Mi arrojado
vecino el Duque de Corso se ha topado con la Iglesia últimamente,
o más bien con sus beatas y monaguillos más coléricos.
Durante semanas he asistido a la furia de los lectores, bien representada
aquí en la sección de cartas, y luego he leído, hace
dos domingos, el eco que se hacía Pérez-Rafferty de las
que no han visto más luz que la de sus fatigados, hartísimos
ojos ("Resentido, naturalmente", tituló su columna).
No pretendo terciar, cada cual libra las batallas que elige y al Capitán
Sadwing no le hace falta ayuda en las suyas, ya pega mandobles y suele
cargarlos de razón, encima. Pero la larga escaramuza me ha llevado
a reflexionar un poco (no suelo: encuentro el tema carente de todo interés)
sobre esta Oficial y Privilegiada Iglesia de nuestro país, aconfesional
país en teoría. Y, de paso, sobre mi relación con
ella y con las religiones en general.
Y lo primero de que me he dado cuenta es de que difícilmente me
habría yo visto metido en una como la que le ha anegado el buzón
a Corso, por una sencilla razón, a saber: la Iglesia Católica
me trae tan sin cuidado; espero tan poco de ella en cualquier terreno
(en el intelectual, en el social, en el humanístico, en el de la
consolación, en el compasivo, en el de la inteligencia, no digamos
en el comprensivo); y, en suma, la considero tan ajena a mis inquietudes
y preocupaciones, y tan lerda en sus argumentos e interpretaciones, y
tan afanosa en sus influencias y sus bienes seculares (tanto en el sentido
de los muchos siglos como en el de mundanales), que apenas presto atención
a lo que dice, propone, manda, predica, condena o prohíbe. En realidad
los católicos más indignados deberían agradecerle
a mi vecino artúrico que se haya tomado la molestia de dedicar
unos pensamientos y líneas, y por tanto de dar cierta importancia,
a institución tan apolillada y necia. "Necio" significa
"que no sabe lo que debía o podía saber", esto
es, el que ignora con voluntad de ignorancia.
La Iglesia, cómo explicarlo, es para mi una de esas cosas que cuanto
más lejos mejor. Ni siquiera quisiera rozarme con ella para combatirla,
porque uno acaba siempre en el cuerpo a cuerpo y hay contrincantes que
lo contaminan a uno con su solo contacto, aun si acaba derrotándolos.
Esa Iglesia no me atañe, excepto cuando invade territorios políticos
(y claro, eso sucede a menudo), o abusa del dinero de los contribuyentes
(y eso ocurre cada año), o impone sus ortopédicos e intolerantes
criterios fuera de sus jurisdicciones (y eso lo intenta sin pausa). Tuve
una abuela y una madre muy religiosas, y tengo un padre creyente, pero
para mi suerte fui a un colegio laico y mixto en tiempos en que éstos
estaban prohibidos (ya he contado aquí cómo los chicos y
chicas corríamos a cambiarnos de aula cuando aparecían inspectores
franquistas), y mi contacto con curas fue en la niñez casi tan
escaso como más tarde (he procurado que fuera nulo). No dudo de
que los haya estupendos, y también monjas: en todo colectivo o
gremio hay gente admirable, o eso creo optimistamente: los que AP-R llamó
"la fiel infantería", los que de verdad ayudan sin ayudarse
de paso a sí mismos, los que ni siquiera -pero estos no sé
si existen- hacen proselitismo a cambio. Lo malo es que a esos se los
ve poco por aquí, fuera de hospitales y residencias de ancianos.
Tal vez estén la mayoría en sus perdidas misiones, en el
África, en Sudamérica, jugándose a menudo el cuello.
Los que aquí llevo viendo mi vida entera, en persona (pese a todo,
unos cuantos) o en los medios, son, cómo decirlo, individuos que
jamás van de frente. Y cuanto más alta la jerarquía
(vaya ejemplares los obispos vascos; bueno, los obispos peninsulares casi
en pleno), más esquinados y oblicuos, más manipuladores,
más melifluos y más falsos.
¿Saben cuál es el principal problema de esa religión
y de cualquiera, incluidas las sectas engañabobos que proliferan
tanto? Que, por su definición y esencia, jamás actúan
desinteresadamente. Siempre hacen proselitismo (lo llaman "apostolado"),
siempre esperan conseguir algo a cambio de sus supuestos favores, enseñanzas,
consuelos o buenas obras. Cualquier religión, así, me merece
en principio desprecio, porque va siempre a captar clientes, aunque ellas
los llamen "fieles" o "acólitos", no sé
si no son peores estas dos palabras: la segunda, fíjense, significa
etimológicamente "los que siguen o acompañan".
Esto no quiere decir que, tal como ha ido el mundo, las religiones no
haya que conocerlas, saber de ellas. Sin ese conocimiento nadie entendería
nada, de la historia pasada ni de la presente. Y cómo no va a ser
comprensible (quizá hable otro día de eso) la larga necesidad
de los hombres de pensar en un Dios o en unos dioses. Pero ese es otro
asunto: el Dios o los dioses -su idea- poco tienen que ver con las Iglesias;
y si bien se mira, éstas son casi la negación de aquéllos.
Porque, ¿hay acaso alguna que no dé órdenes y no
legisle, que no influya en las vidas de sus creyentes y no aspire a controlarlas,
que no prohíba y no manipule y no amenace y no castigue y no atemorice,
y que no saque provecho de todo ello? Con la Iglesia Católica de
España a la cabeza, no lo duden, sobre todo en lo relativo al provecho.
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