Fantasmas y antigüedades


Comprendo que este artículo habría sido más propio del domingo pasado, que fue el día de Todos los Muertos; no ser religioso tiene inconvenientes (pocos, si soy sincero), como este despiste. Pero las cosas verdaderas vienen más bien cuando vienen, y no a fecha fija. Y al fin y al cabo queda aún mucho noviembre, ese mes que Herman Melville identificó para siempre con la melancolía, cuando al comienzo de Moby Dick hizo decir a su narrador, Ishmael: "Cada vez que en mi alma se hace húmedo noviembre lloviznante...". Bueno, él sabía entonces que ya era hora de hacerse a la mar y ver "la parte acuosa del mundo", su "sustitutivo de pistola y bala".

A mi se me ocurrió hace unos días que ya era hora de pasar a limpio mi viejo cuaderno de teléfonos, sus tapas de hule negro rajadas y su contenido totalmente confuso, tanto que los nuevos nombres que empiezan por C se encuentran en las páginas correspondientes a la E, porque la de la C y la D están llenas desde hace tiempo, como las de la M y la R y otras más. Al enfrentarme a la aburrida tarea me di cuenta de que no debía de hacer diez o doce años desde el anterior trasvase, como creía, sino veinticinco o treinta. O quizá es que esa vez anterior decidí lo que seguramente decidiré ahora también, a saber: no excluir ni tachar a nadie, ni siquiera a los muertos cuyos teléfonos y señas no utilizaré ya más. Es posible. Es posible que hace diez o doce años me pareciera -cómo decir- desleal o injusto suprimir a quienes habían estado alguna vez en mi vida, aunque fuera tangencial y brevísimamente. Hay ahí números de personas que viven en el extranjero (siempre las más pasajeras) a las que vi en una sola ocasión o ni siquiera llegué a ver jamás, esos números que los padres o los amigos le dan a uno, cuando es muy joven, por si estando de viaje le pasa algo malo, un percance, y no sabe a quién acudir. No sé siquiera quiénes son, algunos de los nombres que se me aparecen en esas páginas cuadriculadas. Roberto Oltra, Beatrice Brooks, junto a una dirección en San Mateo, California, donde nunca he estado. Vibeke Munk, me viene la vaga idea de que fue una joven danesa con la que debí de hablar durante un trayecto de tren, quién sabe cuál y cuándo. Nelson Modlin y Freddy Melgar, Maria Panos de Massachusetts, Piers Rodgers de Londres o Valérie Lejeune, me parece imposible haber sabido quiénes eran un día o por qué anoté sus teléfonos alguna noche perdida que sólo vuelve y no vuelve, enigmática y nebulosa, a través de sus nombres escritos de mi puño y letra (y que me perdonen todos si debiera recordarlos más de lo que soy capaz).

Hay otras personas que si sé quiénes son o fueron, aunque tan lejanas y diluidas que me cuesta recuperar sus rostros, apenas aparecieron y ya desaparecieron de mi existencia, como yo de la de ellas. Veo el nombre de Ángeles Carrasco, una compañera de Facultad con el pelo rojo y los ojos azules, muy simpática y desgarbada, supe más adelante -por quién lo ignoro, pero el dato está en la memoria- que se había matado al caer por una ventana en la ciudad de Glasgow; si se tiró es en cambio otro dato que la memoria no acaba de averiguar. Veo el de Roberto Pujadas, argentino si mal no recuerdo, quien, sin conocerme, fue tan amable de conseguirme un pase gratis para la Cinemateca de París cuando yo tenía diecisiete años; no lo vi más y me llegó hace unos años que había muerto, nunca le agradeceré bastante aquel inmenso y desinteresado favor. Veo el de Laurie Cunningham, aquel extremo británico del Real Madrid. Murió en accidente de coche años después de que yo le hiciera una entrevista en inglés, por ayudar a una novia de entonces que no entendía de fútbol. Veo los de Édouard de Andreis y Gille Barbedette, mis primeros editores franceses, tipos encantadores e inteligentísimos que murieron uno al día siguiente del otro, pero cada uno por su cuenta y de su propia y larga enfermedad. Veo también nombres que no entristecen, pero cuya presencia no es de fácil explicación. Como los de Philip y Jane Rylands, de Venecia, a quienes me suena haber visitado allí una vez, pero no podría jurar que sé quienes son. Los hay de mujeres cuyo número se me dio, supongo, una noche de copas y que luego no me atreví a utilizar, o acaso sí, pero sin conseguir una cita pese al teléfono prometedor. ¿Quiénes son Suzanne Weldon y Caterina Visani, que aquí figuran? Ni siquiera les pongo cara, como sí se la pongo, al menos, a Muriel Sieber y a Mercedes Viviani. Pero no mucho más, esa es la verdad. Y también aparece uno mismo, con las señas de otros países en los que vivió hace mucho, y que habría olvidado de no encontrarlas aquí: Via della Lupa 4, en Roma, tuvo que ser en 1975. Horton House, 666 Washington Street, eso fue en Massachusetts, 1984 el año, ya va para veinte. 22 Woodstock Road, eso fue en Oxford y lo recuerdo mejor. Comprenderán que renuncie a pasar nada a limpio y decida seguir con esta agenda de semifantasmas repleta de antigüedades, cada día más confusa y rajada. Pero ya se nos borra sin querer demasiado, para además cancelar los vestigios y ecos de lo que una vez fue presente y tuvo significado.


LA ZONA FANTASMA
El País Semanal
9 de noviembre, 2003
por Javier Marías