El pensamiento incesante

Cuando en 1971, apenas cumplidos los veinte años, Javier Marías publica su primera novela Los dominios del lobo, nadie podía prever que lo que aparecía como un caso aislado no era sino el indicio de que algo iba a cambiar radicalmente en la narrativa española. Las circunstancias políticas favorecían este cambio: el desarrollo económico y la agonía del franquismo permitían despreciar el pasado, simplemente ignorándolo, y ver el presente instalado en un futuro más civilizado. Desde el punto de vista literario, la novela realista había agotado sus recursos. Una de las salidas fue la radicalización del realismo, iniciada por Rafael Sánchez Ferlosio y proseguida por Luis Martín-Santos y Juan Goytisolo. La propuesta era sin duda interesante: ahondar en la realidad española, criticarla y ponerla en entredicho a través del lenguaje narrativo, también criticado y puesto en entredicho. De este modo, se daba una audaz simbiosis de realismo y experimentalismo.

Que novelas como El Jarama de Sánchez Ferlosio, Tiempo de silencio de Martín-Santos, Reivindicación del Conde Don Julián de Goytisolo u Oficio de tinieblas de Cela sigan teniendo una vigencia que no es meramente histórica, muestra la capacidad de desarrollo del realismo e incluso que la novela, como género, no importa a qué extremos se llegue, es esencialmente realista. Sin embargo esta propuesta no trascendió. Por el contrario: los escritores que empezaron a surgir a principios de la década de los setenta rechazaron en igual medida la tradición realista española y el experimentalismo, para acercarse al novelista que decididamente ha marcado el destino de la nueva narrativa, Juan Benet, sobre todo a través de dos libros, Volverás a Región y Una meditación.

Una influencia de difícil definición, pues como escribe Javier Marías en "El señor Benet recibe", la suya es "una prosa tan inimitable que -como Kafka, Beckett o Bernhard- permite la admiración pero no el seguimiento". Pero la admiración no deja huellas en la escritura, no invita a transformar sino que paraliza mientras que, por el contrario, el ejemplo de Benet está en lo que permite de libertad y transformación. Eso es: más que de influencia (aunque esta influencia existe en Marías, sobre todo en El siglo) habría que hablar de ejemplo, el ejemplo de la libertad. Una libertad que asociamos a dos aspectos señalados por Marías y que marcan profundamente su propia escritura. En "Volveremos" observa que una de las cosas a las que muchos críticos y novelistas han renunciado es al pensamiento literario: " A diferencia del científico o el filosófico, el pensamiento literario se caracteriza por dos privilegios que son sólo suyos: no está sujeto a argumento ni a demostración -tal vez ni siquiera a la persuasión-, no depende de un hilo conductor razonado ni necesita mostrar cada uno de sus pasos; por consiguiente, le está permitida la contradicción". Y en "Una invitación", texto escrito en 1993, pocos días después de la muerte de Benet, escribe: "en su literatura el juego no consiste principalmente en entender o saber o seguir una historia aterradora o magnífica, sino más bien en leer, y en parar y asombrarse, y en seguir leyendo".

La primera observación afecta al Marías más maduro, es decir, al que germina en El siglo, florece en El hombre sentimental y se desarrolla espléndidamente a partir de Todas las almas: flujo del pensamiento, pensamiento que narra, narración que piensa y que inventa. La segunda afecta a la mayoría de los escritores que surgen en la década de los setenta, escritores tan distintos como Félix de Azúa, Javier Fernández de Castro, Ana María Moix, Vicente Molina Foix, Mariano Antolín Rato, y tantos otros que ahora olvido o que no he leído.

La imaginación, el cosmopolitismo y el rechazo de la realidad española, el sentido de la aventura y del juego, el acercamiento a la cultura anglosajona, la destrucción de jerarquías estéticas, la ausencia de un discurso moral como reacción al dogmatismo y al moralismo dominantes, la necesidad de narrar, de liberar el flujo narrativo, de seducir al lector para que participe en la invención, el humor y una trabajada frivolidad (de nuevo, como antídoto al trascendentalismo de sus mayores) son algunos de sus rasgos de esta nueva narrativa, alentada y compartida por Javier Marías en sus primeros libros: el citado Los dominios del lobo o Travesía del horizonte. En todo caso, Marías es, de todos ellos, el más empeñado en inventar historias que nos permitan pararnos y asombrarnos y seguir leyendo, y es asimismo el más dotado: en ningún escritor de su generación se da esta facilidad o apariencia de facilidad narrativa, esta sensación, aprendida de los escritores ingleses del XVIII y del XIX, de que escritura e imaginación se deslizan en feliz armonía para dar vida a un libro donde el lector encuentra simultáneamente al escritor en el proceso de la invención y un espacio de vida sorprendente y sin embargo maravillosamente verosímil. En una palabra, recuperamos la inocencia de nuestras primeras lecturas.

Pero esta inocencia no existe, es sólo un espejismo, o bien ha existido pero es irrecuperable e irrepetible. Esta pérdida de la inocencia tal vez explique la importancia que los niños tienen en la narrativa del Marías más maduro.

La conciencia de esta pérdida es la que le ha permitido evolucionar de una literatura de la imaginación y la aventura a una literatura del pensamiento, que no hay que confundir, por supuesto, con una literatura de las ideas a lo Thomas Mann. Esta actividad narrativa del pensamiento es, en el caso de Marías, progresiva y explica, en cierto modo y entre otras cosas, su naturaleza reiterativa en una misma novela y en el conjunto de este proceso. "Reiterativa" se presta a malentendidos, pues del mismo modo se podría decir que la novela naturalista o la psicológica son reiterativas, pero el lector capaz de matizar sabe qué es lo que intento definir: una actitud hacia la realidad y hacia su forma de percibirla y expresarla. Explica asimismo el tono monologante aun cuando, como en El hombre sentimental, utiliza la tercera persona, y explica sobre todo que seres que carecen de una personalidad dramática que justifique que se conviertan en personajes de novela (es frecuente en todos ellos caer en la vulgaridad), lo consiguen gracias a la obsesiva actividad. del pensamiento y porque, como se nos dice en El siglo, "un hombre puede poseer un destino sin tener el menor porvenir; hasta el hombre muerto puede poseer un destino. ¿Y por qué? Pues porque su historia, si ha merecido contarse, se puede contar, y si tiene un destino a buen seguro lo merecerá".

Todo esto, en El siglo, publicada en 1983, aparece de forma titubeante, no como novela en sí, sino como principio y parte de un conjunto. Que además del inconfundible proceso mental y verbal Casaldáliga reaparezca en El hombre sentimental indica una voluntad de relación y de considerar cada novela como un fragmento, desprovisto de la relación climax-anticlimax que da unidad a la novela tradicional. No por casualidad el lector conoce desde el principio el desenlace. Estos planteamientos están formulados ya en El monarca del tiempo (1978), sobre todo en el capítulo titulado significativamente "Fragmento y enigma y espantoso azar" donde, tras preguntarse" ¿de dónde procede esa certeza ostentosa de que lo último es lo verdadero?", reivindica la contradicción y subraya el carácter arbitrario y subjetivo, modificable e intercambiable de la unidad inscrita en el presente o "monarca del tiempo", allí donde la convicción "a cada nuevo giro se desvanecerá con tanta facilidad como se asentó para ser suplantada por otra convicción distinta que a su vez correrá la misma y efímera suerte". Significativo, asimismo, es que este texto (que Marías incorporará a su reciente libro de ensayos Literatura y fantasma, dándole de este modo un valor de "poética") se centre en una lectura del Julio César de Shakespeare. En El hombre sentimental el Otello de Verdi ocupa un espacio central: como posible identificación con el protagonista y como interpretación. En Corazón tan blanco y en Mañana en la batalla piensa en mí Shakespeare es una presencia que afecta, ya desde el título, a la naturaleza misma de la escritura.

Si Todas las almas representa ya la plenitud del nuevo Javier Marías, hay algo que la distingue de las dos novelas que acabo de mencionar y que contribuye a que no podamos considerar el conjunto como una trilogía sino, más exactamente, como una nueva perspectiva narrativa: quien ocupa un espacio central o, si se prefiere, más visible, es Sterne de quien Marías ha traducido Tristam Shandy. Halliwell lo menciona en la celebrada escena de la "high table" y Rylands, para quien "la literatura española, no sé por qué no se ocupó de la nuestra, que es más variada", ha escrito un ensayo sobre el Sentimental Journey. Como en Sterne, a Marías no le interesa tanto el argumento tradicional, donde el lector es consciente de un pasado y espera un desenlace en el futuro, como la tensión que se va desarrollando en el presente; el carácter monologante equivale al peso que Sterne da a las conversaciones; se establece asimismo una clara distinción entre las verdades de la vida y la verdad literaria, sin que una niegue a la otra; sobre todo, un tema remite a otro tema sin que la relación parezca narrativamente justificada, de ahí que los críticos hayan señalado la inverosimilitud de algunas escenas. En efecto, este desarrollo digresivo ha llevado a dos malentendidos: a creer que la novela carece de unidad, cuando pocos escritores españoles son capaces de crear una unidad interna tan coherente, y la de creer que Marías es un escritor experimental. Él mismo ha escrito en "La edad del recreo", texto publicado en 1989 y recogido en Pasiones pasadas: "He aquí, de hecho, uno de los grandes beneficios que esta década ha traído consigo: el fin de la necesidad u obligatoriedad de ser original, una de las mayores pestes que nuestro siglo ha padecido".

Sería un error separar aquí a Sterne, Benet y Shakespeare, por más que esta relación sólo la hayamos visto después de leer a Marías o sólo exista en el contexto de las novelas de Marías. Naturalmente, los trágicos héroes shakespearianos sirven para acentuar la trágica incapacidad para la tragedia de nuestros contemporáneos. Lo que tienen en común es que todos se ven afectados por una perturbación que desencadena un proceso mental que se convierte en un proceso narrativo o argumental. Monologa el protagonista y narrador de Todas las almas: "Cómo cansa estar perturbado, cómo cansa y hastía pensar perturbadamente (...), tengo que dejar de pensar y hablar en cambio para descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y establece demasiados vínculos". Nuestra trágica condición es que estamos condenados a pensar, sin que nuestros pensamientos sean necesariamente trágicos, y de esta fatal necesidad nace el desarrollo narrativo.

Las tres novelas empiezan con un hecho trágico que no está sentido ni contado trágicamente, pero que es el que desencadena el proceso de actividad mental y la asociación de distintos acontecimientos. En Todas las almas: "Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford, y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperaron a que yo llegara y consumiera mi tiempo allí para darme ocasión de conocerlos y para que ahora pueda hablar de ellos", es decir, narrar. En Corazón tan blanco: "No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre". En Mañana en la batalla Piensa en mí: "Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda". A partir de este principio, el desarrollo narrativo va a ser muy distinto, como lo va a ser el humor siempre presente, un humor totalmente alejado de la tradición española; pero hay una serie de recurrencias que permiten hablar de distintos mundos dentro de un mundo, de distintas novelas dentro de la novela. El hecho de que la narración se inicie con una muerte nos obliga a desplazarnos del presente al pasado, aunque sólo sea, como se nos dice en Todas las almas, porque "el que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió". A este movimiento o desplazamiento temporal hay que añadir el espacial: Oxford, Delhi, Madrid en Todas las almas, La Habana y Madrid en Corazón tan blanco y Londres y Madrid en Mañana en la batalla piensa en mí.

Son muchos otros los elementos que reaparecen a lo largo de los tres libros: la especial relación del narrador con las mujeres y con una mujer, las referencias a la familia, sobre todo a la madre muerta y al padre, los niños y el recuerdo de la infancia, las constantes referencias al Madrid del pasado, los mendigos, las partes del cuerpo femenino (el pecho, las piernas) y la ropa interior, el voyeurismo del protagonista y su obsesiva tendencia a observar, escuchar, pensar, la tensión entre el secreto y la comunicación, las prendas de vestir (zapatos, chaquetas, impermeables), los objetos con valor de amuletos, la marcada diferencia entre la vida nocturna y la diurna, la cama, la almohada y el cuerpo, vestido o desnudo, de espaldas, las habitaciones y las ventanas de las habitaciones, las calles y los personajes extravagantes. En otro nivel, el tiempo, los recuerdos, la enfermedad, la vejez y la muerte. Las dudas, las hipótesis, los interrogantes y las pesquisas. Las asociaciones y las frases recurrentes. La relación entre lo ridículo y lo trágico. Las referencias a la guerra civil española. Y, sobre todo, la necesidad de contar, de convertir los pensamientos en palabras.

Todo esto sería suficiente para ver en estas tres novelas la coherente aplicación de los mismos principios estéticos. Hay que añadir algo todavía más importante: la incorporación de elementos de la biografía del propio escritor sin caer en la novela autobiográfica. Estos datos personales permiten intensificar la humanidad de los personajes y situar la acción en un contexto histórico concreto; y hay también una nota de complicidad con determinados lectores. Esta complicidad es la que le permite, asimismo, presentarnos al filósofo Savater en un hipódromo o dedicar un capítulo entero a un Rey que es fácil identificar con Juan Carlos I. Y, finalmente, está la calidad de las tres novelas. Los lectores discuten y discutirán por mucho tiempo si es mejor Todas las almas, la más divertida y con una temática más exótica, también la más exterior, pese a partir de una experiencia personal y hacer referencia a personajes reales; Corazón tan blanco, de una dificilísima perfección, delicada, conmovedora, profunda, de una prosa atractiva, podría decirse que bella; o Mañana en la batalla piensa en mí, la más arriesgada, con frecuentes cambios de tono y de humor, y sin miedo de caer en lo inverosímil, como ocurre en cierto modo en el capítulo dedicado al Rey y, sobre todo, en la confusión entre la mujer del narrador y una prostituta: pese a seguir pensando que es la parte más débil del libro, me permito dudar de mi propio juicio y quiero creer que, dado el talento narrativo de Marías y la inteligencia crítica de su oficio, hay una explicación para incluirlo (como, por ejemplo, la necesidad de romper con la perfección de Corazón tan blanco, de superar la pureza con la impureza) que a mí se me escapa. En todo caso, estamos discutiendo y comparando tres novelas de altísima calidad de un mismo escritor. Compararlas con las de otros escritores, podría resultar un ejercicio mucho más gratuito: si Javier Marías no está entre los indiscutibles es porque nadie ni nada es indiscutible, no por otro motivo.

Juan A. Masoliver Ródenas

Vuelta, núm. 216, noviembre de 1994