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R T Í C U L O S El País
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El País jueves 12 de julio, 2001 |
La gente está muy sumisa y bastante adocenada, trabaja demasiado y sobre todo teme excesivamente por su precario trabajo, tan fácil y barato es hoy el despido, tan aterrorizados viven los empleados, que hacen horas extras sin osar pedir retribución por ellas, que a menudo delatan o conspiran contra sus compañeros por miedo a que sean éstos quienes los delaten o conspiren antes, que adulan a sus jefes con servilismo aunque éstos les repugnen y sean permanentemente abusivos, inmorales o injustos, que renuncian sin rechistar apenas a logros laborales obtenidos con desmedida lentitud y esfuerzo a lo largo de todo un siglo, que cargan con las culpas de la incompetencia o descuido de sus superiores y les regalan -por supuesto, con aplauso incluido- sus propias ideas e iniciativas. No hace falta decir que hablo en términos generales y que por tanto habrá mil excepciones y que seré por fuerza impreciso. Pero la caída del muro de Berlín fue tal vez estupenda para quienes vivían del lado Este. Para los que habitaban este otro, el del Oeste, fue un desastre: la caída del simbólico muro de contención ante la propensión natural del capitalismo más bestia a aproximar sus modelos, lo más posible, al gran y viejo negocio del esclavismo, sin duda uno de los más rentables de la historia, desde las pirámides hasta la todavía añorada Dixieland. Los que gobiernan, así, se confían, y como nadie los detiene ni frena -no con un mínimo de eficacia, qué se hizo de los sindicatos-, van siempre a más, y a más, y a más, hasta que un día algo estalle. No será, seguro, ni mañana ni pasado ni al otro, y esos gobernantes (por tales no entiendo sólo a los políticos, sino a cuantos rigen y mandan, a los poderosos, a los empresarios y a los obispos, a los banqueros y a los funcionarios, a los influyentes) aún están a tiempo, si no de rectificar el rumbo -sería mucho esperar milagros-, al menos sí de refrenarse un poco y amainar en su despotismo. O quizá la palabra más adecuada sea desprecio. Porque ya llevan tiempo incurriendo en algo que sin duda les parece moneda corriente, de tan gastado, pero que en mi opinión supone uno de los mayores desprecios que pueden hacerse a la gente, y en consecuencia uno de los más peligrosos. Consiste en lo que se conoce como negar la evidencia, así como en su figura complementaria o más bien equivalente, afirmar lo notoriamente falso, o sostener lo insostenible. Es algo que las dictaduras, bien lo sabemos, llevan a cabo sistemática e impunemente; pero como ya se cuenta con ello y no hay afirmación pública posible de esas evidencias negadas, el efecto es menos irritante, menos exasperante que en una democracia (también porque la exasperación la provocan otras causas más graves). En una dictadura se sabe que la verdad ha de permanecer oculta o a lo sumo susurrada, y, en el fondo, la mentira oficial no aspira a ser creída ni aceptada, pues le basta con ser impuesta por las bravas, y con el fingimiento acordado. No hay, por tanto, verdadera tensión entre ambas -verdad y mentira-, y la negación de las evidencias se da tan por descontada que no enfurece; es otra cosa. En una democracia sí enfurece, porque la verdad aspira a no estar oculta, sino a manifestarse y a ser reconocida como tal, y, por así decir, existe la presuposición -tal vez errónea, pero existe- de que todas las 'verdades' parten en principio en igualdad de condiciones, la del empresario y la de los obreros, la del político y la de los ciudadanos comunes, la del Estado y la de sus contribuyentes, la del jefe y la de sus empleados. Y la población necesita que sus quejas, problemas, carencias, protestas, aspiraciones o injusticias padecidas se reconozcan al menos, sobre todo cuando son evidentes y no caprichosas ni imaginarias. No importa tanto que se atiendan o arreglen o colmen o reparen -cosa que se promete a menudo y casi nunca se cumple, y a eso está acostumbrada la gente, pese a todo- cuanto que su existencia real sea admitida por parte de los gobernantes y poderosos. No hacerlo, no admitir eso, supone ese enorme desprecio que mencioné antes, pero constituye además un insulto: equivale a tachar de locos al conjunto de los ciudadanos, de disparatados, de grillados, de idiotas. Cuantos hoy niegan las evidencias con gran aplomo y mayor cinismo deben de estar acostumbrados a hacer lo mismo en sus asuntos particulares. Es, más o menos, lo que en el lenguaje coloquial llamamos 'hacer luz de gas' a alguien, como hacía Charles Boyer con Ingrid Bergman en la célebre película de George Cukor, Gaslight, de donde proviene la expresión ya consagrada en castellano. A saber, persuadir a una persona de que su percepción de la realidad, de los hechos y de las relaciones personales, está equivocada y es engañosa para ella misma. Negarle que lo ocurrido y presenciado haya ocurrido; convencerla de que en cambio hizo o dijo lo que no hizo ni dijo; acusarla de haber olvidado lo efectivamente acaecido; de inventarse problemas y sucumbir a sus suspicacias; de ser involuntariamente tergiversadora, de interpretar con error siempre, de deformar las palabras y las intenciones, de no llevar razón nunca, de imaginar enemigos y fantasmas inexistentes, de mentir -sin querer, pobre- constantemente. Para quien sabe persuadir a alguien de todo esto (y los casos no son nada raros, ni quedan confinados en modo alguno al de la película famosa), se trata de un eficacísimo método para manipular a antojo y anular voluntades, para hacerse dueño de la víctima y convertirla en su esclava. Los dirigentes españoles actuales parecen olvidar, sin embargo, que la luz de gas resulta mucho más difícil de aplicar a un colectivo (aunque no sea imposible, y más de una prueba nos ofrecen tanto la historia como nuestro presente). Al menos, de aplicarla con éxito. Porque así como un solo individuo es relativamente fácil, a poco inseguro o humilde que sea, que dude de su entendimiento, de su juicio y de sus percepciones, resulta tarea enorme conseguir eso mismo de un montón de individuos, pues la correcta percepción de cada uno coincidirá en principio con la de los demás, y así se verán todas afianzadas, fortalecidas y sostenidas durante largo tiempo, y se hará arduo minar el compartido convencimiento. De tal manera que hoy por hoy, cuando los poderosos niegan tan frecuente como flagrantemente las evidencias, lo que consiguen es despreciar, insultar, irritar y exasperar a la ciudadanía, más que otra cosa. Y sin embargo la práctica está generalizada, lo hacen unos y otros con el mayor desparpajo y de modo absolutamente irresponsable, sin darse cuenta de lo que están sembrando... contra sí mismos. Desde miembros del Gobierno hasta miembros de ETA, pasando por representantes de cualquier partido, de la Iglesia o de las empresas antes públicas y hoy ya no saben ni contestan (esto es, las más ricas), casi nadie se salva de la peligrosa costumbre. Es Arzallus negando que nadie sea perseguido y haya de marcharse del País Vasco, mientras tantos paisanos suyos hacen las maletas y se palpan la nuca (y esa es la evidencia); es Anasagasti aseverando que Basta Ya y el Foro Ermua buscan la confrontación, cuando no es precisamente a sus miembros a quienes se ve con cócteles Molotov ni incendiando el autobús en que viajó su madre (y esa es la evidencia); es el presidente de Iberia, Xabier de Irala, escribiendo hace un año que la sobreventa u overbooking 'casi' no existe y que si la hay es para bien del pasajero, al que se compensa luego, mientras las víctimas de esa práctica rayana en la estafa se hacinan desesperadas en los aeropuertos españoles, aguardando (y esa es la evidencia); es el desquiciado alcalde de Madrid, Manzano, asegurando en televisión que en la capital no hay atascos y que su tráfico es 'fluido', cuando desplazarse de un punto a otro es, desde hace mucho, la más lenta y obstaculizada tarea de los madrileños gracias a la ineptitud desaforada de ese sujeto (y esa es la evidencia); es el director de la Biblioteca Nacional sosteniendo que 'intertextualiza', cuando no hay más que cotejar dos páginas para ver de qué se trata (y esa es la evidencia); son los bancos aumentando el cobro de sus servicios, que no les 'salen rentables', a la vez que cada año presentan un balance de beneficios de verdadero escándalo; son los obispos quejándose del escaso apoyo financiero a sus centros, a la vez que su Iglesia goza de inauditos favoritismos de toda índole en un Estado laico; es ETA proclamando defender al pueblo vasco mientras amenaza, extorsiona y asesina a la parte de ese pueblo que no le gusta (y esa es la evidencia); la cosa viene ya de antiguo, porque es también Julio Anguita señalándose como último bastión de la izquierda mientras se desvivía por brindarle triunfos electorales a la indisimulada derecha; y también es el PSOE moralizando mientras se pudría por dentro con una corrupción desatada (y esa era su evidencia); y hasta en lo más cotidiano y nimio nos lo encontramos: es una voz grabada de Telefónica diciéndonos que el número que hemos marcado 'actualmente no existe', cuando es el de la novia o la madre con las que hablamos a diario... No quiero alargarme más, sobre todo porque tal vez les sirva de distracción rememorar otros ejemplos recientes o viejos de negación de las evidencias o afirmación de lo notoriamente falso, tanto da, mientras sufren algún demencial atasco madrileño producto de su imaginación, o viajan en tren desde Donosti para regresar quién sabe cuándo (porque no se lo impide ni desaconseja nada), o se tiran días y noches en el acogedor Barajas porque les da la gana, pues no existe 'casi' el overbooking que los haya podido dejar en tierra. La gente necesita que haya un mínimo de común acuerdo entre todos, una mínima aceptación de la realidad palpable (como se decía antiguamente), sobre todo por parte de quienes nos gobiernan o rigen y tienen más posibilidades de mejorarla. La gente admite que las cosas sigan mal, pero no que se le niegue que lo están si lo están. No que se le haga luz de gas, y se la tache de loca o idiota. Sigan así los poderosos y verán un día. No será ni mañana ni pasado ni al otro, seguro... Pero a lo largo de la historia, más de una cabeza rodó por menos. |
25 Años de El País, viernes, 4 de mayo de 2001 |
Después de haberlo visto en la película de Víctor Erice El sol del membrillo resulta casi imposible no tenerle al pintor Antonio López una simpatía sin mezcla, que a la vez se añade y se sustrae a la que pudiera profesársele como artista. Es la simpatía que se tiene por lo que percibimos que es muy antiguo, que estuvo ahí "siempre", mucho antes de que existiéramos los que existimos ahora, y que no ha variado porque no está sujeto a los tontos, irrelevantes, frívolos cambios. Es la que se siente por los animales -que, como dijo Rilke, ven totalidad allí donde nosotros vemos futuro, "y se ven en ella, y están a salvo para siempre"-; quizá por algunos paisajes; rara vez hoy por las personas. El problema -si es que es tal- reside en que ese individuo atemporal resulta que no es un pastor de ovejas inmutable desde que empezaron los tiempos, como ese del que habló aquí hace poco Félix de Azúa, ni siquiera un menestral que aún conserva intacto el saber y el oficio que no ha aprendido sino tan sólo heredado, sino que pinta cuadros, hace obras de arte y además las hace ahora, contemporáneamente con una época que ha expulsado a los animalesde las ciudades y que acaso ya no sabe ver un paisaje con desinterés y entusiasmo juntos. Tal vez por eso, Antonio López se ha encontrado más de una vez con la incomprensión y el recelo de los gestores y traficantes actuales del arte, para los cuales es difícil ver en las pinturas algo más que el "efecto" que producirán colgadas, y según dónde. Antonio López es demasiado remoto y ve demasiada totalidad para producir ningún "efecto" o para "quedar bien" ahí puesto... Hasta ahora, en que también se ha convertido en sólo un nombre, siguiendo el destino de todo artista contemporáneo. Pero, aunque también sea sólo un nombre, con él no conviene engañarse, y sí recordar el momento de aquella película en que comenta por qué quiere pintar el sol atravesando su membrillo: "Es que es tan bonito", dice, "es tan bonito"... "que sólo cabe volverlo a hacer", añadiría uno, del mismo modo que tras oír algunas músicas sólo cabe intentar silbarlas, o al ver algunos animales sólo cabe acariciarles el lomo, o tras leer algunos poemas sólo cabe leérselos a otro, en voz alta, o si acaso reescribirlos en un cuaderno -inútilmente, para uno mismo, para asumirlos-, una palabra detrás de otra. |
El País, miércoles 22 noviembre 2000 |
Así
tradujo al inglés Nabokov su vieja novela de 1925 Korol, Dama,
Valet, sin duda jugando con el doble sentido de la palabra knave,
que además de "sota" o "jota", significa "bribón".
No es aquí el caso, si bien es una bribonada encargarle sendos
perfiles del Rey, la Reina y el Príncipe a un republicano convencido
como el que esto firma. Alguien, a quien, sin embargo, y sorprendentemente,
ninguna de esas tres figuras desagrada ni molesta, mas bien al contrario,
si no atendemos a sus respectivos cargos, sino a las personas que los
desempeñan circunstancialmente. Jugaba
divertido al Scalextric gigante con un grupo de amigos más bien
pijos y ociosos en unos billares del barrio de Salamanca. Visto lo más
tarde visto me preguntaba si aquella imagen pueril e inofensivamente alocada
no pudo responder al muy largo fingimiento que acaso le tocó mantener
ante las miradas ora suspicaces ora despreciativas, ora lacrimonosas de
su guardián Arias Navarro, supervisado a su vez por aquellos ojillos
falsamente hibernantes del dictador periférico Franco (periférico
por gallego, como tiende a olvidarse). De la reina Sofía se conoce poco, más allá de las rutinarias loas de los papanatas profesionales. Es, sin duda, una dama elegante y de expresión agradable, con un punto de timidez pública, o de cariñosidad contenida, y se la ve apiadarse. Se sabe que es devota de la música, y de Bach sobre todo (nada que objetar a ello), que le interesa la filosofía y, según algún maestro de mi generación que se prestó a darle unas pocas clases, la doctrina de la transmigración de las almas le provoca curiosidad como mínimo. Su lengua materna es el alemán más que el griego, aunque aquí no la hemos oído en ninguna de las dos; sí en buen inglés, en cambio, y el español lo ha hablado siempre con leve acento, pocas veces en público, en todo caso. Un novelista se sentiría inclinado a pensar que detrás tiene más de una historia digna de ser contada, aunque sólo sea porque su hermano Constantino fue defenestrado en Grecia, y eso ha de ser un mal trago para cualquier monarca y familia. Y también diría uno que no le faltan algunos rasgos que no saltan siempre a la vista: cierto talento estratégico, capacidad de persuasión (o, si se tercia, de mando), un sentido de la rectitud acaso un poco exagerado, ideas claras respecto a cómo desempeñar el papel -nunca mejor dicho: estrictamente representativo- que les ha caído en suerte a ella y a los suyos. Su reciente condición de abuela la ha hecho más vulnerable a los ojos de la ciudadanía, más común, por lo tanto, más comprensible y más apreciada. Tanto a ella como al Rey, a ojos del novelista, les faltan, en cambio, dos elementos que los hacen poco tentadores como "personajes": un lado oscuro y atormentado, una pizca de incertidumbre, un algo de desasosiego, una brizna de inestabilidad y peligro. No es que no las haya habido en sus vidas, no me refiero a eso. Es otra cosa que atañe más a la personalidad que a los hechos: digamos que nunca respiran trágicamente, ni siquiera con dramatismo. Pero más vale que así sea y que en esta oportunidad la ficción se fastidie, pues estas posibles carencias son sólo beneficiosas, sin duda, para los españoles reales. En cuanto al príncipe Felipe, algo puedo decir sin conjeturas: hará dos o tres años prohibí durante días a mi agente literaria, a mi editorial, a mi señor padre, que dieran mi número de teléfono a la Casa Real -que se lo andaba pidiendo-, convencido de que se trataba de la última y disparatada artimaña de alguien indeseable que ya se había hecho pasar ante ellos u otros por Rosa Montero, por Bibi Andersen e incluso por el fisco, según expresión de mi portero, Teo. Cuando la Casa resultó ser real, me sentí descortés y culpable, y acudí a conversar con el Príncipe un par de horas a palo seco (quiero decir que hasta bien pasada una hora no nos dieron bebida). Me preocuparon los escasos controles a que fui sometido, y el excelentemente educado joven me causó una impresión muy grata, pues no se dio ningún pisto ni pretendió haber leído lo que no había leído (cosa ya de gran mérito en España). Recuerdo que rió con facilidad y frecuencia, parecía bastante alegre y todavía más confiado. Sé por qué hablamos de Shakespeare y no sé por qué hablamos del amor asimismo. Sin duda estaba bien enterado. Creo que durante un rato, a buen seguro impertinente, me dediqué a "compadecerlo", verbalizando el espanto que me producía imaginar una cotidianidad como la suya, con una única opción laboral (digamos), con resquicios de libertad tan sólo, con la prohibición permanente de ser sincero, con millares de ojos vigilándolo para su bien y para su mal, con la constante obligación de asistir a ceremonias y actos que lo debían de aburrir hasta la naúsea, sin más remedio que sonreír y estrechar la mano de dictadores y asesinos de cuando en cuando, sin poder elegir a quién se trata y a quién se rechaza... Escuchó, atento en apariencia y en todo caso paciente, y no me quitó la razón. Todo eso era cierto a veces, no tan grave como yo pensaba. Pero se lo compensaba, dijo, "la posibilidad de ayudar, de ser útil..." Por fortuna, no añadió "a España", ni "a mi país", ni "a la patria", ni siquiera "a los españoles" ni a "mi pueblo". Añadió "a la gente". No es mala predisposición dado su cargo. No es mala para nosotros -parecía voluntarioso, y conforme, cosa distinta y mejor que resignado-. Para él quizá ya es menos buena. Tampoco a este Princípe le vi un lado oscuro, ni una brizna de peligro. Y en cuanto a la sombra o el aliento trágicos, más vale que no permita esta extraña y también conforme República Coronada en la que vivimos que jamás lo alcancen. Suerte. |
El País, 23 de marzo, 2000 |
Hace unos días, la sección de Deportes de este diario traía una de las noticias más miserables que he leído en mucho tiempo, de entre las que atañen a nuestro mundo llamado occidental, en el que al menos no hay lapidaciones de adúlteras ni escabechinas de pueblos enteros a machetazos. Era, al mismo tiempo, una noticia muy significativa o sintomática del puritanismo solapado que cada vez más se introduce en nuestras sociedades y que, a falta de sus antiguas e indisimuladas medidas punitivas, religiosas o civiles, ha encontrado en la medicinao más bien en los servicios médicosun sustitutivo tanto o más disuasorio que las viejas amenazas infernales y las condenas judiciales. Que la noticia procediera del Reino Unido, lejos de tranquilizarnos, debería inquietarnos, ya que no hay "innovación" o "argumentación" anglosajona que no acabemos por adoptar en los imitativos países meridionales, desde hace tiempo. Era sobre el ex-futbolista irlandés del Manchester United George Best, un ídolo de los años sesenta que se retiró prematuramente, con tan sólo 26 años, a causa de la vida alocada o disoluta, según prefieran, que llevó desde muy joven, y que se hacía difícilmente compatible con la alta competición y con la disciplina de entrenamientos y concentraciones. Ahora, a los 53 años, ha sido ingresado de urgencia con el hígado hecho papilla. Los médicos le prevén poco futuro si no deja de beber de inmediato, y en todo caso le aconsejan un trasplante de hígado sin más tardanza. Al parecer es, sin embargo, un consejo superfluo si no sádico, ya que el National Health System o Sistema Nacional de Salud "rechaza este tipo de operaciones en casi todos los pacientes que han provocado su propia enfermedad, como es el caso de Best, bebedor en exceso durante los últimos treinta años". No importa que a aquel grandioso extremo izquierdo lo atienda una clínica privada, pues todos los órganos para trasplantes, dada su escasez, son administrados y distribuidos por el NHS, que decide a qué enfermos deben ir a parar y a cuáles no. La mujer de Best ha declarado resignadamente:"Cuando alguien ha destruido su propio hígado, los médicos no son favorables a darle uno nuevo". Llama la atención el tono de mera constatación pasiva, como si no hubiera más que acatar y aguantarse ante una discriminación semejante. George Best es aún famoso, pero como el suyo habrá millares de casos. También hemos leído, en otras ocasiones, cómo los fumadores norteamericanos y británicos, si tienen suerte, son enviados al final de la cola cuando necesitan asistencia médica social o estatal para sus pulmones o corazones. La idea, subyacente o desvergonzadamente expresa, es la siguiente: "No vamos a apresurarnos a salvar la vida de quien la ha puesto en riesgo durante años". Ignoro los exactos términos del juramento hipocrático, pero dudo mucho que jamás estableciera reservas o prioridades según la causa u origen de la enfermedad del paciente. Y no creo que un honrado médico tradicional se haya negado nunca a prestar ayuda a quien la precisara en función de la más o menos respetable "biografía" de su mal, menos aún según la vida virtuosa o viciosa que hubiera llevado el enfermo, del mismo o parecido modo que los sacerdotes tradicionales no limitaban su auxilio espiritual a los bondadosos (o eso tenían a gala, los católicos al menos), ni se lo negaban a los malvados, a los pecadores, a los descarriados. Las iglesias, incluso, amparaban y daban cobijo a los perseguidos, sin preguntarles siquiera si es que habían asesinado a alguien y merecían por tanto su persecución. Es comprensible y sensato que, ante la escasez de un medicamento o de determinados órganos para trasplantes, se establezca alguna clase de prioridad; y seguramente parecería razonable a cualquiera que antes se intentara salvar la vida de un niño, que la tendría entera por delante, que la de un anciano que ya habría jugado en ella casi todas sus cartas, también que no se privilegiase a un rico respecto a un pobre, ni a un blanco respecto a un negro, ni a un protestante respecto a un musulmán, ni a un hombre respecto a una mujer, sólo por ser ricos, blancos, protestantes o varones. Pero lo que resulta inadmisible es que sean preteridos o postergados quienes, por utilizar sin ambages las fórmulas que de hecho sostienen y dictan esta discriminación, "se lo han buscado", o "se lo tienen bien empleado", o "así escarmentarán", o aún peor"así servirán de ejemplo". Es inaceptable que en sociedades laicas y en teoría libres se castigue a posteriori, médicamente, el uso que los individuos hayan hecho de su libertad, aplicándoles, para mayor mezquindad, una "moral" trasnochada y que en modo alguno es compartida por el conjunto de esas sociedades, tan pragmáticas, por otra parte, que incluso podría aducirse sin demasiado sonrojo que el bebedor y el fumador se han hecho tanto o más acreedores a la asistencia de la Sanidad Pública en virtud de los muchísimos más impuestos indirectos pagados al Estado con sus vicios, respecto al abstemio y al que nunca se ha colgado un pitillo entre los labios. Pero la noticia en cuestión ni siquiera hablaba de prioridades, sino de negativas: el National Health System, recuerden, "rechaza este tipo de operaciones...", "los médicos no son favorables a dar un hígado nuevo...". Además de la impertinente e implícita amonestación "moral", hay en estos criterios un elemento grave de incoherencia. El deliberado perjuicio que se causa a George Best y a quienes le hayan dado a la frasca con tanto júbilo como él es, para empezar, una contradicción flagrante con las paternalistas medidas que en casi todas partes se toman para curar a los drogadictos de su dependencia. Que si "narcosalas", que si metadona gratis, que si jeringuillas nuevas para evitar contagios... Me parece todo estupendolíbreme el cielo de tener nada en contra, pero tanto miramiento y proteccionismo se compadecen mal con el acoso y posterior castigo a borrachos y fumadores, y aun peor cuando algunos países intentan al mismo tiempo, elevar el alcohol y el tabaco a la categoría de "drogas", y prohibirlos en consecuencia. Otra contradicción sería la por fortuna gran comprensividad desarrollada en nuestras sociedadesno sin esfuerzo hacia los enfermos de sida, a los que ya no se culpa de su mal, por suerteno al menos oficialmente, ni se echa en cara su promiscua vida sexual pasada ni su afición a la heroína, por mencionar dos orígenes frecuentes de esa enfermedad. Y una tercera contradicción, aún más sangrante, sería ésta: mientras se impide morir a quien, desahuciado y con padecimientos, implora para sí la eutanasia, se condena a morir, o casi, a quienes, como George Best, si desean vivir. ¿Acaso porque seguirían bebiendo y quien bebe no merece vivir? Lo más inconsecuente de todo es, sin embargo -y también lo más hipócrita-, que a George Best y a sus semejantes se les deniegue un trasplante de hígado por borrachuzos, o la debida y urgente curación cardiovascular a un fumador empedernido, y no se niegue en cambio el auxilio a quien ha estado a punto de ahogarse en el mar o el río en los que nadie le mandó meterse; ni al alpinista que se perdió en las cumbres a las que se subió por su grado (en su caso se movilizan hasta helicópteros); ni al ciclista ni al automovilista cuando se estrellan en sus respectivas competiciones en las que nadie los obligó a tomar parte; ni por supuesto al individuo atacado por su propio perro de presa que compró por su gusto; ni al paciente que regresó con terribles virus o amebas de su crucial viaje a la India, donde nada serio se les había perdido. No se niega asistencia dental al crío o al adulto que se pasan el día masticando caramelos y provocándose caries ellos solos; ni se abandona a su suerte a la mujer encinta si se le complica el embarazo que ella deseó más que nadie; ni al activista que recibió un pelotazo de goma en un ojo durante la manifestación que encabezó porque le pareció conveniente; ni al comilón que engulló hasta reventar sin que nadie lo indujera a ello con una pistola en la frente; ni a la adolescente anoréxica que se nos va muriendo sinque nadie le dijera nunca que adelgazara; ni desde luego deja de socorrerse nunca a los miles de conductores y pasajeros de coches accidentados que alegre e inconscientemente, o más bien a sabiendas de lo que hallarían en las carreteras, se lanzaron a recorrerlas un Domingo de Ramos o un primero de agosto La lista sería interminable. En todos estos casos, y en tantos otros, la Sanidad Pública podría "rechazar" dar asistencia médica. ¿Acaso no serían pacientes todos, que de una u otra manera, lenta o rápidamente, directa o indirectamente, habrían "provocado" sus propias enfermedades o accidentes? Dije al principio que la noticia relativa al un día glorioso George Best era miserable. Lo es. No veo ningún motivo para retirar ese adjetivo. |
El País, sábado, 3 de octubre de 1996 |
Está nuestro país tan instalado en el negativismo desde hace ya tanto tiempo que unas manifestaciones de Eduardo Mendoza según las cuales la novela (o cierto tipo de novela) habría muerto, han bastado para que: a) no pocos articulistas hayan exclamado eufóricos: "Ya me parecía a mí, por eso todas son tan malas, hasta las que pasan por buenas; y además, albricias, otra cosa agradable que desaparece", b) varios novelistas se hayan sentido ofendidos y amenazados, y hayan reaccionado como folklóricas: "Estarán muertas las tuyas, rica, ¿no te jode?", habría sido su mensaje, y c) unos cuantos articulistas y novelistas y críticos, incapaces de admitir que alguien pueda hablar de algo desinteresadamente y no por su conveniencia o rencor, hayan visto a Mendoza como a un cenizo y le hayan llegado a sugerir que, en vez de matar la novela, se suicide él y no les agüe la fiesta, los premios y las mesas redondas. Todos han hecho caso omiso de dos detalles fundamentales: a) que raro es el novelista que no haya proclamado en algún momento la muerte de la novela, sobre todo si es novelista "incomprendido" o asqueado o ambas cosas, y b) que Mendoza no sólo no es nada de esto último ni por tanto un resentido, sino uno de los novelistas más diáfanos, elogiados, conformes y leídos desde 1975 hasta la fecha, así que ni siquiera cabría atribuirle el oscuro motivo de querer cargarse el género en que hubiera fracasado. Debo decir que no me preocupa ni interesa mucho el futuro de la novela, menos aún el de la "novela española", suiza o venezolana (en realidad no me interesa el futuro de nada). Pero es que además se trata de un género tan poco definido (y cada vez más indefinible), tan híbrido, tan elástico y también tan poderoso que hasta se ha permitido desaparecer y reaparecer varias veces a lo largo de los siglos. Su más reciente y duradera estancia comienza en 1605, con el Quijote. Su mayor conflicto interno ha sido siempre su oscilación entre el mero producto de entretenimiento para cabezas de chorlito y desocupados, y una forma depuradísima, sutilísima e insustituible de reconocernos a nosotros mismos (y por tanto de reconocer el mundo). Y aunque no estoy seguro del todo, por el griterío y los improperios, creo que Mendoza sostenía que la novela de entretenimiento se había mecanizado, resabiado y degradado en exceso y era casi siempre una bagatela o un remedo arcaizante, y que la llamémosla así "novela de reconocimiento" se estaba convirtiendo en un anacronismo por falta de clientela, esto es, de personas interesadas en reconocerse a través de esa forma depuradísima. Pese a su aspecto cambiante y escurridizo, y aunque desde luego habría excepciones, el mayor problema de la novela dejemos de lado la televisión y los ciberjuegos; sus adictos le habrían dado al dominó en otro tiemporeside en algo que no ha variado: su carácter de representación. Por eso depende, para su credibilidad, tanto de la capacidad de convencimiento de la narración (esto es, de la prosa del autor, no de la "historia" ni de la "trama", que antes de contarse no son nada) como del mantenimiento de la antigua convención pactada con el lector, quien en principio, y a sabiendas de que va a sumergirse en una ficción o invención, está dispuesto a creérsela y a vivirla como relato verídico, siempre y cuando el novelista a su vez lo persuada. Esto resulta cada vez más difícil en una época plagada y aun saturada de ficciones (el cine, la televisión, los tebeos, la prensa), con una ciudadanía cada vez más escéptica e incrédula. De ahí supongo, la proliferación actual de: a) novelas históricas: como nadie conoce las épocas pasadas de primera mano, no es arduo ganarse la credulidad ajena; b) novelas paródicas, miméticas o, como dicen muchos pedantes ahora, "metaliterarias", o aún peor, "posmodernas": en ellas el autor no gana para guiños y codazos cómplices, y repite a cada página: "Ojo, que no me chupo el dedo, ya sé que usted no se cree nada de lo que le cuento, pero es que yo tampoco; sea inteligente y culto como yo y sigamos jugando a este juego tan chic" (personalmente prefiero el póker o el billar); c) novelas "de la vida real", en las que los infelices o los criminosos o los orgullosamente patológicos relatan sus pintorescos casos violaciones, abusos, incestos, parricidios, fijaciones, abyecciones como fenómenos de feria en concurso, el autor susurra: "Oiga, se lo cuento novelado para que le resulte ameno y además sociológico, pero todo esto me ha pasado de verdad, qué me dice, espero que me estudien en las Universidades"; d) novelas "reales y actuales como la vida actual", narraciones narcisistas o periodísticas de una colectividad, en las que, sin el menor artificio o elaboración imprescindibles en la literatura (otra cosa es la escritura), una joven desengañada relata los tumbos que desengañan a las jóvenes como ella, un colgado desengañado cómo padecen los colgados ferroviarios y desengañados como él, un resentido cómo se resienten (y desengañan) los muy resentidos como él, y e) novelas "parabólicas", en las que poco importan la credibilidad ni Ia sutileza de la representación, ya que sus autores, a la manera de Jesucristo con sus parábolas, suelen limitarse a soltar una lección o moraleja de brocha gorda, valiéndose de ciegos, ángeles o de Pereiras, tanto da. Todo esto suelen ser baratijas. Hay quienes dicen que el problema consiste en que ya no hay vidas épicas ni guerras transformadoras y abarcadoras, como si la obra de Faulkner, o la de Proust, o la de James, o aun las de Stevenson o Valle-Inclán, hubieran dependido de semejantes experiencias o convulsiones individuales o colectivas. La cuestión es quizá otra: la siempre creciente dificultad de convencer -o a lo cursi: de hechizar- ha llevado a desconfiar de la imaginación, un elemento tan olvidado y aun despreciado hoy por los críticos como aquel otro tan "poco científico" y tan fundamental, el estilo. Cierto que no falta la imaginación en las novelas de entretenimiento (y tengamos por muchos años dinosaurios y poltergeists), pero éstas parten de la aceptación por sus aficionados de una segunda convención que allana obstáculos, a saber: "Instalémonos en lo inverosímil". Y las novelas de Mann o Musil, de Conrad o Melville, de Jane Austen o Dickens, de Rulfo o Cervantes, de Diderot o Sterne, de Kafka o Nabokov, las "novelas de reconocimiento" o que han resultado serlo, no han contado nunca con "aficionados" previos dispuestos a facilitar tanto las cosas. Todos esos autores mencionados han relatado, de muy distintas y aun opuestas maneras, lo que nos ocurre, seamos jóvenes desengañadas o resentidos o arquitectos o zapateros, ingleses o españoles o suizos o venezolanos, antiguos o contemporáneos, amanuenses o cibernautas; y por eso nos reconocemos todavía en sus libros. Pero es que justamente para contar eso, lo que nos ocurre, nunca basta con haberlo vivido, ni siquiera con saber observarlo ni saber explicarlo, ni siquiera con entenderlo, sino que además hay que imaginarlo, y a eso no parece hoy dispuesto casi nadie. Y sin embargo, una vez imaginado lo real y vivido, lo mirado y oído, lo descartado y conocido, lo omitido y perdido, quizá sea sólo entonces cuando pueda uno empezar a contárselo, y a creérselo. |
El País, lunes, 20 de mayo 2002 |
Entre los goles admirables, los hay buenos, los hay grandes, los hay maravillosos y los hay sobrenaturales. Estos últimos siempre tienen algo, o mucho, de azaroso, de improvisado, de inesperado. Nunca será de esta categoría uno a balón parado. Tampoco los habrá así cuando sean intencionados, es decir, cuando la jugada vaya encaminada a buscar el gol desde su inicio o, digamos, cuando a más de un jugador, de los que intervienen en ella, se le pase por la cabeza que puede acabar en la red su toque o su pared o su pase. Los goles sobrenaturales tienen algo de gratuito, de impensable, de regalo. No en el sentido bajo en que se habla de un regalo del equipo rival, de un fallo o una pifia suya, sino en otro más noble de la palabra: tienen algo de regalo caído del cielo. El gol de Zidane fue maravilloso porque tuvo lugar en una final de la Copa de Europa, porque fue el de la victoria a la postre, porque encerró dificultad y belleza enormes, porque lo metió un astro y no un secundario. Pero no habría sido sobrenatural, con todo, de no haber sido inesperado para todo el mundo, incluido Zidane hasta casi el último instante. El Madrid sacó un fuera de juego en su campo. Desde ese saque hasta la volea final (incluidos ambos) hubo catorce toques de madridistas, la mayoría destinados a conservar el balón, del que habían disfrutado poco durante la primera parte que ya concluía. Los locutores de televisión españoles hablaban de sus cosas, no atendían a esa circulación de la pelota, no la narraban. Míchel (más entendido y listo que su soporífero compañero, siempre en Babia) se fijó en un pase de Solari. 'Muy bueno', comentó distraído. Ese pase era el primero intencionado, pero no hacia el gol, sino hacia la profundidad tan sólo. Corrió Roberto Carlos, pilló el balón con apuros, lo impulsó sin pararlo hacia el centro del área, a ver qué salía, casi de espaldas, más preocupado por no perderlo ante el defensa que lo encimaba que por entregárselo en condiciones a nadie. Su toque volvió a no ser intencionado. El balón subió mucho, un globo, un despeje atacante casi. A nadie se le ocurrió todavía que eso pudiera acabar en gol. No al portero ni a los defensas del Leverkusen, a los que no dio tiempo a alarmarse. Pero tampoco a Roberto Carlos, ni a Zidane siquiera. Éste no buscó el balón, como se ha dicho, ni fue a colocarse donde previó que iba a caer. No, rondaba por el borde del área, y mientras el despeje-globo subió y subió, muy alto, aún no tuvo en su mente la idea del gol. ¿Cuándo le vino? ¿Cuándo se hizo aquello por fin intencionado? Exactamente cuando el balón dejó de elevarse y no empezó a caer todavía. Fue entonces cuando Zidane, que sabe de gravedad y ligereza, entendió que ya no haría más recorrido en el aire que el vertical hacia abajo. Y vio que caería justo donde él estaba. Sólo entonces se le ocurrió, sólo entonces lo decidió, si es que este último verbo puede aplicarse a lo que jamás fue meditado. Ni por los jugadores alemanes ni por los madridistas. Sólo entonces Zidane comprendió la naturaleza azarosa, improvisada, inesperada de aquel balón: era sobrenatural, un regalo caído del cielo. El resto lo puso él. Él parece también a veces caído del cielo. Por eso supo reconocerlo, y hacerlo carne, y luego verbo. |
El País, 1994 [Recogido en el libro Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol Aguilar, 2000] |
Nuestro corazón tan blanco ha conocido cosas peores en estos últimos años y aun así ha sobrevivido. Acostumbrados a ganar, hemos descubierto que perder no nos mataba, lo que tiene su misterio. Nunca pudimos suponer que entregaríamos en el partido final dos Ligas seguidas a nuestros rivales. Y en Tenerife. Tampoco que volveríamos a encajar un 5-0. Y sin Cruyff en el terreno de juego (estaba en la banda, dirigiendo). O que el destinado a ser nuevo Di Stéfano resultaría un chupón inseguro, un correcaminos croata, horizontal y frágil. Más grave que todo esto fue escuchar a un entrenador que tras perder campeonatos y eliminatorias decía con expresión pánfila: "Esto no tiene por qué afectarnos", mientras nuestro corazón se iba haciendo cada vez más negro y alguna zona se necrosaba: un hombre no ya sin sentido del espectáculo, sino sin algo mucho más importante en el fútbol: sentido del dramatismo. La primera lección de todo jugador y de todo entrenador debería ser esta: "En este juego, si no hay drama no hay nada". Si perder o ganar un partido no se vive como un asunto crucial y con argumento o historia, con desenlace o catástrofe, que afecta al pasado, al presente y al futuro, a la dignidad y a la decencia y por supuesto a la cara con que se levanta uno al día siguiente, entonces dejémoslo estar y miremos por televisión a los equipos de los otros con ecuanimidad y tibieza (pronto desertaríamos de programa tan insulso). El fútbol es el circo de nuestros días, pero también el teatro. Ha de ser emoción, temor y temblor, desolación o euforia. Nada de esto hemos tenido los madridistas en los últimos tiempos, ni siquiera desolación, porque según los responsables nada "tenía por qué afectarnos", qué herejía. Ahora se añade una minúscula humillación: en las votaciones de los técnicos sobre el campeonato que acaba, el Madrid no figura en el palmarés de los mejores por ningún sitio. El Barcelona, a falta de sus encuentros decisivos que aún pueden dejarlo en subcampeón de todo, se lleva los elogios, quizá con merecimiento. Si Alfonso no se hubiera lesionado No importan, no busquemos excusas: ¿acaso nuestros Zamorano y Dubovsky pueden competir hoy con Romario y Laudrup -será nuestro-, incluso con Latorre y Mijatovic? ¿El voluntarioso Hierro con el sagaz Guardiola o el voraz Guerrero? ¿El nada divino Morales con el titánico Sergi? Y qué decir de los entrenadores, ¿cómo puede compararse la sosería artera de Floro con la cándida vehemencia del deportivista Arsenio? El fútbol es una convención, como todo lo que se contempla. Pero además de riesgo y de cuanto ya he enumerado, esa convención exige ingenuidad, o lo que es lo mismo, creer que todo es posible, el desastre y la hazaña, el vuelco, la sorpresa infinita, y que el desastre es desastre y la hazaña hazaña cuando se dan, que el mundo se acaba en otro partido, aunque sepamos que hay otro al cabo de siete días. El Madrid hace tiempo que no es un equipo ingenuo, y por ello no merece ser destacado. Pero nuestros corazones no serían tan blancos si no mantuviéramos un rasgo de chulería ("Madrid es saber meterse las manos en los bolsillos mejor que nadie", decía el colchonero García Hortelano parafraseando, creo, a Ramón Gómez de la Serna, buen gato). Y al fin y al cabo, ¿quiénes son esos técnicos para que su votación tenga importancia? Se trata de un grupo en el que todos menos cuatro o cinco fracasan al final de la temporada, todos menos el campeón de Liga, el de Copa, algún uefo inesperado y los dos que se salvan pese a tenerlo todo en contra. Así que vamos a ver, ¿quiénes son esa pandilla de fracasados para decirnos a nosotros nada? (No hace falta decir que en cuanto termine el artículo me meteré las manos en los bolsillos como bien sé hacerlo.) |