Conozco a más de una joven que, desde los atentados madrileños
del 11 de marzo de 2004, tiene pánico a viajar en tren, y mucho
me temo que a partir de ahora, del 7 de julio de 2005, también
lo tendrá a desplazarse por su ciudad en autobús y en
metro, como hacían las víctimas londinenses de King’s
Cross, Edgware Road, Aldgate, Russell Square, todos sitios bien conocidos
por mí, a los que me he dirigido o en los que he hecho transbordo,
en cuyos andenes me he apeado cuando iba al British Museum, o al de
Madame Tussaud, o a las librerías anticuarias de Museum Street,
o a tomar un tren hacia el norte, hacia Edimburgo o York.
Esas jóvenes, sin embargo, viven en Madrid o en Barcelona: el
miedo es contagioso, el ajeno se asimila o se asume fácilmente,
y quizá por primera vez en la historia, con la amenaza terrorista
generalizada, resulta difícil conservar ese sentimiento tradicional
que nos permitía, ante las catástrofes, tras la primera
reacción de horror y de compasión por quienes las hubieran
padecido, pensar en segunda instancia, con cierto alivio e indudable
egoísmo humano: “Sí, pero no soy yo. No me ha tocado
a mí. Yo estoy aún aquí”. Cada vez se hace
más arduo no sentirse identificado, idéntico, no tener
la convicción de que, si “no soy yo”, ha sido por
mero azar, y aún es más: de que quienes han muerto en
un atentado terrorista lo han hecho, de algún modo indeliberado,
para que no muriera yo.
Y aun así… El viejo alivio del superviviente acaba por
aparecer e imponerse, aunque ahora sea sólo en tercera o cuarta
instancia, y no en segunda. El propio jueves 7, por la noche, oí
en la televisión el relato de una chica española que viajaba
en uno de los vagones de metro londinenses que sufrieron las bombas.
Había salido casi ilesa, con heridas leves, pero contó
que cuando se apagaron las luces tras la explosión, durante unos
momentos eternos no supo si estaba viva o estaba muerta (si “había
sido ella o no”); creyó más bien lo segundo, y al
parecer se lo preguntó a una compañera de viaje que, se
dio cuenta en seguida, estaba completamente ensangrentada. Había
llegado a entrever, cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, cómo
algunos pasajeros buscaban sus miembros perdidos, pies o manos, a tientas
y con desesperación. Oímos relatar cosas parecidas hace
dieciséis meses, en Madrid. Pero la muchacha española
de Londres concluía diciendo: “Veo esas imágenes
en cuanto cierro los ojos. No creo que pueda dormir mucho esta noche”.
Dormir mucho, decía, y en ese mucho estaba
encerrado ese comprensible alivio del que vengo hablando: “Pero
no soy yo”.
Es tan comprensible que seguramente es nuestro único asidero
para no vivir permanentemente atenazados por el miedo, ni aprobando
leyes injustas que coartan las libertades de todos, conseguidas con
no pocos sacrificios por quienes nos precedieron. Esa es la tendencia
de nuestros políticos actuales, con alguna excepción:
a que nadie se mueva. Dentro de lo malo, han descubierto que el miedo
paralizador les da ventajas y les conviene. Yo creo, en cambio, que
a estas alturas las sociedades occidentales tienen que sacudirse ese
miedo, zafarse de él. Evitar que maten los muy dispuestos a matar
es casi imposible, tanto, quizá, como que un huracán arrase
una costa. Uno puede tomar medidas y precaverse, pero no impedir el
huracán. Si lo pilla a uno, mala suerte, algo que existe pese
a que cada vez se admita menos y se niegue más. Lo que no se
puede hacer es vivir siempre encerrado en el sótano, por si viene
ese huracán.
Londres es una ciudad que aguantó con entereza y coraje los bombardeos
nazis a lo largo de años. Madrid soportó, durante tres,
el asedio de la aviación franquista en nuestra Guerra Civil.
Nuestras sociedades son más cómodas y temerosas que las
de entonces, pero algo queda siempre, del viejo espíritu de resistencia,
de la voluntad de normalidad aun en medio del sufrimiento y el caos.
A lo que no estuvo dispuesta la sociedad británica de los años
cuarenta fue a traicionarse a sí misma, ni a renegar de sus convicciones,
ni a sospechar de todo el mundo sin distinción. De ella deberíamos
todavía aprender. Hoy vivimos todos contagiados por la amenaza
cierta del terror, pero el verdadero triunfo de los terroristas sería
que viviéramos efectivamente aterrorizados un día tras
otro, siempre muertos de miedo al coger un tren, o un metro, o al subirnos
a uno de nuestros queridos autobuses rojos de dos pisos. Ellos son la
imagen de la cotidianidad y la fiabilidad. Y la victoria de los asesinos
sería, precisamente, que algún día dejaran de serlo.
Javier Marías
El País Semanal
24 de julio de 2005