Pasiones pasadas

Pasiones pasadas

Alfaguara

Pastelerías, colmados y otras pasiones antiguas

 

Indicios textuales permiten sospechar que Javier Marías siente una peculiar atracción por las pastelerías y los colmados. Los evoca con nostalgia en el Chamberí de su infancia y los señala como un rasgo característico de la ciudad de Barcelona. En sí mismo, el dato carece de relieve, pero, por su misma insignificancia, bien puede ser tomado como ejemplo desprejuiciado de ese tipo de imprevistas reiteraciones y asonancias que surgen espontáneamente cuando un autor reúne en un mismo libro textos escritos en fechas y ocasiones bien diversas.

Indagar estas asonancias puede ser un primer aliciente para la lectura de este volumen. El asunto, sépase, conlleva algún riesgo para el autor, que puede delatar en grado impremeditado devociones y manías. Tanto más cuando -como aquí- se trata, en su mayoría de artículos de opinión, en el sentido más ajustado del término.

Marías asume "la composición de estas piezas más bien breves como algo directamente relacionado y dependiente de la vehemencia o pasión de un instante". A partir de ahí, la circunstancia de retomar estas piezas, de suscribirlas y, en cierto modo, de consentirles una permanencia, puede ser tomado como un acto de jactancia, o incluso de insolencia, en el sentido que Borges podía pensar esta palabra cuando decía que detestaba tener razón, pues le parecía una descortesía.

Tanto por los asuntos de los que se ocupan, como en el modo en que lo hacen (incluyendo las rimas que se establecen entre unos y otros) estos artículos ofrecen un repertorio bien expresivo del peculiar perfil que ha estampado Marías en las cotizadas monedas de su talento. He aquí a un escritor viajero y parsimonioso, un traductor impecable, un fino conocedor de las letras anglosajonas. He aquí a un bibliófilo impenitente, que se sumerge de grado en el desorden de los anaqueles para salir graciosamente empolvado por el prestigio de los saberes raros, gratuitos, tangenciales. Novelista precoz, a quien algunos atribuyen precedencia en el fenómeno caducamente denominado "joven narrativa española", Marías se ha visto más de una vez en la desagradable coyuntura de cuestionar la etiqueta de su propia juventud y despegarla de su oficio de narrador. En este ejercicio, ha sido, como sin quererlo, uno de los escritores de su generación que con más rotundidad ha subrayado su desentendimiento de los mayores y que más decididamente se ha encarado con los tópicos al uso de la crítica literaria, si bien en uno y otro punto -como en otros- no ha ido más allá de unos cuantos movimientos de esgrima, desasistidos de una mayor reflexión teórica.

El de su juventud no es el único equívoco que la figura de Marías suscita, y en que en cierto modo se goza. Desde que publicó Todas las almas, soporta la cruz de novelista autobiográfico, y él mismo no es inocente de haber sembrado algunas ambigüedades al respecto. Pero la paradoja que más realza este volumen de artículos es la que se produce entre la fama que Marías arrastra de escritor inglés, o más ampliamente, extranjerizante, y su insistente incisión en el tema España -a veces con acentos casi noventayochistas-, su continuada vigilancia sobre asuntos que afectan a los comportamientos de la sociedad española, trenzados a menudo con otros de más inconcreta mordedura.

Marías se ha especializado en un articulismo de lujo, desembarazado de cualquier urgencia, artesanal y subjetivo. Lo que no quiere decir inocente o impune (recuerde el lector las encendidas cartas de respuesta a su reciente artículo sobre Cataluña, en este mismo periódico), sino apto para lucir indistintamente en la tribuna de EL PAÍS, o en revistas como El Europeo, Vogue, Marie Claire o Claves. Al recorrer en este libro trabajos de los últimos seis años, se aprecia bien en qué medida una labor como la suya contribuye a elevar, desde la prensa más diversa, la temperatura intelectual del país. Sólo se echa a faltar una dedicación más frecuente al ensayismo breve, donde la inconforme inteligencia de Marías habría sin duda de propiciar (como auguran las piezas más extensas de este volumen) resultados también enjundiosos, y acaso más memorables.

 

Ignacio Echevarría

BABELIA

26 de octubre, 1991

 
 

 

 

 

De Venecia a Madrid

 

Pasiones pasadas, 1991, es una colección de artículos de Javier Marías, publicados -salvo uno- en los últimos seis años. A mi modo de ver, lo más notable, e incluso excepcional, de este libro, lo constituyen algunos textos que destacan por la feliz alianza del tema y el estilo.

No me parece, ni por asomo, un azar, que el volumen se lance al vuelo con las treinta páginas espléndidas sobre Venecia. Le sigue luego, un bosquejo sobre Oxford, y una breve cala sobre el Madrid de hacia 1959. Ciudades y retratos dan paso después a una variada gama de asuntos, que desdibujan algo la unidad y coherencia inicial. Pero me temo que este género o es así o no tiene razón de ser. Me voy a referir y limitar a lo que considero lo más logrado de la colección.

"Venecia, un interior", 1988, se publicó como una serie de cinco artículos de viaje estival. Venecia es un topicazo irredento del esteticismo más decadente del final del siglo XIX. Pero da la casualidad de que Venecia sigue siendo una ciudad viva, en la que además de la plaga de los turistas hay gente que vive allí y que quizá incluso se aburre o ansía perderla de vista de por vida, o por una larga temporada. Javier Marías ha sabido ver como pocos, o como nadie, esas dos ciudades superpuestas o antagónicas. Hay una imagen que me parece decisiva en esa pervivencia de lo veneciano y que Marías ha captado con afortunada agudeza. Me refiero al baño de las diosas venecianas actuales que se lanzan a las olas del Lido enjoyadas como si el mar fuese el salón ideal de sus tizianescas estampas. Hay otro pasaje de especial encanto, el paseo por el canalazo surcado por mercantes zurrados hacia una Venecia de ruina industrial que sugiere no sé qué muelles neoyorquinos. Por supuesto, la otra Venecia está allí a dos pasos, pero tengo la extraña impresión de que esa Venecia es inédita. Recuerdo que le mostré no hace mucho, al autor, un libro de Sánchez Rivero, publicado en 1934, que curiosamente también abre velas con un texto sobre Venecia fechado en 1929. Aparece allí un poema de Nietzsche sobre la noche en un puente solitario de Venecia. A Marías le sonó a lírica floja. Pues bien, he ahí el peligro esteticista de esa ciudad escaparate. Resulta muy fácil dejarse embobar por sus oropeles más bárbaros y sus brillos más torpes. Por sólo mencionar dos intentonas fallidas de escritores españoles recientes, citaré las obras de Gimferrer y Mendoza.

El artículo sobre Madrid, sobre Chamberí, evoca en cierta manera el Madrid benetiano, y en el capítulo de retratos, resulta bastante divertido el dedicado a su tío, el cineasta porno. De las secciones finales, el dedicado a las falsificaciones literarias -con el famoso caso de la invención por parte de Borges de un párrafo de Browne-, o los que tratan de escritores espectrales o de libreros de viejo, ingleses, parecen conformar ese otro mundo propio inventado por el autor de Todas las almas.

Seguramente se me queda algo despistado en la cinta negra de la Olivetti, y difícilmente se puede uno librar de hacer su propia selección dentro de la selección previa del autor. El libro sugiere una vaga idea de unidad escabullente, algo así como de Venecia a Oxford, pasando por Madrid. Por último, creo que no será ocioso citar el llamativo pasaje de las venecianas convertidas en modelos de un Tiépolo primitivo: La cara caseta se quedará con las sedas y el calzado, pero las gemas y el oro ni siquiera desaparecerán cuando la señora decida interrumpir un momento la charla social y darse un baño en las aguas de su mar caldeado y pálido.

Me parece una muestra más de esa prosa adusta de Marías, que logra el dificilísimo equilibrio entre las dos lacras de la literatura, preciosismo e intelectualismo.

 

César Pérez Gracia

Heraldo de Aragón

6 de junio, 1991

 

 

 
 

Un escritor razonado

 

Pasiones pasadas recoge una colección de artículos de Javier Marías publicados en diversas publicaciones entre los años 1982 y 1990, así como una conferencia inédita sobre uno de los caballos de batalla del autor en todos esos años: cómo librarse de la etiqueta de joven escritor con que una parte de la crítica ha querido marcar su existencia pública.

Los artículos están agrupados en cuatro secciones (ciudades, retratos, temas sociológicos y temas aproximadamente literarios), la más nutrida de las cuales da testimonio de la inclinación de Javier Marías por el análisis de algunos perfiles algo tangenciales, pero al propio tiempo muy significativos, de la vida contemporánea, inclinación que ya declaraban sobre todo sus últimas novelas. El lector recordará sin duda aquella reflexión integrada en Todas las almas (1990) sobre cómo la existencia de un hombre puede rastrearse, en la actualidad, por la basura que produce, o aquel auténtico ensayo sobre la vida de los viajantes de comercio en El hombre sentimental (1986). Aquí Javier Marías aprovecha su tendencia a la parodia y su capacidad para la ironía para llamar la atención, generalmente, sobre algo que se ha perdido o está a punto de hacerlo: el deseo de venganza, la facilidad para el insulto; o sobre algo que pretende instaurarse como novedad: la asepsia y el enfermizo afán por la higiene y la salud. En cierta medida, aspira a representar a través de esos motivos la eterna tensión entre lo viejo y lo nuevo.

Casi todos estos artículos los hemos podido seguir por la prensa, aunque realmente tiene muy poco que ver con la actualidad y con el periodismo. Algunos de ellos poseen la profundidad de un texto filosófico y la amenidad de un buen relato, cosas ambas que son difíciles de ver, hoy en día, en los periódicos, más propensos que nunca a hablar de toreros y de políticos y a presentar una estructura pleonástica que difícilmente construye un sentido. A Javier Marías, en el fondo, le interesa más la época que los incidentes matutinos, a pesar de que con estos últimos se suele urdir una red de la que no resulta fácil salir con la cabeza despejada y manteniendo la sensatez, dos valores que están adquiriendo, por raros, un justo prestigio. Javier Marías se porta como un escritor razonado. Así es como llamaba Larra a los prosistas capaces de indagar acerca del rumbo que toman los asuntos humanos y de interpretar algunos movimientos de los tiempos que les toca vivir. Un escritor razonado lo remite todo a sí mismo, y hace de esa subjetividad un arma para destacar decentemente su pensamiento. El escritor razonado se distingue por la responsabilidad y el buen juicio. Se involucra en lo que dice hasta cuando exagera o cuenta un chiste con la expresión más grave, conoce lo que pesa cada palabra hasta cuando escribe desde la pasión. Por si a alguien le quedaba aún alguna duda, ésta es la prueba de que, como escritor, Javier Marías viene disfrutando desde hace bastante tiempo de una lúcida madurez.

El libro contiene además, como dije al principio, las descripciones de unas cuantas ciudades "vividas" por el autor (Venecia, Oxford, Madrid, Barcelona…), y algunos retratos de personas cercanas al autor (Juan Benet, o el director de cine Jess Frank o Jesús Franco, tío de Marías, el escritor Aliocha Coll, el poeta Luis Antonio de Villena…). Si Venecia es todo armonía perpetuada en los siglos, Oxford es el corazón de la sensatez y Barcelona "la más presumida", en el sentido de que sólo trata de gustarse a sí misma, dejándole indiferente la opinión ajena. En la primera, Javier Marías dice sentirse a gusto; de la segunda guarda algunos recuerdos pícaros; en la tercera se ve que no se integró, porque dibuja una ciudad impenetrable. También de Madrid, "ciudad jactanciosa", rescata recuerdos, esta vez infantiles. Todas estas ciudades están vistas desde sus ángulos muertos (por ejemplo, Venecia desde la perspectiva de sus arrinconados y altivos habitantes). También los retratos surgen de un choque y están dados como desde la cara oculta del retratado. Es éste el modo de operar típico del escritor razonado. Partiendo siempre de un contraste principal, aparece nítida una verdad, ya sobre las personas, ya sobre los lugares, y quedan suficientemente pronunciadas algunas de las inquietantes imágenes contemporáneas.

 

Carlos Ortega

El Norte de Castilla

6 de julio, 1991

 

 

 

 

Realidad, realidad…

 

Escogiendo y agrupando cuidadosamente artículos suyos publicados en los últimos años, Javier Marías ha logrado confeccionar con una miscelánea un libro muy personal. Pasiones pasadas contiene varias secciones provistas todas ellas de título exquisito y sugerente, así el de la primera es Tres ciudades, un barrio y una casa. Bajo este epígrafe el autor cuenta recuerdos de su infancia madrileña y retrata con sus experiencias y meditaciones las otras ciudades en donde ha vivido: Venecia (la siempre auscultada, el único lugar habitado del mundo con un pasado visible y el único con su futuro ya desplegado, señala el artista en este maravilloso ensayo), Oxford (en donde impartió clases y fue dotado con el manojo de llaves de la sabiduría) y Barcelona (vivida por él con cariño, narrada con tacto y pensada con suma agudeza y libertad).

Tras encuadrar la vida de unos cuantos allegados suyos, Marías se dispone a tratar asuntos vitales y asuntos mortales, y la despedida de sus Pasiones… la prepara con unos asuntos no muy literarios. Javier Marías, que tiene la buena costumbre de ejercitar la argumentación, se exige tener opiniones personales de casi todo; sin buscar ser original a toda costa tampoco quiere encontrarse teniendo que decir lo que todo el mundo. Aficionado a desmitificar y a desenmascarar, añora el papel del árbitro (aquel al que nadie toma muy en serio y al que todo el mundo hace caso), pero no se propone serlo; aborrece, en cambio, el papel de vaca sagrada, y con alma justiciera desdeña a los que se hacen los importantes y se atribuyen toda clase de superioridades. Aunque lo pretenda disimular, este español que ejercita el rostro sereno e irónico y que aprecia los semblantes livianos, risueños e indulgentes posee una fuerte vocación de educador social.

Javier Marías ha confesado la “insoportable altivez” que impregnó a su persona durante sus años jóvenes, cuando era un escritor precoz. Satisfecho de haber dejado ya la edad del recreo, se encontró con el envanecimiento de poder exhibir éxito y un temprano desarrollo. Llegó a experimentar así el peligro de que tal actitud cristalizara y le cerrase el paso a su madurez. Y este temor le llevó a desear y decidir dejar de ser joven; tal manera de proceder me mueve a desenganchar del aire los versos del poeta Jorge Guillén:

Realidad, realidad, no me abandones
Para soñar mejor el hondo sueño.


Aunque no de todo el mundo se pueda aprender cualquier cosa todos sabemos, sin duda, que por muy diversos aspectos hay muchos seres humanos (no importa que no estén ahí, en los todopoderosos canales de comunicación) dignos de aprecio y, por consiguiente, de reconocimiento y admiración. Y si bien un exceso de esta atrofia la capacidad de orientar y configurar la propia vida personal, su total ausencia nos abre el paso a la envidia, a la presuntuosidad y a la soberbia mediocre, impidiéndonos de este modo el progreso. Desde tal convencimiento me alegra manifestar que encuentro en Javier Marías a un verdadero y privilegiado “homme de lettres”; su esmeradísima, segura y depurada técnica como escritor, la implacable inteligencia que esgrime y el equilibrio y soltura con que se desenvuelve con su rica y variada cultura hacen de este otro Marías alguien de quien hay mucho que aprender; su buen gusto, su claro entendimiento y su nulo afán de aleccionar lo hacen grato de leer.

 

por Miguel Escudero
El Norte de Castilla
19 de octubre, 1991

 

 

 

 

 


Opiniones de un escritor


Como dice el escritor Javier Marías (Madrid, 1951), rotundamente, y a modo de despedida, en su reciente libro de artículos recogidos con el título de Pasiones pasadas, por fin ha dejado de ser joven (“lo he sido durante mucho tiempo”). Aclarada esta lacra generacional, arrastrada toda una vida, el escritor presenta ahora, divididos por temas o asuntos, unos textos escritos en los últimos años y cuyo tono general, altura, intriga o trama no decae en ningún momento, por lo que pueden ser leídos como una más de sus novelas.

Todos estos textos, por separado e individualmente, raramente decepcionarán al lector, aunque esto no quiera decir que, por ello, Marías intente secundar y halagar en ningún momento la conciencia, sensibilidad, coquetería y autocomplacencia del citado, como tantas veces ocurre en nuestras páginas públicas. Aún así, y como es natural, cada uno de esos lectores, como si se tratara de un pasaje o escena de una obra preferida, escogerá mentalmente la que más le complazca. Desde la descripción de naturalezas muertas (ciudades), a naturalezas vivas (personajes), hasta sentimientos o ideas individuales que se generalizan en sentires compartidos o repudiados (España, el amor en los tiempos de su vergüenza, la juventud en los tiempos de su eternidad), o costumbrismo propio de nuestra época (la década exhibicionista y despreocupada de los ochenta, la decadencia de antiguos vicios o pecados veniales); en cada uno habrá un generoso y variable derroche de ironía, de incisivas reflexiones sobre la cultura, la historia o el presente inmediato; una originalidad de observaciones y prismas nada mimética, y, sobre todo, un manejo, para todas estas cualidades anteriormente citadas, francamente envidiable del idioma.

Que Javier Marías es un escritor de virtuosismo clásico –aunque no solemne-, cuidadoso y respetuoso como pocos con el lenguaje –con el suyo, y con el ajeno, a la hora de traducir-, queda bien patente, y ya se sabía, pero no por ello se permitirá en ninguna ocasión el dudoso gusto de ensañarse con elecciones situadas en el otro polo de la escritura. Véase si no el respetuoso, elogioso homenaje, dedicado a su experimental amigo y escritor desaparecido Aliocha Coll. Cualquiera de los retratos no tiene desperdicio. Son la instantánea posible y certera, apropiada por un ojo vigilante que conoce y escoge esa fugaz ráfaga que borra lo visible y exalta lo escondido. El Tío Jules metamorfoseado en simpático y juerguista Tío Jess, que invoca nombres como Ike Québec o Jack Pennick para hablar de los pilares de la cultura occidental, es una verdadera delicia, llena de humor y cariño por el personaje y aquellos años del pasado. Aunque en todos los artículos quedará sobradamente demostrada la presencia de alguien que domina el género, y la escritura en general, como pocos en este país, las partes más novelescas (los retratos) y también las más autobiográficas (esa magnífica visión de bibliotecas trepadoras y cuadros colgantes, cual Babilonia mezclada con la biblioteca de Alejandría, junto a falsos niños funambulistas sentados sobre pilares de libros a la hora de las comidas), éstas nos ofrecerán directamente el aliento del novelista, escapado transitoriamente a las páginas de un periódico, una revista o un congreso.

Otra de las secciones memorables serán, desde luego, las dedicadas a ciudades, que más que “viajes” vuelven a ser retratos. Feminizando la piel y el alma de varias de ellas vividas, nos acercará, de forma sumamente personal, a una Venecia condenada por algún dios demasiado humano a la eternidad, a una presumida y displicente Barcelona, o si no a un Madrid natal, centro hospitalario de saqueos franquistas y botín habitual de colonizadores. También asistiremos a profundos e inclementes repasos al temible inconsciente colectivo nacional, al gran “Acto Reflejo” de nuestra alegre época (“la menos exigente”) y a la entronización vitalicia de los más presentes y ubicuos protagonistas culturales, repartidos en Quiénes hacen la cultura y en Añoranza del árbitro. A lo que se le tiene que añadir ese tirón de orejas, muy merecido, a los críticos (“el colectivo menos evolucionado desde la muerte de Franco”) jóvenes, aunque es de imaginar que la propuesta es extensible a zonas más lejanas en el tiempo. Si todo ello, el lector (incluso aquel que en ratos perdidos ejerza como crítico) lo completa con el sangriento vapuleo dedicado al medio en cuestión, publicado en nuestro país recientemente por Enzensberger, se podrá ir a casa con las neuronas bastante removidas durante un cierto tiempo, a especificar por cada uno. Siempre crítico, en ocasiones más despiadado o más indulgente –dependiendo de la “vehemencia o pasión del instante” en el que fue inspirado el escrito, como explica en el prólogo-, siempre agudo observador, repartirá aquí y allá añoranzas olvidadas, elogios en desuso, acicates a la lucha diaria contra la estupidez, o estímulos para huir de la “reducción a posturas o lemas”, de la temida cancelación de la memoria nacional o para la igualmente usual pérdida del itinerario tradicional y deseable encaminado a sostener en pie cualquier opinión que se quiera llamar propia.

 

por Mercedes Monmany
Diario 16
Suplemento Libros
6 de junio, 1991

 

 

 

 


Una mirada necesaria


Algunas veces un libro en apariencia oportunista, se descubre como un libro oportuno. Éste es el caso de estas Pasiones pasadas en el que se recogen diversos artículos que su autor Javier Marías había ido dando a luz, entre 1985 y el año en curso, en distintos medios de comunicación. Vaya por delante que la edición no escamotea este hecho sino que, bien al contrario, recoge y fecha las procedencias. Digo que tenía una apariencia oportunista porque un libro hecho de materiales seleccionados al bulto suele ser una operación frecuente entre los editores y autores que buscan una rentabilidad fácil en los momentos en que, por las cuestiones que sean, el nombre del autor está en el candelero del mercado. Y ciertamente Javier Marías está atravesando un momento dulce, la crítica ha destacado la calidad de sus últimas publicaciones y el público también ha conectado con ellas. Pero una cosa son las sospechas de oportunismo por muy justificadas que estén y otra es la realidad que la propia lectura del libro acaba por imponer. Y esa realidad nos descubre, por su coherencia y singularidad, la oportunidad de su publicación.

Los 31 artículos que en el volumen se recogen y que se reparten en cuatro apartados, responden a pretextos aparentemente muy distintos. Desde el comentario sobre una ciudad concreta, Venecia, Barcelona, hasta reflexiones sobre la crítica literaria pasando por un espléndido apunte sobre Juan Benet o un ácido recordatorio sobre los transformismos ideológicos de algunas de nuestras grandes figuras literarias. El abanico de temas –y la elección del tema también es un rasgo estilístico- deja entrever perfectamente la pertinencia de la curiosidad de un autor que aborda materiales poco grandilocuentes pero capaces de desvelar pliegues muy profundos del tiempo y de los espacios que nos están tocando vivir. Pocas veces, por ejemplo, se puede encontrar un diagnóstico tan lúcido y al mismo tiempo tan vacío de pretenciosidad sobre las entretelas de los años 80 como el que Marías establece en “La edad del recreo”. El triunfo del “nada vale nada” y por tanto todo vale, el vértigo de ser y querer ser mercancía, el adiós apresurado a cualquier tipo de memoria y otros elementos de los años posmodernos se diseccionan a través de una mirada –una prosa que diría un antiguo- que aúna la distancia con el compromiso. Distancia en el sentido de respeto objetivo hacia lo que hay y compromiso porque el autor se implica y se manifiesta como afectado.

Esa mirada es la que otorga unidad y coherencia a la gran mayoría de estos textos y es, en definitiva, lo que los carga de interés, de significación. Da la impresión de que el autor, el narrador, el que mira, ha encontrado el punto de vista apropiado, aquel en que las realidades abordadas requerían para ser dotadas de vida, es decir, de sentido, de intención y desde el descubrimiento de esa necesidad la mirada se vuelve libre, librepensadora, fina, capaz de relatar las aristas, los vértices y las líneas de fuerza que trasiegan los materiales de nuestro entorno cultural, moral y social. Esa adecuación es la que permite la aparición del adjetivo necesario, del adjetivo que revela la sustancia del sustantivo, de la imagen que es a la vez síntesis y metáfora. Hay una extraña humildad en la mirada que nos acompaña en la lectura de esos artículos. Parece que mira lo que mira sin intenciones ocultas, como si se dejase empapar pasivamente por lo que se le pone delante, como si lo que ve fuera lo inevitable, lo que no puede dejar de verse. En estos tiempos de tanta ceguera interesada el libro de marías reivindica, sin estridencias, la necesidad de la mirada.

 

El Observador
Por Constantino Bértolo

 

 

 

 

 

Ficción y no ficción


Tras recopilar recientemente sus relatos en el volumen Mientras ellas duermen, continúa Javier Marías la ordenación de su obra dispersa con una miscelánea de artículos periodísticos.

Aunque no menos atractivo que sus libros mayores, las novelas El siglo (1983), El hombre sentimental (1986) y Todas las almas (1989), Pasiones pasadas resultará probablemente mucho menos leído, debido a esa absurda jerarquización de los géneros literarios que coloca a la novela por delante del cuento y del artículo, como si el tamaño fuera el principal criterio estético.

Concibe Javier Marías sus artículos “como algo directamente relacionado y dependiente de la vehemencia o pasión de un instante”; la tensión que exigen al escritor se parecería así más a la que requiere un poema –sin que ello quiera decir que tengan nada de “poéticos”, en el sentido convencional del término- que a la que precisan una novela o un ensayo de largo aliento.

Hay de todo en esta amena “silva de varia lección”: apuntes viajeros, melancólicas o risueñas evocaciones autobiográficas, retratos de escritores, opiniones contundentes (a menudo, tan contundentes como arbitrarias) sobre lo más trascendental y lo más trivial: la década de los ochenta, la España de hoy, el amor, la prohibición de fumar, la inteligencia de las mujeres.

Inician el libro unas páginas dedicadas a Venecia; en ellas queda ya patente la habilidad de Javier Marías para encontrar un nuevo punto de vista con que enfrentarse al más manido de los asuntos. Lo que podía haberse limitado a otra tanda más de postales turísticas evita el tópico a fuerza de precisión e inteligencia. Basta este capítulo para que situemos a su autor –junto a Savater o Azúa, con cuyas ideas coincide en más de una ocasión- entre los maestros del género.

Señala Marías en el prólogo lo borroso que resultan a veces los límites entre ficción y no ficción. “El hombre que pudo ser rey” nos presenta a un personaje, el olvidado escritor inglés John Gawsworth, que luego tendría un importante papel en la novela Todas las almas (cuyo ambiente es idéntico al de otro de los artículos, “El manojo de llaves de la sabiduría”). El mismo escritor aparece en “Un epigrama de lealtad”, uno de los cuentos de Mientras ellas duermen, y a él y a la librería de viejo en que ese relato se desarrolla (Bertrán Rota Ltd, de Long Acre, Covent Garden) se vuelve a aludir en “Polvoriento espectáculo”. Estas reiteradas intersecciones –no son las únicas- entre novelas, cuentos y artículos nos indican bien a las claras que Marías concibe toda su obra como una unidad.

Al final de “el hombre que pudo ser rey” se nos habla del “secular deseo de los escritores de llegar a convertirse un día en personajes de ficción”. En manos de Javier Marías los personajes de ficción pueden ser tomados como reales; es lo que ocurrió con ese apócrifo James Ryan Denham que firma “La canción de Lord Rendall” en Cuentos únicos (Madrid, Siruela, 1989), la antología de relatos de fantasmas por él preparada. Igualmente frecuente resulta lo contrario: los Aliocha Coll, John Gawsworth o incluso Luis Antonio de Villena de este volumen –y lo mismo ocurre con los escritores que retrata con tanta amenidad en la revista Claves- tienen ese aura peculiar, esa especial verdad que caracteriza a los personajes de ficción.

Y es que, escriba ficción o no ficción, Javier Marías siempre está haciendo literatura. Excelente literatura.

 

La Nueva España
Por J. L. G. M.