EL OFICIO DE OÍR LLOVER

Alfaguara. Madrid
Primera edición: octubre de 2005
Páginas: 316
ISBN: 84-204-6887-8

En este casi centenar de piezas, Marías se muestra tan combativo e irreverente como de costumbre, y lo hace cuando era más oportuno: durante una etapa de nuestra historia algo sombría, que tuvo su máxima expresión trágica en los atentados madrileños del 11 de marzo de 2004. A los columnistas, dice Marías, «hay temporadas en que la realidad se nos impone en exceso, y hasta nos parece inmoral no referirnos a los acontecimientos graves en que nos hallamos inmersos todos».

Sin embargo, la variedad de asuntos tratados, casi siempre con leve nostalgia o con aguda ironía, es considerable: desde evocaciones de su madre muerta y de su padre anciano, del amigo de infancia o de las viejas colecciones de cromos de futbolistas, hasta las creencias y costumbres más necias de nuestro tiempo, la búsqueda de tumbas legendarias durante algunos viajes o la cada vez menor importancia de lo dicho y de las palabras, que lleva a demasiadas personas, sobre todo a los políticos, a ejercer constantemente «el oficio de oír llover».

Por suerte existen aún escritores que, como Javier Marías, no se limitan a eso, sino que, con sus palabras, «intentan distinguir algo en medio del rumor manso o del ruido atronador de los acontecimientos»
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Índice

Nota previa
Delitos para todos
Una añoranza preocupante
Cruzado de brazos
Época de leyendas
La que tan bien había amado
Crímenes por anticipado
En sus parciales
Con felicidad deliberada
El sentimiento más duradero
Moscas y olor y gritos
Un paladín y un patriota
El encapuchado abuso
Con ojos de colegial
Niveles peligrosos
Algún calor duradero
Área púbica y humillación
Empacho de odios
Los asuntos pringosos
El veneno del ruido
El velo del aspaviento
Algunas de las mejores personas
Lo que son cuatro años
Ronaldo y Beckham y la verosimilitud
Elogio del convencimiento
La ley del balbuceo
Qué sería peor
En el delirio incesante
Mentecatómetros
El emponzoñamiento
La tradición del descuido
Los que nunca piden nada
Tumbas inquietadas
El oficio de oír llover
Locuacidades ensimismadas
Lo más insensato y suicida
Culpable varón blanco en inglés
Viñetas del otoño de Aznar
Acabaré odiándola
Fantasma y antigüedades
El gran abaratamiento
La prescripción insoportable
La enfermedad de la desdicha
Hacia el Día Mundial del Orgullo Cardenalicio
Incendiarios
La temible quejumbre
La literatura como jabón y lavado
Aquella mitad de mi tiempo
El país antipático
Y tan antipático
Ingenuos hasta la estupidez
Como un mafioso
Deme un respiro
Predilectos hijos nuestros de puta
Entre la queja y la burla
Cuando se rinde Francia
Pero quiénes son estos patanes
Noventa y ocho patadas
Se colapsaron tributos actualmente
Parte de vosotros
Veloz veneno y lento antídoto
Los muertos públicos
Los Caballeros Negros
Asesinos memos
Más vale no forzar la rabia
Se empezó mordiendo al perro
Las tristezas superfluas
Bosques de megalomanía
Padezco un gravísimo TIM
Pretorianos mortales
«Pero me acuerdo»
Roben pero no fumen
Añoranza del triclinio
El Christus Corpi
Informe no solicitado sobre el jueves negro
Que vuelvan de una vez los loqueros
La destrucción del matrimonio (y similares)
El álbum de los cabezudos
Miope y torpe y tonta
Not forever England
Empalago
Una tumba
Las escopetas cabronas
Eran nosotros
The Three Caballeros en el cuarto de baño
El cadáver jovial
Las memeces tiránicas
Nuestra pobre vida sin secretos
Las menos personas
Páginas que no pasan
Venga más papel de fumar
Traducción y racismo
Huya Cervantes
La creación de fascistas
El amigo niño
El artículo más impopular
Imprudentes consentidos
Deudas insaldables
Regreso al primitivismo
La atracción anacrónica


Nota previa

El presente volumen reúne los artículos publicados en la revista EI País Semanal entre el 16 de febrero de 2003 y el 6 de febrero de 2005. Se corresponden con noventa y nueve domingos, es decir, dos años de tarea, con la excepción de los cinco domingos de agosto de 2004, mes en el que libré o tomé vacaciones.

Aterricé en esa publicación, El País Semanal, tras ocho años de una colaboración similar, dominical, en el suplemento El Semanal, del cual me despedí por un asunto de censura que expliqué con detalle en mi anterior recopilación de artículos de prensa, Harán de mí un criminal (2003), y que, al igual que los precedentes A veces un caballero (2001), Seré amado cuando falte ( 1999) y Mano de sombra ( 1997), está publicado en Alfaguara.


Al releer las piezas que ahora vuelvo a dar a la imprenta, observo que, pese a la continuidad en la labor, las actuales se diferencian un poco, sobre todo al principio, de las de las colecciones mencionadas, correspondientes a ocho años, como he dicho. Cuando uno lleva mucho tiempo amargándole o alegrándole el desayuno dominical a unos lectores determinados, tiene la inevitable sensación de conocerlos bastante dentro de su variedad, y sobre todo de que ellos lo conocen bien a uno, con sus bromas, sus furias y sus manías. Y así, se permite libertades y tonalidades que quizá no adoptaría en otro lugar al que está recién llegado. Supongo, por tanto, que, al incorporarme a El País Semanal, sentí que debía darme a conocer poco a poco y en modo alguno considerarme ya consabido, pese a haber publicado artículos de opinión en el diario El País con frecuencia, desde 1978. Pero eso no es lo mismo que la presencia continua, insistente, un domingo detrás de otro; de modo que al principio padecí, yo creo, cierta inhibición comparativa, y acaso cierta seriedad también. Recuerdo que, cuando inicié mis colaboraciones, algunos lectores acostumbrados a seguirme en El Semanal me encontraron en la nueva etapa algo menos suelto y más sombrío, lo cual se debió, sin duda, a esa falta de confianza en la casa recién estrenada, pero sólo en parte. La otra razón fue, a buen seguro, producto de las circunstancias: en febrero de 2003 se cernía sobre el horizonte la Guerra de Irak, y durante los meses siguientes ésta tuvo lugar, con la gravísima y aún no explicada participación de nuestro país en ella (no explicada por quienes nos metieron, es asombroso que a día de hoy todavía no se hayan disculpado); y el resto del tiempo que cubren estos artículos de relativa actualidad tampoco ha sido especialmente festivo, con el atentado madrileño del 11 de marzo de 2004 como máxima tragedia de un periodo que en conjunto ha resultado poco luminoso. Y aunque los columnistas intentemos variar de temas y de tono dentro de nuestras posibilidades, para no cansar ni aburrir mucho a los lectores, hay temporadas en que la realidad se nos impone en exceso, y hasta nos parece inmoral no referirnos a los acontecimientos graves en los que nos hallamos inmersos todos.

Pero, con todo y con eso, al releer, ya digo, también he visto que, pese a esas circunstancias tensas y en ocasiones tétricas, poco a poco las bromas que solía gastar en la publicación antigua, y los asuntos más o menos variados (algunas repeticiones son obligadas), fueron reapareciendo en las presentes colaboraciones, y el resultado de la suma creo que no difiere mucho, a la postre, del de las anteriores recopilaciones. Bien es verdad que están por fuerza casi ausentes (aunque no del todo) las bromas que antes gastaba con quien era mi vecino de página, Arturo Pérez-Reverte. He comprobado, además, que muchos de nuestros lectores las echan en falta, en mí y en él (que en El Semanal sigue), y también me ha parecido creer que él se divierte bastante menos con sus nuevos vecinos, lo cual bien entiendo, dicho sea de paso, y sin que implique esta creencia presunción por mi parte. En modo alguno.

Como título para esta colección he escogido el de uno de los artículos que la componen, «El oficio de oír llover», que casualmente, y junto con su continuación, «Locuacidades ensimismadas», me valió el único premio periodístico que hasta ahora he recibido. (A la inmensa mayoría de ellos hay que presentarse, y yo tengo por norma no presentarme a premios de nada; en el Miguel Delibes que amablemente me fue concedido en Valladolid, no era necesario este requisito.) Si he elegido ese título para el libro no es exactamente en el mismo sentido que le di en esa pieza de la que procede. En ella hablaba de la cada vez más escasa importancia que se da a lo dicho y a las palabras, algo que permite que numerosas chorradas o vaciedades o falacias, sobre todo en boca de políticos, queden impunes y sin ser contestadas. Pero quizá ese «oficio», el de «oír llover», podría ser asimismo el que ejercemos quienes escribimos en prensa, sólo que intentando distinguir algo en medio del rumor manso o del ruido atronador (según los casos) de los acontecimientos. Y también podría corresponderse la acuñación con la sensación que con frecuencia tenemos de que así nos oyen los lectores, como quien oye llover, y de que nuestros razonamientos y argumentaciones, nuestros avisos y nuestras indignaciones, caen demasiadas veces en saco roto y casi nadie les presta oídos. Por fortuna, es una sensación desmentida de tarde en tarde por lectores individuales, y a ellos va todo mi agradecimiento. No así, en cambio, por casi ningún político, que son quienes más pueden cambiar y enmendar las cosas, y quienes más parecen extrañamente abonados a ejercer ese oficio, el de oír llover a los que opinamos, y lo que es peor, a sus conciudadanos.


JAVIER MARÍAS
Julio de 2005