CRIMINAL
Y CABALLERO
Urbanidad
Los malos modos, la rudeza, la violencia vandálica, el desplante
chulesco, el insulto proferido a voces, el habla ordinaria y jactanciosamente
inculta, la falta de delicadeza, el grito soez, beodo y afónico,
la conducta retadora, ruidosa. Siglos de humanidad y de cultivo de las
bellas artes, milenios de educación y de formación, nos
han mejorado y han permitido que puliéramos las partes más
antipáticas de nuestro comportamiento. La instrucción pública
ha hecho mucho por nosotros, desde luego, porque además del saber
los maestros nos han transmitido buenos modales, respeto y mansedumbre,
cortesía y deferencia, escucha y atención, silencio y lentitud,
virtudes que también aprendimos de nuestros señores padres.
Esos hábitos eran un modo de adaptarse a lo que la vida misma nos
enseñaba, esto es, a la frustración de los sueños
urgentes y quimeras con que fantaseábamos. Si te han educado en
la mansedumbre y en la demora necesaria -si te han instruido en el esfuerzo
y en la lentitud-, el ruido, el vértigo y la velocidad son agresión,
exceso y temeridad. La vida acelerada de hoy, sin embargo, parece dar
un rotundo mentís a esas virtudes: como nos servimos de todo tipo
de prótesis amplificadoras, como nos hemos adentrado en un espacio
sin límites ni distancias, como la publicidad nos hace creer en
un mundo simultáneo e inmediato, en un mundo en el que la urgencia
es su cualidad, para muchos no parece haber ya horma que los frene, y
el silencio y la reflexión se ven como cosas de viejos, taras de
ancianos.
Los ordenadores nos hacen navegar a toda pastilla por la Red, a velocidad
de vértigo: toleramos mal los plazos de espera. Los teléfonos
móviles nos hacen sortear obstáculos y distancias, y ya
no parece haber espacio remoto ni mundo aparte al que retirarse. Los vehículos,
esos cacharros de grandes cilindradas que pilotamos con vértigo
placentero, nos trasladan sin freno y sin límite, y hasta el espacio
más recóndito o abrupto puede ser escalado por poderosos
todoterrenos. La velocidad, la tiranía del tiempo real,
insiste Paul Virilio, es el signo de nuestra época y es el rasgo
que se marca indeleble en nuestra piel, en el mundo de ahí fuera
y en los confines del ciberespacio. ¿Y por qué llama tiranía
al vértigo de la velocidad? Porque el tiempo real, la creencia
de que es posible hacerlo y lograrlo todo a la vez, aminora la reflexión
en beneficio del reflejo, del puro automatismo, de la ilusión sin
freno. Reflexionar es cosa de hombres, de seres humanos, y el tiempo real
sólo es cualidad de Dios. Nos recordaba el propio Virilio que los
atributos de lo divino son la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez,
es decir, la visión total y el poder absoluto. Dios no reflexiona,
no calcula, no se abisma melancólico en sus dudas, no se demora,
no se interroga; lo es todo a un tiempo y no tolera el retraso o la distancia.
Lentitud
Si hablamos de velocidad y de omnipotencia, si hablamos de malos modos
y de ruido, no estaría de más que observáramos cómo
han cambiado ciertos hábitos circulatorios y civiles en nuestras
ciudades, sobre todo en las noches del fin de semana, cuando comienza
el botellón maratoniano. Cualquiera de nosotros habrá sido
testigo frecuente de esa aceleración, de cómo se han impuesto
el estruendo continuo y desconsiderado y el frenesí ciclomotor,
hasta el punto de que las prisas injustificadas han acabado por adueñarse
de las calles a ciertas horas: muchos de los que pilotan motos y otras
máquinas de mayores dimensiones con estrépito musical viven
el ímpetu de la velocidad, acelerados tal vez por estimulantes
varios o por el desenfreno del espíritu.
Por ejemplo, tomemos una calle de cierta ciudad un sábado por la
noche, aunque no sólo ese día: hay adolescentes o jovencitos
que cuando llegan a un semáforo, cuando deben detener su moto porque
les impide el tránsito un disco rojo, la norma común y compartida,
el código implícito de circulación, es el non
stop; es petardear y mantener el equilibrio sin parar el vehículo,
hacer piruetas y cabriolas junto al paso de cebra, evitando depositar
los pies en el suelo, acción que se vive como la derrota del motociclista.
Los más aventurados, los más temerarios, los que se creen
como dioses siendo sólo los diablos de la calzada, aún se
atreven a más y la ejecución de su número va en aumento:
siguen o irrumpen, sin que el semáforo les dé paso, y aceleran
con rugido de neumáticos, cabalgando su máquina como si
de un potro se tratara, amenazando la vida de los viandantes y de otros
conductores que por edad o por juicio aún se paran ante un disco
en rojo, dando aullidos fieros, prebabélicos, bramando con placer
de insensatos ante la mirada atónita de ancianos, niños
y mujeres principalmente. Porque, en efecto, ese nuevo hábito,
ese certamen preferiblemente nocturno al que concurren algunos pilotos
avenados, suele ser masculino y reproduce de otro modo la vieja violencia
varonil, la antigua manera de hacer ostentación de los atributos
viriles. Con esa carrera indómita a la que no parece o no sabe
detener la autoridad municipal se pone en peligro a los vecinos de calzada
y a los peatones; pero, además de esta amenaza, esa exhibición
jactanciosa de hombrecitos hace revivir lo peor del vandalismo y del ruido,
ahora multiplicados por la máquina. Las motocicletas ruidosas y
pilotadas agresivamente, que tanto menudean en verano y en fin de semana,
son el arma de los nuevos conquistadores y, en muchos casos, multiplican
su fuerza bruta, la casualidad nacida de la debilidad de los otros, de
los peatones o de los conductores civilizados.
El rugido bestial de la máquina, la velocidad, la amenaza ciudadana,
en fin, son la derrota de la buena educación, de la urbanidad y
del civismo. A veces creo que la vida urbana de hoy se asemeja a un infierno
de decibelios y de malos modos. Hablar despacio, aceptar la demora, ceder
el paso, tratar con mansedumbre, etcétera, son artificios que no
tienen nada de naturales. Son, por el contrario, el resultado milagroso
y sutil de un proceso de secularización, de sofisticación,
de civilización milenaria que instituyó el respeto de las
buenas costumbres y que reprimió o contuvo en nosotros a la fiera
que llevamos alojada en nuestro interior. Y ya que hablamos de velocidad,
ya que hablamos de freno, estos artificios son, en fin, una brida necesaria,
un modo imprescindible de distanciarnos de la Naturaleza, esa amenaza,
e incluso del Dios veterotestamentario, ese Dios tonante, tiránico,
irritable, que alzaba siempre la voz y que exigía permanentes sacrificios;
son formas históricas en las que se condensan la dulzura de vivir
y miles de años de refinamiento humano, formas eficaces y civiles
de tratarse y de tratarnos, de comunicarnos y hacernos mutuamente accesibles
en la polis, maneras de obrar que se dan en el mundo sublunar y que son
cultura, paz social y cortesía.
Individuo
De estas virtudes, pero también de su contrario, habla Javier Marías
en su último libro, Harán de mí un criminal (2003).
Se trata de un volumen que recoge los textos publicados en El Semanal
a comienzos del nuevo milenio y que se añade a los otros que, con
idéntica procedencia, habían ido apareciendo anteriormente
en Alfaguara: Mano de sombra (1997), Seré amado cuando
falte (1999) y A veces un caballero (2001). La colaboración
en esa revista cesó con motivo de la censura a que fue sometido
uno de sus artículos, una saludable pieza librepensadora y anticlerical.
Se trataba de un texto en el que el autor arremetía contra la influencia,
contra el poder de la Iglesia católica, y lo hacía en colusión
con su vecino de El Semanal, Arturo Pérez-Reverte. Frente
al Javier Marías jocoso, el analista con guasa, bien presente en
volúmenes anteriores, predomina aquí el escritor más
sombrío, más dolido, con un malhumor habitualmente justificado,
con un agravio cada vez más escéptico, el de un observador
que reprende y que amonesta por la dejación o por las distintas
corrupciones a que tantos se abandonan. Leemos la misma prosa recia, el
español robusto y sofisticado a que nos tiene acostumbrados, pero
da lanzadas y reparte denuestos en mayor número. La insistencia
con la que vuelve a sus denuncias puede interpretarse de dos modos. Por
un lado, documenta un fracaso, dado que su voz no corrige ni endereza
ni enmienda los malos modos, la desconsideración, el tono faltón,
el colectivismo agresivo de sus contemporáneos. Por otro, sin embargo,
su misma reiteración prueba que Marías está en plena
forma: escribe y cobra por ello, por supuesto, pero no se decepciona y
da la lata con obstinación, con la esperanza de que las cosas cambien.
Su autor confiesa no tener ordenador, ni teléfono móvil,
ni coche ni ninguno de esos adminículos o medios de la vida actual
que nos aceleran o envalentonan. Dicho así, Marías parece
un tipo contrario a la modernidad. ¿Es un misántropo al
que le gusta vivir en un tiempo que no es el suyo, huido a un pasado excéntrico,
arbitrario? ¿Odia ferozmente el progreso, el éter, la luz
eléctrica o el motor de explosión? Antes al contrario, Marías
admite que la civilización tiene una vertiente material y que no
es sensato renunciar a los adelantos y a las mejoras que nos dan desahogo
y que abrevian las operaciones más rutinarias de la vida. Pero
civilizarse de verdad entraña un refinamiento moral, unas restricciones
que regulen la relación de los humanos, esa hipocresía necesaria
y sofisticada: una intimidad y un cobijo individual que garanticen la
supervivencia de cada uno. Por eso, podríamos citar a Joseph Conrad
-tan am-do por Marías- cuando denunciaba la fuerza bruta. "Pero
aquellos jóvenes en realidad no tenían demasiado en que
apoyarse (...). Eran conquistadores, y eso lo único que requiere
es fuerza bruta", insistía Conrad: "nada de lo que pueda
uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad
nacida de la debilidad de los otros". La restricción moral,
la ley, la democracia y, paradójicamente, el individualismo son
la garantía del débil. Creo que Marías lo indica
en cada uno de sus artículos. Trataré de demostrarlo.
Pese a lo que pueda parecer, pese al aparente individualismo del que estaríamos
aquejados los occidentales, lo cierto es que el individuo y su elogio
tienen muy mala prensa entre nosotros. Si alguien se atreve con audacia,
con temeridad incluso, a profesarse como tal, y ése es el caso
de Marías, no se le tomará demasiado en serio y se le tratará
como un egoísta contumaz, como un tipo insolidario y algo lunático
que se empeña rabiosamente en lo propio al carecer de un sentido
de lo ajeno. Por eso no acaba de entenderse por qué es tan frecuente
la crítica edificante y severa de clérigos, moralistas,
preceptores, teólogos y líderes de opinión, que vigilarían
con celo y denuedo cualquier propensión de las gentes a reconocerse
y a aceptarse como individuos. La tendencia habitual es justamente la
contraria, como ya advirtiera Alexis de Tocqueville: la tendencia -según
anotó en La democracia en América- es a emboscarse
tras la masa, a abdicar de la condición de individuo distinto,
irrepetible, para adentrarse en "una enorme masa de hombres semejantes
o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos con objeto
de procurarse los pequeños placeres vulgares con que llenar sus
almas". Aceptarse como individuo es costoso y es un empeño
que exige esfuerzo, dedicación, laboriosidad, sabiendo, además,
lo incierto de esa tarea y la frustración inevitable, la derrota
final, de esa pequeña obra de arte que puede ser cada uno de nosotros,
de ese artificio tan pacientemente alcanzado.
No pretendo polemizar con esos clérigos y esos moralistas de los
que antes hacía mención, ni enmendar su vaticinio triste
y frecuente sobre la naturaleza humana. Para eso, ya contamos con un incansable
Marías, que afirma una y otra vez la necesidad de individuos vigorosos,
de individuos que se reconozcan como tales, para que la democracia funcione
realmente, una democracia bien constituida. Por eso, aboga por individuos
distintos, orgullosamente distintos, sabedores y celosos guardianes de
sí mismos, de su contingencia, de su escasez, conscientes de ese
infortunio definitivo que es la muerte, de esa promesa y dicha que es
su libertad. La defensa de la esfera pública suele hacerse entre
nosotros invocando el altruismo o el desinterés personal, como
esa renuncia que permitiría la vida en común. Contra esa
idea errónea combate un amigo muy querido de Javier Marías:
Fernando Savater. Creo, con ambos, que es un error estratégico
el argumento altruista, puesto que la defensa de lo público habría
que emprenderse urgiendo a los individuos a satisfacer su amor propio,
el propio interés de cada uno, que es en primer lugar el de sobrevivir,
el de mantenerse, el de perseverar. Es allí, en lo público,
en donde se afirma la garantía de ese individuo privado, particular
e irrepetible que es cada uno de nosotros.
Estas ideas, que deberían ser expresión archisabida, tienen
poco que ver con algunas de las supersticiones de nuestro tiempo, en especial
con la idea de que el colectivismo sería la única forma
posible del sistema democrático: hay, en efecto, un tópico
muy extendido que sostiene que para que perviva la democracia los individuos
deberían ir haciendo renuncia de sí mismos. Creo que es
todo lo contrario, que el colectivismo nos sume en la irresponsabilidad
de lo que es aparentemente gratuito, de lo que es común y obligatorio,
de lo que no tiene dueño, y en un cierto fatalismo de lo anónimo,
de la masa, a la que invocamos, en la que nos sumergimos y de la que esperamos
cobijo. Una y otra vez, Javier Marías denuncia esa actitud, esa
indolencia finalmente culpable. Necesitamos, insiste el autor, individuos
vigorosos, empeñados en hacer de sí mismos algo diferente,
incluso contradictorio con las expectativas que sobre ellos se han volcado,
con ese placer que da la mezcla de esfuerzo y logro, empeñados
en labrarse, convencidos de que la existencia es finitud, de que no tienen
recambio y de que en ello precisamente, en su disfrute maduro, templado,
paciente, les va la vida; necesitamos individuos -apostillaríamos
con Marías- que sean conscientes de que pueden muy poco, de que
su existencia es frágil, pero a la que aspiran y merecen dotándose
de garantías.
Democracia
La democracia es nuestra garantía, ese artificio al que hemos llegado
después de un periplo milenario y que nos permite aspirar no a
ser, que es mero azar, casualidad, sino a hacernos a nosotros mismos,
aquello que nos da el marco al que acogernos para que la vida no sea pura
chiripa, desdicha, infortunio o instinto. Invocar la ley, la regla, la
norma, no es tarea ordenancista de aburridos burgueses o de caballeros
desnortados; es empresa de libertad, es una iniciativa por la que vale
la pena batirse con bravura: la garantía de que cada uno de esos
individuos no será aplastado por la arrogancia de los fuertes,
por la estricta arbitrariedad y por la desconsideración. No se
trata de multiplicar las leyes, de legislar sobre todo, de invadir minuciosamente
todas las esferas de la vida. De lo que se trata es de tomarse en serio
que la ley sea el principio general que nos asiste, la defensa de la vida
efímera, que es la nuestra. Por eso son tan importantes los procedimientos,
esa sofisticación en la que insiste Javier Marías. Por eso,
la esfera pública democrática no es, no puede ser, la suma
de los iguales sino el foro de los diversos, de los disidentes, el lugar
al que acceden, al que deberían y podrían acceder los que
disienten. De ahí que no haya especie más detestada por
el autor que la de los políticos ordenancistas, la de los demagogos
y meapilas que dicen contentar a la masa y se avienen al dictado clerical.
Una democracia vigorosa no es aquella que se erige sobre esa "enorme
masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí
mismos", que denunciara Tocqueville, sino sobre individuos distintos,
orgullosa, celosamente distintos. Por eso, en la defensa de la democracia
nos va la vida, pues la compra de favores, la financiación ilícita,
el concurso amañado, la granujería, las amenazas o la promesa
clientelar, el consentimiento ante los abusos, los malos modos y cualquier
otra violencia ejercida para urdir consensos degradan los procedimientos
a mera ficción y nos amenazan a cada uno de nosotros. Tal vez todo
lo anterior resulte una trivialidad, incluso una verdad largo tiempo sabida.
Pero también es posible que esa cosa sabida necesite ser recordada
con la inocencia de la primera vez y con regularidad, con vehemencia,
al modo de Marías, para que los individuos confortablemente instalados
en este sistema que los asiste, que los garantiza, que los ensancha, no
se lo tomen como gracia, como atributo natural. No lo olviden: hubo un
tiempo, no tan lejano, en que nada era así, en que los vínculos
irrevocables nos negaban como individuos y en que la adhesión a
la Iglesia o a la comunidad a la que naturalmente perteneceríamos
era la materia misma de la que estaba hecha la vida, el infierno de las
determinaciones y de la fatalidad. Contra esto, contra la fatalidad, se
alza Javier Marías y, probablemente por eso, los brutos harán
de él un criminal.
JUSTO SERNA
Claves de Razón Práctica
n. 144, julio-agosto 2004
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CONRAD, Joseph: El corazón de las tinieblas. Lumen, Barcelona,
1999.
MARÍAS, Javier: Mano de sombra. Alfaguara, Madrid, 1997.
-: Seré amado cuando falte. Madrid, Alfaguara, 1999.
-: A veces un caballero. Alfaguara, Madrid, 2001.
-: Harán de mí un criminal. Alfaguara, Madrid,
2003.
SAVATER, Fernando: Ética como amor propio. Mondadori,
Madrid, 1988.
TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Alianza
ed., Madrid, 1999.
VIRILIO, Paul: El cibermundo. La política de lo peor.
Cátedra, Madrid, 1997.
|