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Bajo la luz de gas

El País jueves 12 de julio, 2001

La gente está muy sumisa y bastante adocenada, trabaja demasiado y sobre todo teme excesivamente por su precario trabajo, tan fácil y barato es hoy el despido, tan aterrorizados viven los empleados, que hacen horas extras sin osar pedir retribución por ellas, que a menudo delatan o conspiran contra sus compañeros por miedo a que sean éstos quienes los delaten o conspiren antes, que adulan a sus jefes con servilismo aunque éstos les repugnen y sean permanentemente abusivos, inmorales o injustos, que renuncian sin rechistar apenas a logros laborales obtenidos con desmedida lentitud y esfuerzo a lo largo de todo un siglo, que cargan con las culpas de la incompetencia o descuido de sus superiores y les regalan -por supuesto, con aplauso incluido- sus propias ideas e iniciativas. No hace falta decir que hablo en términos generales y que por tanto habrá mil excepciones y que seré por fuerza impreciso. Pero la caída del muro de Berlín fue tal vez estupenda para quienes vivían del lado Este. Para los que habitaban este otro, el del Oeste, fue un desastre: la caída del simbólico muro de contención ante la propensión natural del capitalismo más bestia a aproximar sus modelos, lo más posible, al gran y viejo negocio del esclavismo, sin duda uno de los más rentables de la historia, desde las pirámides hasta la todavía añorada Dixieland.

Los que gobiernan, así, se confían, y como nadie los detiene ni frena -no con un mínimo de eficacia, qué se hizo de los sindicatos-, van siempre a más, y a más, y a más, hasta que un día algo estalle. No será, seguro, ni mañana ni pasado ni al otro, y esos gobernantes (por tales no entiendo sólo a los políticos, sino a cuantos rigen y mandan, a los poderosos, a los empresarios y a los obispos, a los banqueros y a los funcionarios, a los influyentes) aún están a tiempo, si no de rectificar el rumbo -sería mucho esperar milagros-, al menos sí de refrenarse un poco y amainar en su despotismo. O quizá la palabra más adecuada sea desprecio. Porque ya llevan tiempo incurriendo en algo que sin duda les parece moneda corriente, de tan gastado, pero que en mi opinión supone uno de los mayores desprecios que pueden hacerse a la gente, y en consecuencia uno de los más peligrosos. Consiste en lo que se conoce como negar la evidencia, así como en su figura complementaria o más bien equivalente, afirmar lo notoriamente falso, o sostener lo insostenible.

Es algo que las dictaduras, bien lo sabemos, llevan a cabo sistemática e impunemente; pero como ya se cuenta con ello y no hay afirmación pública posible de esas evidencias negadas, el efecto es menos irritante, menos exasperante que en una democracia (también porque la exasperación la provocan otras causas más graves). En una dictadura se sabe que la verdad ha de permanecer oculta o a lo sumo susurrada, y, en el fondo, la mentira oficial no aspira a ser creída ni aceptada, pues le basta con ser impuesta por las bravas, y con el fingimiento acordado. No hay, por tanto, verdadera tensión entre ambas -verdad y mentira-, y la negación de las evidencias se da tan por descontada que no enfurece; es otra cosa. En una democracia sí enfurece, porque la verdad aspira a no estar oculta, sino a manifestarse y a ser reconocida como tal, y, por así decir, existe la presuposición -tal vez errónea, pero existe- de que todas las 'verdades' parten en principio en igualdad de condiciones, la del empresario y la de los obreros, la del político y la de los ciudadanos comunes, la del Estado y la de sus contribuyentes, la del jefe y la de sus empleados. Y la población necesita que sus quejas, problemas, carencias, protestas, aspiraciones o injusticias padecidas se reconozcan al menos, sobre todo cuando son evidentes y no caprichosas ni imaginarias. No importa tanto que se atiendan o arreglen o colmen o reparen -cosa que se promete a menudo y casi nunca se cumple, y a eso está acostumbrada la gente, pese a todo- cuanto que su existencia real sea admitida por parte de los gobernantes y poderosos.

No hacerlo, no admitir eso, supone ese enorme desprecio que mencioné antes, pero constituye además un insulto: equivale a tachar de locos al conjunto de los ciudadanos, de disparatados, de grillados, de idiotas. Cuantos hoy niegan las evidencias con gran aplomo y mayor cinismo deben de estar acostumbrados a hacer lo mismo en sus asuntos particulares. Es, más o menos, lo que en el lenguaje coloquial llamamos 'hacer luz de gas' a alguien, como hacía Charles Boyer con Ingrid Bergman en la célebre película de George Cukor, Gaslight, de donde proviene la expresión ya consagrada en castellano. A saber, persuadir a una persona de que su percepción de la realidad, de los hechos y de las relaciones personales, está equivocada y es engañosa para ella misma. Negarle que lo ocurrido y presenciado haya ocurrido; convencerla de que en cambio hizo o dijo lo que no hizo ni dijo; acusarla de haber olvidado lo efectivamente acaecido; de inventarse problemas y sucumbir a sus suspicacias; de ser involuntariamente tergiversadora, de interpretar con error siempre, de deformar las palabras y las intenciones, de no llevar razón nunca, de imaginar enemigos y fantasmas inexistentes, de mentir -sin querer, pobre- constantemente. Para quien sabe persuadir a alguien de todo esto (y los casos no son nada raros, ni quedan confinados en modo alguno al de la película famosa), se trata de un eficacísimo método para manipular a antojo y anular voluntades, para hacerse dueño de la víctima y convertirla en su esclava.

Los dirigentes españoles actuales parecen olvidar, sin embargo, que la luz de gas resulta mucho más difícil de aplicar a un colectivo (aunque no sea imposible, y más de una prueba nos ofrecen tanto la historia como nuestro presente). Al menos, de aplicarla con éxito. Porque así como un solo individuo es relativamente fácil, a poco inseguro o humilde que sea, que dude de su entendimiento, de su juicio y de sus percepciones, resulta tarea enorme conseguir eso mismo de un montón de individuos, pues la correcta percepción de cada uno coincidirá en principio con la de los demás, y así se verán todas afianzadas, fortalecidas y sostenidas durante largo tiempo, y se hará arduo minar el compartido convencimiento. De tal manera que hoy por hoy, cuando los poderosos niegan tan frecuente como flagrantemente las evidencias, lo que consiguen es despreciar, insultar, irritar y exasperar a la ciudadanía, más que otra cosa. Y sin embargo la práctica está generalizada, lo hacen unos y otros con el mayor desparpajo y de modo absolutamente irresponsable, sin darse cuenta de lo que están sembrando... contra sí mismos.

Desde miembros del Gobierno hasta miembros de ETA, pasando por representantes de cualquier partido, de la Iglesia o de las empresas antes públicas y hoy ya no saben ni contestan (esto es, las más ricas), casi nadie se salva de la peligrosa costumbre. Es Arzallus negando que nadie sea perseguido y haya de marcharse del País Vasco, mientras tantos paisanos suyos hacen las maletas y se palpan la nuca (y esa es la evidencia); es Anasagasti aseverando que Basta Ya y el Foro Ermua buscan la confrontación, cuando no es precisamente a sus miembros a quienes se ve con cócteles Molotov ni incendiando el autobús en que viajó su madre (y esa es la evidencia); es el presidente de Iberia, Xabier de Irala, escribiendo hace un año que la sobreventa u overbooking 'casi' no existe y que si la hay es para bien del pasajero, al que se compensa luego, mientras las víctimas de esa práctica rayana en la estafa se hacinan desesperadas en los aeropuertos españoles, aguardando (y esa es la evidencia); es el desquiciado alcalde de Madrid, Manzano, asegurando en televisión que en la capital no hay atascos y que su tráfico es 'fluido', cuando desplazarse de un punto a otro es, desde hace mucho, la más lenta y obstaculizada tarea de los madrileños gracias a la ineptitud desaforada de ese sujeto (y esa es la evidencia); es el director de la Biblioteca Nacional sosteniendo que 'intertextualiza', cuando no hay más que cotejar dos páginas para ver de qué se trata (y esa es la evidencia); son los bancos aumentando el cobro de sus servicios, que no les 'salen rentables', a la vez que cada año presentan un balance de beneficios de verdadero escándalo; son los obispos quejándose del escaso apoyo financiero a sus centros, a la vez que su Iglesia goza de inauditos favoritismos de toda índole en un Estado laico; es ETA proclamando defender al pueblo vasco mientras amenaza, extorsiona y asesina a la parte de ese pueblo que no le gusta (y esa es la evidencia); la cosa viene ya de antiguo, porque es también Julio Anguita señalándose como último bastión de la izquierda mientras se desvivía por brindarle triunfos electorales a la indisimulada derecha; y también es el PSOE moralizando mientras se pudría por dentro con una corrupción desatada (y esa era su evidencia); y hasta en lo más cotidiano y nimio nos lo encontramos: es una voz grabada de Telefónica diciéndonos que el número que hemos marcado 'actualmente no existe', cuando es el de la novia o la madre con las que hablamos a diario...

No quiero alargarme más, sobre todo porque tal vez les sirva de distracción rememorar otros ejemplos recientes o viejos de negación de las evidencias o afirmación de lo notoriamente falso, tanto da, mientras sufren algún demencial atasco madrileño producto de su imaginación, o viajan en tren desde Donosti para regresar quién sabe cuándo (porque no se lo impide ni desaconseja nada), o se tiran días y noches en el acogedor Barajas porque les da la gana, pues no existe 'casi' el overbooking que los haya podido dejar en tierra. La gente necesita que haya un mínimo de común acuerdo entre todos, una mínima aceptación de la realidad palpable (como se decía antiguamente), sobre todo por parte de quienes nos gobiernan o rigen y tienen más posibilidades de mejorarla. La gente admite que las cosas sigan mal, pero no que se le niegue que lo están si lo están. No que se le haga luz de gas, y se la tache de loca o idiota. Sigan así los poderosos y verán un día. No será ni mañana ni pasado ni al otro, seguro... Pero a lo largo de la historia, más de una cabeza rodó por menos.

 

El que ve totalidad

25 Años de El País, viernes, 4 de mayo de 2001

Después de haberlo visto en la película de Víctor Erice El sol del membrillo resulta casi imposible no tenerle al pintor Antonio López una simpatía sin mezcla, que a la vez se añade y se sustrae a la que pudiera profesársele como artista. Es la simpatía que se tiene por lo que percibimos que es muy antiguo, que estuvo ahí "siempre", mucho antes de que existiéramos los que existimos ahora, y que no ha variado porque no está sujeto a los tontos, irrelevantes, frívolos cambios. Es la que se siente por los animales -que, como dijo Rilke, ven totalidad allí donde nosotros vemos futuro, "y se ven en ella, y están a salvo para siempre"-; quizá por algunos paisajes; rara vez hoy por las personas. El problema -si es que es tal- reside en que ese individuo atemporal resulta que no es un pastor de ovejas inmutable desde que empezaron los tiempos, como ese del que habló aquí hace poco Félix de Azúa, ni siquiera un menestral que aún conserva intacto el saber y el oficio que no ha aprendido sino tan sólo heredado, sino que pinta cuadros, hace obras de arte y además las hace ahora, contemporáneamente con una época que ha expulsado a los animalesde las ciudades y que acaso ya no sabe ver un paisaje con desinterés y entusiasmo juntos.

Tal vez por eso, Antonio López se ha encontrado más de una vez con la incomprensión y el recelo de los gestores y traficantes actuales del arte, para los cuales es difícil ver en las pinturas algo más que el "efecto" que producirán colgadas, y según dónde. Antonio López es demasiado remoto y ve demasiada totalidad para producir ningún "efecto" o para "quedar bien" ahí puesto... Hasta ahora, en que también se ha convertido en sólo un nombre, siguiendo el destino de todo artista contemporáneo. Pero, aunque también sea sólo un nombre, con él no conviene engañarse, y sí recordar el momento de aquella película en que comenta por qué quiere pintar el sol atravesando su membrillo: "Es que es tan bonito", dice, "es tan bonito"... "que sólo cabe volverlo a hacer", añadiría uno, del mismo modo que tras oír algunas músicas sólo cabe intentar silbarlas, o al ver algunos animales sólo cabe acariciarles el lomo, o tras leer algunos poemas sólo cabe leérselos a otro, en voz alta, o si acaso reescribirlos en un cuaderno -inútilmente, para uno mismo, para asumirlos-, una palabra detrás de otra.

 

King, Queen, Knave

El País, miércoles 22 noviembre 2000

Así tradujo al inglés Nabokov su vieja novela de 1925 Korol, Dama, Valet, sin duda jugando con el doble sentido de la palabra knave, que además de "sota" o "jota", significa "bribón". No es aquí el caso, si bien es una bribonada encargarle sendos perfiles del Rey, la Reina y el Príncipe a un republicano convencido como el que esto firma. Alguien, a quien, sin embargo, y sorprendentemente, ninguna de esas tres figuras desagrada ni molesta, mas bien al contrario, si no atendemos a sus respectivos cargos, sino a las personas que los desempeñan circunstancialmente.
Imagino que no me diferencio en esto de otros muchos españoles, la mayoría de los cuales no deben de saber, a estas alturas, si son monárquicos o republicanos; o, lo que es aún más saludable, no les interesa saberlo, ni siquiera se lo plantean. Eso hace pensar que la mayor astucia o habilidad del Rey durante estos veinticinco años ha consistido en reinar como si la ciudadanía fuera, en efecto, y en su conjunto, republicana de espíritu (sin olvidar que hasta su coronación había sido dictatorial de espíritu), y no conviniera provocarla con nada que la llevara a serlo también de razonamiento.
Al cabo del tiempo, el rey Juan Carlos se aparece como un hombre simpático y algo distraído o ausente, lo bastante como para caer bien a la gente y lo bastante impreciso o difuminado -en algún aspecto casi opaco- para no ofrecer ningún flanco diáfanamente débil. Ha evitado tener una Corte, y con ello, el riesgo de verse en exceso asociado a los lúgubres y donjuanistas profesionales (capaces de arruinar las reputaciones más altas con sus empellones e insidias y su consiguiente contacto) y a los vivarachos y pavoneantes juancarlistas que brotaron en su momento, pero que no arraigaron. En realidad, el Rey parece un hombre sin amigos, pese a saberse que tiene tantos (o eso se dice), como si bajo su campechanía manifiesta hubiera una invisible capa de hielo con la que antes o después se topasen cuantos se le acercan, respetuosos o ufanos, curiosos o babeantes, untuosos o tan sólo cordiales.
Hace veinticinco años, a este hombre se le tenía por un niñato en el mejor de los casos. Yo mismo recordé una vez por escrito la única ocasión en que lo había visto en persona, siendo el príncipe treintañero y yo un adolescente, antes de su Advenimiento, ahora conmemorado.

Jugaba divertido al Scalextric gigante con un grupo de amigos más bien pijos y ociosos en unos billares del barrio de Salamanca. Visto lo más tarde visto me preguntaba si aquella imagen pueril e inofensivamente alocada no pudo responder al muy largo fingimiento que acaso le tocó mantener ante las miradas ora suspicaces ora despreciativas, ora lacrimonosas de su guardián Arias Navarro, supervisado a su vez por aquellos ojillos falsamente hibernantes del dictador periférico Franco (periférico por gallego, como tiende a olvidarse).
Si así fue, y si las vejaciones padecidas por el entonces Príncipe fueron tantas como imaginamos, hay que reconocer que al Rey no le han quedado rencores, o los ha ocultado a conciencia. Y de aquel caparazón de hombre liviano y hasta un poco hueco ha sabido conservar algún elemento atenuado (los individuos festivos y despreocupados en principio no dan miedo): se sabe de su afición al esquí y a la vela, y que en lo primero no es tan diestro como para haberse ahorrado los batacazos; también se sabe que es lo bastante distraído -o quizá vehemente- para haberse estrellado una vez contra una puerta de cristal transparente, con resultado de aparatosos vendajes o aun escayolas, no recuerdo.
Al principio de su reinado se contaba que jugaba a las quinielas por ver de pagarse el helicóptero, y que un ratero muy vivo le había birlado el reloj al estrecharle la mano en medio de una aglomeración entusiasta. Todo esto, cierto o no (y en todo hay un aroma de apócrifo ben trovato), lo ha hecho parecer cercano, inocuo y hasta gracioso.
Pero los límites a esta imagen algo patosa han estado bien trazados. Cualquier parecido con aquel monarca que interpretó Jack Lemmon en La carrera del siglo (modelo al que se han acercado religiosamente algunas realezas europeas) es inexistente, sobre todo desde el 23 de febrero de hace ya tanto tiempo, cuando el Rey hubo de ponerse serio. Todo el mundo se recuerda bien a sí mismo durante aquella noche, pero quizá hemos olvidado a menudo algún detalle o elemento importantes: la mayor duda o incertidumbre fue, durante largas horas, no qué iba a decir el Rey, sino si el Rey iba a poder decir algo, o bien estaba ya tan cautivo como el Gobierno y el Parlamento en pleno. Parecemos no recordar a veces que nuestro temor máximo, sentido minuto a minuto, fue a quien los golpistas de Tejero y Milans del Bosch se hubieran adueñado ya de todo, incluido el palacio de La Zarzuela. Y lo segundo que más temíamos era que, si el Rey permanecía libre y era contrario a la asonada, sus órdenes fueran desobedecidas y objeto de carcajada por parte de los militares levantados en armas. Ese riesgo existió (y quién no pensó, al vislumbrarlo, en una nueva guerra civil), más aún cuando Juan Carlos todavía no había dado definitivas pruebas de haber dejado atrás para siempre la risueña máscara blanda del Scalextric. Tan fundamental fue que el Rey se opusiera al golpe como que los sublevados acataran sus órdenes, y esto, insisto, podía no haber pasado. Y, suspicacias suscitadas aparte, uno no puede por menos que pensar que él debió de padecer tanta zozobra y tanto miedo, a fe que justificados, como cualquiera de nosotros, hasta que supimos él y nosotros que su autoridad se imponía. Y le tuvimos gratitud y confianza.
Supongo que desde entonces algo fuerte nos une con él, seamos republicanos, monárquicos, anarquistas o apolíticos: algo que vincula mucho, y es el miedo compartido. Desde entonces, al Rey y a los suyos se los ha visto eminentemente como a gente familiar, apacible y discreta y aun moderadora, nunca caprichosa ni destemplada. Y que lleven veinticinco años inmunes a este país viperino resulta una hazaña notable, o casi, sobrenatural, de hecho.

De la reina Sofía se conoce poco, más allá de las rutinarias loas de los papanatas profesionales. Es, sin duda, una dama elegante y de expresión agradable, con un punto de timidez pública, o de cariñosidad contenida, y se la ve apiadarse. Se sabe que es devota de la música, y de Bach sobre todo (nada que objetar a ello), que le interesa la filosofía y, según algún maestro de mi generación que se prestó a darle unas pocas clases, la doctrina de la transmigración de las almas le provoca curiosidad como mínimo. Su lengua materna es el alemán más que el griego, aunque aquí no la hemos oído en ninguna de las dos; sí en buen inglés, en cambio, y el español lo ha hablado siempre con leve acento, pocas veces en público, en todo caso. Un novelista se sentiría inclinado a pensar que detrás tiene más de una historia digna de ser contada, aunque sólo sea porque su hermano Constantino fue defenestrado en Grecia, y eso ha de ser un mal trago para cualquier monarca y familia. Y también diría uno que no le faltan algunos rasgos que no saltan siempre a la vista: cierto talento estratégico, capacidad de persuasión (o, si se tercia, de mando), un sentido de la rectitud acaso un poco exagerado, ideas claras respecto a cómo desempeñar el papel -nunca mejor dicho: estrictamente representativo- que les ha caído en suerte a ella y a los suyos. Su reciente condición de abuela la ha hecho más vulnerable a los ojos de la ciudadanía, más común, por lo tanto, más comprensible y más apreciada. Tanto a ella como al Rey, a ojos del novelista, les faltan, en cambio, dos elementos que los hacen poco tentadores como "personajes": un lado oscuro y atormentado, una pizca de incertidumbre, un algo de desasosiego, una brizna de inestabilidad y peligro. No es que no las haya habido en sus vidas, no me refiero a eso. Es otra cosa que atañe más a la personalidad que a los hechos: digamos que nunca respiran trágicamente, ni siquiera con dramatismo. Pero más vale que así sea y que en esta oportunidad la ficción se fastidie, pues estas posibles carencias son sólo beneficiosas, sin duda, para los españoles reales.

En cuanto al príncipe Felipe, algo puedo decir sin conjeturas: hará dos o tres años prohibí durante días a mi agente literaria, a mi editorial, a mi señor padre, que dieran mi número de teléfono a la Casa Real -que se lo andaba pidiendo-, convencido de que se trataba de la última y disparatada artimaña de alguien indeseable que ya se había hecho pasar ante ellos u otros por Rosa Montero, por Bibi Andersen e incluso por el fisco, según expresión de mi portero, Teo. Cuando la Casa resultó ser real, me sentí descortés y culpable, y acudí a conversar con el Príncipe un par de horas a palo seco (quiero decir que hasta bien pasada una hora no nos dieron bebida). Me preocuparon los escasos controles a que fui sometido, y el excelentemente educado joven me causó una impresión muy grata, pues no se dio ningún pisto ni pretendió haber leído lo que no había leído (cosa ya de gran mérito en España). Recuerdo que rió con facilidad y frecuencia, parecía bastante alegre y todavía más confiado. Sé por qué hablamos de Shakespeare y no sé por qué hablamos del amor asimismo. Sin duda estaba bien enterado. Creo que durante un rato, a buen seguro impertinente, me dediqué a "compadecerlo", verbalizando el espanto que me producía imaginar una cotidianidad como la suya, con una única opción laboral (digamos), con resquicios de libertad tan sólo, con la prohibición permanente de ser sincero, con millares de ojos vigilándolo para su bien y para su mal, con la constante obligación de asistir a ceremonias y actos que lo debían de aburrir hasta la naúsea, sin más remedio que sonreír y estrechar la mano de dictadores y asesinos de cuando en cuando, sin poder elegir a quién se trata y a quién se rechaza... Escuchó, atento en apariencia y en todo caso paciente, y no me quitó la razón. Todo eso era cierto a veces, no tan grave como yo pensaba. Pero se lo compensaba, dijo, "la posibilidad de ayudar, de ser útil..." Por fortuna, no añadió "a España", ni "a mi país", ni "a la patria", ni siquiera "a los españoles" ni a "mi pueblo". Añadió "a la gente". No es mala predisposición dado su cargo. No es mala para nosotros -parecía voluntarioso, y conforme, cosa distinta y mejor que resignado-. Para él quizá ya es menos buena. Tampoco a este Princípe le vi un lado oscuro, ni una brizna de peligro. Y en cuanto a la sombra o el aliento trágicos, más vale que no permita esta extraña y también conforme República Coronada en la que vivimos que jamás lo alcancen. Suerte.

 

Matar al muerto o los inconvenientes de haberlo matado

El País, sábado 15 de julio 2000

Muchos se han escandalizado con razón, y algunos sólo con excesiva y ornamental retórica, al conocer la noticia de que, tras el asesinato por parte de ETA del concejal del Partido Popular José María Pedrosa, el teléfono de su casa siguiera "en activo" para sus asesinos o para los simpatizantes de éstos, que lo hicieron sonar en numerosas ocasiones para soltarle a quien respondiera—la viuda una hija—frases sañudas y crueles dirigidas al muerto: "José María, jódete", "Pedrosa, ya estás muerto", vilezas por el estilo. Se ha recordado que no es la primera vez que esto sucede: ocurrió ---aún ocurre- tras el asesinato de Gregorio Ordóñez y de otros. Asimismo llamadas, o bien pintadas callejeras del mismo tenor, incluso me parece que algunas tumbas de víctimas de ETA han sido profanadas en más de una ocasión.

Más allá de la indignación que causan estas muestras de inquina y de sadismo hacia las familias de los asesinados, convendría pararse un momento a ver también lo que significan, porque despacharlas con una furibunda condena ("son inhumanos"; y no es verdad: son humanos) o con desprecio, y relegarlas al capitulo del anecdotario macabro y el recochineo, es una manera de restarles importancia, y a mi parecer tienen mucha, sobre todo por lo que revelan. Y que fueran "voces jóvenes", como se ha dicho, las que lanzaran esos insultos telefónicos póstumos no es razón suficiente para atribuirlos rutinariamente a un supuesto espíritu gamberro y a la irresponsabilidad absoluta. En primer lugar, porque esta vejación de un muerto no es la única ni un hecho aislado, como hemos visto; en segundo, porque es bien patente que ciertos jóvenes del País Vasco no se distinguen precisamente por actuar con espontaneidad irresponsable ni por impulsos imprevistos. Todo lo contrario, sus voces dan la impresión de estar no sólo muy previstas, sino adiestradas y "unanimizadas". En tercer lugar, tampoco hay ninguna certeza de que los autores de las llamadas no fueran los asesinos mismos o quienes les dan las órdenes, en el menor de los casos - y eso sí que es seguro - se trataba de quienes los inducen, aplauden, espolean y jalean, sea con gritos, pintadas, acusaciones, votos o declaraciones.

¿Qué sentido tiene vejar a los muertos? ¿Qué se busca con ello? En principio parecería que las profanaciones de sus tumbas, la destrucción de sus lápidas, los insultos a sus memorias, el regodeo ante sus muertes violentas, fueran algo más bien dirigido contra los vivos o los todavía vivos, y que tuvieran como propósito echar sal en el dolor de los parientes y amigos de los asesinados más que sobre ellos mismos, que ya de nada enterarse pueden, ni añadirse padecimientos. Y sin embargo algo más hay: no puede ser del todo azaroso o "formulario" que esas llamadas al número del concejal Pedrosa fueran para él (nadie dijo, por ejemplo, claramente a su viuda: "Nos hemos cargado a tu marido, jódete", sino que el destinatario de las frases siempre fue el muerto), como asimismo significa algo que el vandalismo contra las sepulturas se lleve a cabo en mitad de la noche y sin testigos para sufrir con su contemplación, tanto si son nazis contra muertos judíos, como serbios contra muertos bosnios, como filoetarras contra asesinados por sus ídolos Los vivos verán taI vez el destrozo y las humillantes pintadas al día siguiente; o quizá no, y sean sólo informados; quizá sólo sepan pero no vean, y en todo caso, como mucho, asistirán a los resultados de la profanación, no al acto mismo. Este tipo de ensañamiento con los muertos va por tanto -por absurdo que parezca a finales del siglo XX, y en Occidente- principalmente contra ellos, y no equivale en modo alguno a la verbal, antes frecuente y hoy un poco anticuada ofensa que nuestra lengua alberga, consistente en decirle a alguien "¡me cago en tus muertos!", aquí sí con el inequívoco ánimo de provocar y sacar al vivo de sus casillas, de afrentarlo en lo que antiguamente se consideraba "lo más sagrado". Es éste, de hecho, un agravio abstracto y simbólico. La mayoría de quienes a lo largo de la historia hayan pronunciado esa frase no tendrían la menor idea de quiénes eran o habían sido los muertos en cuestión, los del otro, aquellos en los que se cagaban; y lo más probable es que no tuvieran nada personal contra tales difuntos, pues de ellos lo ignorarían todo, y si recurrían a la en el fondo vacía fórmula era sólo con la intención de causarle al otro el mayor daño y pena posibles, pues el otro sí sabría muy bien, uno a uno, a quiénes el injuriador se estaría refiriendo. Lo que para éste sería un conjunto abstracto sin rostros ni nombres, para el injuriado seria una serie de individualidades muy queridas, con nombres, rostros e historias.

No es a esto, así pues, a lo que se parecen las llamadas padecidas por la viuda del concejal Pedrosa. Lo que esas voces o esas pintadas están diciendo son en realidad dos cosas, o acaso sea la misma en dos formulaciones distintas. Dicen, por un lado, que no les basta con haber matado al muerto, que eso no es ni ha sido suficiente, y que lo "malo" de haberle matado es no poder matarlo ya, o no poder matarlo otra vez, y quizá otra y otra y otra vez. Ese tipo de asesino o de asesino in pectore, atención, es de una índole especial, y desde luego no ofrece en modo alguno el perfil de lo que sería el asesino por motivos políticos. Los conniventes, los comprensivos con los crímenes de ETA, los que creen que "no sirve de nada" ni siquiera condenarlos, nos recuerdan continuamente que, ojo, en el País Vasco existe un "conflicto político", y esos mismos intentan presentar cada vez más los asesinatos, los secuestros, las palizas, las extorsiones, como "manifestaciones" de ese conflicto, equiparables a los accidentes de carretera o a las catástrofes naturales. Así, el conflicto "se manifestaría" él solo de estas variadas maneras, y se va inoculando la disparatada pero persistente idea de que nadie "comete" los crímenes, se trata sólo de "manifestaciones" de algo incontrolable y superior como los bramantes cielos, las riadas o los terremotos.

Nada es, sin embargo, tan contrario a esa pretendida asepsia o indeliberación como, justamente, el deseo de matar al muerto y la insatisfacción por haber logrado matarlo. En un conflicto en verdad político, como en una guerra (y eso es en parte el mayor horror de las guerras, pero también lo que no las convierte acaso en lo mas horrible de todo), en teoría ni siquiera hay personas, sino tan sólo objetivos. Y una vez abatido un objetivo cualquiera , lo último que hará el soldado será pararse a escupir sobre su cadáver. No le interesa, es más, no puede permitírselo, porque equivale a distraerse, a perder el tiempo y la concentración, y en una guerra hay que ir enseguida por el siguiente objetivo. En un conflicto en verdad político, como en una guerra, los muertos son en principio tan abstractos como aquellos en los que el antiguo injuriador español tenia la mala costumbre de cagarse verbalmente.

No son así tratados los asesinados por ETA, excepto si son víctimas indiscriminadas por la explosión de una bomba en un supermercado. Entonces sí son abstractas Pero la segunda cosa que esas llamadas o pintadas a que vengo refiriéndome dicen (o la segunda formulación de una misma cosa), viene a ser el reconocimiento de no haber podido matar al muerto pese a haberlo hecho en efecto, físicamente. Las muertes "elegidas" de ETA no son ya estratégicas (como las de las guerras), ni tampoco son de las que, una vez cumplidas, aplacan el odio, la ira, la rabia. El odio y la ira permanecen tras los asesinatos. Como antes dije, quienes efectúan esas llamadas -o las comparten mentalmente- parecen admitir que el asesinato que celebran ofrece el inconveniente de que ya es pasado, de que ya no puede repetirse, de no pertenecer ya más al futuro, a la esfera de lo que se desea y se acaricia y se anhela. Creo que conviene no perder este dato de vista, aunque asumirlo suponga asumir también que la "solución" del llamado "conflicto vasco" es todavía más difícil e improbable que si este conflicto fuera en verdad de índole tan sólo política. El insaciable deseo de matar al muerto, y además al muerto conocido y concreto, con su rostro, su nombre y su historia, está más bien en la tradición de la vendetta mafiosa, de las escabechinas familiares o de clanes, de las cruzadas fanáticas, de los odios tribales (y me temo que de las guerras civiles, por la cercanía del enemigo). Los que participan en estos enfrentamientos no se sienten nunca aplacados—o sólo al cabo de los siglos—por las muertes que producen, o que "obtienen". Quizá no sea tan extraño si consideramos que a un escritor como el fundador Sabino Arana, los nacionalistas vascos lo tienen sólo "en la nevera" (¿lo tienen?), cuando su equivalente en cualquier otro sitio estaría sepultado bajo siete llaves y abochornaría a sus paisanos. Y ese escritor escribió, por ejemplo: "... el español no sabe andar, o si es apuesto, es de tipo femenil; ... es flojo y torpe; ... es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos; ... es perezoso y vago; ... nada emprende, a nada se atreve, para nada vale; ... no ha nacido más que para ser vasallo y siervo; ... es avaro aún para sus hermanos, ... es bajo hasta el colmo, y aunque se encuentre sano, prefiere vivir a cuenta del prójimo antes que trabajar, ... apenas se lava una vez en su vida y se muda una vez al año; ... o no sabe una palabra de religión, o es fanático, o es impío;... si sólo le oís rebuznar, podéis estar satisfechos, pues el asno no profiere voces indecentes ni blasfemias; ... entre ellos el adulterio es frecuente así en las clases elevadas como en las humildes; ... el noventa y cinco por ciento de los crímenes que se perpetran en Bizkaya se deben a mano española, y de cuatro de los cinco restantes son autores bizkainos españolizados".

Me temo que esta última estadística debe de haber cambiado Es más, en estos asesinatos de ahora, tan puros, hay un elemento que hace la sltuación distinta asimismo, de la de las guerras mafiosas, famlliares o de clanes, fanáticas, tribales, civiles, porque todas ellas se fundan y se alimentan de una espiral imparable de golpe por golpe, o aún peor, de diez por uno y así hasta la náusea. Pero aquí sólo golpea un lado, una banda, sin que por el otro haya la misma réplica (como en otro tipo de guerras, ahora que caigo: las racistas de exterminación o expulsión). Quién sabe si no será eso lo que más irrite al verdugo y lo lleve a querer matar de nuevo a los muertos que ya se ha cobrado. Quién sabe si lo que busca es que sus asesinatos sean tenidos más en cuenta y sean por fin "reales", al haber contrapartida, si fueran respondidos con otros tantos del enemigo. Cuanto más tiempo pasa y más uno lo piensa, cuánto debió de complacer el GAL a algunos dirigentes nacionalistas: a los más fríos, a los más políticos, a aquellos que han conseguido que al menos algunos muertos sí les resulten abstractos: los propios, que se hacen esperar demasiado y no acaban de llegar.

 

Mala noticia miserable

El País, 23 de marzo, 2000

Hace unos días, la sección de Deportes de este diario traía una de las noticias más miserables que he leído en mucho tiempo, de entre las que atañen a nuestro mundo llamado occidental, en el que al menos no hay lapidaciones de adúlteras ni escabechinas de pueblos enteros a machetazos. Era, al mismo tiempo, una noticia muy significativa o sintomática del puritanismo solapado que cada vez más se introduce en nuestras sociedades y que, a falta de sus antiguas e indisimuladas medidas punitivas, religiosas o civiles, ha encontrado en la medicina–o más bien en los servicios médicos–un sustitutivo tanto o más disuasorio que las viejas amenazas infernales y las condenas judiciales. Que la noticia procediera del Reino Unido, lejos de tranquilizarnos, debería inquietarnos, ya que no hay "innovación" o "argumentación" anglosajona que no acabemos por adoptar en los imitativos países meridionales, desde hace tiempo.

Era sobre el ex-futbolista irlandés del Manchester United George Best, un ídolo de los años sesenta que se retiró prematuramente, con tan sólo 26 años, a causa de la vida alocada o disoluta, según prefieran, que llevó desde muy joven, y que se hacía difícilmente compatible con la alta competición y con la disciplina de entrenamientos y concentraciones. Ahora, a los 53 años, ha sido ingresado de urgencia con el hígado hecho papilla. Los médicos le prevén poco futuro si no deja de beber de inmediato, y en todo caso le aconsejan un trasplante de hígado sin más tardanza. Al parecer es, sin embargo, un consejo superfluo si no sádico, ya que el National Health System o Sistema Nacional de Salud "rechaza este tipo de operaciones en casi todos los pacientes que han provocado su propia enfermedad, como es el caso de Best, bebedor en exceso durante los últimos treinta años". No importa que a aquel grandioso extremo izquierdo lo atienda una clínica privada, pues todos los órganos para trasplantes, dada su escasez, son administrados y distribuidos por el NHS, que decide a qué enfermos deben ir a parar y a cuáles no. La mujer de Best ha declarado resignadamente:"Cuando alguien ha destruido su propio hígado, los médicos no son favorables a darle uno nuevo". Llama la atención el tono de mera constatación pasiva, como si no hubiera más que acatar y aguantarse ante una discriminación semejante. George Best es aún famoso, pero como el suyo habrá millares de casos. También hemos leído, en otras ocasiones, cómo los fumadores norteamericanos y británicos, si tienen suerte, son enviados al final de la cola cuando necesitan asistencia médica social o estatal para sus pulmones o corazones. La idea, subyacente o desvergonzadamente expresa, es la siguiente: "No vamos a apresurarnos a salvar la vida de quien la ha puesto en riesgo durante años".

Ignoro los exactos términos del juramento hipocrático, pero dudo mucho que jamás estableciera reservas o prioridades según la causa u origen de la enfermedad del paciente. Y no creo que un honrado médico tradicional se haya negado nunca a prestar ayuda a quien la precisara en función de la más o menos respetable "biografía" de su mal, menos aún según la vida virtuosa o viciosa que hubiera llevado el enfermo, del mismo o parecido modo que los sacerdotes tradicionales no limitaban su auxilio espiritual a los bondadosos (o eso tenían a gala, los católicos al menos), ni se lo negaban a los malvados, a los pecadores, a los descarriados. Las iglesias, incluso, amparaban y daban cobijo a los perseguidos, sin preguntarles siquiera si es que habían asesinado a alguien y merecían por tanto su persecución.

Es comprensible y sensato que, ante la escasez de un medicamento o de determinados órganos para trasplantes, se establezca alguna clase de prioridad; y seguramente parecería razonable a cualquiera que antes se intentara salvar la vida de un niño, que la tendría entera por delante, que la de un anciano que ya habría jugado en ella casi todas sus cartas, también que no se privilegiase a un rico respecto a un pobre, ni a un blanco respecto a un negro, ni a un protestante respecto a un musulmán, ni a un hombre respecto a una mujer, sólo por ser ricos, blancos, protestantes o varones. Pero lo que resulta inadmisible es que sean preteridos o postergados quienes, por utilizar sin ambages las fórmulas que de hecho sostienen y dictan esta discriminación, "se lo han buscado", o "se lo tienen bien empleado", o "así escarmentarán", o –aún peor–"así servirán de ejemplo". Es inaceptable que en sociedades laicas y en teoría libres se castigue a posteriori, médicamente, el uso que los individuos hayan hecho de su libertad, aplicándoles, para mayor mezquindad, una "moral" trasnochada y que en modo alguno es compartida por el conjunto de esas sociedades, tan pragmáticas, por otra parte, que incluso podría aducirse sin demasiado sonrojo que el bebedor y el fumador se han hecho tanto o más acreedores a la asistencia de la Sanidad Pública en virtud de los muchísimos más impuestos indirectos pagados al Estado con sus vicios, respecto al abstemio y al que nunca se ha colgado un pitillo entre los labios.

Pero la noticia en cuestión ni siquiera hablaba de prioridades, sino de negativas: el National Health System, recuerden, "rechaza este tipo de operaciones...", "los médicos no son favorables a dar un hígado nuevo...". Además de la impertinente e implícita amonestación "moral", hay en estos criterios un elemento grave de incoherencia. El deliberado perjuicio que se causa a George Best y a quienes le hayan dado a la frasca con tanto júbilo como él es, para empezar, una contradicción flagrante con las paternalistas medidas que en casi todas partes se toman para curar a los drogadictos de su dependencia. Que si "narcosalas", que si metadona gratis, que si jeringuillas nuevas para evitar contagios... Me parece todo estupendo–líbreme el cielo de tener nada en contra–, pero tanto miramiento y proteccionismo se compadecen mal con el acoso y posterior castigo a borrachos y fumadores, y aun peor cuando algunos países intentan al mismo tiempo, elevar el alcohol y el tabaco a la categoría de "drogas", y prohibirlos en consecuencia. Otra contradicción sería la por fortuna gran comprensividad desarrollada en nuestras sociedades–no sin esfuerzo– hacia los enfermos de sida, a los que ya no se culpa de su mal, por suerte–no al menos oficialmente–, ni se echa en cara su promiscua vida sexual pasada ni su afición a la heroína, por mencionar dos orígenes frecuentes de esa enfermedad. Y una tercera contradicción, aún más sangrante, sería ésta: mientras se impide morir a quien, desahuciado y con padecimientos, implora para sí la eutanasia, se condena a morir, o casi, a quienes, como George Best, si desean vivir. ¿Acaso porque seguirían bebiendo y quien bebe no merece vivir?

Lo más inconsecuente de todo es, sin embargo -y también lo más hipócrita-, que a George Best y a sus semejantes se les deniegue un trasplante de hígado por borrachuzos, o la debida y urgente curación cardiovascular a un fumador empedernido, y no se niegue en cambio el auxilio a quien ha estado a punto de ahogarse en el mar o el río en los que nadie le mandó meterse; ni al alpinista que se perdió en las cumbres a las que se subió por su grado (en su caso se movilizan hasta helicópteros); ni al ciclista ni al automovilista cuando se estrellan en sus respectivas competiciones en las que nadie los obligó a tomar parte; ni por supuesto al individuo atacado por su propio perro de presa que compró por su gusto; ni al paciente que regresó con terribles virus o amebas de su crucial viaje a la India, donde nada serio se les había perdido. No se niega asistencia dental al crío o al adulto que se pasan el día masticando caramelos y provocándose caries ellos solos; ni se abandona a su suerte a la mujer encinta si se le complica el embarazo que ella deseó más que nadie; ni al activista que recibió un pelotazo de goma en un ojo durante la manifestación que encabezó porque le pareció conveniente; ni al comilón que engulló hasta reventar sin que nadie lo indujera a ello con una pistola en la frente; ni a la adolescente anoréxica que se nos va muriendo sinque nadie le dijera nunca que adelgazara; ni desde luego deja de socorrerse nunca a los miles de conductores y pasajeros de coches accidentados que alegre e inconscientemente, o más bien a sabiendas de lo que hallarían en las carreteras, se lanzaron a recorrerlas un Domingo de Ramos o un primero de agosto…

La lista sería interminable. En todos estos casos, y en tantos otros, la Sanidad Pública podría "rechazar" dar asistencia médica. ¿Acaso no serían pacientes todos, que de una u otra manera, lenta o rápidamente, directa o indirectamente, habrían "provocado" sus propias enfermedades o accidentes? Dije al principio que la noticia relativa al un día glorioso George Best era miserable. Lo es. No veo ningún motivo para retirar ese adjetivo.

 

Imaginar para creer

El País, sábado, 3 de octubre de 1996

Está nuestro país tan instalado en el negativismo desde hace ya tanto tiempo que unas manifestaciones de Eduardo Mendoza según las cuales la novela (o cierto tipo de novela) habría muerto, han bastado para que: a) no pocos articulistas hayan exclamado eufóricos: "Ya me parecía a mí, por eso todas son tan malas, hasta las que pasan por buenas; y además, albricias, otra cosa agradable que desaparece", b) varios novelistas se hayan sentido ofendidos y amenazados, y hayan reaccionado como folklóricas: "Estarán muertas las tuyas, rica, ¿no te jode?", habría sido su mensaje, y c) unos cuantos articulistas y novelistas y críticos, incapaces de admitir que alguien pueda hablar de algo desinteresadamente y no por su conveniencia o rencor, hayan visto a Mendoza como a un cenizo y le hayan llegado a sugerir que, en vez de matar la novela, se suicide él y no les agüe la fiesta, los premios y las mesas redondas. Todos han hecho caso omiso de dos detalles fundamentales: a) que raro es el novelista que no haya proclamado en algún momento la muerte de la novela, sobre todo si es novelista "incomprendido" o asqueado o ambas cosas, y b) que Mendoza no sólo no es nada de esto último ni por tanto un resentido, sino uno de los novelistas más diáfanos, elogiados, conformes y leídos desde 1975 hasta la fecha, así que ni siquiera cabría atribuirle el oscuro motivo de querer cargarse el género en que hubiera fracasado.

Debo decir que no me preocupa ni interesa mucho el futuro de la novela, menos aún el de la "novela española", suiza o venezolana (en realidad no me interesa el futuro de nada). Pero es que además se trata de un género tan poco definido (y cada vez más indefinible), tan híbrido, tan elástico y también tan poderoso que hasta se ha permitido desaparecer y reaparecer varias veces a lo largo de los siglos. Su más reciente y duradera estancia comienza en 1605, con el Quijote. Su mayor conflicto interno ha sido siempre su oscilación entre el mero producto de entretenimiento para cabezas de chorlito y desocupados, y una forma depuradísima, sutilísima e insustituible de reconocernos a nosotros mismos (y por tanto de reconocer el mundo). Y aunque no estoy seguro del todo, por el griterío y los improperios, creo que Mendoza sostenía que la novela de entretenimiento se había mecanizado, resabiado y degradado en exceso y era casi siempre una bagatela o un remedo arcaizante, y que la –llamémosla así– "novela de reconocimiento" se estaba convirtiendo en un anacronismo por falta de clientela, esto es, de personas interesadas en reconocerse a través de esa forma depuradísima.

Pese a su aspecto cambiante y escurridizo, y aunque desde luego habría excepciones, el mayor problema de la novela –dejemos de lado la televisión y los ciberjuegos; sus adictos le habrían dado al dominó en otro tiempo–reside en algo que no ha variado: su carácter de representación. Por eso depende, para su credibilidad, tanto de la capacidad de convencimiento de la narración (esto es, de la prosa del autor, no de la "historia" ni de la "trama", que antes de contarse no son nada) como del mantenimiento de la antigua convención pactada con el lector, quien en principio, y a sabiendas de que va a sumergirse en una ficción o invención, está dispuesto a creérsela y a vivirla como relato verídico, siempre y cuando el novelista a su vez lo persuada. Esto resulta cada vez más difícil en una época plagada y aun saturada de ficciones (el cine, la televisión, los tebeos, la prensa), con una ciudadanía cada vez más escéptica e incrédula. De ahí supongo, la proliferación actual de: a) novelas históricas: como nadie conoce las épocas pasadas de primera mano, no es arduo ganarse la credulidad ajena; b) novelas paródicas, miméticas o, como dicen muchos pedantes ahora, "metaliterarias", o aún peor, "posmodernas": en ellas el autor no gana para guiños y codazos cómplices, y repite a cada página: "Ojo, que no me chupo el dedo, ya sé que usted no se cree nada de lo que le cuento, pero es que yo tampoco; sea inteligente y culto como yo y sigamos jugando a este juego tan chic" (personalmente prefiero el póker o el billar); c) novelas "de la vida real", en las que los infelices o los criminosos o los orgullosamente patológicos relatan sus pintorescos casos –violaciones, abusos, incestos, parricidios, fijaciones, abyecciones– como fenómenos de feria en concurso, el autor susurra: "Oiga, se lo cuento novelado para que le resulte ameno y además sociológico, pero todo esto me ha pasado de verdad, qué me dice, espero que me estudien en las Universidades"; d) novelas "reales y actuales como la vida actual", narraciones narcisistas o periodísticas de una colectividad, en las que, sin el menor artificio o elaboración imprescindibles en la literatura (otra cosa es la escritura), una joven desengañada relata los tumbos que desengañan a las jóvenes como ella, un colgado desengañado cómo padecen los colgados ferroviarios y desengañados como él, un resentido cómo se resienten (y desengañan) los muy resentidos como él, y e) novelas "parabólicas", en las que poco importan la credibilidad ni Ia sutileza de la representación, ya que sus autores, a la manera de Jesucristo con sus parábolas, suelen limitarse a soltar una lección o moraleja de brocha gorda, valiéndose de ciegos, ángeles o de Pereiras, tanto da. Todo esto suelen ser baratijas.

Hay quienes dicen que el problema consiste en que ya no hay vidas épicas ni guerras transformadoras y abarcadoras, como si la obra de Faulkner, o la de Proust, o la de James, o aun las de Stevenson o Valle-Inclán, hubieran dependido de semejantes experiencias o convulsiones individuales o colectivas. La cuestión es quizá otra: la siempre creciente dificultad de convencer -o a lo cursi: de hechizar- ha llevado a desconfiar de la imaginación, un elemento tan olvidado y aun despreciado hoy por los críticos como aquel otro tan "poco científico" y tan fundamental, el estilo. Cierto que no falta la imaginación en las novelas de entretenimiento (y tengamos por muchos años dinosaurios y poltergeists), pero éstas parten de la aceptación por sus aficionados de una segunda convención que allana obstáculos, a saber: "Instalémonos en lo inverosímil". Y las novelas de Mann o Musil, de Conrad o Melville, de Jane Austen o Dickens, de Rulfo o Cervantes, de Diderot o Sterne, de Kafka o Nabokov, las "novelas de reconocimiento" o que han resultado serlo, no han contado nunca con "aficionados" previos dispuestos a facilitar tanto las cosas. Todos esos autores mencionados han relatado, de muy distintas y aun opuestas maneras, lo que nos ocurre, seamos jóvenes desengañadas o resentidos o arquitectos o zapateros, ingleses o españoles o suizos o venezolanos, antiguos o contemporáneos, amanuenses o cibernautas; y por eso nos reconocemos todavía en sus libros. Pero es que justamente para contar eso, lo que nos ocurre, nunca basta con haberlo vivido, ni siquiera con saber observarlo ni saber explicarlo, ni siquiera con entenderlo, sino que además hay que imaginarlo, y a eso no parece hoy dispuesto casi nadie. Y sin embargo, una vez imaginado lo real y vivido, lo mirado y oído, lo descartado y conocido, lo omitido y perdido, quizá sea sólo entonces cuando pueda uno empezar a contárselo, y a creérselo.

 

Caído del cielo

El País, lunes, 20 de mayo 2002

Entre los goles admirables, los hay buenos, los hay grandes, los hay maravillosos y los hay sobrenaturales. Estos últimos siempre tienen algo, o mucho, de azaroso, de improvisado, de inesperado. Nunca será de esta categoría uno a balón parado. Tampoco los habrá así cuando sean intencionados, es decir, cuando la jugada vaya encaminada a buscar el gol desde su inicio o, digamos, cuando a más de un jugador, de los que intervienen en ella, se le pase por la cabeza que puede acabar en la red su toque o su pared o su pase. Los goles sobrenaturales tienen algo de gratuito, de impensable, de regalo. No en el sentido bajo en que se habla de un regalo del equipo rival, de un fallo o una pifia suya, sino en otro más noble de la palabra: tienen algo de regalo caído del cielo.

El gol de Zidane fue maravilloso porque tuvo lugar en una final de la Copa de Europa, porque fue el de la victoria a la postre, porque encerró dificultad y belleza enormes, porque lo metió un astro y no un secundario. Pero no habría sido sobrenatural, con todo, de no haber sido inesperado para todo el mundo, incluido Zidane hasta casi el último instante. El Madrid sacó un fuera de juego en su campo. Desde ese saque hasta la volea final (incluidos ambos) hubo catorce toques de madridistas, la mayoría destinados a conservar el balón, del que habían disfrutado poco durante la primera parte que ya concluía. Los locutores de televisión españoles hablaban de sus cosas, no atendían a esa circulación de la pelota, no la narraban. Míchel (más entendido y listo que su soporífero compañero, siempre en Babia) se fijó en un pase de Solari. 'Muy bueno', comentó distraído. Ese pase era el primero intencionado, pero no hacia el gol, sino hacia la profundidad tan sólo. Corrió Roberto Carlos, pilló el balón con apuros, lo impulsó sin pararlo hacia el centro del área, a ver qué salía, casi de espaldas, más preocupado por no perderlo ante el defensa que lo encimaba que por entregárselo en condiciones a nadie. Su toque volvió a no ser intencionado. El balón subió mucho, un globo, un despeje atacante casi. A nadie se le ocurrió todavía que eso pudiera acabar en gol. No al portero ni a los defensas del Leverkusen, a los que no dio tiempo a alarmarse. Pero tampoco a Roberto Carlos, ni a Zidane siquiera. Éste no buscó el balón, como se ha dicho, ni fue a colocarse donde previó que iba a caer. No, rondaba por el borde del área, y mientras el despeje-globo subió y subió, muy alto, aún no tuvo en su mente la idea del gol. ¿Cuándo le vino? ¿Cuándo se hizo aquello por fin intencionado? Exactamente cuando el balón dejó de elevarse y no empezó a caer todavía. Fue entonces cuando Zidane, que sabe de gravedad y ligereza, entendió que ya no haría más recorrido en el aire que el vertical hacia abajo. Y vio que caería justo donde él estaba. Sólo entonces se le ocurrió, sólo entonces lo decidió, si es que este último verbo puede aplicarse a lo que jamás fue meditado. Ni por los jugadores alemanes ni por los madridistas. Sólo entonces Zidane comprendió la naturaleza azarosa, improvisada, inesperada de aquel balón: era sobrenatural, un regalo caído del cielo. El resto lo puso él. Él parece también a veces caído del cielo. Por eso supo reconocerlo, y hacerlo carne, y luego verbo.

 

La Novena de los Incomprendidos

El País, martes, 14 de mayo 2002

Aunque sea por elevación, los madridistas somos unos incomprendidos, y también unos solitarios. Nadie nos tendrá nunca lástima, ni desde luego simpatía. Como además nos prohibimos quejarnos de los errores arbitrales, no hay consuelo en nuestras derrotas, que son celebradas por el ancho mundo y jamás son cuestionadas. Cuando el Madrid pierde, no sólo la alegría cunde, sino que el consenso es total sobre lo justo del resultado.

Esta temporada llevamos ya dos fracasos a las espaldas, subrayados y magnificados por ser el año del centenario y haber vestido Zidane de blanco. Cualquier otro equipo estaría hecho un flan y deprimido. Sus respectivas hinchadas estarían furiosas o maldiciendo a los hados. A los merengues verdaderos, en cambio, todo eso nos trae sin cuidado. No es que no hubiéramos preferido ganar la Copa y la Liga, claro está, pero no nos altera su vuelo lejano. Tampoco objetamos nada: el Deportivo ganó bien el primer torneo y el segundo lo ha jugado mal el Madrid de cabo a rabo (frente a tanto elogio, a mí me ha gustado poco el campeón Valencia: un equipo especulativo y durísimo, siempre al límite del reglamento y a menudo traspasándolo; pero felicidades). A la vista de lo que viene ahora, todo eso son trofeos de consolación, menores. Vale la pena perderlos si a cambio llega la Novena Copa de Europa en nuestra duodécima final disputada.

Por eso los madridistas tuvimos la impresión de que el Marid penaba a lo largo de treinta y dos años, los transcurridos entre la obtención de la Sexta, ante el Partizán, y la Séptima, ante la Juventus. Ya pudo haber Ligas y Copas, un extraordinario juego en la época de Butragueño y Michel y Hugo (lo olvidamos todo pronto), estelas como las de Netzer y Laudrup y fulgurantes fantasmas como el de Cunningham. Todo eso era resignación, decadencia, nostalgia, elegantes batines pero batines al fin y al cabo, sólo para andar por casa. Esto no lo comprenden los demás equipos y menos aún sus hinchas, que se vuelven locos por ganar una Liga en treinta años. Tampoco pueden entender que las sanguinarias 'rivalidades eternas' del Madrid con el Atleti o el Barça nos sepan sólo a cerveza en comparación con el fuerte vino que ingerimos -y este año nos emborrachamos- cuando enfrente está el Bayern Múnich, con el que sí hay verdadero agravio. O con el que nos beberemos cuando nos toque el Milán de nuevo, el único que en la pasada década nos despedazó de veras, y sin que rechistáramos, literalmente perdida el habla. Hasta los sesteantes Benfica e Inter nos encorajinan más -pido disculpas- que el Deportivo y el Valencia.

Durante los años de predominio del Milán de Sacchi, y admirando mucho su juego, deseábamos su derrota en sus finales europeas por temor a que nos superara también en la historia. Llegó a tener cinco Copas de Europa cuando el Madrid seguía estancado en seis, y juro que cuando obtuvo la última, 4-0 frente al Barcelona, apoyé ante el televisor al equipo de Cruyff, si no con toda, sí con mi media alma. ¿Quién en nuestro país puede entendernos? Con la excepción del Barça, todos los demás suspiran por inscribir su nombre en el palmarés por vez primera... y equipararse así con el Celtic Glasgow, el Aston Villa, el Hamburgo, el Steaua Bucarest, el Estrella Roja, el Borussia Dortmund y el Olympique de Marsella, entre otros. Tampoco es para tirar cohetes. Así que si el Madrid no gana a ese Bayer Leverkusen tan outsider, entonces sí, nos deprimiremos y nos acordaremos con rabia de los trofeos de consolación que hoy no lloramos.

A mí no me cabe duda de que la Novena ronda ya por Chamartín. Habría preferido a Casillas en la portería (no hay con César menos goles). Pero sobre el legendario Hampden Park estarán Zidane y Figo, que nunca han ganado ese trofeo de exultación, y son ambiciosos; y Solari, que por venir del River Plate es el que mejor hoy entiende el espíritu de San Di Stéfano; y acaso McManaman, que en partidos así se transforma y hasta mete goles; y tal vez Guti y Raúl sin duda, tan madrileños que garantizan la continuidad de la historia por impregnación, y no por mero aprendizaje. Sé que este artículo equivale a los ánimos que los hinchas envían, y que a veces de nada sirven. Yo apuesto doble contra sencillo -sin Copa ni Liga, en eso estamos- a que en esta ocasión sí sirven. O acaso es más bien que a mí sí me hacen falta.

 

Corazones tan blancos

El País, 1994 [Recogido en el libro Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol Aguilar, 2000]

Nuestro corazón tan blanco ha conocido cosas peores en estos últimos años y aun así ha sobrevivido. Acostumbrados a ganar, hemos descubierto que perder no nos mataba, lo que tiene su misterio. Nunca pudimos suponer que entregaríamos en el partido final dos Ligas seguidas a nuestros rivales. Y en Tenerife. Tampoco que volveríamos a encajar un 5-0. Y sin Cruyff en el terreno de juego (estaba en la banda, dirigiendo). O que el destinado a ser nuevo Di Stéfano resultaría un chupón inseguro, un correcaminos croata, horizontal y frágil. Más grave que todo esto fue escuchar a un entrenador que tras perder campeonatos y eliminatorias decía con expresión pánfila: "Esto no tiene por qué afectarnos", mientras nuestro corazón se iba haciendo cada vez más negro y alguna zona se necrosaba: un hombre no ya sin sentido del espectáculo, sino sin algo mucho más importante en el fútbol: sentido del dramatismo. La primera lección de todo jugador y de todo entrenador debería ser esta: "En este juego, si no hay drama no hay nada". Si perder o ganar un partido no se vive como un asunto crucial y con argumento o historia, con desenlace o catástrofe, que afecta al pasado, al presente y al futuro, a la dignidad y a la decencia y por supuesto a la cara con que se levanta uno al día siguiente, entonces dejémoslo estar y miremos por televisión a los equipos de los otros con ecuanimidad y tibieza (pronto desertaríamos de programa tan insulso). El fútbol es el circo de nuestros días, pero también el teatro. Ha de ser emoción, temor y temblor, desolación o euforia. Nada de esto hemos tenido los madridistas en los últimos tiempos, ni siquiera desolación, porque según los responsables nada "tenía por qué afectarnos", qué herejía.

Ahora se añade una minúscula humillación: en las votaciones de los técnicos sobre el campeonato que acaba, el Madrid no figura en el palmarés de los mejores por ningún sitio. El Barcelona, a falta de sus encuentros decisivos que aún pueden dejarlo en subcampeón de todo, se lleva los elogios, quizá con merecimiento. Si Alfonso no se hubiera lesionado… No importan, no busquemos excusas: ¿acaso nuestros Zamorano y Dubovsky pueden competir hoy con Romario y Laudrup -será nuestro-, incluso con Latorre y Mijatovic? ¿El voluntarioso Hierro con el sagaz Guardiola o el voraz Guerrero? ¿El nada divino Morales con el titánico Sergi? Y qué decir de los entrenadores, ¿cómo puede compararse la sosería artera de Floro con la cándida vehemencia del deportivista Arsenio? El fútbol es una convención, como todo lo que se contempla. Pero además de riesgo y de cuanto ya he enumerado, esa convención exige ingenuidad, o lo que es lo mismo, creer que todo es posible, el desastre y la hazaña, el vuelco, la sorpresa infinita, y que el desastre es desastre y la hazaña hazaña cuando se dan, que el mundo se acaba en otro partido, aunque sepamos que hay otro al cabo de siete días. El Madrid hace tiempo que no es un equipo ingenuo, y por ello no merece ser destacado.

Pero nuestros corazones no serían tan blancos si no mantuviéramos un rasgo de chulería ("Madrid es saber meterse las manos en los bolsillos mejor que nadie", decía el colchonero García Hortelano parafraseando, creo, a Ramón Gómez de la Serna, buen gato). Y al fin y al cabo, ¿quiénes son esos técnicos para que su votación tenga importancia? Se trata de un grupo en el que todos menos cuatro o cinco fracasan al final de la temporada, todos menos el campeón de Liga, el de Copa, algún uefo inesperado y los dos que se salvan pese a tenerlo todo en contra. Así que vamos a ver, ¿quiénes son esa pandilla de fracasados para decirnos a nosotros nada? (No hace falta decir que en cuanto termine el artículo me meteré las manos en los bolsillos como bien sé hacerlo.)