Dibujo de Conrad por Tullio
Pericoli
La fuerza escrita del velero
Como el artillero mayor Peyrol, protagonista de su novela The Rover,
Joseph Conrad desembarcó un día dando por terminadas sus
aventuras en el mar. A Peyrol, que sólo deseaba disfrutar de la
tranquilidad de un retiro junto al mar, bien cubierto por un dinero obtenido
de sus correrías como "hermano de la costa", le aguardaba,
justamente donde había decidido retirarse, una última e
inesperada aventura en el mar; a Conrad, en cambio, le aguardaba una aventura
literaria que le convirtió en uno de los mayores novelistas de
la historia de la literatura. El espejo del mar es uno de esos
libros tocados por la gracia de la perfección. No es una novela
sino un conjunto de textos acerca de la vida en el mar, escrito en un
estilo alto con una tal belleza que a cualquiera que ame la escritura
ha de dejarlo anonadado y exultante a la vez. El libro se fue escribiendo
durante la gestación de Nostromo; los capítulos
de que consta fueron publicados como artículos en revistas antes
de aparecer en forma de libro.
Hay en todos ellos una suave constante. El libro está escrito en
tierra por alguien que echa su mirada al mar, que ha sido el escenario
de su juventud y de su primera madurez. Conrad navegó en la época
de los veleros mercantes y cuando vuelve sus ojos al mar de su experiencia
recuerda su oficio, pero no deja de mirar hacia delante. Esa mirada topa
necesariamente con una nueva forma de navegación que se va imponiendo,
la de los barcos de vapor. En la inevitable confrontación, la aventura
se ciñe a los primeros y también a la relación de
intimidad entre marinero y nave. "El moderno buque de vapor avanza,
por un mar tranquilo y ensombrecido, con un palpitante tremor de su armazón
(...) con un ritmo machacón y denso en su progreso y el regular
latido de su hélice, cuyo sonido augusto y laborioso se oye por
la noche en la distancia como la marcha de un futuro inevitable. Pero,
en medio de un temporal, la silenciosa maquinaria de un velero (cabos,
palos, velamen) no sólo captaba la fuerza, sino la voz salvaje
y exultante del alma del mundo".
Esa idea de que el velero parece extraer su fuerza del alma misma del
mundo está presente a lo largo del libro y así es como se
habla en él del barco, del marino y del mar. Hay una intimidad
orgullosa y desafiante en la relación del marino con su barco y
el verdadero marino, para Conrad, siempre coloca el amor al oficio por
delante de la gloria del triunfo, en actitud semejante a la del verdadero
escritor ante la eficiencia y el éxito. El futuro, el barco de
vapor, aparece claro ante sus ojos, pero es un futuro que él ya
no desea y la contempla desde tierra; ese futuro ha acabado con su Vida
en el mar; por eso escribe. Ve cómo, en un sentido amplio, "una
incorregible humanidad va endureciendo su corazón en el proceso
de su propia perfeccionabilidad". El corazón de los navíos
es ya un corazón de hierro sordo y constante que carece de sentimientos.
Porque un barco velero es para Conrad una criatura viva y este libro trata
de su relación con esas criaturas, con las gentes que lo gobiernan
y con un mar que, como cuenta en un precioso artículo, un día
le descubre que su característica es la falta de generosidad, la
traición, la crueldad, lo que deja solos e indisolublemente unidos
al barco y al marino. De eso habla este libro que, en realidad, trata
de la vida y de la muerte. El lector hallará capítulos a
cual más admirables, pues es un libro que debe leerse con tiempo
y calma. Hallará el relato de la vivencia de un guarda nocturno
sobre el barco y el puerto y percibirá cómo "los humores
nocturnos de la ciudad descendían desde la calle hasta la orilla
durante los tranquilos cuartos de la noche"; vivirá las primeras
experiencias del joven Conrad en El Tremolina, el barco fletado
con tres amigos con el que se dedica al contrabando a favor de la causa
carlista ante las costas españolas; entenderá por qué
llama al Mediterráneo el mar de las aventuras clásicas;
descubrirá asombrado las relaciones entre el ancla y el lenguaje
y, en definitiva, sentirá con su autor por qué "el
placer de ver una embarcación pequeña navegar por entre
las grandes olas, es cosa que no ofrece duda para aquel cuya alma no tiene
morada en tierra".
E incluso leerá una referencia al Quijote cargada de sentido:
"Nosotros, comunes mortales con un alma mediocre que no desea sino
tomar a malvados gigantes por honrados molinos de vientos, recibimos las
aventuras como ángeles visitantes". En esta posición
real, el libro será para muchos una incitación a la aventura,
no a la aventura que se busca sino a aquélla a la que, al pasar
a nuestro lado, nos incorporamos con la experiencia; para otros, será
el destello de "nuestras verdaderas aventuras, de los inesperados
huéspedes recibidos un día imprevistamente en nuestra juventud".
Conrad confiesa que, habiéndole dado ya la espalda al mar, alumbra
estas pocas páginas en el crepúsculo en busca de alguien
paciente dispuesto a escuchar. Éste es uno de los libros más
bellos que se han escrito nunca, un acto de amor, un libro para los privilegiados
que quieran aventurarse a leer de verdad, por amor a la palabra y a la
vida.
Un aparte sobre la traducción. A Javier Marías se le deben
tres magistrales traducciones en prosa del inglés al castellano:
Tristam Shandy, de Laurence Sterne; Religio Medici,
de Thomas Browne, y este Espejo del mar. Se presenta ahora este
último como nueva traducción, pero he de decir que la primera
era tan buena que lo que ha hecho realmente es ganar en precisión
aquí y allá (por ejemplo: de "en ningún sitio
se hunden en el pasado los días (...) más rápidamente
que en el mar" hemos pasado a sustituir "hunden" por "sumergen",
más preciso y sugerente en relación con la referencia marina).
Lo cierto es que no se puede mejorar mucho más. Los tres libros
mencionados tienen en común el trasladar un estilo insuperable
en su origen a nuestra lengua, lo que nos deja en deuda con tan logrado
esfuerzo.
JOSÉ MARÍA GUELBENZU
El País, Babelia, 4 de junio de 2005
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