos a su arquitectura interna y que desarrollan un problema de conocimiento y una legitimidad del lenguaje. Aquí se pautan las dialécticas sobre las que la novela vuelve una y otra vez y que explicitan las oposiciones saber/ignorar, verdad/apariencia, historia/discurso, ser/lenguaje, todas ellas resueltas en la convergencia fundamental de memoria/olvido, ya señalada. Puede el lector perseguirlo en Fiebre y lanza (por ejemplo en p. 176, sobre la que se guarda y sepulta frente a la que emerge porque nos la cuentan, indagamos, sabemos, adivinamos, la que hacemos frente a la que traducimos en el recuerdo etc.), también se desarrolla ese motivo en pp. 182-183 de Fiebre y lanza, esta vez vertido en el eje pasado/presente/ futuro, esto es en el tiempo, lo conocido, lo conjeturado, lo por conocer, lo sabido y lo recordado. Toda esa discursivización del problema central del conocimiento, cuando se ha visto zarandeado por la inevitable fisura del tiempo (también como durée, bergsoniana, como vivencia de él, como Zeit-Erlebnis), no se abandona nunca y va propinando a los dos volúmenes su unidad fundamental. Unas veces se ofrece como reflexión explícita, otras veces a través de analogías metonímicas como la mancha de sangre descubierta en el piso de Peter Wheeler y borrada, limpiada por el protagonista. Reconstruir su origen puede dar lugar a varias conjeturas, pero una vez borrada, o limpiada, ¿qué podremos saber sobre su existencia real? Preguntando acerca de ella, conjeturando posibilidades... Que este motivo de la mancha de sangre vuelva una y otra vez, y que se prolongue en Baile y sueño (p.152 y conversación con Luisa en páginas posteriores) no es tampoco casual: indica una autoconciencia del motivo como metonimia del hecho (la sangre), de la memoria (su borrado o no), de la culpa como simbología asociada a la mancha, etc.

Baile y sueño incorpora sin embargo un desarrollo nuevo del tema central de la memoria restauradora del olvido, en la idea del Juicio Final (desarrollada sobre todo en pp.162 y ss.); un encuentro de los asesinados con sus asesinos, una previsión obviamente sólo conjetural del motivo de la culpa, de las responsabilidades por lo hecho, de lo que el asesinado o ultrajado puede espetar a quien le hirió, en ese momento cuando ya nada es pasado, sino presente o futuro. Esta «visión» del futuro contiene la almendra misma del segundo volumen de la novela. ¿Habrá compensación futura al do¬lor? ¿Se hará justicia? ¿Quedará restablecida la verdad? Preguntas a las que el autor responde con esta apuesta ética en el tiempo que es su escritura. Obviamente tales preguntas sólo la literatura puede contestarlas, y esta novela es un ejercicio en esa dirección. Porque la novela es una palabra en el tiempo, y el tiempo (el re¬cuerdo, la memoria y la palabra que las restituye), la vía única de comunicación de los vivos y los muertos (BS 249). En el quicio en¬tre la primera y segunda parte de Baile y sueño (pp. 246 y 249) se formula la poética del tiempo como ejercicio de restitución de la nada que fue, o el recuerdo y señal de la mancha que el olvido, o alguien, o muchos, borraron definitivamente.

Hay una segunda manera en que la novela va mostrando la autoconciencia: la propia estructura recurrente de su desarrollo narrativo. Aparentemente, y en un plano superficial en el que es demasiado fácil quedarse (y quedan muchos), la novela va dando bandazos, es digresiva, eso es evidente desde el comienzo, y un discurso lleno de lo que parecen «excursos» informa de esa estructura, llamémosla «externa», propiamente narrativa. Si tomamos esa estructura desde su dimensión temporal, Fiebre y lanza narra en realidad una velada vespertina en casa de Peter Wheeler y la mañana que le sigue, hasta la hora del almuerzo. Baile y sueño vuelve a ser una estructura concentrada temporalmente. Una velada, esta vez en una discoteca, en unas pocas horas, hasta que Bertram Tupra lleva a Deza a su casa, con un quiebro final que anuncia una continuación reveladora. En esos espacios temporales tan concentrados, se van introduciendo, sobre todo a partir de diálogos o con conversaciones narradas, lo que parecen digresiones (por supuesto luego sabemos que no son bandazos) y que va urdiendo una trama con «excursos» referidos a la historia anterior de Peter Wheeler, que guarda claves escondidas sobre su pasado de espía, pero también sobre su participación en la guerra española. Esta historia indagada febrilmente por Deza en la biblioteca del propio Wheeler, antes de acostarse, permite introducir otros casos de verdad escondida, o semioculta, la de Andrés Nin y finalmente la del propio padre de Deza. Luego vendrá el desarrollo de su función profesional de «indagador de verdades escondidas» al servicio de Tupra y por tanto una vuelta de tuerca a la idea central.

En el caso de Baile y sueño la estructura narrativa adopta formas semejantes porque a partir de una escena embrionaria, ocurrida en la discoteca, se vuelve a la historia del padre de Deza, a la de Emilio Marés, a la de otros que han sufrido la violencia extrema, todas arrancando del núcleo central de la violencia ejercida en la escena de la espada, almendra central de la estructura de Baile y sueño.

El lector va percibiendo, conforme las cerezas de estas historias van saliendo de su cesto, que no hay tales digresiones, que lo son en la estructura superficial de su diseño narrativo, pero no son tales en la estructura profunda a la que remiten; son todos casos de un mismo problema: conocer la verdad y cuánta verdad ( y mentira) hay en el pasado que ha sido revelado (u ocultado) y cuánta puede haber en el futuro previsto o auscultado, esa prescencia de la que hablábamos arriba (y que Fiebre y lanza desarrolla como tema en pp. 263, 427, 433...).

Además no puede escapar al lector un fenómeno de la estructura narrativa que considero fundamental: todo lo que Jacobo Deza cuenta por sí mismo, o por cita reproducida del decir de otros (Wheeler, su padre, ambos de la generación anterior y emblema de su significación como maestros de vida y de conocimiento), todo se va introduciendo como un flash back a partir de lo que Deza está rememorando en su habitación londinense, en la soledad de un apartamento frente al cual ve a unos vecinos bailar, gesticular y sobre los que asimismo conjetura. Tanto esa referencia recurrente a los vecinos, como las conversaciones con su ex mujer, Luisa, arrancan discursivamente del momento presente (en tanto discurso originario del narrador en el momento de su enunciación, posterior por consiguiente, como tiempo discursivo, a cuanto va contando, pero punto de partida del discurso mismo). Aparte de introducir temas de calado emotivamente existencial, aparte de servir como palanca para una visión más emotiva de la vivencia del personaje, y aportar un deje de melancolía que va tiñendo su presente, las conversaciones con su ex mujer permiten conectar muchas veces el momento evocador (el presente) y el evocado, tanto por lo que se refiere a que Luisa conoce a Wheeler y hablan de él, como por las preguntas que en Baile y sueño Jacobo Deza formula a Luisa sobre la menstruación sobrevenida (posible explicación y alternativa jocosa a la mancha de sangre sobre la que tanto se ha hablado en los dos volúmenes) o bien sobre la práctica del botulismo facial que ha escuchado en la discoteca de boca de la Garza a propósito de Flavia Manoia. Son por tanto modos de comunicar los tiempos de la evocación y los tiempos de lo evocado, el presente de Deza y la reconstrucción que su memoria está haciendo del pasado.

Hay, por último, una tercera manera de expresión de autoconciencia de autor mostrada al lector: el ritmo de la prosa, y su vindicación práctica de los que podría llamar «estados conjeturales». Elijo ese sintagma, para conectarlo con los status coniecturae de los que hablaba la retórica clásica como modalidad de thesis, una forma de discurso que va abriendo a cada paso el desarrollo de un argumento a partir de varias hiphotesis. He dicho arriba (y es lástima que los límites razonables de este artículo me impidan desarrollarlo) que el estatuto mismo de la verdad se asemeja siempre discutible cuando se aborda desde el recuerdo y desde la narración de él. El tema del hablar, el discurso que debería callarse, el decir banal, está muy desarrollado en toda la novela. En Fiebre y lanza da lugar a toda la reflexión sobre el hablar y la importancia en nuestras vidas de las historias que oímos, reproducimos, comentamos, resumimos etc. (motivo que desarrolla ya el capítulo primero, pero sobre el que vuelve luego, por ejemplo en pp. 409 y ss., ofreciendo allí un largo y muy preciso discurso sobre la lengua, siguiendo el modelo de elogio y vituperio de los humanistas). Tal tema central tiene asimismo su desarrollo con el extenso «excurso» (pp. 387-419) de las viñetas que Wheeler muestra a Deza sobre la prescripción del careless talk (hablar negligente o descuidado) en la resistencia británica contra Hitler. Por tanto el discurso y sus atributos dialécticos de afirmación, negación, velo, indagación, ocultación y mostración es tema recurrente y ello lo advierte cualquier lector desde la frase inicial de la novela. Se ofrece también el motivo en Baile y sueño repetidas veces, en la escena de la discoteca, ya propósito de cuánto hablan, y qué mal y qué sin fuste, De la Garza y otros contertulios españoles de esa noche.

Pero Javier Marías tiene el acierto de llevar a su propia sintaxis ese gran tema de los «estados conjeturales». Uno de los rasgos más reveladores de su singularidad en cuanto estilo (entendiendo ahora por tal término la compositio) es que en la frase literaria de Javier Marías el discurso, el fraseo que lo constituye como tal discurso, se va abriendo constantemente para introducir formulaciones contrarias, o matizadas, o hipótesis otras que contraponer a las dichas, o desarrollos posibles que adjuntar a ellas... No considero que este fraseo sea caprichoso y mucho menos hijo de ninguna impericia. Antes al contrario, es el modo de ejecutar su poética de escritor de novelas, y en el caso de ésta, incluso el tema mismo de ella: cada cosa puede tener su otra cara oculta, que puede o no entreverse, conjeturarse, decidirse en el plano de la posibilidad, en su alternativa, en su rostro (velado o sepultado) del pasado o en su rostro mañana (si fuéramos capaces de preconocerlo).

¿Qué mejor forma de dar un contenido que hacer que cada frase de la novela lo convierta en signo, como si Marías hubiera decidido que los «estados conjeturales» de su estilo mostraran por sí mismos y desde ellos su poética de escritor reflexivo, su manera de desconfianza hacia las verdades aparentes, su forma más genuina de libertad de juicio sobre lo que habla, que ve siempre, se trate de lo que se trate, a contraluz, como si su fondo de otredad emergiera, en el pliegue de sus alternativas, en el sinuoso discurrir de su sintaxis? Los estados conjeturales son por tanto una forma de lo que Barthes llamó significancia, ese atributo del estilo que va más allá del significado y que lo es desde el vínculo con su significante.

La literatura, así, la novela, es caleidoscopio de la realidad humana, pero no para decir su carencia de atributos, ni para el gesto posmoderno de desleír cualquier verdad, sino porque aquello que conforma nuestro ser tiempo no puede decirnos siempre iguales y para siempre; si acaso puede sostener la necesidad de hacer justicia a quienes fueron dignos, y de anunciar los horrores de esa waste land en que toda guerra convierte las conciencias y su necesidad de olvido. Escribir novela hoy, para Javier Marías, a la altura de ésta, la mejor de las suyas, puede no ser otra cosa que esa llamada a una ética no violenta de quien, como Cervantes, quiere encontrarse más allá incluso de la violencia del recuerdo, pero necesitado de prevenir los rostros que mañana tendrá la Medusa que ha originado tanta muerte, tanta violencia, tanto miedo.


JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
Revista de Occidente, núm. 286
marzo de 2005



 


A la espera del día siguiente

Andrés Pau
Levante. El Mercantil Valenciano
10 de diembre, 2004


En las primeras páginas de Baile y sueño hay una reflexión de Jacques o Jacobo o Jaime -pero también Jack o incluso Iago- Deza, protagonista y narrador del ciclo narrativo Tu rostro mañana. Deza piensa: "en seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo".
Al final, ya muy al final del libro, reaparece la misma frase, sólo que ahora con un interesante añadido: "Todo insiste y continua solo, aunque opte uno por retirarse". No podríamos encontrar, o sí, pero resultaría menos expresiva o ejemplificadora que esta breve cita, otra frase que captara mejor el espíritu de la segunda y penúltima parte de Tu rostro mañana, el fondo y la forma -qué antiguo suena aquel viejo debate, ¿no?- de este libro único y sensacional. Baile y sueño repite la arquitectura narrativa de Fiebre y lanza, en su continuación, un paso más: los personajes -más secundario y siempre evocado sir Peter Wheeler, más importantes Luisa, la esposa del narrador, con quien mantiene una extraordinaria conversación telefónica, el innombrable Rafita De La Garza (qué interesante sería hacer una lista, lo aviso, es ingente, de adjetivos, bastantes de ellos en inglés, con que se califica a tan disparatado personaje del cuerpo diplomático español), el padre de Deza o Mr Tupra, que aporta oscuridades no pensadas a su antes apacible figura-, las pequeñas anécdotas aparentemente baladíes, como la mancha de sangre en la escalera de la vivienda de sir Peter Wheeler o el dicharachero bailarín del otro lado de la plaza en que vive Deza, y los espacios -Londres, Madrid. Comparte hechos del pasado como nuestra última Guerra Civil- dos atrocidades nuevas son relatadas, una por cada bando: en uno la bestia es el populacho, en el otro, hay que recordarlo siempre, son las autoridades. Conocemos además la existencia de un novelista carnicero y ufano de haberlo sido -y, por supuesto, abunda en eso que algunos dan en llamar digresiones y otros, más redichos, "reflexiones al hilo de la narración". Y si uno de los más detestables hábitos de nuestro tiempo es la simplificación de las cosas, la banalización de los sucesos y de los acontecimientos, Javier Marías se desenvuelve como pez en el agua en este territorio, el de las digresiones, para luchar contra el páramo intelectual en que parece haberse convertido occidente en la actualidad. Lo dice el padre del narrador, ya anciano, durante una larga conversación con su hijo: "Para alguien tan antiguo como yo, es asombroso lo tonto que se ha vuelto el mundo. Inexplicable. Qué época de declive, no os podéis hacer idea. No ya intelectual, sino simplemente del discernimiento".

Y es el tiempo, una de las variables más marginadas en la narrativa española de las últimas décadas, quien se convierte en el indudable protagonista de Tu rostro mañana: una sola noche -la cena fría en casa de Sir Peter Wheeler- era el tiempo real en que se desarrollaba Fiebre y lanza y una sola noche, también, es el tiempo real en que se desarrolla Baile y sueño: un tiempo narrativo, pues, que se retrotrae y avanza al hilo de unas cavilaciones que se alargan, se enredan o se adhieren y provocan el cada vez más profundo y fascinado desvalimiento del lector. Si en Fiebre y lanza se nos hablaba de la presciencia, de hablar o callar, de la importancia de las adivinaciones y de la incorporación del intelectual Deza a un entramado sin nombre ni tampoco existencia oficial pero que parece constituir un poder oculto, aquí, aunque también tienen su papel, y no pequeño, en Baile y sueño, las palabras clave son la violencia y el miedo. La dominación del miedo mediante la violencia, la paralización de los seres humanos a través del miedo -qué terrible es la escena de la espada en la mano de Mr. Tupra sobre la cabeza de Rafita apoyada en la taza de un sanitario, encerrados en el cuarto de baño de los minusválidos de una discoteca-, la asunción de gallardías impensables gracias al miedo que provoca la violencia: "Las madres en primera línea con sus niños bien cerca, serían los mejores guerreros en las batallas, os lo tengo dicho", dice Tupra, en ese momento llamado Reresby, a su subalterno Deza en la conversación que cierra la novela. Deza ya forma parte de ese grupo de apariencia compacta pero de existencia extraoficial, al menos, sombría, oculta, supuesto autor de terribles acciones en el pasado y tal vez en el presente, y como miembro de tal estructura tiene que acompañar a su superior Tupra a una cena y las copas posteriores con un matrimonio italiano, los Manoia -¿la Mafia, el Vaticano?-, y entretener a la esposa, mujer antaño de bandera y que ahora intenta ralentizar con afeites y cirugías su marchitamiento.

Podría parecer, a juzgar por lo dicho hasta ahora, que Baile y sueño es una novela -menos mal que el término novela es lo suficientemente amplio y agradecido como para que quepan en él magníficos ejemplares como éste- aburrida, lenta, en la que "no pasa nada". En absoluto, en Baile y sueño ocurren decenas de pequeños o grandes acontecimientos, algunos de ellos ciertamente hilarantes; los más, a conciencia sobrecogedores. Y ocurren para que, a partir de ellos, la prosa de Marías se dedique a zigzaguear por la realidad y las suposiciones con esa sintaxis tan insólita y tan suya, que atrapa y ya no suelta sino que embebe al lector y lo hechiza, lo envuelve y lo absorbe hasta provocar ese cada vez más raro placer que supone la combinación del deleite estético con la reflexión profunda.

Jorge Luis Borges escribió en Emma Zunz una frase perfecta, redodna, que nos sirve para concluir esta reseña: "Luego, quiso ya estar en el día siguiente". Eso nos ocurre a nosotros, que deseamos fervientemente que llegue cuanto antes esa conversación en casa de Tupra cuyo anuncio cierra Baile y sueño, ambos personajes montados en el Aston Martin que les lleva al norte de Londres. Le va a explicar, a través de unos vídeos, "por qué si se puede ir por ahí pegando a la gente". Tendrá que ser dentro de dos años, cuando aparezca el tercer volumen de Tu rostro mañana, el ciclo narrativo más ambicioso e importante de los últimos tiempos.

 


El estilo Marías

SANDRA NAVARRO
La Rioja
9 de febrero de 2005


La escritura de Javier Marías (Madrid, 1951) nunca ha sido de fácil y cómoda lectura, pero desde la publicación de Negra espalda del tiempo en 1998 los trabajos de este autor parecen dirigirse exclusivamente a «iniciados», a lectores exigentes que no buscan en sus libros un entretenimiento para los ratos de ocio: a estos lectores se les insta a ser parte fundamental del proceso narrativo, a conocer y recordar anteriores novelas del autor (la omnipresente Todas las almas y su prolongación, Negra espalda) de las que parten los personajes y la intermitente trama, y también a ser pacientes con las disquisiciones del narrador que es ante todo un fantasmal portavoz del pensamiento mariasiano. De hecho, los últimos trabajos de Marías no son propiamente novelas, sino discursos narrativos en los que el fluir incesante de digresiones y reflexiones va sumando páginas que aspiran a abarcar el mundo y, sobre todo, a comprenderlo.

Por eso la anécdota es una excusa. La estancia del protagonista Deza en Londres y su pintoresco trabajo como delator para una organización secreta permiten introducir elementos y personajes muy próximos a la novela de espionaje, como el cinematográfico Tupra, el jefe del protagonista. Este es el terreno perfecto para la especulación (el desconocimiento de la identidad, la confusión de los nombres y de los rostros, la sospecha, el miedo, la noche) y para hablar pausadamente sobre la violencia, que es el tema fundamental de las reflexiones del narrador en esta segunda entrega de Tu rostro mañana.

Esta preocupación por la violencia instalada en lo cotidiano -que también ha sido abordada ampliamente por Marías en sus artículos periodísticos- se ilustra con dos episodios (uno, oído, el otro, presenciado por el narrador) en los que unos hombres ejercen la violencia de un modo gratuito sobre otros. El primero es el relato de un triste episodio que el padre de Deza le cuenta a éste sobre la matanza de republicanos en la Guerra Civil. El padre le hace partícipe a su hijo de unos hechos de los que fue involuntario conocedor y también le transmite el miedo que produce vivir acostumbrándose día a día a la violencia. Años más tarde Deza sentirá el mismo miedo al asistir a otra absurda manifestación de la violencia en un baño de discoteca, una acción grotesca, de gran dureza, evitable, incluso humorística: los extremos siempre se dan la mano en el universo de Javier Marías.

Otra vez el temor a saber (que se va traduciendo en un miedo a los congéneres y a sus acciones, en un miedo a estar en el mundo) provoca el rechazo que inspiran las palabras: «Calla y, entonces, sálvate», es una de las frases que van repitiéndose en la narración a modo de eco o de advertencia. Muchos otros asuntos se entremezclan en el devenir del discurso y sólo su lectura puede dar una idea del cúmulo de reflexiones presentes en este volumen que, por cierto, confirma el perfeccionamiento del autor en el que ya es su indiscutible estilo propio hasta el punto de mejorar la prosa del que le precede.

Qué duda cabe de que esperaremos la tercera entrega y todas las que le hagan falta al narrador-autor para terminar de contar su historia, si es que en algún momento se ha propuesto realmente contener su incansable voz para, así, salvarse.



 


Las madres con sus hijos en la batalla

FÉLIX ROMEO
Revista de libros
núm. 97, enero de 2005


Fiebre y lanza, la primera parte de Tu rostro mañana, terminaba cuando sonaba el portero automático en casa del protagonista, Jaime Deza, que había sido captado por un grupo del Servicio Secreto Británico. El momento en que quedaba suspendida la novela era de alta intensidad. Se habían contado muchas historias a lo largo de las casi quinientas páginas, y en medio fin de semana de acción: historias terribles de la Guerra Civil española; historias no menos terribles de la Segunda Guerra Mundial; historias de espías; historias de silencios; historias de amistad traicionada y de amor y de un matrimonio a la deriva; historias que, a menudo, eran relatadas por alguien que no era el narrador, un procedimiento extraño al utilizado por Javier Marías en sus anteriores ficciones. La acción de Baile y sueño, la segunda, pero no última parte, como parecía en principio, de Tu rostro mañana, transcurre en un lapso de tiempo todavía más corto, apenas una noche, aunque también se mezclan el pasado, el presente y proyecciones sobre el futuro, y también queda suspendida; esta vez, a la espera del visionado de unos vídeos en casa del jefe de Deza, Tupra.

La diferencia sustancial entre la primera y la segunda parte de la novela aún en marcha de Javier Marías es que en Baile y sueño desaparecen casi por completo las historias y la trama se concentra en las especulaciones del narrador: porque el personaje ya no tiene apenas nada que escuchar de los otros y prefiere dejarse llevar por sus obsesiones. Hay largas especulaciones lingüísticas: sobre la etimología y la formación de palabras; sobre la traducción simultánea; sobre la equivalencia entre lenguas; sobre la precisión a la hora de dar instrucciones; sobre el italiano y sus dialectos, sobre el castellano y sobre el inglés. Largas especulaciones filosóficas: en especial sobre la debilidad de pedir y la todavía peor debilidad de dar; y también sobre la violencia y su aplicación. Largas especulaciones, a veces muy poco interesantes si el lector lee habitualmente los periódicos, como la que realiza sobre el botox, la toxina botulínica utilizada como aplicación estética. Especulaciones sociológicas, nada interesantes o tópicas o con poca relación con la novela o tan genéricas que parecen producto de un daño oculto, sobre España y sobre los españoles o sobre las mujeres, y que llaman la atención por haber sido pensadas por Deza, un personaje que vive de juzgar a cada persona individualmente. Especulaciones inexplicables: como la larguísima sobre la menstruación, más que sorprendente en un personaje que ha estado casado, aunque haya vivido con el máximo pudor la relación con su mujer. Especulaciones sobre letras de canciones y sobre clases de espadas.

Sólo en la última parte del libro vuelven las historias, que interrumpen el interminable período de especulaciones: una historia brutal de la Guerra Civil contada por el padre de Deza a Deza, que tiene que ver con el Mal en estado puro, y otra, contada por Tupra, sobre las guerras realizadas por las madres con sus niños, ciertamente perturbadora. La primera interrupción corta el aliento, y recuerda lo mejor de Fiebre y lanza, que tenía muchas historias como ésta, y que al mismo tiempo evidencia la menor fuerza de Baile y sueño.

Casi toda la acción sucede en una discoteca londinense, a la que Jacques Deza ha asistido acompañando a su jefe y a un matrimonio italiano, que imagina vinculado con el Vaticano. Deza tiene que hacer de traductor simultáneo y de controlador de la mujer italiana, mientras su jefe y el marido charlan de negocios, quizá no relacionados con la seguridad de ningún Estado. Nada del otro mundo, una misión trivial, si en un momento dado no apareciera por la discoteca el hortera De la Garza, diplomático español, patán y metepatas, que ya tenía un breve papel en Fiebre y lanza. De la Garza complica la vida a Deza, se pone bailón y desaparece con la madura italiana, todavía atractiva. Santiago Deza, despistado, tiene que buscarlos en la discoteca, y detenerse especialmente en la inspección de los lavabos: es importante que los encuentre antes de que el asunto se ponga feo y pueda complicar las relaciones entre su jefe y el italiano.

También se avanza en Baile y sueño, aunque poco, en el timbrazo del portero automático, el momento que quedaba suspendida Fiebre y lanza, que realiza la joven Pérez Nuix, compañera espía de Deza, que llega a su casa, con su perro, mojados, para pedir un favor: que se haga pasar por otra persona.

Resulta ridículo especular acerca de qué sucederá y cómo se contará la tercera parte de Tu rostro mañana, pero parece difícil que todos los frentes que ha abierto Javier Marías puedan confluir en una única entrega, y más teniendo en cuenta que ha generado la promesa de otros: el que se esconde en los vídeos que le quiere mostrar Tupra, y el que encierra la aceptación de la propuesta de la joven Pérez Nuix. Pero sí se puede decir que Baile y sueño tiene muy poco que ver con Fiebre y lanza, tanto en la construcción como en la narración, y que de momento parecen dos novelas autónomas, de la misma manera que las dos novelas lo son respecto a Todas las almas, la novela matriz. Fiebre y lanza era una obra de una extraña belleza, llena como estaba de pérdidas terribles; una belleza que ha desaparecido en Baile y sueño, que camina por un tortuoso mundo interior obsesivo, pero no demasiado interesante.

 


El hombre que fue Reresby o el rostro de Tupra

FERNANDO VALLS
Quimera
núm. 52, enero de 2005


Quienes leyeran la primera parte de esta obra en marcha recordarán a Jaime Deza, el protagonista, a la joven Pérez Nuix y a Bertram Tupra, el jefe de ambos, el que siempre quiere más... Y estoy seguro de que no habrán olvidado los diálogos entre el joven español y el anciano profesor Wheeler. Estamos, por tanto, en la esperada segunda entrega de lo que parece, si el autor no vuelve a cambiar de opinión, que será una trilogía.

El caso es que de Fiebre y lanza hemos pasado a Baile y sueño. Ahora, estas dos partes aparecen numeradas (III y IV), como una manera de subrayar la continuidad. En esta ocasión la fiebre es baile y sueño y la lanza se ha trocado en espada, como Tupra se hace llamar Reresby. En el comentario que le dediqué a la primera parte acababa preguntándome por dónde continuaría una novela que entonces se cerraba con la pequeña intriga de saber quién llamaba a la puerta del protagonista durante la noche.

En esta nueva entrega, como no podía ser menos, el autor transita por derroteros distintos. Desde el título ya se nos proporciona alguna leve pista. Al conocido baile del vecino con sus dos amantes se suma la larga estancia en una discoteca idiotamente chic ("aquella noche tan extensa y errónea y desagradable", p. 257), donde transcurre gran parte de la acción. Podría decirse que el baile apela, simbólicamente, al 'Gran Baile', a 'La Noche del Juicio Final', en la que Reresby se descubre y muestra aspectos de su personalidad que desconocíamos; mientras que con el 'sueño' se alude al cada vez más habitual autoengaño que nos exculpa de nuestras acciones al vincularlas con ese estado en que los hechos parecen suceder menos o nada, fuera de la culpable realidad. Tal y como sabemos por el texto, el sueño remite al dramaturgo Marlowe: "He incurrido en fornicación, pero está en otro país y la moza ha muerto". El sueño es, por tanto, el lugar al que enviamos todo lo que preferimos no asumir de nuestra conducta, pero también se refiere al sueño del tiempo, a la otra dimensión o negra espalda.

Con todo, no abandonemos todavía el recuerdo de Fiebre y lanza. ¿Qué pervive aquí de ella? El tema, los personajes y la voz narradora son los mismos, aunque en esta ocasión adquieran bastante protagonismo un matrimonio italiano, los Manoia (Flavia y Arturo). Respecto a la relación de Deza con las mujeres, sabremos que Pérez Nuix lo visita para pedirle un favor y que sigue sin descartarlo; mientras que Luisa, su exmujer, tampoco parece haberlo sustituido del todo.

Esta vez, el arranque, "Ojalá nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara", sirve para dejar en suspenso la visita de la joven compañera de trabajo, La voz narradora no sólo se ocupa de los hechos, como es de rigor, de lo que ocurre en la discoteca, sino que se demora en diversas reflexiones, hasta el punto de que podría decirse que casi todo lo que se relata no es más que una continua digresión.

Tanto por la estructura tripartita del conjunto como por la utilización del tiempo, que ralentiza y dilata hasta convertirlo en otro de los grandes protagonistas de la novela, el modelo quizá sea más cinematográfico que literario. No en vano, el autor ha reconocido en varias ocasiones su admiración por El padrino, en cuya segunda parte se utilizan los saltos temporales de manera magistral. Lo que se cuenta en Baile y sueño son los avatares de dos noches inconclusas: la inesperada visita de Pérez Nuix y la estancia en la discoteca de Tupra o Reresby, Deza y los Manoia, el encuentro con el pobre De la Garza y el ataque de Reresby al infeliz y necio diplomático español, con el consiguiente pánico.

Podría decirse, por tanto, que los dos grandes temas de la novela son la violencia y el miedo, entendido éste como la suprema forma de control, sensación que también padece Deza. Esto da lugar al relato de dos episodios de la guerra civil española, dos historias de crueldad gratuita que Juan Deza, el padre, no vivió, pues se las contaron, pero que nunca pudo olvidar. La inesperada acción de quien entonces era Reresby, en los lavabos de la discoteca, tan violenta y arrogante, nos descubre un rostro sorprendente y negativo, hasta el punto de que el lector llega a sentir compasión por el zafio De la Garza.

En contraposición, la novela tiene también un alto componente humorístico. Pienso en la extraordinaria y delirante escena de la "caribeña sedente" en los lavabos de la discoteca (pp. 146 y ss.). Me refiero, claro está, al encuentro con la 'mujer desbragada', la "joven de tan poderosos muslos'' a la que atisba sentada orinando en los lavabos. Y a la consiguiente conversación telefónica con Luisa sobre la gota de sangre en el suelo, la menstruación femenina y el uso del bottox.

Pero en la sabia alternancia de lo serio y lo jocoso, de la comedia y el drama, quiero destacar el arranque de la segunda parte, con las reflexiones sobre el tiempo de los muertos y sus conversaciones. En estas páginas podría decirse que el autor iguala, significativamente, nada menos que a Shakespeare, Juan Benet y Juan Deza. Lo que Marías exalta, en el caso de este último, trasunto de su propio padre, es la decorosa y recta conducta mostrada en una situación límite, como siempre lo es la guerra. Aquí se relatan dos de los episodios más emocionantes del libro, dos viejos recuerdos de la guerra civil española, de sus horrores.

En esta novela, Javier Marías pone de manifiesto, una vez más, la versatilidad y la capacidad del género para adaptarse y acoger los diversos procedimientos de la narración, para contarlo todo, usando a conveniencia el punto de vista, el tiempo, la digresión, la elipsis y el espacio. Esta segunda entrega, solventada con tanto acierto, era la más comprometida, pues partía de unos hechos y personajes conocidos, tenía que continuar la averiguación y volver a dejar los sucesos inacabados de cara a la tercera y definitiva parte.

Pero no quiero dejar de recordar que quizá la mayor conquista de Javier Marías a partir de Negra espalda del tiempo estriba en habernos hecho natural su peculiar uso del léxico y de la sintaxis, consiguiendo -Valle-Inclán me parece el ejemplo más apropiado- que nos sintamos cómodos en un tipo de novela tan necesaria como poco habitual en nuestra tradición literaria.

Si Fiebre y lanza acababa con un pequeño suspense, en este Baile y sueño ocurre otro tanto. Al saber más de la historia y de los personajes, las dudas crecen... La intriga se alimenta ahora de otros componentes y las preguntas son de distinto calado. ¿Por qué consideramos ciertos actos reprobables? El leve suspense se ha trocado ahora, digamos, en un dilema moral. Así, como ocurría en Fiebre y lanza, nos encontramos de nuevo con "el estilo del mundo", según lo denomina el autor, en una época en la que todo anda trastocado y no sólo hay que volver a hacerse las preguntas de siempre, incluso las más obvias, sino que es necesario e imprescindible atreverse a encararlas de nuevo para responderlas con sinceridad. Ésta y no otra es la primera y principal tarea del escritor en un tiempo tan inacabado como es el nuestro.




Una brillante indagación existencial

ANA RODRÍGUEZ FISCHER
Letra Libres
núm.41, febrero de 2005


Acaba de aparecer la continuación de Tu rostro mañana, última novela de Javier Marías, cuyo primer volumen, Fiebre y lanza, es de 2002. Este segundo se subtitula Baile y sueño y, contrariamente a lo que el autor pensaba al entregar hace dos años la primera parte, no concluye con él la novela en marcha. Por un momento a esta lectora le entran ganas de bromear con una de las referencias que se incluyen aquí (el verso clásico del Tenorio, "¡Tan largo me lo fiáis!"), pero se abstiene porque en su ánimo pesa infinitamente más la gravedad que le fue ganando conforme avanzaba en la lectura de Baile y sueño y asistía al suceso culminante de "aquella noche tan extensa y errónea y equivocada". Porque sí, estamos ante otra larga y densa noche, si bien ahora el soberbio ejercicio de espionaje libresco que Deza realizaba en Fiebre y lanza se convierte en una indagación de signo existencial, no menos brillante desde luego.

No me fue difícil hablar del primer volumen. Sí me resulta algo arduo abordar éste a pesar de que creo haber percibido cuál es el movimiento de conciencia que se produce en Deza, el narrador y protagonista. Recapitulemos. Tras su separación matrimonial, Jacobo Deza marchó a Inglaterra y entró a trabajar en el grupo de espías del servicio exterior británico, el MI6, a las órdenes de Tupra. Primaba allí la relación de la actividad del narrador como espía, oyente e informante (que a su vez en su momento fue espiado e informado por otro; no por casualidad reaparece en Baile y sueño aquel informe sobre Deza, que él mismo analiza, cuestiona o matiza) o del hombre que observa sin ser visto y que aplica una mente racional, y unos ojos tan atrevidos como diestros en el mirar, a urdir un sentido para aquello que aún no es, dado que el objetivo del grupo era y sigue siendo buscar reflejos, huellas lejanas de lo que las gentes "entrevistadas" serán: "conocer hoy sus rostros mañana", el fondo de las personas, lo esencial de ellas, "averiguar de qué serían capaces los individuos con independencia de sus circunstancias". Los miembros del grupo eran algo así como intérpretes de personas, traductores de vidas, anticipadores de historias.

Y se cerraba el volumen con el enigma de una mujer con perro que había seguido a Deza hasta su casa, llamaba al timbre y le pedía subir.

"Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas", leemos en las primeras líneas de Baile y sueño. Porque "toda petición encierra algún cuento" (y ya en Fiebre y lanza el narrador había divagado bastante sobre ese asunto con el que inauguraba la novela: "No debería uno contar nunca nada..."). Empezamos a leer Baile y sueño y al poco pensamos que ese lamento -y también deseo- obedece a la petición que le hace a Deza su colega de trabajo, la joven Pérez Nuix -tal es la identidad de la incógnita mujer que llamaba al apartamento de él una noche lluviosa-, pero al final pensamos asimismo que dicho lamento obedece más a la petición que Deza le hace a Tupra cuando éste le obliga a aquél a formar parte del terror de un hombre, y Deza descubre su pasividad o desconcierto o cobardía o acaso prudencia y también miedo. E incluso puede deberse el lamento a la posterior petición de Tupra: "Vamos a mi casa un rato", le dice-ordena a Deza, y "vete pensando un poco más lo que has dicho, para explicar por qué no se puede ir por ahí, pegando, matando". ¡Ay! Pero justamente en este punto concluye el segundo volumen.

Baile y sueño empieza desvelando una identidad pero concluye con una nueva incógnita, dado que en la mente de Deza aparece una brecha o hendidura que si inicialmente se manifiesta como una duda en torno a algo muy concreto, ésta va ganando cada vez más y más terreno hasta tocar el fondo de la existencia propia. Me explicaré. Tras el encuentro con la joven Nuix, las autointerrogaciones de Deza versan sobre la "tuerta tarea" que el grupo desempeña, tarea que muy a menudo le lleva a uno a "forzar sus visiones o quizá fraguárselas con su invención y el recuerdo, es decir, con la infalible mezcla que puede condenar o salvar a la gente y que nos obliga a emitir prejuicios, o acaso son preveredictos". Luego, tras la violenta actuación de Tupra, Deza se interrogará sobre el fin y el sentido del acto recién ejecutado por aquél y, a la postre, se preguntará por el propio Tupra: "Cuánto adivinaba o sabía yo de él y cuánto él de mí" porque "uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes le rodean, por los más próximos y los más leales", pues "no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos..."

¿Y cuánto sé yo de mí mismo? Es la última vuelta de tuerca, la duda sacudiendo algunas de las creencias y certezas con las que Deza hasta entonces había convivido pero que ahora ya no le parecen tan ciertas ni tan firmes. Prosigue aquí la brillante indagación sobre el tiempo y sus contenidos que Javier Marías había desplegado en Fiebre y lanza, ahora ceñida al tiempo de la ausencia que inquieta y aturde a Deza en su voluntario exilio, porque "uno no es nunca lo que es -no del todo, no exactamente- cuando está solo y vive en el extranjero y habla sin cesar una lengua que no es la propia" (tema muy recurrente según el conocido estilo de este autor, que va incorporando alguna que otra inflexión de tipo metaficcional). Tiempo y ser, o de los modos de ser en el tiempo y hasta en el espacio y en una lengua-pensamiento, como indagación permanente en una novela profundamente existencial que examina la naturaleza del conocimiento, el pensamiento y su dinámica, la duda avanzando: "de cuanto cesa y no persiste puede uno dudar siempre, luego de todo, porque nada es nunca presente interminablemente", afirma el Jacobo Deza expulsado del tiempo de Luisa y del de sus hijos, el Deza que engañosamente había creído que el periodo londinense era sólo un paréntesis, una especie de vida no vivida, que acaba averiguando que tal creencia es errada, y de su "sueño de extranjería" despierta sabiendo que "todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse"; que si bien él no dejará huella allí, la de aquel tiempo de su soledad londinense sí quedará en él; que no podrá hacer abstracto lo concreto, y por tanto no podrá acostumbrarse ni a mantenerse indiferente ante lo más grave (la violencia, el mal) por que (le había enseñado a Deza su padre, a propósito de los episodios vividos durante nuestra Guerra Civil) si bien el contar aparenta ser más tolerable que el ver, dado que "lo que uno ve está ocu-rriendo; lo que escucha ya ha ocurrido", y en la memoria queda tanto lo que vimos como lo que nos contaron.

Y Deza vio a Tupra. Y éste le pide que lo acompañe a su casa para enseñarle unos vídeos y contarle un par de episodios.

Habrá que seguir esperando para acabar de saber sobre este Jacobo Deza que sabe que lo que ocurrió y en lo que participó no podrá ya ser recordado sólo como un mal sueño.


 


Defensa de la digresión

JUSTO SERNA
El País Comunidad Valenciana
21 de diciembre de 2004



En una discoteca londinense, un antiguo profesor madrileño, ahora espía británico o algo así, miembro de un grupo de informadores, se ve envuelto en un lance muy desagradable, un suceso que nos cuenta retrospectivamente y del que no sabe gran cosa, un suceso cuyo significado profundo, en el que caso de que lo tenga, no percibe bien. ¿En qué consistió? En asistir en el baño de minusválidos de la sala de baile a las intimidaciones serias que su jefe hizo a un diplomático español, a un risible diplomático español, agregado cultural o algo así, un petimetre fatuo, entre cursi y campechano. Son ademanes y amenazas de muerte con una espada y que, por lo sucedido, a punto estuvieron de ejecutarse. ¿Cómo se puede emplear hoy un arma blanca tan anacrónica para amedrentar? Y, sobre todo, ¿cómo y quién es capaz de desenvainar un sable tan intempestivo, tan incómodo, exhibiéndolo en el retrete de un Dancing?

Se trató de una circunstancia tan extremada como para resultar increíble, tan insólita como para resultar incongruente. Pero los hechos inauditos, parece decirnos el antiguo profesor, sólo son concebibles como tales a partir de las expectativas que nos forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que uno se organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada cual, observada por un tercero puede juzgase asombrosa, un pasmo o un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como batidor de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco una jornada de oficinista es necesariamente el relato de lo normal y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina y tiempos muertos, y entre los administrativos hay riesgo y miedo. De igual modo, cabría preguntarse si es corriente, familiar, verosímil o, por el contrario, inusitada, excepcional, increíble, la historia de un antiguo profesor madrileño, que ya ejerciera la docencia en Oxford, y que ahora, habiendo emigrado a Londres después de una separación matrimonial, es reclutado por un grupo sin nombre, algo así como oficinistas del Servicio británico de Información, una selecta brigada de exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. Cualquier cosa puede sucedernos en la existencia y los lances más asombros pueden ser cotidianos, principalmente porque no tenemos capacidad para el augurio y porque a la postre todo lo que nos ocurre es fragmento, enigma y espantoso azar, si me permiten. El antiguo profesor y sus conmilitones no viajan más allá de Inglaterra, al menos de momento, y sus actividades se reducen a hacer presunciones, a aventurar conjeturas acerca de comportamientos futuros, a adivinar fundadamente lo que sus conejillos de indias harán. Por lo que sabemos a partir de sus revelaciones (hechas anteriormente) parece que el docente en excedencia inició esta nueva vida tiempo atrás y que su valor principal, la razón por la que se le incorporó, fue su presciencia, su don para el vaticinio, aunque también su propia condición profesional: un profesor de lenguas, en este caso bien útil para sondear e interpretar a españoles y latinos, puede aportar importantes labores de apoyo. ¿Quiénes fueron sus reclutadores...?

Estoy diciendo lo anterior, estoy resumiendo algunos de los hechos principales de los dos volúmenes de Tu rostro mañana, de Javier Marías (como ustedes habrán adivinado), estoy proporcionando algún dato básico y me doy cuenta de que anulo todo el efecto que la novela provoca. Pero no porque revele la intriga, sino porque desactivo el principal dispositivo del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente por el narrador (Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o incluso Jack Deza, que con todos estos nombres es designado) o todos los parlamentos pronunciados por los personajes que hablan en primera persona son objeto de disquisición, de conjetura, de augurio. Cervantes ideó la digresión para aventurarse en algunas ramificaciones de su historia principal. Dejaba esta última en suspenso para adentrarse en mil y un avatares o sucedidos que no aportaban nada decisivo al discurrir básico. También los novelistas del Ochocientos, esclavos de su público, alargaban monstruosamente las entregas de sus relatos para así dar satisfacción a su audiencia. Vargas Llosa nos lo recordaba recientemente cuando analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables. Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia para expresar el fluir del monólogo interior, desordenado, caótico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etcétera, etcétera.

Javier Marías elevó a la categoría de hábito narrativo la digresión interior, la corriente de conciencia conjetural, hipotética: no es que el monólogo exprese el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las múltiples conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir, el observador prácticamente no sabe nada, no conoce gran cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas, en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia cultural, en su código de percepción y de interpretación. ¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones? Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así. De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo de la novela castiza lo vemos ahora aproximándose a la vida, ‘traduciéndola’: los monólogos de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles, como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre de la existencia. En las novelas de Marías pasan cosas raras, incluso extravagantes (como tantas veces nos pasan en la vida real) y el testigo o protagonista emprende presunciones más o menos fundadas o locas o arriesgadas con el fin de dar significado, de atisbar. ¿Pero dónde hallar la confirmación de lo que aventura?

La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, es irresoluta, deja sin consumar historias nos sume en la perplejidad. En la filmación cinematográfica más naturalista, hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora y moraleja, recursos que provocan paradójicamente una impresión de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo clásico), también se daba ese artificio, en nada parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selección, orden y sucesión, en ésta, por el contrario, todo es copioso y simultáneo, como apostillaba Jorge Luis Borges. En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados, y los únicos fundidos en negro son el sueño y la muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista Javier Marías para dar el cierre. Lean, aprovechen estas Navidades para dejarse llevar por el desparpajo atónito y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, para abandonarse a su salmodia, a sus meandros. Cultivarán la disquisición y el desvío, formas sofisticadas de vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresión y la demora.




Espía como nosotros

JUSTO SERNA

Ojos de papel.com

núm.49
enero de 2005


Un gran novelista suma obras nuevas, sucesivas, a lo largo de una carrera más o menos dilatada, obras que añaden, mejoran, corrigen o empeoran lo que tempranamente escribió. Sin embargo, a pesar de esa adición, siempre podremos señalarle un volumen de los suyos, un solo volumen que destaque, que sea nuclear, ese libro que consuma otros previos y que ahora aparecen como adventicios, como premoniciones, ese libro seminal del que dependen los que después le siguieron. Pensemos, por ejemplo, en Gabriel García Márquez: toda su vasta escritura, su variada producción, es deudora de una imagen materna, de una construcción entre ficticia y real, una fantasía literaria que es simultáneamente la quintaesencia de su propia vida y vivencias: la casa de los abuelos, ese espacio precoz, hospitalario y acogedor en el que se dieron las experiencias primitivas o en el que se fantaseó por primera vez. Al margen de sus cualidades estrictamente literarias, Cien años de soledad es seminal en este sentido: consuma tentativas y libera formas expresivas e imaginativas que estaban alumbrándose. Desde un relato embrionario y juvenil, La casa, datado en fecha temprana, hasta las setenta y tantas primeras páginas de Vivir para contarla, ya en este siglo, son muestra de ese motivo recurrente que se adosa a una literatura que es propiamente ‘su’ literatura.

Sin que los casos sean comparables, podríamos decir que también en la carrera de Javier Marías hay un texto que funciona como un auténtico vierteaguas, un texto central que, sin duda, es Todas las almas (1989). Probablemente porque en la vida del escritor madrileño hay un antes y un después de su experiencia docente en Oxford es por lo que su transfiguración narrativa, su recreación ficticia, es motivo básico de su maduración como individuo y como escritor. Madurar literariamente es dotarse de una voz peculiar, irrepetible; es hacerse con los recursos que distinguen y que antes no estaban en sazón, pero sobre todo es dar cuenta poética de un objeto obsesivo: un fantasma, lo llamaría Ernesto Sábato; un demonio, lo calificaría Vargas Llosa. Puede ser un objeto interior, como esa casa de los abuelos (en García Márquez), evidente reemplazo de la madre ausente o de la infancia perdida, según admite en sus memorias. O puede ser una vicisitud que trastorna profunda y felizmente la vida del autor, un avatar que desajusta lo obvio, lo familiar, un suceso insólito que muda el contexto vital, como la estancia oxoniense de Marías.

Trasladar ese acontecimiento a la narración y refundarlo con el auxilio del relato ficticio permite, además, componer una novela a la que transportar también otros motivos que proceden de la infancia del escritor. Son contingencias antiguas, en parte inexplicables o indescifrables para un niño, hechos remotos que permanecen en la memoria de un muchacho que crece en un mundo cuyo significado no se ilumina jamás por entero. Esos datos son, en efecto, motivos inconexos de la vida, motivos que ya habían tenido eco y trabazón en anteriores obras: el ajusticiamiento sumario de un tío en el Madrid de la Guerra Civil; la traición del padre por su mejor amigo (un delator) después de la contienda; la muerte insólita, antinatural, de un hermanito, Julianín, al que no llegará a conocer; un salacot, perteneciente al padre, hallado en un armario y evidentemente remoto, castrense, colonial, fascinante, incongruente, incomprensible; la muerte temprana, siempre temprana, de la madre...

Es allí, pues, en el Oxford recurrente adonde llevará el escritor esos motivos, retales de una vida ya presentes en novelas anteriores, y es allí en la ciudad británica en donde culminará su tratamiento literario. Tal vez llame la atención que sea un lugar extranjero el espacio central que un escritor español escoge para situar su literatura madura. Pero la sorpresa no es tal si atendemos brevemente a lo que ha sido la vida del ciudadano Javier Marías y, sobre todo, a lo que fueron sus inicios como novelista. Los dominios del lobo (1971) fue su primera novela: en realidad segunda novela, aunque primera editada. Escrita entre los diecisiete y los dieciocho años, Los dominios revela a un narrador ya consumado (aunque aún le falte su estilo definitivo y maduro). Cada capítulo es, en realidad, un relato que puede ser leído independientemente y su hilo conductor se traza sólo a partir de los avatares de una distinguida familia norteamericana de los años veinte, los Taeger, una familia que entra en declive, en decadencia, con suicidios, amores extraviados, malogrados. Cada capítulo es un homenaje literario y cinematográfico (serie negra, melodrama, relato policíaco, etcétera). Pero no estamos ante un simple pastiche (aunque Juan Benet, su primer avalista, la calificara cariñosamente de "excelente y cruel pastiche"). Estamos ante una ficción ambientada en Estados Unidos, un espacio distante, alejado de la narración castiza española, y en una época que el autor sólo pudo conocer por la novela y por el cine, esas fuentes a las que trata con ironía, con ambigüedad y con cita, lo que es aún más sorprendente para un escritor tan precoz.

Pero pensemos también en Travesía del horizonte (1972), su segunda obra publicada. Es, en este caso, un homenaje, imitación y parodia de la novela victoriana y eduardiana, concretamente de Joseph Conrad: es una narración de una travesía marítima con un excéntrico capitán, violento, de oscuro pasado, promotor de una empresa -una navegación hasta la Antártida- cuyos fines se ignoran..., ¿se ignoran por parte de quién? En primer lugar, por parte del lector, pero también y principalmente por parte del narrador. ¿Quién es este último? A la manera de Conrad y de Henry James, por ejemplo, la historia no la cuenta su protagonista, sino un relator que, en este caso, no es ni siquiera testigo de lo que detalla: un noble británico escucha una historia que, en forma de novela titulada La travesía del horizonte, le lee el amigo del autor de ese relato. Es ésta una narración manuscrita, sin publicar, pues, una narración de alguien que dejó su vida por averiguar por qué un célebre novelista, Victor Arledge, abandonó la literatura después de haber participado en esa travesía. Las instancias narrativas llegan a ser cuatro, superpuestas, hasta llegar al lector empírico. Cuando La travesía del horizonte y Travesía del horizonte acaban, ese lector y el lector implícito lo ignoran casi todo de los principales enigmas. Es decir, con esta novela primeriza y compleja, ambientada en un mundo exquisitamente anglosajón, Marías ya planteaba con artificio e ingenio el motivo más duradero de su literatura: la dificultad de averiguar el significado de las cosas, de lo que nos ocurre, de lo que somos testigos, de lo que nos cuentan, pues estemos en un paraje familiar o estemos en un espacio ignoto, lo real y sus contextos siempre nos desconciertan. Por eso, siempre estaremos abocados al contraste entre lo que sabemos y lo que es, entre lo que creemos saber y lo que, a la postre, es el sentido de las cosas. Por eso, en fin, los lugares de Marías no son meros escenarios, sino dominios evanescentes, casi fantasmagóricos, imprecisos, poco reconocibles y, desde luego (insisto otra vez), nada castizos, marcos que dan pocas pistas, que no ayudan.

Oxford será, pues, y con el tiempo, el espacio maduro en el que dar cabida al repertorio de vivencias propias o fantaseadas, a lo que siendo familiar o extraño deja de ser incoherente, un espacio habitual de tres de sus libros mayores y en el que las conversaciones ocurren en inglés aunque nosotros las leamos en español. Ese hecho translaticio es muy importante y de él hace referencia explícita y consciente el narrador que nos comunica los avatares y las conversaciones. ¿Cómo calificar, pues, esa ciudad en la literatura de Marías? Es verdaderamente un exceso decir que Oxford, “más que un lugar en los mapas es una suerte de estado mental”, algo así como “unas coordenadas sentimentales propias con sinestesias particulares, un útero emocional que obedece a códigos íntimos”, según le apunta Ángeles López al propio escritor en una entrevista poco afortunada que publicó en abril de 2003 la revista digital Literaturas.com. Pero Oxford es sobre todo el lugar mítico, el centro propiamente literario, fantaseado, a partir del cual irradian los relatos del autor y unas constantes, justo porque el narrador de Todas las almas, profesor de literatura española y de traducción, la describe como “aquella ciudad estática y conservada en almíbar” en la que se hacen explícitas la soledad, la perturbación, la identidad brumosa.

Tenía, en efecto, una identidad imprecisa aquel protagonista de la novela oxoniense, ni siquiera un nombre: era la voz de un soltero de treinta y tantos años. La voz de un solitario que detallaba sus leves ocupaciones docentes, sus conversaciones con viejos profesores, concretamente con un experto en literatura, un emérito de gran talla, una personalidad equiparable a Ernst Gombrich, a Isaiah Berlin y a otros -dice-, de nombre Toby Rylands. Cuando nos lo cuente, el narrador admitirá el ascendiente que llegó a tener sobre él, todo un personaje al que había adoptado como figura paterna y materna en Oxford, como ese viejo sabio del que aprender y al que rendir homenaje, un personaje que sobrepasaba el mundo académico, aureolado por su vieja pertenencia al Servicio Secreto británico. “Yo he sido espía”, le confesará, pero no un espía de oficina, sino un hombre de acción, con una vida plena y con imprevistos. Se trata de un aspecto éste que en Todas las almas es aparentemente secundario, aunque en algunas de las novelas que siguieron y que completan el ciclo cobrará gran importancia, como veremos. Pero la voz que cuenta aquí es también la de un chispeante español que observa con distancia e ironía las tradiciones académicas de sus colegas, las cenas multitudinarias y alcohólicas, los hábitos de su amigo Cromer-Blake, una voz que expresa malestares, incertidumbres, estados de ánimo desfallecientes, evanescentes, aquejado de retiro, de aislamiento, sólo parcialmente aliviado gracias a sus amores furtivos y tristes con Clare Bayes, su adúltera amante británica que parece repetir la conducta igualmente infiel de su madre en la India colonial. El narrador nos relatará sus vagabundeos por las librerías de viejo, su descubrimiento de un escritor fallecido y semiolvidado, John Gawsworth, tal vez el amante de esa adúltera ya muerta, un escritor con el que se figurará compartir soledad y destino, quizá inducido por su natural tendencia a la analogía y a la fantasía comparativa. De hecho, como el propio narrador dice de sí mismo en alguna página de Todas las almas, “no me tengo por mal observador”, aunque, en todo caso, sería un observador quizá perturbado, “un imbécil con mente detectivesca”, siempre alerta, siempre cavilando, según le reprocha cariñosamente Clare Bayes, alguien entregado al principal hábito de los profesores oxonienses: to eavesdrop, percibir, curiosear, reparar, detectar, en suma... espiar a los demás augurando su vida para así preservar la propia intimidad. Por eso, buena parte de lo que en Todas las almas se cuenta son apreciaciones, vaticinios, disquisiciones sobre lo que se le ofrece y cuyo significado cierto no le será dado conocer. Quien fechaba aquel relato en primera persona databa el fin de la narración en diciembre de 1988 y, según revelaba aquí y allá, esa memoria de su estancia en la ciudad británica (entre 1983 y 1985) se habría escrito en Madrid, ya casado con una esposa futura, de nombre Luisa, y que no tendría presencia alguna en el Oxford evocado. Como tampoco tendría protagonismo su hijito venidero, de meses, y por cuyo porvenir el narrador se pregunta, un niño que es pura eventualidad, tiempo sin consumar, también evanescente.

Si Madrid es el lugar del arraigo y el espacio de los afectos, de lo previsible, un lugar jamás descrito, la ciudad inglesa es inasible, sin pasado y sin futuro, eterno presente inmóvil. “¿Qué me importa los lazos establecidos en esta ciudad a la que no pertenezco y en la que no me voy a quedar?”, se pregunta el narrador de Todas las almas en un rapto de melancolía incurable. “¿Qué influencia o qué peso tiene lo que haya acontecido antes de mi llegada, antes de mí? Aquí no padezco la responsabilidad de haber asistido, no he asistido a nada. Este lugar inmóvil se puso en marcha el día que pisé su suelo por primera vez, sólo que yo no lo he sabido hasta esta noche de perturbación. Y una vez que me haya ido, ¿qué importancia tendrá lo que acontezca ahora?” Algo semejante le sucede con las mujeres, con esa amante oxoniense, Clare Bayes, finalmente esquiva, ajena al destino trágico de su propia madre adúltera, muerta en un suicidio que recuerda al de Ana Karenina: la mujer como enigma y la relación del hombre y de los otros hombres con ella como obstáculo y enigma (algo que ya veíamos en otra novela temprana de Javier Marías, El hombre sentimental, 1986). El cronista lo ignora casi todo de esa mujer concreta, de su pasado, de su madre, que en la India colonial puso fin a su vida tal vez inducida por el amante, un farsante que no pudo o no supo tener un final sublime, a la misma altura, un farsante que quizá fuera John Gawsworth (aunque después de esa fantasía él mismo se desdiga y admita que “no puede ser y no será y no es”).

Años después, el mismo narrador de Todas las almas regresará en nuevos relatos, los que componen el ciclo de Tu rostro mañana (2002 y 2004). Es esa misma voz en primera persona la que habla, pero ahora sabemos que se llama Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza y regresa para contarnos otros hechos, también sucedidos en Inglaterra: primero en Fiebre y lanza (2002), que es sobre todo el relato de una conversación mantenida en la mañana perezosa de un domingo oxoniense entre el protagonista y un viejo compañero suyo, Sir Peter Wheeler (hermano de Toby Rylands, ya fallecido, y cuya disparidad de apellidos aquí se explica); y luego en Baile y sueño (2004), que es principalmente la narración de lo sucedido en una discoteca londinense, en los baños de una discoteca londinense. Estamos en nuestro tiempo: en Fiebre y lanza, por ejemplo, parece urdirse un golpe de Estado contra Chávez, Lady Diana Spencer ya está muerta, de los talibanes afganos se habla en pasado y el atentado contra las Torres Gemelas ya ha sucedido. El antiguo profesor madrileño, después de haber abandonado Madrid y la docencia, después de haber trabajado en el servicio de la BBC radio (algo que ya en Todas las almas desechaba como improbable) lo vemos convertido en espía o algo así, miembro de un grupo de informadores al servicio de Su Majestad (o de otros clientes). Fue convocado por Wheeler y ahora, en Baile y sueño, es ya uno de esos informadores. Por lo que dice en este segundo volumen y por lo que leemos, lo que ocurre es un suceso muy ingrato, un suceso que vio, en el que participó, del que fue testigo, y que nos relata después, un lance del que no sabe gran cosa, un hecho cuyo significado, en el caso de que lo tenga, no percibe bien.

En el aseo de minusválidos de esa discoteca y en presencia y ayuda del narrador, Bertram Tupra, el jefe de ese grupo de informadores, intimidará a un diplomático español, a un ridículo agregado cultural, un pisaverde vano, entre afectado y vulgar, de nombre Rafael de la Garza, mal llamado Rafita. ¿La razón? Por lo que parece y por lo que vemos, haber cortejado a la esposa de un contacto italiano de Tupra, también presente en la discoteca. Si hemos de creer a Deza, si son ciertas las palabras que le atribuye, Rafita sería “un tipo atildado, fatuo y lenguaraz” (Fiebre y lanza). Pero..., ¿por qué fue tan desmedida la reacción de Tupra a ese cortejo extemporáneo? Fueron las suyas amenazas de muerte, hechas con una espada y en un sitio tan insólito como el baño. ¿A santo de qué emplear hoy un arma blanca tan intempestiva para acobardar? Y, sobre todo, ¿quién es capaz de desenvainar un sable tan anacrónico, tan embarazoso, exhibiéndolo en el excusado de una discoteca? Esos enigmas no se descifran, simplemente porque el ser testigo no tiene por qué darnos la pista exacta de lo que ocurre y su significado. Deza es como un Fabrizio del Dongo de nuestro tiempo: sus batallas no se libran en grandes campos ni cambian el curso de la historia, sino en un humilde y aseado baño de minusválidos. Ahora bien, desde el punto de vista individual, esos lances no son menos desconcertantes. Como el protagonista de La cartuja de Parma, a Deza le engañan el espejismo o la miopía; como Fabrizio del Dongo, también el antiguo profesor ha abandonado su tierra natal para emprender una vida nueva y... ¿más excitante? Salvando penalidades o tristezas personales, fueron o regresaron hasta el lugar ambicionado, estuvieron en el frente mismo de la contienda, Waterloo o el baño de la discoteca londinense, pero no distinguieron nada significativo, no entendieron nada: sólo pudieron ver un campo de batalla calcinado, humeante, o las estrecheces alicatadas de un excusado, un baño en el que alguien esgrime un sable. ¿Raro todo esto? ¿Ridículo, patético?

No es la primera vez que cosas así las cuenta Javier Marías. En una nouvelle poco conocida editada en 1998, Mala índole, ya asistíamos a hechos de gran violencia potencial en un contexto poco previsible, incluso alucinante. Se trataba de un disparate, cómico, trágico, absurdo, increíble, pero a la postre perfectamente verosímil. ¿Alguien se imagina el relato de un autor español en el que aquello que se nos narra sea la confesión de un traductor y preceptor de español ocasionalmente contratado para asesorar fonéticamente a Elvis Presley durante el rodaje de Diversión en Acapulco? ¿Alguien se imagina, además, por si lo anterior fuera poco, que ese profesor acabe matando a un gángster mexicano con un pico, exactamente con un pico? Sorprende la localización de la nouvelle, pero sorprende que cosas así pasen, pero..., ciertamente, pasan y todo, “hasta lo más descabellado e inverosímil”, según leeremos en Fiebre y lanza, “tiene su tiempo para ser creído”. No hace falta, pues, incurrir en el costumbrismo, en lo previsiblemente español, para narrar hechos propios de nuestro tiempo y, sobre todo, para contar unos acontecimientos potencialmente violentos cuyo contexto y sentido son siempre azarosos.

Por tanto, el turbio asunto de la discoteca fue una circunstancia tan exagerada, tan absurda, tan asombrosa, increíble, como tantas otras que nos puedan suceder. Por eso, los hechos inauditos, parece decirnos el antiguo profesor, sólo son concebibles como tales, como inauditos, a partir de las expectativas que nos forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que uno se organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada cual, observada por un tercero puede juzgarse prodigiosa, un pasmo o un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como cazador de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco una jornada de oficinista o de profesor es necesariamente el relato de lo normal y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina y tiempos muertos, y entre los administrativos y docentes hay riesgo y miedo. De igual modo, cabría preguntarse si es corriente, familiar, verosímil o, por el contrario, inusitada, excepcional, increíble, la historia que se nos cuenta en Baile y sueño, la historia de ese antiguo profesor madrileño, que ya ejerciera la docencia en Oxford, y que ahora, habiendo emigrado a Londres después de una separación matrimonial, después de haber tenido otro hijo más, después de haberse alejado de Luisa, es reclutado por ese grupo sin nombre, algo así como oficinistas del Servicio británico de Información, una selecta brigada de exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. No hay nada de raro o de imposible: en la Gran Bretaña fue común, al menos desde los años treinta, que los profesores de las más prestigiosas universidades, Oxford y Cambridge, fueran reclutados por el MI5, por el MI6 o, incluso, por la Unión Soviética, para observar las vidas, las conductas, las apariencias, los rostros, en suma, de otros compatriotas o extranjeros, de otros docentes sospechosos de pasar información al enemigo.

Pero dejemos a los espías y volvamos al asunto principal de esta novela, a la observación del rostro, de la imagen, de la apariencia. Esto, atisbar los indicios que se ofrecen a la vista y no distinguimos (como la célebre carta de Poe), de lo que se nos muestra a nuestros ojos y no apreciamos por pereza perceptiva, es un motivo frecuente en Javier Marías, en todos sus libros. Recordemos, por ejemplo, Vidas escritas (1992) o Miramientos (1997), volúmenes de fotografías o, mejor, de los comentarios o cavilaciones o acotaciones que le suscitan al autor las imágenes de escritores que observa. ¿Qué fotografías? Son retratos sobre los que se conjetura: una sucesión de hipótesis hechas sobre ese instante fugaz que se congeló. A diferencia de lo que sucede con la pintura, el momento que capta el objetivo fotográfico se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió en ello en La cámara lúcida e hizo de dicha peculiaridad su condición. Un óleo, aunque represente un instante que fue real, que existió verdaderamente, ese momento congelado en la retina del pintor y que su destreza le permite reproducir sobre la tela, es resultado de una larga elaboración: a la tela se adhieren diferentes instantes que no son los que finalmente se reflejan, las largas horas de pose. Es posible que también la fotografía necesite mucha preparación, pero aquello que capta es ese momento único e irrepetible que hubo en la vida real de quienes fueron retratados. Los comentarios de Marías se hacían a partir del dato empírico: una observación de un hecho, en este caso un rasgo, atributo o pose, sobre cuyo contexto o justificación poco o nada se sabía, le permitía aventurar la historia que había detrás, la realidad que mostraba o escondía, el futuro previsible.

Pues bien, algo semejante hace el narrador en el Londres del que informa: atisbar los rostros de otros para así augurar su actuación probable, “intérprete de vidas”, dice en alguna página. El antiguo profesor y sus conmilitones no viajan más allá de Inglaterra, al menos de momento, y sus actividades se reducen a hacer presunciones, a aventurar conjeturas acerca de comportamientos futuros, a adivinar fundadamente lo que sus conejillos de indias harán. Por lo que sabemos a partir de sus revelaciones, parece que el docente en excedencia inició esta nueva vida tiempo atrás y que su valor principal, la razón por la que se le incorporó, fue su presciencia, su don para el vaticinio, esa mente detectivesca, aunque también su propia condición profesional: un profesor de lenguas es, en este caso, bien útil para sondear e interpretar a españoles y latinos aportando importantes labores de apoyo (sus primeras observaciones lo fueron de dos chilenos, tres mexicanos y un venezolano). En realidad, lo que Deza hace es exactamente lo mismo que ya hacía en los ochenta un antiguo colega, profesor de lenguas como él. Según lo leído en Todas las almas, se trataba de ejercer de traductor para el Servicio Secreto, de traductor, sí, pero también de intérprete de vidas, según le reveló Toby Rylands: se refería a un tal Dewar, al que de mal nombre llamaban el Matarife. Dewar era convocado regularmente “a Londres para realizar escuchas, para traducir grabaciones e interpretar tonos”, dando, además, “su opinión acerca de la sinceridad, buenas intenciones”, etcétera, del observado. Fue a partir de entonces, en el momento en que Rylands le descubrió las actividades secretas del profesor, leíamos en Todas las almas, cuando el afecto que el narrador sentía por el Matarife se intensificó, dotado como Deza de “facultades políglotas e inquisidoras”. Era, pues, una afecto premonitorio, un vaticinio involuntario de lo que iba a ser su futura dedicación en Baile y sueño.

Estoy detallando lo anterior, estoy resumiendo algunos de los hechos principales de los dos volúmenes de Tu rostro mañana, estoy proporcionando algún dato básico y me doy cuenta de que anulo todo el efecto que la novela pueda provocar. Pero no porque revele la intriga, cosa secundaria siempre en Marías, sino porque desactivo el principal dispositivo del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente por el narrador o todos los parlamentos pronunciados por los personajes que hablan en primera persona son objeto de disquisición, de conjetura, de augurio. Cervantes ideó la digresión para aventurarse en algunas ramificaciones de su historia principal. Dejaba esta última en suspenso para adentrarse en mil y un avatares o sucedidos que no aportaban nada decisivo al discurrir básico. También los novelistas del Ochocientos, esclavos de su público, alargaron monstruosamente las entregas de sus relatos para así dar satisfacción a su audiencia. Vargas Llosa, por ejemplo, nos lo recordaba recientemente cuando analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables. Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia para expresar el fluir del monólogo interior, desordenado, caótico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etcétera, etcétera.

Javier Marías ha elevado a la categoría de hábito narrativo la digresión interior, la corriente de conciencia conjetural, hipotética: no es que el monólogo exprese el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las múltiples conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir, el observador prácticamente no sabe nada, no conoce gran cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas, en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia cultural, en su código de percepción y de interpretación. ¿Cómo certificar la verdad de sus conclusiones? Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente porque la existencia, la de ustedes, la mía, es así. De modo que aquel escritor que evitó el viejo realismo de la novela castiza (según proclamaba en un ensayo recogido en Literatura y fantasma) lo vemos ahora aproximándose a la vida, ‘traduciéndola’: los monólogos de Deza son así formas de conciencia muy verosímiles, como esas elucubraciones hipotéticas a que todos nos entregamos para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre de la existencia. En las novelas de Marías pasan cosas tan raras como las descritas, incluso extravagantes (como tantas veces nos pasan en la vida real) y el testigo o protagonista emprende presunciones más o menos fundadas o locas o arriesgadas con el fin de dar significado, de atisbar. ¿Pero dónde hallar la confirmación de lo que aventura?

La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, opera de manera irresoluta, deja sin consumar historias, nos sume en la perplejidad. En la filmación cinematográfica más naturalista, hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora y moraleja, recursos que provocan paradójicamente una impresión de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo clásico), también se daba ese artificio, en nada parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selección, orden y sucesión, en ésta, por el contrario, todo es copioso y simultáneo, como apostillaba Jorge Luis Borges. En fin, la vida no tiene títulos de crédito ni música de fondo ni elipsis, no tiene rotulación ni subrayados, y los únicos fundidos en negro son el sueño y la muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista Javier Marías para dar el cierre. Mientras tanto, nos dejaremos llevar por el desparpajo atónito y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, nos abandonaremos a su salmodia, a sus meandros, ese narrador que cultiva la disquisición y el desvío, formas sofisticadas de vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresión y la demora. Mientras tanto, nos dejaremos apresar con su facundia, con esa sintaxis expansiva y relacional en la que un asunto lleva a otro y en la que más que el tema o la intriga es la descripción del mundo y de uno mismo aquello que domina, de acuerdo con lo que en términos psicoanalíticos llamaríamos asociación libre. “También allí”, leíamos en Cuando fui mortal (1996), “había sólo una luz de lámpara baja, gran parte de la habitación en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia de la que nos escamotean los principales datos y sólo sabemos detalles sueltos, mi visión borrosa y el punto de vista tan reducido”.

Ése es el ‘estilo Marías’, el toque reconocible en todas sus novelas, una forma de hablar, de pronunciarse, que identifica cualquiera de sus textos y que ha sido objeto de remedos empeñosos, al menos en los años noventa. Y, sin embargo, el principal y mejor imitador de Javier Marías es... Javier Marías, con el riesgo que eso implica. Para sus adeptos más fieles, un nuevo texto asegura el mismo disfrute, la edificación de un mundo propio, como obra todo gran escritor; para sus lectores más renuentes, Marías correría el peligro de repetirse, incurriendo en fórmulas que fueron felices hallazgos y que, a fuerza de calcos o duplicados (aseguran), se convierten en ejercicios manieristas. ¿En qué se diferenciarían las voces narradoras, los ecos shakespearianos, de Corazón tan blanco (1992) o de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), sus monólogos, sus conjeturas, sus... ? Hablamos de novelas que están entre Todas las almas y Tu rostro mañana, novelas que comparten un modo de hacer, de narrar, de transcribir el mundo: la digresión, la perorata, el excursus, los rodeos, las cavilaciones, los meandros, los desvíos, las disquisiciones, las acotaciones hechas también por un traductor-intérprete o por un negro. En principio, quien traduce es un mero transmisor que busca equivalencias sin añadir, sin cambiar el significado, sin aportar nada propiamente suyo; de entrada, un negro en el sentido particular que se le da a esta expresión cuando se califica a quien escribe por otro es el que presta la palabra para verbalizar las ideas de aquél sin agregar nada, omitiendo, pues, su autoría. El intérprete de Corazón tan blanco y el redactor de Mañana en la batalla piensa en mí son, sin embargo, unos fisgones a los que les suceden cosas por entrometidos o por simple azar y, por ello, son unos inevitables indiscretos que hablan y hablan y hablan para nosotros aventurando lo que no saben pero finalmente han sabido o lo que no han pensado que les pueda pasar pero a la postre les pasa. Hay, en efecto, un tono común en los narradores de todas estas novelas, una voz cuyas inflexiones, amplificaciones, repeticiones graves y humorísticas hacen familiar la escritura de Marías, hasta llegar justamente a la más confesional, hasta llegar a Negra espalda del tiempo (1998). ¿Se lo reprochamos, pues? ¿No será, acaso, que ésa es la mejor forma que tiene de contar la vida, con esas variaciones, un hallazgo intratextual, de autocita, de autoparodia?

Así es la existencia, parece decirnos: con la digresión como principio y con la ignorancia atrevida y conjetural como conducta, y así la cuenta también, a retazos, en Baile y sueño: es como ver una gota de sangre en lo alto del primer tramo de una escalera, en la casa de un respetable profesor de Oxford, sin saber a qué atribuirla; es como atisbar a través de la ventana a un bailarín en la casa de enfrente ejecutando pasos de baile sin oír la música que le acompaña, sin saber qué le marca el ritmo; es como escuchar una conversación ya iniciada o un monólogo que alguien deba traducir, palabras de las que se entienden las frases, unas palabras que pueden ser convertidas y reproducidas, pero sin saber a qué asunto aluden; o es, en fin, como si alguien nos narrara una historia de espías cuando el protagonista ya ha dejado de serlo o cuando esos hechos que se cuentan en pasado, en un pasado reciente, nada dicen del presente de la enunciación. Así, en efecto, es la vida.


 

Adiós tu Prado y fuentes

CÉSAR PÉREZ GRACIA
Artes & Letras, Heraldo de Aragón
11 de noviembre de 2004



La primera parte de Tu rostro mañana-Fiebre y lanza de Javier Marías, se publicó justo hace un par de años, y ahora podemos leer su segunda parte, Baile y sueño (Alfaguara, 2004): Suman en total cerca de 900 páginas entre ambos tomos. El primer tomo nos narraba la conversación digresiva entre Wheeler -un hispanista emérito de Oxford- y Jacobo Deza, español errante del MI6, el servicio secreto británico. Descubríamos allí a un personaje curioso, Mr. Tupra, cuyo protagonismo es casi absoluto en esta segunda parte de la novela.

Aunque la novela arranca con una grave reflexión sobre la mendicidad, no sé si decir sobre el tiempo pordiosero, en un mercado del Madrid actual, pronto nos vemos inmersos en el tejido previo o estela del tomo anterior.

Traslado de la acción a Londres

La novela se desplaza esta vez desde el jardín oxoniense de Wheeler, hasta la ciudad de Londres, en concreto, hacia una discoteca bastante pintoresca. Pero en una novela de Javier Marías el espacio y el tiempo gozan -por así decir- de absoluta impunidad narrativa. No otra cosa es el arte de la digresión novelesca en Cervantes o Sterne. Si el torso narrativo de esta segunda parte viene a ser un duelo entre Tupra y el inenarrable fantoche Rafita de la Garza, el narrador Deza despeja la incógnita de la noche lluviosa con la que concluía Fiebre y lanza, y nos vuelve a dejar in albis con una nueva intriga de la visita femenina.

En cierto modo, ningún tiempo novelesco de Javier Marías está concluso. Cada personaje es un pozo sin fondo. El padre del narrador, Juan Deza, tiene páginas memorables sobre el sitio de Madrid y su estela de postguerra. Quizá son la cima atroz o corazón tenebroso de la novela. Hay también un homenaje benetiano sobre el cementerio lisboeta de Prazeres. Para compensar esa irradiación pavorosa, Javier Marías consigue en Baile y sueño, una suerte de quiebros novelescos magistrales, pues pasamos de páginas de diálogos hilarantes -el coloquio telefónico entre Deza y Luisa, su ex-mujer- a sumirnos en páginas espeluznantes. Nadie en nuestro idioma es capaz de ese súbito cambio de registro novelesco, desde la pura comicidad hacia el reino del espanto. Y todo sucede en apenas un suspiro o un par de páginas. De la carcajada a la sangre helada en un centelleo.

En este sentido, todo lo demás resulta secundario. Obviamente la trama no se olvida, la gota de sangre en la escalera de Wheeler, la visita nocturna y lluviosa en Londres. Pero, como la novela sigue inconclusa -finaliza con Tupra y Deza saliendo hacia las afueras de Londres en coche rumbo a nuevas aventuras- no tenemos otra opción que esperar al tercer tomo.

En esta segunda parte hay dos personajes nuevos, los esposos italianos Manoia, Flavia -la peonza vaticana- y su celoso marido, digamos un capo de la Mafia. Deza suda tinta en esta ocasión para traducir a tres bandas en un tour de force o triple salto mortal idiomático entre español, inglés e italiano. Dudo mucho que nadie pueda simular siquiera semejante proeza técnica en el ámbito novelesco europeo.

Comicidad y voces póstumas

El juego narrativo de los ritornelos retorna en Baile y sueño el motivo del Juicio Final como impasse novelesco de alta comicidad. El Juez bíblico se toma su tiempo, chupito va, chupito viene. Pero Javier Marías vuelve a dar un quiebro a lo previsible, y en esta ocasión escuchamos las voces póstumas de Andrés Nin o el tío de Deza, Alfonso. Incluso dos versiones -zafia y digna- de la posible muerte de Garza. Se abre así una nueva puerta novelesca en la novela.

Resulta curioso que se aluda a cierto retrato del Louvre que en estos días se expone en el Museo del Prado. Se trata del autorretrato de Luis Meléndez, disfrazado de majo, digamos con el mismo modelo de tocado elegido por de la Garza para hacer el ganso en la discoteca londinense. El ritmo acelerado de ciertas páginas nos recuerda Mala índole, acaso una de las mejores novelas breves de Javier Marías, no en vano se cita la música de Manzini en Sed de mal de Orson Welles.


Un islote peculiar o ritornello clave viene a ser el motivo de los adioses cervantinos. En este sentido la prosa novelesca de Marías convoca una suerte de atmósfera lírica o tiempo en perenne suspenso. La sombra tutelar de Rainer Maria Rilke ronda en este tomo ciertos paisajes abruptos. Se elude todo asomo de pastiche poemático en el que con suma facilidad incurren no pocos prosistas e imitadores cerriles del novelista madrileño.

En suma, que nos encontramos con un segundo tomo que no decepcionará a ningún buen lector. Javier Marías sabe combinar como nadie el habla coloquial del español hablado actual, ya sea la vertiente más culta o refinada, ya sea la más cruda o vulgar. En ese sentido, dudo qué nadie haya retratado mejor la tipología del pijo castizo o majo de pega actual, pero las variantes son infinitas, hoy pululan como moscas los pijos de izquierdas, los Rafitas pseudojacobinos, para entendernos.

Comparecen en esta ciudad díptico Londres-Madrid, personajes episódicos como el dramaturgo Christopher Marlowe -pag 161: me robaste mi edad viril- o la estupenda glosa sobre Juan Benet (del cual la editorial Alfaguara reedita ahora Numa) -pag 254: el tozudo reloj mide y mide...-, por no hablar de las ancianidades lúcidas comparadas o cotejadas entre Wheeler de Oxford y Deza el Grande de Madrid. Todo orquestado por la sabia mano novelesca de Deza el Chico, es decir Jacobo Deza.

Baile y sueño
atesora páginas de una intensidad rara vez alcanzada en este viejo y vapuleado idioma nuestro, razón más que suficiente para sumergirse en su apasionante y prodigiosa lectura.


El origen del terror

RAFAEL CONTE
Babelia, El País
13 de noviembre de 2004

Caricatura: Loredano


(Continuación) He aquí la segunda parte de lo que por el momento continúa llamándose Tu rostro mañana, que por lo visto ha desbordado las previsiones de su autor, pues esta su décima y monumental novela estaba prevista en un principio sólo para dos volúmenes -y así presentó el primero a su aparición hace dos años- pero que al correr de la escritura se ha ampliado para presentarse como la segunda parte quizá de una posible trilogía, o de una serie narrativa que pudiera (o pidiera) ir todavía más allá.

Por eso mismo, por la necesidad en la que me encuentro de proseguir el comentario que en su día publiqué sobre el primer tomo, empiezo estas líneas recordando que no son más que la continuación de aquéllas, pues ya dije entonces que adoro escribir in medias res, sobre un trabajo todavía en marcha, ya que pienso que toda gran obra de arte está muchas veces inacabada, pues parece haberse detenido en la mente de su autor en un momento de su discurso interior, que siempre le empuja a ir más allá, a hacerlo mejor, o al menos a pensarlo así, y ese pensamiento le acompañará siempre hasta el final, aun cuando la obra haya sido ya publicada como si se hubiera terminado. Pues el arte -como la vida- es una sucesión de interrupciones hasta la postrera, en la última mañana que nunca llegaremos a ver del todo, y que así nos ocultará cuál será la visión final de nuestro rostro.

Así las cosas, este proyecto narrativo es tan peculiar -porque intenta negar el tópico de que a partir de cierta edad (los treinta quizá, o los cuarenta como mucho) todo hombre es responsable de su propia cara- que lo mismo podrá ser una trilogía, o encadenarse en una serie de volúmenes sucesivos que no tengan un final no tan sólo aparente sino convincente o al menos suficiente, hasta que una interrupción lo convierta en definitivo. No otra cosa pasó con Cervantes, que escribió su primer Quijote sin pensar en un segundo, que llegaría después merced a su éxito y a la aparición del falso de Avellaneda, que era preciso rectificar y así llegó a verlo, o con Proust, que había terminado En busca del tiempo perdido en dos gruesos volúmenes y tras publicar el primero y verse interrumpido por la guerra y el cambio de editor, fue reescribiendo el resto hasta los siete volúmenes en total que nunca llegó a ver del todo, pues la muerte interrumpió su publicación, asegurada hasta el final por sus herederos a partir del cuarto volumen aunque de modo inconcluso, lo que todavía da lugar a interminables batallas de filólogos y especialistas que así pueden seguir viviendo a sus expensas.

Y termino este arbitrario repaso con dos apéndices opuestos. ¿Dónde está por ejemplo ese gran artista que era -es- el francés pascal Quignard que a sus 54 años, tras publicar 50 libros muchos de ellos premiados y ocupar puestos de primera magnitud se perdió en las brumas extremo -orientales tras ganar el Premio Goncourt en 2002 con el primer volumen (Sombras errantes) de una serie de tres ya publicados, que bajo el título de Último Reino prometía indefinida? ¿Acaso el propio Juan Benet, tan cercano a Javier Marías, pudo poner final a la asombrosa serie de sus Herrumbrosas lanzas, interrumpida por la muerte tras publicar sus tres primeros libros divididos en 14 cantos (1983-1986) -más dos fragmentos póstumos añadidos (1998)- de una inacabada epopeya que su fallecimiento dejó abierta para siempre en 1993?

Pues bien, aquí apenas hay interrupciones, sino digresiones y cada vez más, en este torrente narrativo que quiere acarrearlo todo, empezando por su propia prosa, compleja, total, o por lo menos global, a la manera proustiana, pues es el estilo quien intenta arrastrarlo todo, lo que se dice y contradice, lo que se pone, opone y contrapone, en un brillantísimo ejercicio de lo que se afirma y se niega a la vez, o porque siempre se imagina o se puede imaginar y nadie puede pensar en poner puertas al campo, por sembrado de minas que se encuentre. Entre historias y digresiones, unas quizá reales y las más completamente imaginarias, saltos atrás y adelante, la historia continúa porque siempre hay que ir más allá, y así volvemos a encontrar a Jack (o Jaime, Jacobo, Santiago o lo que sea) Deza, ex profesor en Oxford y traductor, vuelto a España, casado, separado y regresado otra vez a Londres, esperando la visita de una mujer, dejada en suspenso al final del primer volumen, y que se deflaciona cuando empieza el, segundo por lo previsible, pues sólo se trata de una compañera de trabajo que va a pedirle un favor; pero si pensamos que además se cuentan otras muchas cosas -se pasa del "nunca hay que contar nada" del principio al "ojalá nunca nadie nos pidiera nada" que es como comienza este nuevo, porque las palabras siguen siendo el primer sujeto del terror- todo se vuelve a poner en marcha hacia los nuevos abismos que se nos abren ante nuestros ojos ya demasiado fatigados. Y para empezar, nuevo contacto telefónico con la esposa lejana, dejando aparcada a la nueva visitante, para contar la historia de una mendiga y volver a empezar otra vez. Pues además, no hay que olvidar que Jack Deza se ha reconvertido en un espía, y que la narrativa de espionaje es una de las debilidades del actual "Monarca de Redonda", pero que sí es un buen oficio para el narrador de ficciones que es, pues en la realidad puede ser también toda una concepción del mundo, un mundo, claro, exasperado, aterrorizado y sometido a la dialéctica paranoica del miedo, del terror y del terror de su contrario.

Como si el haz del mundo fuera también su envés, y a la maldición de la palabra ("calla y sálvate") sucede la puerta del infierno, pues no pedir nada es renunciar a toda salvación. Así, la ciega Madame de Dudeffand se despide de Sir Horace Walpole, o Juan Benet nos cuenta desde ultratumba que sólo el tiempo puede hacer que las palabras digan la verdad al comunicar a los vivos con los muertos. Si en Fiebre se presentaban los personajes (procedentes de Todas las almas) y se nos contaban historias de nuestra Guerra Civil, en Lanza se nos introducía en el mundo del espionaje, pero ahora vamos más allá, a la acción propiamente dicha. En Baile se nos resuelven algunas dudas -una aún suspendida, la de la visita de la compañera de trabajo, y otra la paródica de la mancha de sangre en la escalera-, pero nos precipitamos en el cuarto canto (Sueño) en otra más feroz de un baile en una discoteca que se disuelve en la caricatura de un ridículo diplomático español, para caer en el castigo del malo y el terror de las palabras. Pues aunque aquí no haya violencia mortal, sí se nos describen sus características con el mayor sadismo. Menos mal que la parodia interrumpe continuamente la tragedia (como en el gran Shakespeare) ya que este libro tiene bastante de ejercicio de traducción y de literatura comparada, pues aparte de las caricaturas expresas (de Bush a Berlusconi, del felpudo Tony Blair no se dice nada y es una pena) se nos describe un mundo originado por el miedo movido por el terror y por el terror antiterror que nunca lo controlará. Y para final -en suspenso- aquí está la vieja despedida cervantina que nos reconcilia con todo, hasta con el mundo exasperado que aquí se nos ha descrito: "Adiós gracias; adiós donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida". O esta otra versión, por ejemplo: " Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos". Menos mal, porque (Continuará).



 

Un discurso total

MIGUEL GARCÍA-POSADA
Blanco y Negro Cultural, ABC
13 de noviembre de 2004



La segunda parte de Tu rostro mañana enlaza, como era previsible, con la precedente, pero del tema central de aquélla, que era, a nuestro juicio, el poder y descrédito de la palabra, hemos pasado a un texto mucho más pluritemático, cuyo eje vertebrador acaso haya que verlo en el poder del miedo y de la violencia que le es consustancial, encarnado por el siniestro personaje de Bertram Tupra. No son muchas las situaciones que encadenan argumentalmente el texto, centrado como se presenta éste en torno a las vicisitudes que se producen en una discoteca londinense, debido a las propensiones donjuanescas de un joven diplomático español.

Pero hay mucho más discurso que historia, por aceptar la distinción canónica, en esta segunda parte de Tu rostro mañana, más aún quizá que en la primera. Asistimos a una implacable y fascinante concatenación de temas y subtemas entre los que cabe destacar el tiempo y los muertos, la presencia de éstos en coro en un hipotético Juicio Final, y la evocación de la Guerra Civil española, con secuencias de una crueldad terrible y poco grata para la memoria de algún ilustre escritor de la "situación"; el narrador habla en este caso por la persona interpuesta, y conjeturable, de su padre, pero los hechos y juicios permanecen intactos. Marías no ha renunciado aquí tampoco a la utilización de materiales biográficos, aun manejados con elegante distanciamiento. (Esta elegancia define a todo el volumen, sin perjuicio de un contrastivo y penetrante humor).

Páginas de grandeza sinfónica

La novela, según hemos indicado, descansa bastante más sobre estos subtemas que sobre el decurso argumental. Marías los desarrolla -asedia, explora, acota hasta el agotamiento- de modo espléndido, en una ejemplar demostración de escritura autogenésica, y bien apoyado por una cultura deslumbrante y nunca erudita, que llega a alcanzar páginas de grandeza sinfónica: así las del Juicio Final, donde las deposiciones de los muertos son, literalmente, turbadoras. A destacar, aunque no constituya novedad estricta, la riqueza de los análisis y elucidaciones lingüísticos.

Es admirable la sutileza y riqueza de las argumentaciones, que se encadenan con tanta eficacia como brillantez, sin amenazar nunca el entramado narrativo, por más que éste no tenga un foco excluyente. Aunque, de existir, lo encontramos según avanzamos en su momento, en la terrible venganza del siniestro Bertram Tupra contra la persona del joven diplomático español sobre todo, en la "filosofía" del terror que la inspira. Son páginas que no pueden leerse sin estremecimiento, tanto por la ejecución narrativa como por la turbadora, sombría visión de mundo -un mundo cruel ad náuseam- que la sustenta.

Marías ha alcanzado una personalísima manera de novelar, que le permite hacer del discurso novelesco, sin dejar nunca de serlo, un instrumento de absoluta flexibilidad, que puede abordar y desarrollar cualquier tema, motivo o situación. Como en su momento Baroja, aunque sobre las bases de una poética bien distinta, hace Marías de la novela un discurso omnicomprensivo, total, que la faculta para tratar cualquier material. Si la novela es, según se ha dicho, un género "imperialista", fórmula expresiva aunque poco ática, nadie, en la actual narrativa castellana, lo ejemplifica con mayor riqueza que Marías.

Brújula narrativa

Una sagacísima brújula narrativa orienta estos planteamientos sin incurrir en desequilibrios ni deglutir el nutrimento novelesco, de modo que el narrador es siempre dueño de la materia o materias que maneja, y las actúa -les da vida- con fastuoso poder verbal, mediante un fraseo heredado de su maestro Benet, pero muy personal, que no tiene par en la actual narrativa de lengua española. El poderío de este fraseo, su rigurosa articulación, la eficaz recurrencia de determinados motivos, su esplendor constructivo e inventivo son, desde luego, únicos. Y poéticos, en el más alto sentido del término, que anuncian las mismas metáforas del título (véanse, por ejemplo, para su elucidación, las páginas 193 y 336).

La novela se suspende en un momento culminante; sólo cabe esperar la tercera entrega de una obra que es -puede afirmarse ya- una de las más sólidas aportaciones de la reciente narrativa española. Esta segunda parte de Tu rostro mañana no defrauda las expectativas suscitadas por la primera y acrecienta las de la tercera.

 

No digas su nombre

Enrique Turpin
Libros, El Periódico
18 de noviembre de 2004


Convertirse en fantasma no es fácil; menos cuando se está vivo. Por esa razón, alcanza más mérito lo conseguido por Javier Marías con el segundo volumen de la novela en marcha Tu rostro mañana. Con Baile y sueño, el escritor se acerca peligrosamente a ese estado que ya no conoce lo táctil, a esa otra dimensión desde la que puede alcanzarse la narración total, aquella que da cuenta hasta de lo que no llegó a vivirse entonces y, sin embargo, se vive y revive sólo para ser narrado y conseguir que todo cobre el sentido que se le escatimó en la dimensión no fantasmal. Uno no debería contar nunca nada, ni tampoco pedir nada, pero nadie hace caso, ya que, a pesar de los despropósitos que acarrea semejante fatalidad, permite asimismo el fluir de la narración humana, una suerte de teoría de la evolución que todos nos contamos día tras día a fin de perpetuar la especie del homo narrans. Ése es el sentido que ha de concederse a la palabra fantasma. El narrador que se va forjando en esta serie comparte con esos seres de existencia esquiva el que todo lo sepa y hasta logre saberlo con anticipación, como un don.

En el camino interpretativo de Deza -mediante esa prosa deambulatoria y anafórica- se jalonan homenajes artísticos y vitales, a la búsqueda de respuestas alejadas de la herencia cultural que todo lo lastra. A veces, de la mano de mentores se encuentra una senda que supone una revelación. La de Marías viene marcada por unas balizas luminosas en las que se refleja un mensaje: en el momento en que para un creador ya sólo cuenta el oficio, éste debería volver la atención hacia un nuevo aprendizaje, hacia una nueva maestría que ya no busque otro premio sino su propia redención antes de la muerte. Acaso sea desde la aparición de El monarca del tiempo (1978), preludio de tantas cosas, cuando ya pueda hablarse de la incisiva especulación que viene levantando Marías sobre el tiempo, la violencia, el tormento de saber, el lenguaje, el humor o la muerte y las felonías que a menudo la anticipan. A los escritores que cambian la forma de pensar de sus contemporáneos se les considera clásicos. Eso es lo que tienen los clásicos, que saben ver más allá de su época. Si el lector se encuentra en un momento de la lectura conteniendo la respiración, que no padezca: está asistiendo al afortunado nacimiento de un clásico, por más fantasmal que sea.


 

Tu rostro mañana, 2. Baile y sueño

Santos Sanz Villanueva
El Cultural, El Mundo
18 de noviembre de 2004


Jaime, Jacques o Jacobo Deza, el español contratado por una misteriosa sociedad inglesa para predecir el comportamiento de personas sometidas a su observación, continúa en Baile y sueño el relato de esta experiencia que comenzó en Fiebre y lanza, primera parte de Tu rostro mañana.

La exposición del narrador y protagonista de Tu rostro mañana se aproxima ya al millar de páginas, y el final de esta nueva entrega insinúa venideras noticias. Semejantes medidas subrayan, de entrada, la envergadura del proyecto novelesco de Javier Marías. E impresiona la fuerza narrativa, lingüística e intelectual necesaria para sostenerlo, pues no lo llena ni con peripecias ni con descripciones; al contrario, los elementos anecdóticos y la acción externa poco espacio sustraen de esas faraónicas dimensiones. En realidad, lo que suele llamarse, para entendernos, argumento, o sea, la trabazón de sucesos en sí mismos interesantes, casi no existe. Apenas Deza cuenta escasos encuentros con varias personas, y nada más hay un par de pasajes de acción, dos situaciones de extrema violencia; una, el monstruoso asesinato de un republicano durante nuestra guerra civil y otra, un desalmado castigo que ejecuta el jefe del narrador.

Ambos episodios muestran el natural instinto de contador de historias de Javier Marías, ostensible en sus ya lejanos primeros títulos, pero que ha ido marginando poco a poco, hasta llegar al extremo presente. No es, por tanto, su caso el de quien, a falta de otras habilidades, se obliga a una introspección meticulosa, sino que responde a razones distintas. Valdría, para explicarlo con sencillez, el de esos grandes pintores, estilo Picasso o Dalí, que, habiendo dado pruebas fehacientes de su maestría en el dibujo y la composición, los relegan en virtud de un tipo de arte no representativo. Aquí, en Tu rostro mañana, lleva a cabo Marías una vigorosa narración típica del modernismo, espesa, culta, especulativa, lenta, sin concesiones al lector apresurado, pero no hace lo que se entiende en la calle como novela.

Baile y sueño, todavía más, me parece, que Fiebre y lanza, no cuenta una historia; construye un discurso. Algún espacio deja Deza para la anotación emocional (la memoria reivindicativa del padre, sobre todo, y la nostalgia de la ex esposa), pero la parte del león corresponde al análisis intelectual. Y aun dentro de éste, más que el análisis importa su desarrollo en la conciencia. Marías presenta el propio pensamiento en marcha y muestra su proceso en la conciencia desde que brota en ella hasta que se verbaliza. Por eso el lenguaje, objeto de mil matices, ocupa un papel nuclear y el estilo se convierte en elemento crucial del texto.

Vemos los vericuetos del conocimiento y éste se explaya en la peculiar prosa del escritor. Una prosa, por supuesto, antinaturalista, meándrica, de aliento barroco, dada al hipérbaton, con su frase amplia, de oraciones encabalgadas, con enumeraciones generosas, repleta de peculiares disyuntivas (con frecuencia la conjunción “o” enlaza casi sinónimos, en vez de contraponer conceptos), y abundante en términos abstractos, en cultismos ostentosos y hasta en discutibles creaciones verbales. Marías repele la lengua funcional y plasma una prosa literaria entroncada con el grand style que echaba en falta en nuestras letras Benet (en cuyo homenaje se cita un Benet’s College, de Cambridge).

Este estilo deliberadamente retorizado tiene algo de caprichoso, e incluso se intuye en él un punto de provocación, y me resulta de innecesaria dureza y proclive en exceso a voces infrecuentes o extrañas. Gustos personales al margen, debe reconocerse que constituye un cauce formal idóneo (aunque no el único posible) tanto para el proustiano ejercicio asociativo del narrador como para el sinuoso fluir de las ideas que sostienen una vasta construcción intelectual y moral. En ella se plantean y debaten asuntos nada baladíes: la identidad, la vivencia del tiempo, el miedo, la delación, la violencia, la posibilidad del conocimiento, los mecanismos de la comunicación, las relaciones personales, las propiedades del relato, las fronteras de la realidad, la muerte, y, por encima de todo, la ética y los valores.

Baile y sueño, narración (prefiero este término al de novela) culturalista, exigente más que difícil, morosa pero amena a la manera de la escritura no complaciente, es un libro denso y gratificante, un gran relato en el filo mismo del ensayo, que, eso sí, exige un lector que comprenda la literatura como una aventura interior y no como un ligero pasatiempo.


 

La añoranza de la espada

J. A. MASOLIVER RÓDENAS
Culturas, La Vanguardia
24 de noviembre de 2004


Más que continuación, Baile y sueño representa la segunda parte de Tu rostro mañana, aunque el punto de referencia inevitable se remonte a Todas las almas y a lo que podríamos considerar su exégesis, Negra espalda del tiempo. Una concepción totalizadora que incluye una estética a la que será fiel pero no, ¿o todavía no?, esclavo. A lo largo de estas novelas aparecen y desaparecen antiguos profesores de Oxford. En Oxford el narrador tuvo una amante, Clara Bayes, en Madrid se casará con Luisa con la que tendrá dos hijos y que acabará expulsándole de la casa, y en Londres se insinuará una posible relación con la joven Pérez Nuix, tan presente en las últimas páginas de Tu rostro mañana. En Baile y sueño hay un presente narrativo absoluto que nos remite a varios pasados sobre los que reflexiona el narrador y a los que nos remite sin cesar, creando así una serie de motivos recurrentes que se nos han hecho familiares y que se van desarrollando y modificando a lo largo de la novela, como se desarrollaron a lo largo de las anteriores novelas.

Está la noche en la discoteca, hace dos días, pero también aquella noche en casa de Peter Wheeler en la que descubrió la mancha de sangre o, ya mucho más lejana, la guerra y la posguerra vividas por el padre. Hay pues evocación e interpretación, hipótesis y conjeturas que afectan tanto al ayer como al mañana, a las novelas ya escritas y a las novelas por escribir. Es fácil identificar al voyeur y al agente secreto con el escritor, y es fácil identificar al escritor con el Javier Marías nacido en Madrid en 1951, que vivió durante muchos años en la casa del padre y que estuvo de profesor en Oxford. Los elementos autobiográficos y los narrativos se confunden para crear así una morbosa complicidad con el lector. Tenemos incluso derecho a pensar que muchos rasgos de su personalidad, reflejados en compilaciones de artículos suyos como Mano de sombra, coinciden con los de su protagonista. Uno de ellos, su obsesivo desprecio por los españoles (¿así, como raza definida desde los albores de la prehistoria?) y que tanto en Tu rostro mañana como ahora encuentran a su prototipo en el joven diplomático De la Garza.

Pistas para su continuación

Pero ojo con las trampas y con los prejuicios. Baile y sueño nos resulta familiar y hasta reiterativa por las referencias a otras novelas, por las obsesiones o motivos recurrentes (la espada, la lanza, la fiebre y el sueño, la nieve sobre los hombros, la almohada, la nuca, la espalda), por el peculiar flujo narrativo propio del monólogo o por el tejido de asociaciones, y sin embargo está llena de sorpresas. El final de Tu rostro mañana prometía, en su continuación, una presencia de la joven Pérez Nuix, ahora continuamente referida pero nunca presente. Y la novela carece de un final tradicional aunque sí ofrece posibles pistas para una próxima novela: “No reconocería en cambio las piernas de Pérez Nuix, no todavía”, es decir, no en esta novela; Luisa “aún lo habría dicho” que regresase a la casa; a Tupra y Manoia les oye pronunciar unos nombres que de momento ignora y al final del libro Tupra promete explicarle “por qué no se puede”.

En este “no se puede” está la clave de una novela llena de secretos y que significativamente vuelve a ser una novela nocturna. La desenfrenada acción tiene lugar en una discoteca de Londres en la que Deza tiene que atender a Flavia, la mujer del misterioso Manoia. Apenas interviene De la Garza, grotescamente vestido, se activa la narración, con brillantes escenas grotescas (el baile) o absurdas (los lavabos: genial). Pero hay un nuevo y radical giro cuando el jefe de Deza, Tupra (que no siempre se llama así como tampoco Deza se llama siempre Jaime o Jacques o Jack), entra en el lavabo de los discapacitados para golpear a Deza, que deja de ser un personaje grotesco para convertirse en patética víctima de una violencia arbitraria. La presencia del padre del narrador explicando la brutal violencia de los vencedores supera ahora, en su trascendencia significativa, la autobiografía: se establece una relación entre su vejez y la de Wheeler, una más interesante y sutil relación entre la pasividad del padre en la escena brutal con el escritor falangista y la del hijo ante la violencia de Tupra, y una interpretación de esta violencia en el “discurso de la espada” de Tupra.

Y es así como termina esta novela divertidísima, con inteligentes reflexiones sobre la escritura, sobre la historia y la modernidad de lo medieval (la espada, los personajes de Shakespare, la visión del Juicio Final), con una melancolía que va más allá de la nostalgia evocadora, con una biografía que va más allá de la personal autobiografía del autor, con una intensidad que no hemos visto en otras obras suyas y con una benetiana ruptura (hay un explícito homenaje a Benet) de las convenciones de la novela sin dejar de narrar incesantemente. Una novela llena de señuelos pero también de claves que apelan a la inteligencia del lector.