Museo Sentimental

Colección de objetos, artefactos, cosas -sin valor, o de un valor incalculable-, que nos han acompañado misteriosamente a lo largo del tiempo. Pequeños dioses del hogar que nos recuerdan a nosotros mismos, conformando una suerte de autorretrato.

 

La toga oxoniense

Es la única prenda de vestir que conservo y nunca me pongo, tal vez si asistiera a fiestas de carnaval… Llevarla en Madrid la asimilaría inmediatamente a una capa, y detesto a la gente que lleva capa (muy poca, por fortuna). Sin embargo, la tuve que llevar a menudo durante más de dos años como profesor en Oxford, y, junto con mi novela Todas las almas, es lo más tangible que me queda de mi estancia allí, ya inolvidable para mí, no probablemente para la ciudad. Curiosamente, es una toga de Cambridge que me prestó y luego regaló mi ex colega Eric Southworth, una herejía por tanto. Pero yo la hice de Oxford y así será para siempre.

 

Ejercicios tácticos

No sólo me gusta muchísimo este collage marino, sino que es tal vez el recuerdo más personal de Juan Benet. Compuesto en 1980, formó parte de su única exposición, en la ciudad de Alicante. La dedicatoria dice, en inglés: "No es presunción, es mi mejor pieza". Una mano amiga e impertinente se permitió añadir: "Sumamente dudoso". La acotación era interesada, ya que ese amigo poseía otro collage.

 

Caramelos venecianos

Del famoso vidrio de Venecia, lo que más me gusta son las legumbres y frutas, siempre que sean de Barovier. Como resultan carísimas y no tenía mucho dinero cuando visitaba cada dos meses esa ciudad (sucedió a lo largo de años), tuve que conformarme con estos caramelos incomestibles y eternos, regalo de alguien que vive allí.

 

La chistera

Hace años perdí un tampón que me gustaba mucho y era mi ex-libris: un hombre con sombrero que miraba por unos prismáticos. Hace poco, en Londres, encontré este otro que casi me ha satisfecho tanto como aquél: una elegante chistera, algo que tampoco me atrevería nunca a llevar.

 

La pluma negra

Aunque escribo a máquina, corrijo a mano y corrijo mucho. Esta pluma Lamy no es muy bonita, no es nada elegante, pero tiene una virtud para mí indispensable: la plumilla es negra, algo infrecuente en las estilográficas. Como le sucedía a un personaje de una novela mía, el León de Nápoles, si escribo con plumilla plateada o dorada mi vista se ve atraída por sus reflejos y acabo perdiendo la concentración. Nadie que me conozca se atrevería a regalarme una pluma (y la verdad es que me gustan mucho) que no tuviera la plumilla negra.

 

Plano de La Habana

En una cuarta parte, mis orígenes son coloniales, concretamente de La Habana, de donde procedía mi abuela Lola Manera: aunque se vino a Madrid de niña, nunca perdió el acento ni olvidó las historias truculentas de sus ayas negras, que luego me transmitió. Este plano de la ciudad y el puerto es de 1762. Por entonces, en la ciudad de York, Laurence Sterne escribía su Tristram Shandy, que yo traduje y que sigue siendo, por tanto, mi mejor obra. Para cerrar el ciclo, y como se ve en la etiqueta, este plano me lo han mandado desde la ciudad de York.

 

La firma de Joseph Conrad

La edición no es la primera, sino una americana especial. Se trata de una adquisición reciente y bastante cara, pero nunca perderá valor. Aunque es difícil decir quién es mi escritor favorito, sé que Conrad lo fue durante algunos años, y además traduje su libro El espejo del mar, tardando ocho meses en poner en español sus escasas doscientas páginas, una tarea descomunal. El objeto es puro fetichismo, pero saber que este volumen pasó por las manos de Conrad me lo convierte en un objeto de ficción.

 

La caja de cerillas fantasma

Una exquisitez regalada por un buen amigo que sabe que una de mis películas favoritas es El fantasma y la señora Muir, de Joseph L. Mankievicz. Como se ve en la inscripción, esta caja de cerillas de plata debió de pertenecer al difunto marido de la viuda Muir, Gene Tierney en la película. Ahora es mía, y no sólo me vincula a esa obra maestra, sino al mundo entero de los fantasmas, únicos seres sobrenaturales en los que me gusta fingir que creo. Pero ya se sabe lo que ocurre cuando uno finge durante mucho tiempo.

 

La silla roja

En esta silla llevo escribiendo media vida, aunque no es la única en la que lo he hecho: no suelo viajar con ella y en otras ciudades me han acompañado otras sillas menos convincentes y quizá más cómodas. Es una silla baqueteada, alguien dijo al verla que parecía salida de un carromato en película de John Ford, con su tosca pintura ya cuarteada y su forma anticuada y un poco infantil. Sería fácil verla un día, boca abajo, en la carreta de unos traperos, aunque ya no existen estas carretas: bastaría con que me cansara y decidiera deshacerme de ella, pues supongo que nadie más la querría. No sería la misma si no estuviera pintada de rojo; tengo otra igual pintada de verde, y ésta no la utilizaría para escribir. Es de suponer que el color compensa la supuesta frialdad de algunas de mis novelas: yo esa frialdad no la veo, pero me imagino que los pasajes más vehementes se deben en todo caso a la influencia de esta silla tan ardiente.

 

Las dos niñas

Estas seis fotografías antediluvianas las encontré dentro de un libro de 1884, Euphorion, de Vernon Lee. El lugar no parece Inglaterra, tal vez Francia, tal vez Bélgica. En tres de ellas (bueno, en cuatro) aparecen una o dos niñas, y en cuanto las vi no pude evitar preguntarme qué habría sido de ellas, cuál habría sido su historia. Probablemente están ya muertas. Lo cierto es que son uno de los orígenes de mi novela Corazón tan blanco y quien sabe si también, un poco, de la que escribo ahora. Pero cuidado: son uno de los orígenes pero no están en el libro; lo contrario, creo, habría sido un considerable error.

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El Europeo

Número 46

Verano de 1993