HARÁN DE MÍ UN CRIMINAL

Javier Marías
Alfaguara
Madrid, 2003
319 páginas

 


ESTÉTICA DE LA INJUSTICIA


Javier Marías publica Harán de mi un criminal, 2003, su cuarto tomo de artículos, una colección de casi un centenar de piezas dominicales, publicadas en la revista El Semanal. De este modo podemos volver a leer y disfrutar los textos que en su día nos conmovieron o dejaron su poso en la memoria. Así sucede con algunos artículos memorables, como el dedicado a Savater -"Savater, o ¿cómo que todo?"- o a cierto amigo de Oxford, pero el tono habitual acaso lo vemos mucho mejor en sus textos más discretos o como escritos a media voz, por ejemplo, "Las civilizadoras".

El humor sigue siendo una de las lagunas más penosas de nuestro país. Marías nos regala alguna aguda precisión acerca del Quijote como novela cómica -"La risa mayor"- y de la extrema dificultad de lograr el arte de la risa impresa, o la escritura capaz de hacer brotar una limpia carcajada. Cervantes lo consiguió, y de qué eterna manera, pero en modo alguno puede decirse que haya cundido su ejemplo, o que pululen los herederos cómicos cervantinos. Pues bien, en este volumen no escasean las páginas hilarantes - "Pues ya no me caso"-, donde hay bonita guasa sobre coros rocieros o un casting de novias. No podía faltar en un libro de artículos del autor madrileño alguna pieza de "cañones recortados" sobre nuestra inquieta y a ratos demencial vida política. Ahí tienen la dedicada al Terminator vasco, "My fair Arzallus", o la que dibuja a Gil y Gil, "En Marbella ni huella".

Todo ello sería maravilloso, quiero decir el conjunto de artículos, con sus luces y sombras, grandezas y miserias, a la hora de captar el mundo que nos ha tocado vivir, si no fuese por el lunar que afecta, claro -y cómo no- a todo el libro. El título de un artículo sobre malas costumbres -el avasallamiento cotidiano- ha dado un giro copernicano al volumen entero y de esta forma, la mirada asesina de Jack Palance con tono de guasa no sé yo en qué otra mirada se transforma tras leer la crónica de su artículo censurado "Creed en nosotros a cambio", en el prólogo y epílogo del libro. Los solidarios de salón se cubrieron de gloria. Pero todo esto lo cuenta mucho mejor el propio autor. Así y todo, démonos con un canto en los dientes por tener entre nosotros a un escritor que conoce a la perfección los límites de su imperfecto oficio. O quizá debiera decir, los del gremio, si tal cosa existe aquí.


César Pérez Gracia

Heraldo de Aragón
20 de noviembre, 2003

 

NO ESTAMOS LOCOS


"Veo qué poco a gusto resulto estar con los tiempos presentes, y no sería extraño que ese desasosiego y ese desagrado me llevaran pronto a delinquir", escribe Javier Marías en la nota previa de Harán de mí un criminal, el libro que reúne los artículos que publicó en El Semanal entre febrero de 2001 y diciembre de 2002. Este lector aprueba al ciento por ciento esa reflexión. Como Juanjo Millás, que está en una forma extraordinaria, Marías es de esos columnistas que deberían estar subvencionados por la Seguridad Social. Cada cual con sus temas y su estilo, Millás, Marías y algunos otros y otras nos tranquilizan con sus apariciones en prensa, nos demuestran que no estamos solos ni locos, que nuestro estupor, indignación e inquietud por lo que está ocurriendo en España y en el mundo no son extravíos personales, sino sentimientos compartidos por gente con sentido común, con dos dedos de frente. Los que están locos, los que no llevan de calamidad en calamidad a un futuro apocalíptico, son muchos de los que nos mandan.

En Al rico desastre, la primera de las crónicas reunidas en este libro, Marías, hablando de la España de Aznar, ya adelanta: "A mí me parece que aquí nada funciona y todo marcha cada vez peor". Se refiere no sólo a lo político y socieconómico, sino también a la vida cotidiana, ciudadana. Marías, una persona impregnada de civismo, alude a esa España infernal de los ruidos a todas horas del día y de la noche, las groserías en las calles y las cadenas de televisión, los servicios caros y mediocres, la indefensión del consumidor, las obras enloquecidas y especulativas, los jóvenes extraviados en un hedonismo ramplón, la pérdida de autoridad de maestros y profesores, el caos del tráfico automovilístico... Se ha dado "carta blanca a los españoles actuales para acentuar hasta lo infrahumano su tradicional falta de urbanidad, pésima educación, descortesía, y por supuesto su ancestral tendencia al avasallamiento", escribe. Como demuestran el botellón y la telebasura, el egoísmo, el hedonismo y la vulgaridad más paroxísticos se han convertido en la gran seña de identidad nacional.

El fanatismo nacionalista -el españolista del PP o el periférico del PNV, Batasuna, CiU, ERC y otros- es la expresión en la política de esta misma descomposición. En Estamos rodeados, Marías hace esta lúcida reflexión al hablar de Aznar, Pujol, Arzalluz, Fraga y otros líderes tribales: "No sé qué les pasa a todos, quizá estamos pagando la profunda huella de Franco: hasta quienes lo combatían se aprendieron bien su estilo, sus métodos, su desdeñosa y ufana cortedad de luces, su desconsideración hacia la ciudadanía, su tranquilidad de conciencia en las injusticias, su carácter obsesivo y corrupto, su nacionalismo tonto, tonto, tonto, su identificación de la patria con su persona". Lo curioso, señala Marías, es que este "patriotismo de aldea", que amenaza con llevarnos a la balcanización, coexiste con una americanización estúpida, de papanatas, que imita simiescamente lo peor del imperio.

Marías cesó su colaboración con El Semanal cuando este suplemento dominical censuró un artículo suyo sobre las religiones, titulado Creed en nosotros a cambio. Era un apoyo a Arturo Pérez- Reverte, que había topado con la Iglesia, "o más bien con sus beatas y monaguillos más coléricos", y concluía así: "El Dios o los dioses -su idea- poco tienen que ver con las Iglesias; y si bien se mira, éstas casi son la negación de aquéllos". Es una afirmación que, como tantas otras de este libro, suena de lo más razonable.


Javier Valenzuela

El País, Babelia
29 de noviembre de 2003

 

EL COLOR NATURAL DE LA VERDAD


El mundo no va bien, y España menos. Lo peor de todo es que podría ir mejor de lo que nos ha tocado en suerte, si es que es a la fortuna esquiva a la que hay que achacarle nuestros males. Algunas causas de este deterioro de la realidad circundante se transparentan en esta nueva colección de artículos de Javier Marías (Madrid, 1951), Harán de mí un criminal, con una luminosidad que hace de ellos piezas de peligrosa clarividencia.

Ya se ha dicho alguna vez que la lectura conjunta de estos escritos depara sorpresas: en ellos aparece el Marías más cáustico, el más humorístico y enojado, pero también el más humano, el más visceral. Quien hilvane por gusto la biografía del traductor del Tristam Shandy de Laurence Sterne deberá adentrarse en estas piezas con el cuidado de quien se topa con un raro ser al que le han sido concedidos a la par los dones de la elocuencia y el desuello. Casi ocho años de colaboración con el dominical de El Semanal no fueron suficientes para que la censura a un artículo aquí rescatado (Creed en nosotros a cambio) acabara desluciendo la relación impresa entre Marías y el suplemento. Harán de mí un criminal rinde cuentas y finiquita de momento ese extraño mundo que ya se vislumbraba con fuerza en sus tres entregas anteriores. En todos ellos, y en los que sigue publicando, se aprecia un gusto por la prosa modulada a la que tanto apego tiene el escritor, aunque presenta excelsas muestras de la capacidad que tiene para llamar a las cosas por su nombre, con una sintaxis que siempre ahonda en busca de la claridad sobresaliente. Marías lucha sin ceremonias, porque su mundo, el nuestro, está en peligro. Lo hace con mañas de buen soberano, aquel que jamás pondría en pie a su ejército en un arrebato de ira.


Enrique Turpin
El Periódico de Cataluña, Libros
26 de diciembre de 2003

 

ESTOS TIEMPOS ÑOÑOS, MELINDROSOS, EN VERDAD MOJIGATOS


Si no me equivoco, Javier Marías es el único autor español contemporáneo que recoge de forma sistemática y completa sus columnas en libros. A los primeros tres volúmenes publicados con una férrea frecuencia -Mano de sombra (1997), Seré amado cuando falte (1999) y A veces un caballero (2001)- se suma ahora Harán de mí un criminal, con el cual quedan reunidas todas las columnas publicadas en El Semanal (además de una inédita, como luego se verá). Como indican estas recopilaciones, el columnismo de Marías no debería considerarse como una vertiente light de su obra sino como una parte digna e importante de ella. También es de destacar que, a diferencia de lo que suele ocurrir con los novelistas de cierto éxito y prestigio, Marías tardó más de dos décadas en decidirse a compaginar la narrativa con el columnismo, prefiriendo en un principio concentrarse en la traducción y, luego, en el ensayismo. Este trayecto atípico me parece connatural al "trauma español" que determinó el trayecto narrativo de Marías en su primera etapa. El autor madrileño aborrecía España y, en particular, la tradición narrativa española, que no vaciló en calificar de escasa, pobre y aburrida por su tendencia predominantemente realista o incluso costumbrista. El rechazo era tan fuerte que en sus primeras ficciones Marías rehuía el estilo que manejaba en sus escritos personales creando una prosa ecléctica y emuladora de autores admirados como William Faulkner, Joseph Conrad y Henry James y, además, negando la presencia de España y de personajes españoles en su primera narrativa. Sólo en El siglo (1983) es posible vislumbrar por primera vez una temática y un ambiente españoles, mientras que a partir de Todas las almas (1989) el autor, como ha afirmado en varias ocasiones, deja de acudir a voces "extrañas" e introduce su propia voz en sus ficciones. Este acercamiento a España continúa y culmina en las novelas que consagrarían a Marías como el autor español contemporáneo de mayor interés y prestigio: Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo y Tu rostro mañana.

No creo errado afirmar que el columnismo mariesco no hubiera sido posible sin este regreso temático y discursivo teniendo en cuenta el carácter "personal" y "actual" del género. Por otro lado, cabe suponer que, a su vez, la actividad columnística no ha dejado de marcar la última narrativa de Marías. Muestras de la dialéctica entre los dos discursos son, por ejemplo, la crítica a la falta de respeto por los viejos y los muertos, y el profundo descontento con estos tiempos "ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos", por citar un pasaje de Tu rostro mañana. I: Fiebre y lanza en que resuena el discurso columnístico desarrollado por Marías en el curso de los últimos años. También conviene destacar aquí la preeminencia del diálogo en su última novela -muy llamativa en vista del carácter más bien monológico de las anteriores-, un cambio que quizás no se hubiera dado sin las actividades columnísticas desarrolladas por Marías, quien en sus textos semanales escribe con una voz mucho más abierta, familiar o incluso sociable que la que suele manejar en sus novelas.

Con lo anterior no pretendo insinuar que las columnas mariescas sean un género menor que sirva, ante todo, para entender mejor sus novelas. Sin negar el valor aclaratorio que las columnas puedan tener -véanse, por ejemplo, las referencias a los espías, a los diplomáticos y a Hugo Chávez en Harán de mí un criminal, elementos importantes de Tu rostro mañana. I: Fiebre y lanza-, creo que ellas tienen la solidez suficiente como para apreciarlas como textos soberanos. Tampoco se haría justicia a las columnas de Marías si se las considerara como textos periodísticos con una fecha de caducidad pronta y definitiva. Claro que la actualidad está eminentemente presente en ellas (la justicia, la política, el terrorismo, la violencia doméstica), pero Marías no se detiene en lo anecdótico y lo concreto sino que da el salto a consideraciones, cavilaciones, dudas y rabias de mayor envergadura. Las columnas de Marías no son un espejo de la actualidad sino una visión de la realidad contemporánea que se distingue por su perspicacia y por su moral. Lo que predomina es un sentimiento de la vida actual tan crítico como desengañado. No es que falten el humor y la ironía, ni mucho menos, pero no pecan de la gratuidad y la frivolidad tan comunes entre sus colegas articulistas. El propósito del autor madrileño no es, a mi modo de ver, agradar a los lectores ni lucirse ante ellos sino compartir con éstos sus aficiones y pasiones, sus recuerdos y nostalgias, y una sensibilidad crítica y disidente frente a un país que "es un desastre", como dice en la primera columna de Harán de mí un criminal.

Los que consideren los juicios y el discurso de Marías rimbombantes y exagerados deberían leer "Creed en nosotros a cambio", la columna que cierra Harán de mí un criminal y que no pudo publicarse en El Semanal. Se trata del primer texto que escribió Marías sobre la Iglesia y, en particular, sobre la Iglesia Católica de España. El autor confiesa no tener ninguna afinidad con una institución que sigue teniendo un poder fuera de lo común en un país que presume de ser laico: "la Iglesia Católica me trae tan sin cuidado, espero tan poco de ella en cualquier terreno (en el intelectual, en el social, en el humanístico, en el de la consolación, en el compasivo, en el de la inteligencia, no digamos en el comprensivo), y, en suma, la considero tan ajena a mis inquietudes y preocupaciones, y tan lerda en sus argumentos e interpretaciones, y tan afanosa de sus influencias y sus bienes seculares (tanto en el sentido de los muchos siglos como en el de mundanales), que apenas presto atención a lo que dice, propone, manda, predica, condena o prohíbe." En un principio, la publicación de esta columna fue postergada. Luego, los responsables de El Semanal no cumplieron el trato e impidieron definitivamente la publicación del texto maldito, por lo cual a Marías no le quedó otra opción que terminar su colaboración en El Semanal. La infame censura no tuvo ningún eco en la prensa española. Los colegas escritores y columnistas no protestaron. Es más: a El Semanal no le fue difícil encontrar a un valor consagrado dispuesto a llenar el vacío que había dejado Marías: Antonio Muñoz Molina.


MAARTEN STEENMEIJER
Quimera
núm.242-243, abril de 2004

 

CRIMINAL Y CABALLERO


Urbanidad

Los malos modos, la rudeza, la violencia vandálica, el desplante chulesco, el insulto proferido a voces, el habla ordinaria y jactanciosamente inculta, la falta de delicadeza, el grito soez, beodo y afónico, la conducta retadora, ruidosa. Siglos de humanidad y de cultivo de las bellas artes, milenios de educación y de formación, nos han mejorado y han permitido que puliéramos las partes más antipáticas de nuestro comportamiento. La instrucción pública ha hecho mucho por nosotros, desde luego, porque además del saber los maestros nos han transmitido buenos modales, respeto y mansedumbre, cortesía y deferencia, escucha y atención, silencio y lentitud, virtudes que también aprendimos de nuestros señores padres. Esos hábitos eran un modo de adaptarse a lo que la vida misma nos enseñaba, esto es, a la frustración de los sueños urgentes y quimeras con que fantaseábamos. Si te han educado en la mansedumbre y en la demora necesaria -si te han instruido en el esfuerzo y en la lentitud-, el ruido, el vértigo y la velocidad son agresión, exceso y temeridad. La vida acelerada de hoy, sin embargo, parece dar un rotundo mentís a esas virtudes: como nos servimos de todo tipo de prótesis amplificadoras, como nos hemos adentrado en un espacio sin límites ni distancias, como la publicidad nos hace creer en un mundo simultáneo e inmediato, en un mundo en el que la urgencia es su cualidad, para muchos no parece haber ya horma que los frene, y el silencio y la reflexión se ven como cosas de viejos, taras de ancianos.

Los ordenadores nos hacen navegar a toda pastilla por la Red, a velocidad de vértigo: toleramos mal los plazos de espera. Los teléfonos móviles nos hacen sortear obstáculos y distancias, y ya no parece haber espacio remoto ni mundo aparte al que retirarse. Los vehículos, esos cacharros de grandes cilindradas que pilotamos con vértigo placentero, nos trasladan sin freno y sin límite, y hasta el espacio más recóndito o abrupto puede ser escalado por poderosos todoterrenos. La velocidad, la tiranía del tiempo real, insiste Paul Virilio, es el signo de nuestra época y es el rasgo que se marca indeleble en nuestra piel, en el mundo de ahí fuera y en los confines del ciberespacio. ¿Y por qué llama tiranía al vértigo de la velocidad? Porque el tiempo real, la creencia de que es posible hacerlo y lograrlo todo a la vez, aminora la reflexión en beneficio del reflejo, del puro automatismo, de la ilusión sin freno. Reflexionar es cosa de hombres, de seres humanos, y el tiempo real sólo es cualidad de Dios. Nos recordaba el propio Virilio que los atributos de lo divino son la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez, es decir, la visión total y el poder absoluto. Dios no reflexiona, no calcula, no se abisma melancólico en sus dudas, no se demora, no se interroga; lo es todo a un tiempo y no tolera el retraso o la distancia.


Lentitud

Si hablamos de velocidad y de omnipotencia, si hablamos de malos modos y de ruido, no estaría de más que observáramos cómo han cambiado ciertos hábitos circulatorios y civiles en nuestras ciudades, sobre todo en las noches del fin de semana, cuando comienza el botellón maratoniano. Cualquiera de nosotros habrá sido testigo frecuente de esa aceleración, de cómo se han impuesto el estruendo continuo y desconsiderado y el frenesí ciclomotor, hasta el punto de que las prisas injustificadas han acabado por adueñarse de las calles a ciertas horas: muchos de los que pilotan motos y otras máquinas de mayores dimensiones con estrépito musical viven el ímpetu de la velocidad, acelerados tal vez por estimulantes varios o por el desenfreno del espíritu.

Por ejemplo, tomemos una calle de cierta ciudad un sábado por la noche, aunque no sólo ese día: hay adolescentes o jovencitos que cuando llegan a un semáforo, cuando deben detener su moto porque les impide el tránsito un disco rojo, la norma común y compartida, el código implícito de circulación, es el non stop; es petardear y mantener el equilibrio sin parar el vehículo, hacer piruetas y cabriolas junto al paso de cebra, evitando depositar los pies en el suelo, acción que se vive como la derrota del motociclista. Los más aventurados, los más temerarios, los que se creen como dioses siendo sólo los diablos de la calzada, aún se atreven a más y la ejecución de su número va en aumento: siguen o irrumpen, sin que el semáforo les dé paso, y aceleran con rugido de neumáticos, cabalgando su máquina como si de un potro se tratara, amenazando la vida de los viandantes y de otros conductores que por edad o por juicio aún se paran ante un disco en rojo, dando aullidos fieros, prebabélicos, bramando con placer de insensatos ante la mirada atónita de ancianos, niños y mujeres principalmente. Porque, en efecto, ese nuevo hábito, ese certamen preferiblemente nocturno al que concurren algunos pilotos avenados, suele ser masculino y reproduce de otro modo la vieja violencia varonil, la antigua manera de hacer ostentación de los atributos viriles. Con esa carrera indómita a la que no parece o no sabe detener la autoridad municipal se pone en peligro a los vecinos de calzada y a los peatones; pero, además de esta amenaza, esa exhibición jactanciosa de hombrecitos hace revivir lo peor del vandalismo y del ruido, ahora multiplicados por la máquina. Las motocicletas ruidosas y pilotadas agresivamente, que tanto menudean en verano y en fin de semana, son el arma de los nuevos conquistadores y, en muchos casos, multiplican su fuerza bruta, la casualidad nacida de la debilidad de los otros, de los peatones o de los conductores civilizados.

El rugido bestial de la máquina, la velocidad, la amenaza ciudadana, en fin, son la derrota de la buena educación, de la urbanidad y del civismo. A veces creo que la vida urbana de hoy se asemeja a un infierno de decibelios y de malos modos. Hablar despacio, aceptar la demora, ceder el paso, tratar con mansedumbre, etcétera, son artificios que no tienen nada de naturales. Son, por el contrario, el resultado milagroso y sutil de un proceso de secularización, de sofisticación, de civilización milenaria que instituyó el respeto de las buenas costumbres y que reprimió o contuvo en nosotros a la fiera que llevamos alojada en nuestro interior. Y ya que hablamos de velocidad, ya que hablamos de freno, estos artificios son, en fin, una brida necesaria, un modo imprescindible de distanciarnos de la Naturaleza, esa amenaza, e incluso del Dios veterotestamentario, ese Dios tonante, tiránico, irritable, que alzaba siempre la voz y que exigía permanentes sacrificios; son formas históricas en las que se condensan la dulzura de vivir y miles de años de refinamiento humano, formas eficaces y civiles de tratarse y de tratarnos, de comunicarnos y hacernos mutuamente accesibles en la polis, maneras de obrar que se dan en el mundo sublunar y que son cultura, paz social y cortesía.


Individuo

De estas virtudes, pero también de su contrario, habla Javier Marías en su último libro, Harán de mí un criminal (2003). Se trata de un volumen que recoge los textos publicados en El Semanal a comienzos del nuevo milenio y que se añade a los otros que, con idéntica procedencia, habían ido apareciendo anteriormente en Alfaguara: Mano de sombra (1997), Seré amado cuando falte (1999) y A veces un caballero (2001). La colaboración en esa revista cesó con motivo de la censura a que fue sometido uno de sus artículos, una saludable pieza librepensadora y anticlerical. Se trataba de un texto en el que el autor arremetía contra la influencia, contra el poder de la Iglesia católica, y lo hacía en colusión con su vecino de El Semanal, Arturo Pérez-Reverte. Frente al Javier Marías jocoso, el analista con guasa, bien presente en volúmenes anteriores, predomina aquí el escritor más sombrío, más dolido, con un malhumor habitualmente justificado, con un agravio cada vez más escéptico, el de un observador que reprende y que amonesta por la dejación o por las distintas corrupciones a que tantos se abandonan. Leemos la misma prosa recia, el español robusto y sofisticado a que nos tiene acostumbrados, pero da lanzadas y reparte denuestos en mayor número. La insistencia con la que vuelve a sus denuncias puede interpretarse de dos modos. Por un lado, documenta un fracaso, dado que su voz no corrige ni endereza ni enmienda los malos modos, la desconsideración, el tono faltón, el colectivismo agresivo de sus contemporáneos. Por otro, sin embargo, su misma reiteración prueba que Marías está en plena forma: escribe y cobra por ello, por supuesto, pero no se decepciona y da la lata con obstinación, con la esperanza de que las cosas cambien.

Su autor confiesa no tener ordenador, ni teléfono móvil, ni coche ni ninguno de esos adminículos o medios de la vida actual que nos aceleran o envalentonan. Dicho así, Marías parece un tipo contrario a la modernidad. ¿Es un misántropo al que le gusta vivir en un tiempo que no es el suyo, huido a un pasado excéntrico, arbitrario? ¿Odia ferozmente el progreso, el éter, la luz eléctrica o el motor de explosión? Antes al contrario, Marías admite que la civilización tiene una vertiente material y que no es sensato renunciar a los adelantos y a las mejoras que nos dan desahogo y que abrevian las operaciones más rutinarias de la vida. Pero civilizarse de verdad entraña un refinamiento moral, unas restricciones que regulen la relación de los humanos, esa hipocresía necesaria y sofisticada: una intimidad y un cobijo individual que garanticen la supervivencia de cada uno. Por eso, podríamos citar a Joseph Conrad -tan am-do por Marías- cuando denunciaba la fuerza bruta. "Pero aquellos jóvenes en realidad no tenían demasiado en que apoyarse (...). Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta", insistía Conrad: "nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros". La restricción moral, la ley, la democracia y, paradójicamente, el individualismo son la garantía del débil. Creo que Marías lo indica en cada uno de sus artículos. Trataré de demostrarlo.

Pese a lo que pueda parecer, pese al aparente individualismo del que estaríamos aquejados los occidentales, lo cierto es que el individuo y su elogio tienen muy mala prensa entre nosotros. Si alguien se atreve con audacia, con temeridad incluso, a profesarse como tal, y ése es el caso de Marías, no se le tomará demasiado en serio y se le tratará como un egoísta contumaz, como un tipo insolidario y algo lunático que se empeña rabiosamente en lo propio al carecer de un sentido de lo ajeno. Por eso no acaba de entenderse por qué es tan frecuente la crítica edificante y severa de clérigos, moralistas, preceptores, teólogos y líderes de opinión, que vigilarían con celo y denuedo cualquier propensión de las gentes a reconocerse y a aceptarse como individuos. La tendencia habitual es justamente la contraria, como ya advirtiera Alexis de Tocqueville: la tendencia -según anotó en La democracia en América- es a emboscarse tras la masa, a abdicar de la condición de individuo distinto, irrepetible, para adentrarse en "una enorme masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos con objeto de procurarse los pequeños placeres vulgares con que llenar sus almas". Aceptarse como individuo es costoso y es un empeño que exige esfuerzo, dedicación, laboriosidad, sabiendo, además, lo incierto de esa tarea y la frustración inevitable, la derrota final, de esa pequeña obra de arte que puede ser cada uno de nosotros, de ese artificio tan pacientemente alcanzado.

No pretendo polemizar con esos clérigos y esos moralistas de los que antes hacía mención, ni enmendar su vaticinio triste y frecuente sobre la naturaleza humana. Para eso, ya contamos con un incansable Marías, que afirma una y otra vez la necesidad de individuos vigorosos, de individuos que se reconozcan como tales, para que la democracia funcione realmente, una democracia bien constituida. Por eso, aboga por individuos distintos, orgullosamente distintos, sabedores y celosos guardianes de sí mismos, de su contingencia, de su escasez, conscientes de ese infortunio definitivo que es la muerte, de esa promesa y dicha que es su libertad. La defensa de la esfera pública suele hacerse entre nosotros invocando el altruismo o el desinterés personal, como esa renuncia que permitiría la vida en común. Contra esa idea errónea combate un amigo muy querido de Javier Marías: Fernando Savater. Creo, con ambos, que es un error estratégico el argumento altruista, puesto que la defensa de lo público habría que emprenderse urgiendo a los individuos a satisfacer su amor propio, el propio interés de cada uno, que es en primer lugar el de sobrevivir, el de mantenerse, el de perseverar. Es allí, en lo público, en donde se afirma la garantía de ese individuo privado, particular e irrepetible que es cada uno de nosotros.

Estas ideas, que deberían ser expresión archisabida, tienen poco que ver con algunas de las supersticiones de nuestro tiempo, en especial con la idea de que el colectivismo sería la única forma posible del sistema democrático: hay, en efecto, un tópico muy extendido que sostiene que para que perviva la democracia los individuos deberían ir haciendo renuncia de sí mismos. Creo que es todo lo contrario, que el colectivismo nos sume en la irresponsabilidad de lo que es aparentemente gratuito, de lo que es común y obligatorio, de lo que no tiene dueño, y en un cierto fatalismo de lo anónimo, de la masa, a la que invocamos, en la que nos sumergimos y de la que esperamos cobijo. Una y otra vez, Javier Marías denuncia esa actitud, esa indolencia finalmente culpable. Necesitamos, insiste el autor, individuos vigorosos, empeñados en hacer de sí mismos algo diferente, incluso contradictorio con las expectativas que sobre ellos se han volcado, con ese placer que da la mezcla de esfuerzo y logro, empeñados en labrarse, convencidos de que la existencia es finitud, de que no tienen recambio y de que en ello precisamente, en su disfrute maduro, templado, paciente, les va la vida; necesitamos individuos -apostillaríamos con Marías- que sean conscientes de que pueden muy poco, de que su existencia es frágil, pero a la que aspiran y merecen dotándose de garantías.


Democracia

La democracia es nuestra garantía, ese artificio al que hemos llegado después de un periplo milenario y que nos permite aspirar no a ser, que es mero azar, casualidad, sino a hacernos a nosotros mismos, aquello que nos da el marco al que acogernos para que la vida no sea pura chiripa, desdicha, infortunio o instinto. Invocar la ley, la regla, la norma, no es tarea ordenancista de aburridos burgueses o de caballeros desnortados; es empresa de libertad, es una iniciativa por la que vale la pena batirse con bravura: la garantía de que cada uno de esos individuos no será aplastado por la arrogancia de los fuertes, por la estricta arbitrariedad y por la desconsideración. No se trata de multiplicar las leyes, de legislar sobre todo, de invadir minuciosamente todas las esferas de la vida. De lo que se trata es de tomarse en serio que la ley sea el principio general que nos asiste, la defensa de la vida efímera, que es la nuestra. Por eso son tan importantes los procedimientos, esa sofisticación en la que insiste Javier Marías. Por eso, la esfera pública democrática no es, no puede ser, la suma de los iguales sino el foro de los diversos, de los disidentes, el lugar al que acceden, al que deberían y podrían acceder los que disienten. De ahí que no haya especie más detestada por el autor que la de los políticos ordenancistas, la de los demagogos y meapilas que dicen contentar a la masa y se avienen al dictado clerical.

Una democracia vigorosa no es aquella que se erige sobre esa "enorme masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos", que denunciara Tocqueville, sino sobre individuos distintos, orgullosa, celosamente distintos. Por eso, en la defensa de la democracia nos va la vida, pues la compra de favores, la financiación ilícita, el concurso amañado, la granujería, las amenazas o la promesa clientelar, el consentimiento ante los abusos, los malos modos y cualquier otra violencia ejercida para urdir consensos degradan los procedimientos a mera ficción y nos amenazan a cada uno de nosotros. Tal vez todo lo anterior resulte una trivialidad, incluso una verdad largo tiempo sabida. Pero también es posible que esa cosa sabida necesite ser recordada con la inocencia de la primera vez y con regularidad, con vehemencia, al modo de Marías, para que los individuos confortablemente instalados en este sistema que los asiste, que los garantiza, que los ensancha, no se lo tomen como gracia, como atributo natural. No lo olviden: hubo un tiempo, no tan lejano, en que nada era así, en que los vínculos irrevocables nos negaban como individuos y en que la adhesión a la Iglesia o a la comunidad a la que naturalmente perteneceríamos era la materia misma de la que estaba hecha la vida, el infierno de las determinaciones y de la fatalidad. Contra esto, contra la fatalidad, se alza Javier Marías y, probablemente por eso, los brutos harán de él un criminal.


JUSTO SERNA
Claves de Razón Práctica

n. 144, julio-agosto 2004


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

CONRAD, Joseph: El corazón de las tinieblas. Lumen, Barcelona, 1999.
MARÍAS, Javier: Mano de sombra. Alfaguara, Madrid, 1997.
-: Seré amado cuando falte. Madrid, Alfaguara, 1999.
-: A veces un caballero. Alfaguara, Madrid, 2001.
-: Harán de mí un criminal. Alfaguara, Madrid, 2003.
SAVATER, Fernando: Ética como amor propio. Mondadori, Madrid, 1988.
TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Alianza ed., Madrid, 1999.
VIRILIO, Paul: El cibermundo. La política de lo peor. Cátedra, Madrid, 1997.