La maldición del saber

 
 

 

Nació en Madrid el 20 de septiembre de 1951. Escritor y traductor de autores anglosajones. Es el autor que goza de mayor reconocimiento internacional entre la nueva narrativa española. De vocación precoz, publicó su primera novela a los veinte años. La popularidad llegó en 1986, con El hombre sentimental y la renovó con Todas las almas. Premio de la Crítica en 1993, en 1995 recibió el Premio Internacional Rómulo Gallegos y el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua. Acababa de publicar su novela Corazón tan blanco cuando tuvo lugar esta entrevista en su casa en Madrid, el 31 de marzo de 1992.

LA MALDICIÓN DEL SABER

Fue profesor en Oxford y traductor de Conrad. Publicó su primera novela hace ahora veinte años. La última, Corazón tan blanco, le mantiene entre los mejores. Trata del silencio y la palabra. De las sospechas y los secretos. Saber o no saber, ésa es la cuestión.

Ese breve párrafo es todo lo que pude escribir sobre Javier Marías cuando publiqué su entrevista en el suplemento dominical de El Periódico. Tenía que dejarle todo el espacio a su discurso torrencial. Él hablaba y hablaba sin parar y grabé tanto de sus propias palabras, que no merecía la pena que yo explicara nada. Además, el escritor atravesaba un gran momento, era el novelista de moda, del que hablaba todo el mundo en todos los lugares en los que hay que demostrar que se está a la última. Así que cualquier lector avispado sabría de quién se trataba sin necesidad de dar más explicaciones.

He dicho que se hablaba de él. ¿Cómo? Pues muy bien o muy mal, sin término medio, como ocurre siempre en este país cuando alguien consigue asombrar a sus paisanos. No hay que olvidar que estamos en el lugar donde se levantan en un día pedestales huecos y falleros y también en la tierra donde el éxito ajeno puede provocar epidemias de envidia y sarpullidos de tiña hasta en los corazones menos dispuestos al pecado.

No faltan en nuestra historia capítulos que ratifican ambos hábitos extremos. En el caso que me ocupa, se daban además elementos de aliño para el halago o la inquina. Uno: la conjunción del emblema de ser un escritor de culto junto con la efervescencia de su popularidad. Dos: su erudito linaje, pues su padre, Julián, es el mejor de los filósofos discípulos de Ortega. Tres: su ruptura formal con el realismo en el que tanto encalla nuestra literatura. Hubo quien, queriéndole herir, dijo de él que su prosa es confundible con cierta narrativa anglosajona, perpetrando así un insulto que se troca en elogio.

El escritor nunca ocultó su querencia hacia los colegas en lengua inglesa. No en vano, Javier Marías ha sido un excelente traductor de textos de Thomas Hardy, Joseph Conrad, W. E. Yeats, Robert L. Stevenson e Isak Dinesen. Su versión de La vida y las opiniones del caballero Tristam Shandy, de Laurence Sterne, le valió en 1980 el Premio Nacional de Traducción. Y antes, terminada su licenciatura en Filología inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, pasó dos años en la muy británica Universidad de Oxford como profesor de Literatura española y dio cursos de Literatura y Traducción en el Wellesley College, Massachusetts, Estados Unidos.

Los apuntes biográficos de las agencias de prensa cuentan también que durante su juventud entabló relaciones con el mundo del cine -un arte que le sigue apasionando y del que escribe en sus artículos de prensa-. Hasta llegó a interpretar un papel en la serie Fu Manchú. Y poco más que estas anécdotas de archivo es lo que puedo aportar ahora de aquella tarde con Javier Marías y bien que lo siento, porque guardo difuminado aquel encuentro en mi memoria. Pero recuerdo con nitidez agradecida la generosa insistencia con la que Marías me buscó durante las semanas siguientes, hasta que logró localizarme por teléfono sólo para decirme que había leído nuestra entrevista, que le gustó porque se sentía reflejado en ella y que gracias.

Me había citado por la tarde en su casa madrileña de la calle Valleherrmoso, donde creo que ya no vive. Sinceramente, al primer golpe de vista me pareció que era extranjero. Atravesamos un pasillo lleno de estanterías. Entramos a una sala cuyos muros invisibles estaban reforzados por espesas bibliotecas. En toda mi vida no había visto tantos libros juntos y -lo que es más notable- con aspecto de haber sido manoseados por un lector.

El escritor llevaba una chaqueta de líneas cruzadas. El cuello abierto y limón de la camisa se tragaba el suyo. Sus ojos parecían estar cargados de picardía y cansados de tanto chupar flexo. Él mismo me advirtió su incontinencia verbal. Y así dejamos que pasara el tiempo.

 
 


-¿Está grabando?

-Sí. Está grabando.

-¿Y no quiere hacer pruebas de si se oye la voz y todas esas cosas? Estoy un poco a distancia, ¿no?

-Me provoca curiosidad saber qué experimenta un escritor al traducir un texto ajeno, trabajando con elementos narrativos que son de otros.

-Yo he traducido bastante, pero nunca como un traductor profesional, de los que empalman un libro tras otro y se ven obligados a traducir lo que les proponen. He traducido sobre todo cosas que yo he leído y que me interesaban también a mí. Hombre, si el texto que traduce le gusta a uno, le interesa, entonces creo que puede ser estupendo. Y si el texto no le gusta a uno, o está mal escrito, entonces puede ser una de las peores cosas que a uno le pasen. Alguna rara vez he traducido cosas que no me gustaban y eso me parecía un verdadero tormento. Y además, uno tiene la tendencia a intentar cambiarlo. En última instancia, la traducción es volver a decir lo que ya se ha dicho, pero en otra lengua. Lo cual ya empieza a ser un disparate si uno lo piensa dos veces. ¿Cómo va a ser lo mismo? ¿Cómo va a ser lo mismo una cosa que ha perdido la lengua en la que fue escrita? ¡La lengua que lo posibilitó! Y sin embargo, la traducción aspira a que eso siga siendo así. Es decir que David Copperfield traducido al castellano aspira a seguir siendo David Copperfield de Dickens. Y además -normalmente así se acepta-, la gente considera que ha leído verdaderamente David Copperfield y habla de él con toda autoridad.

-¿Y usted no lo acepta así?

-Sí, sí. Lo acepto como tal, aunque dándome cuenta de que al mismo tiempo es un disparate. Desde el punto de vista lógico. ¿Cómo va a seguir siendo eso, si ya no hay una sola palabra de las que Dickens pudo decir? Dickens no habría empleado nunca esas construcciones, ni esas frases. Sin embargo, sí creo que puede seguir siendo lo mismo.

-Si eso le parece un disparate, entonces el ejercicio de traducir poesía debe de ser una voluntad imposible.

-Hay mucha gente que dice eso. Yo no lo creo. Yo he traducido bastante poesía y creo que se puede traducir fielmente y muy bien, sin esa cosa de hacer versiones. Lo misterioso del caso es que, en efecto, en la poesía no sólo has perdido las palabras, sino que además has perdido elementos que son mucho más importantes que en la prosa, como la aliteración, el metro, la rima cuando la había, el ritmo. Y aun así, la verdad es que uno tiene la sensación de que algo queda. O incluso de que queda mucho después de haber perdido todo eso. Para mí la sensación es muy agradable, aunque la verdad es que hace ya unos años que traduzco muy poco, porque lleva mucho tiempo y se parece demasiado a escribir como para poder simultanear las dos cosas. Traducir tiene mucho que ver con la interpretación, con el trabajo de los actores y de los intérpretes musicales. Es decir que, de pronto, tú eres capaz de incorporar, de encarnar la voz de Conrad o de Faulkner, por mencionar autores que yo he traducido y que me gustan mucho. Y si realmente eres capaz de decir lo que ellos han dicho, conservando su estilo de manera aceptable, tienes mucho ganado. Quiere decir que tienes unas facultades muy considerables.

-Cuando he comentado mi cita con usted, me han dicho: "Vas a entrevistar al escritor de moda."

-De moda. ¿Y qué me pregunta al respecto?

-Que a usted qué le parece.

-Pues no sé. Hombre, a lo mejor sí, la moda de este mes. Quiero decir, de este mes porque ha salido un libro nuevo y bueno, pues no está siendo mal acogido según parece. Pero es que las modas, de haberlas, realmente duran eso, ¿no? Últimamente, en todo. En tanto que moda, la vida de los libros cada vez es más corta. Un libro que dura cuatro meses vivo, pues ya empieza a ser mucho. Entonces, ya le digo, si soy el escritor de moda, pues lo seré este mes. Y fíjese que ésta es de febrero, y marzo es una época en que no se publican muchas cosas. A lo mejor si hubieran salido otras novelas de otros autores (que a lo mejor salen el mes que viene), pues ya no hubiera sido el escritor de moda.

-Cuando hablan de moda, se refieren a su aparición en el mundo de la literatura.

-Mi aparición tiene lugar hace veinte años. Yo publiqué mi primer libro con sólo diecinueve años, en el 71.

-Pero es ahora cuando más se habla de usted. A eso me refiero.

-Sí, bueno. Eso viene de hace menos años, sí. Quizá con el libro que obtuvo el Premio Herralde.

-Usted y un grupo de escritores de su generación están creando expectativas.

-No, no, no. Vamos, yo no lo percibo así al menos. Lo que sí veo es que ha habido un momento en el que parecía que había aquí cuarenta o cincuenta novelistas, todos muy buenos. O todos igual de buenos o de malos.

-Se decía que eran cien.

-Bueno, eso es una tontería que dijo un chismoso. Un chismoso de esos del pueblo, que hay muchos en Madrid, sobre todo escribiendo en los periódicos. Pero no, parecía que había muchos y claro, eso era también una sensación de inflación. Lo que no se puede negar es que se ha despertado el interés por la novela española que no hubo durante muchos años, o lo había habido muy circunscrito a tres autores ya consagrados. Y entonces, hubo una especie de boom. Bueno, con el paso del tiempo y cuanto más pase... El tiempo hace cribas. El número de autores que luego siguen vigentes, no son muchos. Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, Eduardo Mendoza... Todos estamos todavía expuestos a que dentro de cinco años nadie se acuerde de nosotros, porque a lo mejor no hemos escrito un libro decente. Porque la historia de la literatura está llena de gente que ha sido archicélebre, que tuvo una influencia tremenda y que nadie se acuerda ya de ellos. Un Premio Nobel que vendía centenares de miles de ejemplares y que hoy no lee nadie. Y así hay montones de casos. Entonces, imagínese si no estamos todos expuestos a que nos pase eso.

(Sin embargo, los oráculos -léase crítica, editores- auguran a Javier Marías la gloria de ser uno de los mejores narradores de este tiempo. A pesar de que su literatura no sea fácil y de que él lo sepa, su éxito de lectores es miel sobre hojuelas para alguien que dice saber lo fácil que es sobrevolar el fracaso. Y mientras espanta ese mal viento, cobijado entre libros, el escritor se ejercita conmigo en algo básico en su oficio: conversa...)

-El padre de mi abuela cubana, que era militar, siendo joven y antes de casarse, un día salió a pasear en La Habana y se encontró con un pordiosero mulato que le pidió dinero. Se lo negó y aquel pordiosero le echó una maldición muy precisa: tú y tu hijo mayor, moriréis lejos de vuestro país y no tendréis sepultura.

-¿Se cumplió la maldición?

-El hombre se casó, tuvo varios hijos y en el 98, cuando España perdió Cuba, decidió regresar aquí y aunque padecía de vértigo méniere, embarcó con toda su familia. Durante la travesía tuvo un ataque, murió y fue arrojado al mar. Así que, en efecto, murió lejos de su país y sin sepultura.

-Pero la maldición no acababa ahí.

-Su hijo mayor estuvo mucho tiempo después en Marruecos, en el desastre de Annual. Este tío abuelo mío, era el segundo de Fernández Silvestre, que dirigía las tropas españolas. Ambos desaparecieron en la desbandada del desastre. Se supone que debieron de ser empalados. Se encontraron sus gemelos de campaña, correajes, pero nunca su cadáver. También lejos de su país y sin sepultura. Así que se cumplió la maldición.

-Es una extraña historia.

-En todas las familias las hay. En todas las familias también ha habido asesinos. Creo que en la mía hubo también un asesino masivo, pero de eso es mejor no hablar, porque puede que un día lo utilice para una novela. Pero todas las familias están llenas de forajidos y canallas. Ha habido gentuza. No digo ya ovejas negras.

-En la suya, ¿un escritor es una oveja negra?

-Por el mero hecho de ser escritor, no. Por otras actividades, supongo que he sido más bien la oveja negra.

-¿Qué otras actividades le dieron ese rango?

-No es que haya hecho grandes felonías, que yo sepa. Pero he llevado una vida más irregular que mis tres hermanos, que están casados, con hijos y esas cosas. Yo he tenido una vida más azarosa, de aquí para allá. Pero por el hecho de escribir, evidentemente no. Mi padre es escritor; incluso ese señor de la maldición escribió una novelita que pasa en la guerra franco-prusiana o algo por el estilo.

-Parece que esos personajes familiares le serán de buena ayuda en sus novelas.

-Empiezo las novelas con muy pocos elementos. Sabiendo poco de la historia que voy a contar. Se va haciendo a medida que la escribo. La voy averiguando. En esta última, el primer párrafo sí que coincide con una historia familiar.

-Ese párrafo es terrible.

-Sí, pero efectivamente, una mujer de mi familia, hace ya muchos años, a las dos semanas de volver de su viaje de novios, se fue al cuarto de baño en la casa de su padre y se abrió la blusa, se quitó el sostén, se buscó el corazón, como dice el libro, y se pegó un tiro. Era un matrimonio en principio normal y alegre. Y nunca se supo qué pasó en esas semanas entre la boda y el suicidio.

-¿Usted tampoco lo averiguó?

-No era posible, porque pasó hace muchos años y todos han muerto. Así que decidí inventar lo que pudo pasar.

-Recuerdo otro pasaje de esa novela: una noche de bodas en la que el novio se convierte en serpiente y se traga a la novia.

-Es mi abuela cubana, tal cual era. Es un préstamo del autor al narrador. Y entre otras cosas, pues ella cantaba. A mí me cantaba esas canciones macabras aprendidas de sus ayas negras. Ella salió de allí en el 98, cuando España perdió Cuba. Las ayas negras que ella había tenido le cantaban canciones de esas. Así que son esos dos elementos. Es el horror tras una boda, el motor y el arranque de la novela. Luego están los otros elementos, el secreto, la sospecha, la relación amorosa, la instigación, la persuasión (también se habla mucho en la novela de que a las personas se nos persuade a hacer cosas), la palabra y el poder que ésta tiene para inducirte. Eso son cosas que me importan. Eso me afecta a mí y a mucha gente. Lo que pasa es que hay unas personas que las padecen, o que disfrutan esas cosas, como prefiera, pero que no se paran a pensar mucho en ellas. Que no hacen un libro con eso. La única diferencia es que yo he escrito sobre ello.

-En esos elementos, ¿la vida es el camino donde se dejan las cuentas pendientes?

-Desde luego. De dejar cosas incompletas. No sólo con la gente que se muere, sino también con los vivos. En realidad, tengo la sensación de que no se completa nunca nada.

-Tal vez por eso se escriban libros, para acabar algo, un camino quizá.

-Así solía ser. Por lo menos en parte. Ahora me temo que ya tampoco es así. La vida es cada vez más fragmentaria. Un tema de mi novela Corazón tan blanco (no sé si la ha leído, o si la ha podido terminar) es justamente la imposibilidad de saber. La imposibilidad de conocerse.

-¿Nada se sabe del todo?

-No, al menos cabalmente. Es la idea del secreto que está en la novela, la idea de que nadie sabe la totalidad, no ya de los otros, que es imposible: ni siquiera de uno mismo. En buena medida porque tu historia depende de las personas próximas, de las personas a las que tratas. Y de ellas nunca vas a saber todo. Por lo tanto, nunca lo sabrás todo de tu propia vida, de tu propia historia. Ni siquiera una parte que tú puedas aislar: "Pues yo tuve una novia y mi historia con ella es así y la puedo contar de arriba abajo..." En realidad, ni siquiera eso se puede contar de arriba abajo. Creo que los escritores actuales tienen bastante conciencia de eso y lo reflejan en sus libros. Y por lo tanto, cada vez es más raro, creo yo, esas novelas como había en el siglo XIX o incluso a principios de XX, que intentaban abarcarlo todo. El todo de una historia. Ahora se cuenta de manera parcial. En mis libros hay muchos quizás, muchos esto, o lo otro, o lo de más allá. Un libro tampoco cierra... Hombre, un libro tiene una armonía desde la primera página o, si me apura, desde la cubierta. Porque se suele olvidar que los libros también consisten en la cubierta y la solapa. Bueno, desde que empieza hasta que acaba, pues sí, puede haber digamos una armonía y una cierta sensación de haber completado algo...

-Pero con un libro no se llega al secreto final de así son las cosas.

-Claro. Cada lector lo ve de una forma. En este libro concreto ha habido quien me ha dicho desde "qué pesimista eres sobre el matrimonio", hasta quien ve aparecer el matrimonio como la expresión del amor más depurado. Y esto me lo ha dicho un escritor muy inteligente.

-Provoca lecturas contradictorias.

-Sí, contradictorias. Lo cual me parece bien, porque eso sucede en todo libro que tenga claroscuros y ambigüedad, que no sea un libro frontal, que sea sesgado y no un libro de mensaje. A mí me parece que eso es bueno. Por lo menos a mí me gusta ese tipo de literatura. Detesto la literatura en la que todo está muy claro. En un ensayo, uno no puede decir dos cosas opuestas y sostenerlas: " Pero ¿qué está diciendo este hombre? ¡Que se decida de una vez!" ¿No? En cambio en la literatura, sea en poesía o en novela, se pueden decir contradicciones y ser reconocidas como verdaderas.

-Así, de paso uno aprovecha para sacar a flote las suyas propias.

-Las propias y las que uno ve. No las propias necesariamente. Del matrimonio puedes pensar que es una institución horrorosa y destructora, y de pronto pensar que es la forma más arriesgada y valerosa -dejando de lado las trivialidades sobre aquello del contrato, que no son más que trivialidades- de mantener una relación. Porque a ratos lo vea así y a ratos de otro modo.

-¿Y usted cómo lo ve?

-Yo no lo veo de ninguna manera, porque no me he casado nunca. Estuve a punto alguna vez y he convivido con alguna mujer, pero no me casé. Y además, como la mayoría de la gente que conozco que convivieron y luego se casaron, casi todos me dicen que es distinto, que hay una sensación diferente, entonces, como no conozco eso... Hombre, me da una cierta curiosidad. Es una cosa un poco banal, porque el mundo entero está lleno de gente casada. Pero precisamente por no haberme casado nunca, lo puedo ver como algo que tiene cierto misterio para mí.

-¿Le gustan los secretos?

-Hombre, depende del momento. Mi tendencia y la tendencia general es a saber, a averiguar. El narrador, el protagonista de esta novela es un hombre que en un momento dado prefiere no saber. La verdad es que no tiene nada que ver conmigo, que soy todo lo contrario. Si noto o sospecho un secreto, puedo convertirme en una especie de detective rarísimo y hacer cosas que si mis conocidos las supieran, se asustarían. Sólo para averiguar lo que creo que se me oculta.

-La curiosidad pica como un alacrán.

-Es muy difícil refrenarse, y no hablo de la curiosidad, que es una cosa más trivial, sino refrenarse de saber algo, sobre todo si se intuye que es importante para uno. Otras veces se tiene la sensación de que es preferible no saber. Si usted me cuenta algo muy íntimo suyo, un secreto grave, y no le conozco de nada, puedo decir: "Mire, prefiero no tener este dato." Para empezar: ¿me voy a arriesgar a que se arrepienta de habérmelo contado? Porque también existe el odio al testigo, a la persona que sabe algo tuyo que luego deseas que no se conozca, que te avergüenzas. También existe el temor de que, si usted por ejemplo me cuenta que ha cometido un asesinato, yo no voy a saber qué hacer: Y ahora qué hago con este hombre. ¿Lo denuncio, no lo denuncio? ¿No digo nada? ¿Le digo que en todo caso no quiero tener tratos con usted? ¿O sigo hablando con usted pese a todo e incluso me intereso en por qué cometió el asesinato? También hay ocasiones en las cuales te pueden contar un conflicto en el que están involucradas dos personas que son amigas tuyas y tú percibes que vas a tener que tomar partido. Como cuando esas cosas también muy cotidianas, muy normales, de un matrimonio del que eres amigo de ambos y de pronto uno de ellos te cuenta que tiene otra historia. Por eso, hay ocasiones que uno prefiere no saber. Aunque tenga curiosidad, no quiere saber...

-... para no vincularse.

-Y para tener menos responsabilidad. Es una cuestión de responsabilidad. En el fondo, es lo mismo que ser testigo. Si lee en el periódico que ayer, en la calle donde vive, llegaron unos nazis y mataron a un magrebí -porque usted vive en París, ¿no?-. Pues usted lo leerá y dirá: "¡Qué horror! ¡Y encima sucedió en mi calle!" Pero si resulta que estaba allí en el momento en que pasó y lo vio, entonces, probablemente no podrá tener la misma reacción que cuando leyó el periódico, sino que lo vio. Y a lo mejor pudo intervenir e impedirlo, o no impedirlo. Y saber que no se atrevió a impedirlo. Digamos que por el mero hecho de asistir a algo, uno adquiere una responsabilidad. Entonces, es muy peligroso adquirir responsabilidad. El mero hecho de saber es peligroso. En la novela, el narrador, en un momento dado opta, de una forma pasiva, por saber un secreto del pasado, por saber lo que pasó, pero a costa de no enterarse de lo que está pasando con él y su mujer, con su propia vida. A costa de renunciar al secreto que le afecta de verdad.

-Eso es cobardía.

-En una persona convencional, se podría decir que sí. Yo no sé si no es valentía. La valentía de decir: si no sé algo, puedo salvar una situación no sabiéndolo y opto por no saberlo. Ya le digo. La mayor parte de la gente diría que es cobardía. Pero yo no sé si también hace falta mucha valentía para decir: renuncio a saber esto porque quizá, si lo sé, desencadeno algo que no se va a poder controlar. Mientras que si uno se queda ceñido al secreto... Hay un momento de la novela en el que se dice que el mero hecho de contar, difumina, deforma los hechos, que incluso los anula. El mero hecho de contar algo, sea como sea, está ya afectando a ese propio hecho. ¡Ah!, es algo que, en fin, no sé, dicho con estas palabras parece todo un poco pomposo. Pero los ejemplos que le he puesto antes, en realidad eran muy cotidianos y creo que nos pasan a todos. Incluso hay personas que cuando saben algo, pueden pensar: "¡Ojalá no hubiera sabido esto!" Pero una vez que uno sabe, es difícil pensar que no querías saber. Por otro lado, hay una nostalgia de aquel tiempo en el cual, aunque las cosas hubieran sucedido, uno no las sabía. Pero no sé si no nos estamos metiendo por un camino un poco...

-Esas reflexiones, ¿nacen de su propia experiencia?

-Salen de la vida. De la propia vida. Escribo de las mismas cosas que me preocupan en la vida. Cuando empecé a los diecinueve años, ya hice novelas artificiosas como ejercicio literario, con parodia y mimetismo de otras. Bueno, pues como ya lo hice entonces, ahora me siento vacunado y hace muchos años que no escribo sobre algo que no me importe a mí también.

-Su anterior relato, Todas las almas, fue considerado en una encuesta entre críticos, autores y editores como la segunda mejor novela española publicada en los últimos quince años.

-Me sorprendió mucho esa encuesta. Pero creo que depende del capricho, del momento. Esas cosas no se las puede uno tomar... Vaya usted a saber si dentro de unos años la gente se acuerda de ese libro. Aunque cuando ocurrió, a mí me pareció muy agradable, incluso muy lisonjero.

-¿Tan agradable como publicar por primera vez?

-Es distinto. Es muy distinto porque supongo que me hacía una ilusión muy infantil, como es lógico. Tenía diecinueve años y realmente era casi un niño. Entonces supongo que me puse un poco pavo, que presumiría entre los compañeros de la facultad. Me hizo mucha ilusión. Ahora este tipo de cosas tienen otro cariz más profundo, menos superficial. Cuando uno lleva ya muchos años haciendo libros, y no es que uno sea un grafómano, es decir, que en veinte años habré publicado diez libros y muchas traducciones, pero en fin, no he publicado muchísimo. Pero uno mantiene una actividad durante años y el que no le sea reconocida puede ser destructivo. Conozco casos de gente que se retiró, que dejó de escribir por el hartazgo de no tener resonancia. Se hartan de hacer algo que cae en el vacío. Todos los que publicamos, a medida que pasa el tiempo supongo que vamos necesitando que haya un cierto reconocimiento. Digamos que tu propia actividad se vea alimentada también desde el exterior, se vea nutrida. Porque es muy difícil mantenerse. Yo he conocido el caso de un amigo mío que vivía en París, del que ahora se ha publicado un libro, una vez que ha muerto. Una vez que se suicidó, hace ahora año y pico. Escribía un tipo de literatura realmente muy difícil, muy experimental, muy vanguardista, muy difícil de leer. Y era normal que los editores no... Le publicaron un solo libro en su vida, hace ya bastantes años. Sin embargo, él siguió escribiendo sus cosas, sin apearse además de sus criterios. Sin hacer concesiones, por así decir. Pues unos nueve o diez años después de publicarse ese primer libro (que tuvo un eco mínimo de gente que lo apreció, casi de especialistas) se suicidó. Y no digo que se suicidara por eso, en modo alguno. Por lo que yo sé, tenía otras muchas razones. Pero lo que quiero decir es que es una persona a la que yo he conocido, que era de esos escritores que, aparentemente, escriben imperturbables, que en el fondo les da igual. Y no. No le daba igual.

-¿La vanidad del arte?

-Si a uno no le importara la percepción de los demás, ni siquiera publicaría. Quienes lo hacemos necesitamos que esa actividad se nutra desde el exterior conforme pasa el tiempo. Porque van pasando los años y vas perdiendo esa energía infantil.

-¿Los años escuecen?

-En contra de lo que se piensa, la gente es más débil cuanto más mayor se hace. Va pasando el tiempo y claro... Eso de que los jóvenes son muy sensibles y hay que cuidarles, no. Al revés: cuanto mayor, más vulnerable.

-Y contra la vulnerabilidad, corazas.

-Hacerse fuerte, acorazarse con la edad, eso es completamente falso. Por una simple razón: cada vez hay menos tiempo para recuperarse de los reveses, para enderezar cualquier situación. Y luego, se acumula un desgaste que no tienes con veinte años. Entonces, que publicasen tu primer libro te pareció un milagro. Pero si a los cuarenta no has tenido el menor reconocimiento y crees en lo que haces, eso puede llegar a ser muy destructivo.

-Así que vamos creciendo a la busca del éxito.

-Sí, el éxito. Bueno, yo al éxito prefiero llamarlo reconocimiento. Porque a veces no se trata de éxito. Por ejemplo, yo tuve un libro que fue quizá con el que un público más amplio se enteró de mi existencia, hace ya cinco o seis años de esto. Pues el anterior, que era un libro muy ambicioso que se titulaba El siglo, fue un libro que realmente tuvo muy poco eco y yo pensaba que podría tener más. Era un poco difícil, pero en cambio gustó mucho a muchos escritores y a las cinco, seis o siete personas amigas cuyo juicio en el fondo es el que a uno más le importa. Por eso ya le digo: a uno le puede bastar el reconocimiento de las personas que uno respeta. Le puede bastar durante un tiempo, pero no eternamente.

-A usted le basta.

-Sí, en buena medida. Todavía hoy preferiría eso. Por lo menos con un libro. No sé si con dos o tres seguidos acabaría hartándome. Quizá llega un momento en que ese reconocimiento no basta. Con eso no basta y hay mucha gente que abandona, ¿no? Mucha gente que teniendo lo que antiguamente se llamaba vocación, llega un momento en que se harta. A veces caen en el vacío porque se lo merecen. Porque en principio todos pensamos que lo que hacemos es más o menos bueno, porque si no, no lo publicaríamos. Pero claro, nuestro juicio no vale de nada. Todos nos podemos equivocar. Claro que el mundo está lleno de libros malos, de películas malas, de malos cuadros. Y sin embargo supongo que todo el mundo -excepto aquel que sea un cínico absoluto- va de buena fe y cree que lo que hace tiene realmente valor...

-A donde yo quería ir...

-Sí, ya. En principio, yo puedo hablar bastante tiempo. Pero si me alargo en las respuestas, me corta.

-Quería decirle que usted mismo se ha reconocido en alguna entrevista como un autor de elite.

-No, de elite no. No, no. Seguro que no lo he dicho, porque eso no pertenece a mi vocabulario. Y menos aún decirlo... Mire, hace poco hubo una entrevista en otro periódico de Barcelona que era ficción al setenta por ciento. A lo mejor era en ésa. No, yo no diría de elite. Mis libros...

-Tampoco son lecturas fáciles.

-No, no son muy fáciles. El siglo, por ejemplo, es una novela muy difícil. La anterior, también. Los primeros no, porque eran mucho más juveniles. Cuando estaba en un seminario, en Inglaterra, le oí a la escritora inglesa policíaca P.D. James decir una cosa que estaba muy bien. Y dijo: "La verdad es que todo escritor aspira a algo muy parecido a las grandes religiones." Éstas son algo que puede llegar de una manera a la gente más sencilla y menos ilustrada, al mismo tiempo que puede satisfacer intelectualmente, teológicamente, a personas más preparadas y más letradas. Por ejemplo, el catolicismo tiene un corpus teórico muy considerable. Hay cosas, como la Santísima Trinidad, que todavía nadie las entiende. Entonces, ella decía: "Pues en realidad, todo novelista aspira a que pase eso con sus libros." Lo cual pasa en El Quijote, por poner un ejemplo nuestro. En efecto, El Quijote es un libro que lo puede leer cualquier persona, que en su día se leyó muchísimo y popularmente, y que es a la vez un libro complejísimo. Bueno, pues a eso aspira todo el mundo.

-¿Y ése es su caso?

-Hombre, ¿cómo voy a saber yo si es mi caso? Yo no sé si es mi caso. Yo aspiro a eso. Pero como aspira todo escritor.

-Pero usted conoce a sus lectores. Y ese conocimiento le habrá de ayudar a saber qué clase de escritor es.

-No, yo no sé muy bien... Ningún escritor sabe muy bien el lector que tiene. Eso es una lástima. Porque claro, como la gente compra los libros individualmente, y luego los lee cada uno..., pues no hay manera. Es decir, yo envidio a un director de cine que se puede meter en la sala y ver la reacción de quinientas, de mil personas a la vez ante su trabajo. O a un pintor que puede apostarse en la galería o en el museo y ver cómo la gente ve su cuadro. Y un escritor no tiene eso.

-Claro. El director de cine se zambulle en una sala oscura y puede percibir las vibraciones del público. Pero usted no puede ir a casa de nadie, a ver cómo la gente lee su novela.

-Y como mucho, verías a uno. La cosa está en ver a muchos a la vez. O sea, ver la reacción.

-Ustedes los escritores, conocen la reacción del público por el índice de ventas.

-Me da la sensación de que, sobre todo los últimos libros, los están leyendo con gusto incluso personas muy distintas. Ayer fui a una perfumería y el perfumero me dijo que había leído Todas las almas y que le había gustado mucho. Quizá me dejó un poco perplejo. En fin, no tengo... No sé, los perfumeros pueden ser muy ilustrados también. Pero desde luego que eso no me pasó con los libros anteriores. Puede deberse a, pues eso, a que puedo estar de moda este mes, como decía antes. O a que los libros, pues a lo mejor, ojalá me pudiera ir acercando a que mis libros puedan ser leídos en diferentes planos y por muy diferentes personas. Por ponerle un ejemplo: usted ha leído la novela. Al final, el padre del narrador cuenta un secreto. Para un lector, llamémosle convencional, el secreto que cuenta este hombre es el de un crimen. Un asesinato. Un lector no tan convencional, quizá se dé cuenta de que, aunque eso está ahí también, el verdadero secreto y lo grave no es tanto haber cometido un crimen como haberlo contado después a otra persona a quien no debió contarlo. Y que ese contarlo tuviera unas consecuencias tan nefastas. Eso ya es más complejo que un mero crimen. Digo mero crimen como si un crimen no fuera algo importante. Es muy importante, pero, digamos a efectos literarios, tiene menos importancia, es más trivial como secreto que lo otro. Entonces, las dos cosas son así, las dos son verdaderas. Cuando me refiero a los dos planos, éste es un ejemplo bastante bueno. Si un libro tiene eso, bueno, ése es el deseo de todo escritor, más o menos. Hombre, excepto de aquellos que lo único que quieren es vender ejemplares y nada más. Pero cualquier escritor más o menos honrado aspiraría a eso. Si yo lo he conseguido, francamente no lo sé. No creo, me temo que no.

 

Juan Ramón Iborra

(Entrevista aparecida en el suplemento dominical de El Periódico, 24 de mayo de 1992 y reimpresa en Juan Ramón Iborra, Confesionario, Ediciones B, Barcelona, 2001, pp. 150-165)