Espejismos en una galería de espejos

Álvaro Pombo y Javier Marías han sido para mí, desde hace tiempo, los narradores más interesantes que han surgido en los últimos veinte años, y la obra más reciente de estos escritores (El metro de platino iridiado de Pombo; Todas las almas y, ahora, Corazón tan blanco de Marías) está destinada a convertirse en punto de referencia de una época, como lo fueron en su tiempo (tiempo tan cercano y a la vez tan lejano) La colmena de Camilo José Cela, El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, Señas de identidad de Juan Goytisolo, Volverás a Región de Juan Benet o Antagonía de Luis Goytisolo. En las mencionadas novelas de Pombo y Marías, ambiciosas y complejas, hay una fusión magistral de lo narrativo y lo reflexivo: pensamiento y acción (pensamiento en la acción, el pensamiento de la acción) son ahora la sustancia única de esta escritura, una nueva actitud que sin duda ha de actuar como un revulsivo que estimule a otros escritores.

Sin embargo, la reacción del crítico (es decir, del lector que tiene que organizar su lectura a través de la escritura) ante estos dos novelistas, ante estas dos novelas, El metro de platino iridíado y Corazón tan blanco, dos historias del corazón y de tan distintos corazones, es muy distinta. Con Pombo tenemos la sensación de que nos encontramos ante un material (un universo) abarcable: por muchas cosas que dejemos de decir, lo que decimos afecta directamente al centro y, en consecuencia, el comentario será más o menos limitado pero no parcial, cosa que desde luego no ocurre con Marías. No es fácil encontrar las razones. Posiblemente se debe a que, dada la naturaleza moral, psicológica y poética de la escritura de Pombo, hay unos hilos visibles por los que podemos seguir el relato: las zonas oscuras tienen que permanecer oscuras, son parte de la personalidad verosímil de los personajes. En Marías, la naturaleza perceptiva (oído, mirada) y analógica del relato no acepta zonas oscuras. Por el contrario, lo que propone la escritura es precisamente un itinerario que nos permita, a modo de laberinto, acercarnos al centro, allí donde se revela el misterio.

El problema es que no hay un centro único o, mejor dicho, no hay un centro: no se trata tanto de recorrer un laberinto que nos llevaría a un callejón sin salida, como de completar todas las relaciones, tarea casi imposible porque al lector (al crítico) se le presentan como infinitas. Por un lado, nos sentimos acuciados por un afán totalizador, y por el otro, sabemos que cualquier explicación va a resultar parcial: la distancia entre el placer de la lectura y la interpretación es casi insalvable y caemos en un lenguaje (o he caído yo, al hablar de Todas las almas y mucho más al hablar de Corazón tan blanco), en un discurso que cuanto más coherente resulta más engañoso es: al subrayar la complejidad de la novela, parecemos negar su claridad y al subrayar la seriedad ("con intensidad pero sin trascendencia") parecemos negar su amenidad, cuando en realidad pocas novelas hay tan diáfanas y tan narrativas como Corazón tan blanco.

Lo que ocurre es que el lector no sólo se ve obligado a descubrir la relación entre los distintos hechos o las distintas frases, sino que se encuentra con una serie de vacíos que comparte con el propio narrador: tenemos que seguir impacientes su indagación sin que nada podamos hacer nosotros; otras veces, por el contrario, nuestra percepción es imprescindible, ya que se nos ofrecen unas palabras claves cuya trascendencia estamos obligados a descubrir: la canción, la almohada, el cuadro, la brasa del cigarrillo o una simple frase que escuchamos, sin que en apariencia pueda afectarnos, como la que le dice Miriam a Guillermo ("O ella o yo, tendrás una muerta"), sin que esto le impida ponerse a cantar poco después. A ello hay que añadir los continuos desplazamientos en el espacio y en el tiempo. De La Habana a Madrid, pasando por Nueva York (como en Todas las almas, Marías ha creado situaciones sólo tangencialmente relacionadas con el tema central, para aligerar la tensión, ampliar el marco de la ficción y dar un tono más divertido y hasta absurdo al relato, sin que desaparezcan del todo las inquietantes analogías); de hace cuarenta años a hace un año al presente narrativo, pasando por la infancia y la adolescencia del narrador.

En otro escritor, el resultado hubiese sido catastrófico. Por un lado, tenemos todos los elementos que apuntan al caos: las digresiones, los alargamientos, los contrapuntos, las asimetrías, los desplazamientos, los cambios de dirección narrativa o las interferencias que interrumpen la linealidad o retrasan el desenlace de una escena. Por otro, están las fuerzas que nos rescatan del caos para reintegrarnos al orden, un orden ahora mucho más rico: la simetría, las coincidencias, las reiteraciones, las recapitulaciones, las insinuaciones o los datos que nos remiten a otras partes de la novela, sobre todo a su final o a su principio.

Entre la dispersión y el afán de unidad está el hilo argumental que seguimos sin contratiempos. Corazón tan blanco es una novela larga o, por lo menos, más larga que otras del autor. Sin embargo, más que nunca en Marías, no sólo nada es arbitrario sino que la ausencia de una sola línea podría afectar al conjunto del libro. Está dividida en dieciséis capítulos o secciones sin numerar y que yo he numerado para mi propia conveniencia sin que se haya venido abajo el mundo. Todas las secciones tienen una parecida extensión menos dos, que son posiblemente las piezas claves del conjunto: la sección quinta, en torno a Macbeth y este "incomprensible susurro que nos persuade", y que convierte a Corazón tan blanco en nuestro Macbeth contemporáneo, y la número quince, en la que se reúnen todos los motivos del libro hasta el punto de que la última sección bien podría considerarse como un apéndice. ¿O no?

En general, cada sección se centra en un motivo o tema: el suicidio de Teresa al volver del viaje de bodas, el viaje de bodas del narrador, Guillermo y Miriam en el cuarto de al lado, Luisa y el narrador como intérpretes, los Custardoy y el trabajo del padre del narrador, en Nueva York con Berta, en Ginebra con Villalobos y, finalmente, Luisa y el narrador en la habitación. Estos centros narrativos están "contaminados" por la referencia a otros centros narrativos, no necesariamente visibles: pueden aparecer como un recuerdo o una coincidencia implícita. Por otro lado, partiendo de la claridad del hilo argumental, tienen un valor de leitmotiv, es decir, que de la misma forma que hay dispersión y concentración, hay repeticiones que tienen una función dinámica (la analógica) y una función estática (la repetición): de este modo hay una continua interdependencia entre los distintos motivos, así como una carga de significado y una variación o enriquecimiento del significado.

Un tipo de leitmotiv es el de las frases en boca de los distintos personajes: cada frase cumple una función especial, apoya al carácter reflexivo de la novela y es una "lectura" o un presagio o un indicio o una consecuencia de una acción. Varias proceden de Shakespeare: "Los dormidos y los muertos, no son sino como pinturas", por ejemplo, nos obliga a recordar que Ranz y Custardoy son expertos en arte, que Mateu decide quemar el cuadro de Rembrandt porque "no hay forma de verle la cara a la chica" y que Juan (sólo muy tarde nos enteramos del nombre del narrador) cuando ve a Luisa dormida piensa que "no era muy distinta de una muerta, no era muy distinta de un cuadro, sólo que a la mañana siguiente ella se despertaría y volvería el rostro que ahora tenía contra la almohada", lo que nos remite al acto mismo de la escritura: "imaginar evita muchas desgracias, quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento."

No así ha ocurrido con Macbeth: "he hecho el hecho", exclama tras matar a Duncan; a nuestra espalda alguien nos instiga al oído, "la lengua es su arma y su instrumento", Macbeth ha escuchado y "escuchar es lo más peligroso", y además ha actuado, mientras que Lady Macbeth, la instigadora, sabe que es inocente, por eso se avergüenza de "llevar un corazón tan blanco". También Miriam le pide a Guillermo que mate a su mujer y también Teresa, refiriéndose a la primera mujer de Ranz, le dice que "nuestra única posibilidad es que un día muriera ella".

Frases o canciones, "el incomprensible susurro que nos persuade", el pecho que nos respalda y la mujer que nos da la espalda y la cara contra la almohada, la insensatez de contar el secreto y la necesidad de contarlo y de escucharlo, la habitación contigua, el cuarto de baño, el espejo, el tiempo que pasa, las delgadas arrugas venidas desde el futuro para ensombrecer el instante, todo lo mucho mencionado y subrayado aquí y lo mucho que ha quedado por mencionar va adquiriendo significado. Las últimas palabras de Ranz nos revelan el secreto y nos remiten al principio del libro: este corazón tan blanco, este pecho tan blanco manchado de sangre. Se ha cerrado el círculo. Y sin embargo, hay una razón definitiva por la que la novela se prolonga y por la que la última sección no puede considerarse como un apéndice. Porque ahora que somos dueños del material narrativo nos toca hacernos una pregunta: ¿acaso está en el secreto de Ranz el significado último del libro? ¿Cuál es este significado último? Precisamente, que nunca alcanzaremos este significado, porque siempre algo se nos escapa.

Corazón tan blanco es, desde luego, una reflexión sobre el acto mismo de narrar y de leer, y es una experiencia de dicha reflexión: nosotros, como el narrador, "no podemos dejar de encaminar nuestras vidas hacia el oír y el ver y el presenciar y el saber", por eso nos hemos sentido obligados a seguir sus indagaciones y a escuchar las voces de los distintos personajes. Y si el secreto de Ranz no es la razón última del libro tampoco lo es la dominante visión negativa del matrimonio, porque tampoco la relación entre hombre y mujer (también en Todas las almas hay una sensibilidad femenina, y no simplemente hacia lo femenino, y, en consecuencia, una capacidad para expresar sin convencionalismo alguno la relación entre hombre y mujer), entre padre e hijo, entre pasado y presente, entre el lugar en que nacimos y el lugar en el que hemos vivido una experiencia poseen un significado último.

Por este motivo el narrador reconoce en el hotel de La Habana la canción que la abuela cantaba cuando él era niño, "ese canto femenino entre dientes (...) que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido", pero que "escucha y aprende y ya no olvida", el mismo canto que "debió ser canturreado en todas las casas del Madrid de mi infancia" y que ahora tararea Luisa en el cuarto de baño, "ese canto pese a todo emitido y que no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina". Acabada la novela, podemos pensar con el narrador que "jamás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada": sólo ese canto que queda siempre, más allá de su significado, como queda, vibrando, una lectura más allá de todos sus significados y sus exégesis y la lectura, el canto final o sección final de este libro. Con una deslumbrante exhibición de inteligencia e imaginación, Javier Marías nos ha ofrecido, en Corazón tan blanco, el espejismo de la totalidad en una galería de espejos.

Juan A. Masoliver Ródenas

ÍNSULA, núm. 546

junio, 1992