Javier
Marías El
oficio de escritor
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A los 19 años publicó su primera novela, Los dominios
del lobo. Hasta entonces había apuntado maneras de escritor,
y Juan Benet se refería a él como el joven Marías,
como dejando entrever su fe en el talento de aquel chico un poco extravagante.
Seguramente porque era muy tímido, se peinaba el pelo muy negro
y espeso con una raya en medio, de forma que le caía como dos cortinas,
ocultándole en parte la cara. Callado y nunca ausente, la gente
comenzó a saber que escribía, que si alguien como Benet
le había buscado un editor, debía de ser por algo. Ahora
tiene 53 años, y el joven Marías es un veterano escritor.
Tiene el cabello cano, y ya no lo utiliza para ocultarse de los demás.
Es un escritor hecho y derecho, de una pieza, el más reconocido
y admirado de los nuestros en el extranjero, lo que no le ha impedido
vender cinco millones de ejemplares de sus novelas y recibir muchos de
los premios internacionales que se otorgan a la verdadera literatura.
Esa mezcla de reconocimiento y éxito comercial se ha dado en él
con gran naturalidad y sucedió en varios países de Europa
a la vez. Ahora ha salido el segundo tomo de su obra Tu rostro mañana,
que lleva como subtítulo Baile y sueño, y es una
novela cuyo argumento contado sucintamente puede llevarte a pensar que
es un policiaco. Pero que enseguida aparece por sus páginas esa
escritura de darle vueltas a las cosas, ese ir y venir, ese detener la
acción para introducir largas reflexiones, o contar hechos del
pasado. Es decir, todo eso a lo que nos tiene acostumbrados. En su casa
de la plaza de la Villa de Madrid, llena de luz color melocotón,
Javier Marías ha recibido a El País Semanal. Casi
parece el mismo de siempre, si no fuera por esas canas cada vez más
evidentes y por una nueva sonrisa que le alegra la cara. Como si por fin
estuviera contento consigo mismo.
En este libro vuelve a aparecer el mundo de Oxford.
¿Por qué le atrae tanto?
Es que me hace gracia, y forma parte de mi propia vida. En estos dos últimos
libros, el narrador es en realidad el mismo de Todas las almas.
Y por eso es alguien que había estado en Inglaterra tiempo atrás.
Sigo yendo por allí a menudo, tengo buenos amigos y aquello es
parte de mi vida.
Hay un contraste entre ese círculo de gente culta y el mundo ibérico
visto a través de dos anécdotas que cuenta su padre el
del narrador de la guerra civil española. Ese mundo ibérico
brutal parece una escena cinematográfica, hasta el extremo de que
se hace casi insoportable. Pienso en la historia del hombre que es toreado
como si fuera un toro.
Ésa es una historia que ocurrió de verdad, aunque las personas
a quienes está atribuida y las escenas son completamente inventadas.
Pero ocurrió. Lo que coincide con algo que yo le he oído
contar a mi padre muchas veces es la escena del tranvía. La del
bebé al que una mujer dice haber estampado contra la pared
La violencia de los personajes ingleses es más
refinada. Me refiero a lo que ocurre en el baño de minusválidos
de una discoteca.
Sí, tienen su propio modo de ser violentos. El exquisito personaje
llamado Wheeler, que amenaza con una espada a un personaje, reconoce que
durante la guerra ha hecho cosas
Cuando, por ejemplo, dice que ha
esparcido brotes de cólera y de malaria en sentido figurado. Sí,
en este segundo volumen, uno de los temas predominantes es la violencia
y el miedo, tanto del pasado como del presente.
Leyendo esa escena se me ocurrió pensar
que en esta ocasión, tal vez, había pensado más en
el lector que otras veces. Quizá es algo que un escritor hace o
no hace cuando quiere, que depende del momento, del mayor o menor oficio;
puede ser un juego al que juega
Uno piensa en el lector, sí y no. Hablo por mí. Es decir,
en lo que nunca he pensado es en una franja de lectores concretos. Supongo
que un autor, a medida que va siendo veterano, y yo ya lo soy, llega un
momento en el que empieza a palpar, por así decir, qué tipo
de lectores tiene y ahí es donde se corre el riesgo de intentar
escribir para ellos. La verdad es que hasta ahora he procurado escribir
para cualquiera y escribir lo que a mí me apetecía. Yo me
considero una persona muy común y pienso que las cosas que me interesan
son las que interesan a mucha gente. Mis últimas novelas tratan
de cosas que en realidad están en la vida de todo el mundo. En
Corazón tan blanco, uno de los temas es el secreto y la
persuasión, por ejemplo. ¿Quién no tiene secretos,
quién no persuade o es persuadido
quién no instiga
a que alguien haga algo? O en el caso de Mañana en la batalla
piensa en mí, el tema principal era el engaño, ¿quién
no engaña o sufre engaños?
Creo que sobre Tu rostro mañana,
algunos pensaban que estaba ya todo escrito y que el hecho de sacarlo
en dos tomos era una decisión editorial.
No. Aunque cuando publiqué Fiebre y lanza hace dos años,
pensé que sacaría otro volumen y nada más. ¿Pero
sabes lo que pasa?
Que ahora ya no sabe cuántos escribirá
En realidad hay un tipo de película y un tipo de novela que no
tendría por qué acabar nunca. Algunas terminan porque el
autor se cansa, porque se desinteresa. Empezando por el propio Quijote
¿Qué impediría que hubiera habido otra salida más
de Don Quijote? Hace poco vi una vez más Lo que el viento
se llevó y lo pasé muy bien. Podría haber continuado.
Hay un tipo de películas o de novelas que cuentan una cosa muy
concreta o la vida entera de un personaje, y cuando se acaba, se acaba
todo. Pero hay otras en las que se crea un mundo novelesco, en el cual
el lector, y por supuesto el autor, se instala. Me ha pasado un poco con
este segundo volumen. Y también ha habido una cuestión que
me ha llevado a pensar en el tercer volumen, y es que en éste segundo
he llevado más lejos que nunca una dilatación del tiempo.
El libro también trata de eso, del tiempo, y de la palabra, de
los mecanismos que se van poniendo en marcha a medida que se cuenta algo.
Hay un momento en que el padre del narrador,
tras contar dos barbaridades ocurridas durante la Guerra Civil, dice que
cuando volvió a casa no le dijo nada a su mujer. Porque, para qué
añadir más dolor cuando ya no tenía remedio.
Sí, los personajes tienen cierto cuidado porque las cosas que se
cuentan no son palabras que se lleva el aire. Lo que te cuentan tiene
importancia, o puede tenerla. Y en eso la novela va a contrapelo de la
sociedad actual, donde todo el mundo cuenta todo y es chismosa a más
no poder. A veces me agobia y pienso cómo el mundo puede soportar
a tantos millones de personas hablando todo el rato, porque la gente en
cuanto se reúne con otro, habla y habla. En la novela hay una especie
de reflexión del profesor Wheeler sobre una campaña durante
la Segunda Guerra Mundial en la que se pidió a los ingleses que
no hablaran. Que guardaran silencio.
Usted piensa que ahora la gente habla más,
pero dice menos.
Menos de interés. La cháchara no ha sido interesante nunca,
pero ahora es más vacua que nunca. Es una tendencia que encuentro
hasta en gente que te escribe cartas, que antes de ir al grano de lo que
quieren decirte o consultar hacen una exposición larguísima.
A lo mejor es que no tienen con quién
hablar y usted les produce una confianza especial.
Entiendo que un escritor pueda causar en los lectores una sensación
de cercanía. Eso se produce. Los actores y los cantantes que viven
de su imagen pueden ser muy adorados, pero un escritor en el fondo es
alguien que está susurrando en el oído de un lector. Y si
el susurro es lo bastante interesante y grato, el lector puede tener la
sensación de conocer mucho a ese autor que está detrás
de la novela. Pero creo que hay una especie de horror al silencio, que
incomoda y va parejo, por ejemplo, con que España es un país
muy poco musical y donde, sin embargo, todo el tiempo está sonando
música. En los ascensores, en las peluquerías, en las tiendas
A lo mejor es que usted se está volviendo
un poco raro.
Siempre he sido un poco raro, y con la edad es normal que uno se haga
un poco más raro. Raro y mayor. He de decir que incluso en las
novelas que escribo tengo a veces la sensación de ser alguien algo
anacrónico. Sí. En cosas que yo valoro, que me interesan,
en ciertos conceptos. Empiezo a ser algo anacrónico en muchas cosas.
Y no es esa sensación de estar haciéndote mayor. Es un cambio
que se ha producido.
Le pondré un ejemplo, a ver si le vale.
Una cosa que hoy está bastante admitida es ser un trepa. Antes
era algo impensable.
Sí. He observado que personas que hacen cosas relativamente indignas
te dicen: bueno, es que me pagan muy bien. Está socialmente aceptado.
Antes no estaba bien decir que algo se hacía sólo por el
dinero. Recuerdo haber escrito un elogio sobre la hipocresía. Yo
prefiero que haya hipocresía por una razón, porque cuando
alguien oculta o disimula algo, quiere decirse que aunque lo haga, tiene
la conciencia de que eso no está del todo bien. Mientras que si
esa hipocresía no existe, quiere decir que no sólo lo hace,
sino que además le parece bien. Así que prefiero que haya
una cierta conciencia de que esto se hace, pero no se dice, porque si
lo haces y además lo dices, ya estamos perdidos.
Eso está muy bien visto. Pero lo hemos
llevado lejos, porque ya no hay que disimular. La falta de hipocresía
ha dejado al descubierto en Estados Unidos que los políticos que
gobiernan con Bush se han lucrado con la guerra de Irak, por poner un
ejemplo, y no sucede nada. Y si la derecha, allí y aquí,
usa la mentira al hacer política, debe de ser porque supone que
no les importa a los ciudadanos.
El puritanismo me pone enfermo, pero en Estados Unidos tenía un
buen efecto respecto a la mentira. Eso en cuatro años ha desaparecido.
Y lo peor de los Estados Unidos es que acaban exportándolo todo.
Y España, que es un país supuestamente antiamericano, es
uno de los países de Europa que reciben sus mensajes con mayor
fanatismo. No hay más que ver cuando alguien triunfa allí
el eco que recibe aquí. Allí hay unas élites muy
cultas, que están muy bien, pero el conjunto del país
Me merece más respeto la opinión de los ingleses o de los
alemanes. En literatura o en cine.
Un cine que se nutrió en los años
cuarenta, en gran medida, de los talentos europeos que huían de
los nazis.
Si ves películas de esos años, y de los cincuenta, a menudo,
y dentro de la peculiaridad, notas que nada es muy distinto de la vida
europea. Estados Unidos ha sido una prolongación de Europa, y se
nota muy bien en el cine. Luego empieza una separación en los sesenta,
y cada vez se hace mayor. Cuando he vuelto a vivir allí, después
de veinte años, tenía una sensación de extrañeza
y pensaba que tenía más que ver con un noruego. Y eso se
ve muy bien en el cine, porque, independientemente de que las películas
sean más o menos realistas, siempre reflejan una sociedad. El cine
es muy útil en eso. Y ahora los americanos me parecen cada vez
más raros.
Los escritores suelen decir que leer y escribir
son dos caras de la misma moneda.
Yo empecé a escribir para leer más, cuando se me acabaron
las novelas de mosqueteros. Tenía doce o trece años. Y,
claro, de alguna manera mi primer libro tiene esa torpeza infantil. Está
escrito con esa inocencia de escribir para no publicarlo.
¿Qué bien, no?
Sí, ja, ja. Pero eso se acabó enseguida. Con la segunda
novela. El primer libro se publicó a través de Juan Benet,
que lo leyó, le gustó y lo recomendó a una editorial.
No está bien que yo lo diga, pero siendo él tan estricto
y tratándose de un libro tan juvenil, pues me quedé encantado.
Pero una vez se publicó, hubo críticas y opiniones, que
es algo con lo que uno no cuenta la primera vez. Y cuando dicen: ¿y
este escritor por qué habla todo el tiempo de Estados Unidos?,
que es donde transcurre todo el libro, y tú mismo empiezas a hacerte
preguntas. Eso es lo que te hace perder la inocencia y la irresponsabilidad.
Aunque el segundo libro todavía es muy juvenil. Yo tenía
21 años.
¿Usted mismo se sentía pequeño?
Visto desde ahora, me veo pequeñísimo. Aunque entonces no.
Eso también ha cambiado. He visto que le preguntaban a uno cuántos
años tenía y decía que sólo 20 añitos.
Recuerdo que nuestra generación, y las anteriores, a los 17 ya
te sentías mayor y no querías que nadie fuera paternalista
contigo. Luego de mis primeras dos novelas, hay un periodo de seis años
durante los que casi no publiqué. Era muy joven y no tenía
mucho que contar.
Todavía no había tenido tiempo
de vivir una vida de la que sacar la ficción.
Y no quería hacer una novela tras otra de parodia, o de homenaje,
como lo era la primera de homenaje al cine, y la segunda, a un tipo de
literatura. Empecé a traducir y luego hice dos libros rarísimos,
en el 78 y el 83. Y a partir del quinto libro se produce otro cambio.
Empecé muy joven, pero hubo un cierto periodo de desconcierto como
escritor, aunque está mal que diga como escritor porque la cosa
es que yo tampoco me sentía, ni me siento, escritor en sentido
profesional.
¿Pues qué se siente?
Cuando termino un libro pienso que es factible que exista otro; quieras
o no, la actividad de escribir ha venido acompañándome muchísimos
años. Pero no es que tenga un proyecto literario, o que tenga decidido
que quiero tocar estos temas o los otros. Hace 33 años que publiqué
la primera novela, y si contamos la última como un texto autónomo
serían once novelas. Una media de una cada tres años.
Y generalmente logrando eso tan difícil
de que sus libros sean un éxito de crítica en muchos países,
y al mismo tiempo un éxito de público. Porque ahora se lee
mucho, pero lo que más se lee no es la mejor literatura. ¿Hay
más lectores, pero de menos calidad?
Ha pasado siempre. Hay muchos escritores que tuvieron un gran éxito
en vida y que desaparecieron al morir. Es como si no estuvieran ellos
para defender su obra con su presencia. Eso se da más todavía
hoy, cuando los escritores tenemos que promocionar los libros. Aunque
no sé. Toda la vida he oído decir que quien no sale en la
televisión no existe, pero yo no he salido nunca y me ha ido muy
bien. Creo que los libros los hacen los libros.
Por ejemplo, un escritor, usted mismo, ¿sabe
quién es, qué representa en la literatura de su tiempo?
La verdad es que yo tengo mucha inseguridad. En fin, una cosa es saber
unos datos, que los sé, como que he tenido muchos premios fuera
de España y muchas ventas aquí y fuera de aquí, pero
una cosa es saberlos y otra asumirlos; eso a mí me cuesta mucho.
Puedo llegar a aceptar que quizá, visto lo visto, no lo he hecho
mal en algunas ocasiones; en Corazón tan blanco, en Todas
las almas, en Mañana en la batalla piensa en mí.
Pero esa buena prensa y buenas ventas no me hacen llegar a la conclusión
de que soy bueno. No doy nada por descontado. Sé que hay autores,
a los que envidio en parte, que llega un momento en que se convencen de
su valía hasta el punto de que piensan que si esto viene de mí,
ha de ser bueno. Y en parte lo que les pasa es que no trabajan los libros.
A mí, eso no me ocurrirá nunca.
¿Se considera un esforzado de la literatura,
un trabajador nato?
Sí. En el sentido de que sigo poniendo los cinco sentidos. Y manteniendo
una tensión a la hora de escribir que quizá es bueno tener,
pero quizá impropia de alguien supuestamente ya reconocido. Yo
no digo que si uno piensa que ya lo ha hecho todo, te puedan salir cosas
muy buenas, pero, por ejemplo, he leído el último librito
de García Márquez, que es un grandísimo autor, y
la verdad es que me he quedado muy decepcionado. Formalmente es un libro
muy bien escrito, pero, desde mi punto de vista, muy inane, algo antipático,
sórdido, tópico y muy decepcionante. Eso le puede pasar
a cualquiera, y como lo sé, nunca me confío.
Uno de los temas que trata su novela es el paso
del tiempo y cómo en un periodo determinado el pasado y el presente
se igualan, y todo lo que transcurrió se presenta en el mismo plano.
Lo cuenta muy bien su padre cuando dice que si hubiera denunciado al malvado,
que a su vez lo denunció a la policía, éste habría
acabado creyendo que su traición estaba justificada, puesto que
el otro había hecho algo contra él.
La cronología, una vez acabado el tiempo, no cuenta mucho. No es
una idea tan compleja. En realidad nos pasa a todos. Efectivamente, lo
que el padre del narrador dice es que si él hubiera tomado alguna
venganza, le habría dado el pretexto al delator, una baza, una
justificación a posteriori. Porque pasado el tiempo, y unificado
el tiempo en un plano, podría decir: éste me la hizo también.
Siempre he pensado que usted no quería
mucho a sus personajes. Me refiero a que hay escritores que a pesar de
presentar a los malos, digamos, en toda su crudeza o zafiedad, descubres
atisbos de que los comprenden. Como si supieran que en el fondo la humanidad
es débil y no puede ser de otro modo.
Yo creo que sí, me interesan.
Sí. De un modo intelectual, analítico.
Incluso en esta novela hay un momento en el que De la Garza empieza a
caerle bien. Pero al fin y al cabo, el narrador no le quiere nada. Ni
le comprende.
Pero sí que empieza a hacerle cierta gracia. Y también hay
una parte en la que Wheeler y el narrador están en el jardín,
y aparece un helicóptero que los despeina y entonces el viejo le
pide un peine, porque los latinos siempre lo lleváis,
y como no tiene espejo, el narrador le peina.
No es que una actitud comprensiva, humana, me
parezca un valor literario mayor que el sentido del humor, por ejemplo.
Sólo lo constato. Resumiendo, a usted lo que le gusta es jugar
con sus personajes, lograr que le diviertan.
Pero alguien que te divierte te cae bien. Hay personas de las que no tienes
una buena opinión, pero te hacen gracia y se salvan por eso. Me
hacen gracia, pero tanto como quererlos
Que su padre esté tan presente en su libro,
me recuerda a la obsesión que tiene Martin Amis con su propio padre.
¿Sí? Mi padre es un personaje público que ha escrito
unas memorias donde contaba, aunque de otra manera, lo mismo que yo he
contado. Y en la mayoría de mis libros, y desde Corazón
tan blanco, siempre hay personajes de viejos, no sólo mi padre.
Siempre he tenido amigos mayores que yo. Los viejos, como los de mis novelas,
no pierden el tiempo, van a lo esencial de las cosas y no se paran en
las modas, ni en lo que está bien pensar o lo que está mal.
Eso es muy apreciable en un mundo tan ñoño y banal, donde
la gente no piensa fuera de lo que es el pensamiento con el que están
bombardeándolos. Lo que me deja perplejo y no entiendo es una sociedad
donde la gente de cuarenta deja de lado a los que tienen veinte años
más que ellos. Ellos serán pronto los viejos.
Tener a gente mayor de protagonistas es ir un
poco contracorriente. Ahora, a los viejos se los orilla, y a los muertos
se los olvida, como usted ha dicho alguna vez.
Hay esa vinculación entre los viejos y los muertos. Ambos se han
convertido en un estorbo. Tiene que ver también con una especie
de deificación del presente de tal calibre que el presente se hace
pasado más rápidamente, cada vez dura menos.
¿Qué hay de positivo ya ha
dicho que la pérdida de la inocencia podría ser el lado
negativo tras treinta años siendo un escritor?
Lo peor es esa falta de irresponsabilidad, pero es inevitable. Considero
que he tenido mucha suerte. Porque mis libros no son como ese Código
da Vinci, que no he leído y a lo mejor es genial. Son de una
cierta complejidad. Perfectamente podían haber tenido un éxito
relativo y nadie se escandalizaría.
¿Quizá a usted mismo le sorprendió
su propio éxito?
Sí, pero fue paulatino. Un libro tuvo unos lectores y el otro tuvo
más y más. Después ya no fue tanto y ahora vendo
por lo menos cien mil ejemplares, y ten en cuenta que si un autor vende
veinte mil, a todo el mundo le parece bien. Así que no nos engañemos,
es que he tenido mucha suerte, porque, supuesto que yo tenga talento,
hay mucha gente con mucho talento y que no han sido reconocidos ni después
de muertos, Considero que he recibido más que nadie, más
de lo que jamás habría esperado. Eso me da mucha libertad,
y lejos de acarrearme más responsabilidad, me digo que he tenido
más de lo que podía esperar. Y sigo haciendo lo que me interesa.
En cuanto a las críticas, no es que no me importen, sino que he
llegado a la conclusión de que en cierto modo no me conciernen.
Si son buenas, me alegran, pero mi verdadero asunto es hacer los libros.
Y hay que aceptar que cuando uno hace algo público se expone a
que cualquiera diga lo que quiera. Yo he tenido mucha suerte y espero
no tener que comerme mis palabras porque llegue un día en que nadie
me lea ni me compre.
¿A quién le deja leer sus libros
antes de ser editados?
Antes de publicarlos, a pocas personas. A dos o tres. Antes se los dejaba
a Juan Benet, al que tenía mucho respeto. Lo último que
leyó mío fue Corazón tan blanco. Murió
hace doce años.
Y echa de menos su opinión
Sí. A mis muertos, cuya muerte me ha afectado mucho, los tengo
muy presentes, casi biográficamente.
En los dos volúmenes de Tu rostro mañana
no hay grandes aventuras ni peripecias.
Es un riesgo que estoy asumiendo. En mis novelas siempre se cuentan procesos
mentales y reflexiones. No sé, me encantaría ser un tipo
de escritor, por los que tengo debilidad, de esos que no te importa nada
lo que te cuentan y lo que quieres es que sigan, porque todo tiene interés.
Es el caso de Proust.
A usted le sale de perlas especular con los personajes.
Eso, que es tan propio de Henry James, no sé si lo ha aprendido
de él, al que sé que admira, o es que responde a su manera
de ser.
Creo que lo he aprendido de Henry James, pero sí es verdad que
yo tengo una cabeza un poco tortuosa, laberíntica. Y creo que con
las personas que uno tiene cerca, te gustan, los quieres, pero no piensas
más sobre ellos. Es una manera un poco empobrecida de ver a la
gente. Hay que fijarse en ellos, verlos incluso como si fueran personas
de ficción.
Quizá le pasa eso por ser escritor.
Sí que me sirvo de eso. Si ves ahora a Hitler, por ejemplo, te
preguntas: ¿pero cómo no veía la gente cómo
era? Nos han educado a saber ver en la ficción. En la realidad
es como si nos costara más. Y si te fijaras, a veces verías
a individuos de los que dirías: yo con éste no daría
dos pasos. En ese sentido, el ver a la gente real como si fuera de ficción
ayuda a entenderlos. Y a las cosas hay que darles vueltas.
Precisamente, leyendo su novela, viendo a esos
personajes que son contratados por un servicio secreto porque son capaces
de mirar a alguien y sacar conclusiones sobre ellos, he recordado que
yo jugaba con mis primas a adivinar las profesiones de la gente que transitaba
por la acera de la calle.
Sí, yo también he jugado a eso. E, igual que en la novela,
nunca comprobabas si los informes que dan los encargados de hacerlo se
producirán. Si son verídicos o no.
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